Graciela Portillo
Agua bendita clamo todos los días del cielo al no ver salir ni una gota de la tubería. Mi Maracaibo siendo la ciudad capital está seca, maltratada y yo, con 21 años, ya no luzco un rostro tan fresco. Al igual que los demás debo despertar en la madrugada para ver si llegó el agua y, cuando ese milagro manantial no está, lo que me espera en el transcurso del día no es fácil.
Agua bendita clamo todos los días del cielo al no ver salir ni una gota de la tubería. Mi Maracaibo siendo la ciudad capital está seca, maltratada y yo, con 21 años, ya no luzco un rostro tan fresco. Al igual que los demás debo despertar en la madrugada para ver si llegó el agua y, cuando ese milagro manantial no está, lo que me espera en el transcurso del día no es fácil.
El pasado jueves 7 de marzo, cuando mi país se oscureció por cinco días, a mí me agarró desprevenida: estaba sin agua, y lo peor del caso sin dinero en efectivo para comprar a camiones cisternas. En aquella semana llenar un pipa costaba 2000 bolívares, de aquellos que se llamaban fuertes y se convirtieron en soberanos. Ya venía arrastrando 15 días sin agua. A pesar de no tener efectivo, los camiones cisternas poco pasaban por el sector Haticos por Arriba de Maracaibo, donde vivo; algunos se aprovecharon de la situación y cobraban en dólares o pesos; mientras que otros se adelantaban y lo ofrecían como pago. El desespero reinaba. Cuando le pregunté al Secretario de Asuntos Fronterizos, Juan Romero, sobre la comercialización de esta moneda extranjera en mi estado, él afirmó no recibir ningún tipo de denuncias de los ciudadanos; yo, al menos, cumplí con mi responsabilidad como periodista de preguntar por qué pasa lo que pasa; ese fue mi único suspiro.
¿Será que la gente ya no confía en los organismos públicos? Eso me pregunto al ver como es completamente notorio la compra y venta en moneda extranjera tanto de este recurso, como de muchos otros: todos saben, menos los gobernantes… al menos es lo que dicen ellos. El bolívar sigue en picada por la hiperinflación lo cual, según expertos, es por políticas erradas del Estado.
Me veo obligada a bañarme con apenas tres litros de agua, así que nuestros derechos son vulnerados, exterminados, y conforme van pasando los días peor se pone la cosa, mientras quienes gobiernan mi ciudad, mi estado y mi país se aferra a la guerra económica y el “saboteo” que hay en los servicios públicos desde el mismísimo imperio,
como mecanismo de defensa. El Socialismo del siglo 21 se traduce en ricos y pobres carreteando agua, haciendo cola y subiendo largas escaleras de edificios con baldes; también racionando el agua para alargar el tiempo de duración. Sin duda, quienes tienen poder, solo ven los toros desde la barrera: no conocen esta tragedia en carne propia.
***
Ese día me pregunté, al mejor estilo de J.Lo, “¿y el agua pa’ cuando?”. Era el tercer día sin luz en mi ciudad, así que mi esperanza desvanecía, pues sin luz no se puede bombear agua.
Recuerdo que aquel domingo 10 de marzo en horas de la tarde bajé hasta el sector Haticos por Abajo donde, muchas empresas con los tanques, en un gesto de solidaridad permitieron a los vecinos llenar sus botellones frente a la crisis que vivíamos. Mientras hacia la cola en una de estas empresas, conversaba con una persona quien me relataba: “Yo nunca me imaginé bañarme en una empresa; bañarme fuera de mi casa”. Pude sentir en su expresión la sensación más firme de humillación. A pesar que no hacía nada malo, así se sentía.
Me puse en su lugar y vaya que es difícil salir de tu zona de confort. Comprendí que con las emociones en momentos tan difíciles como lo que vivimos en esa semana, cualquiera pudo perder la cordura en medio de la desesperación y cometer actos irracionales. Al igual que esta persona, yo también me sentía humillada.
***
Al llegar del trabajo, casi todos los días, mi mamá siempre me espera para buscar agua. Durante el día yo reporto en la radio acontecimientos que ocurren en mi ciudad, mientras ella busca la papa.
En los días del apagón nacional la realidad era bastante triste: comercios cerrados, puntos de ventas caídos, comida podrida: el mundo al revés, dirían por allí. Salir a comprar algo significaba hacer largas colas para, ni siquiera, optar por lo que se quería, sino por lo que había. Y, a Dios habría que darle gracias, que los negocios cercanos tuviesen planta eléctrica.
No fue hasta el martes 12 que mis ojos se aguaraparon cuando subía hasta mi casa con agua. La luna de esa noche lloró conmigo: ella me veía cada día, conocía mi cansancio, mi dolor y mi preocupación por no saber si esto algún día llegará a normalizarse. Mi única motivación es el trabajo: lo que me impulsa a ir, con todo y cansancio, en busca de agua para bañarme, cocinar y salir de nuevo, todos los días, a reportar en la calle.
Siento que, en esos días de oscuridad, hacer mi trabajo era como una misión. Afortunadamente en la radio donde laboro hay planta; y digo afortunadamente porque la mayoría de los medios de mi región y del país, en esas horas estaban fuera del aire, mientras que las pocas que estaban encendidas no informaban: solo tenían música. Así que llevando información también aliviábamos la incertidumbre de otros que nada sabían.
El miércoles en la madrugada llegó la luz: “¡Por fin!”. Era complicado saber la hora, pues la noción del tiempo se perdió por completo: sólo sabíamos que era de día cuando salía el sol, y de noche cuando nos alumbraba la luna. Entonces la presión era menos: ya había electricidad. Sin embargo, la consecuencias que dejó esta situación provocó un fuerte impacto emocional.
Encendí el televisor y me puse a chequear qué canal nacional estaba al aire con miras a informarme: tan solo uno en el que me enteré el alcalde de Maracaibo, Willy Casanova, había habilitado camiones cisternas en las zonas altas – una de las que está donde yo vivo- para distribuir agua gratuitamente. “Está mintiendo o sus trabajadores le hacen creer que cumplen el trabajo”, respondió mi mamá. Y la realidad iba por allí: fueron pocos, muy pocos por no decir que inexistentes, las cisternas que pasaron. Y, además, no eran gratuitas.
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El jueves volví a buscar agua; esta vez no en la empresa que apoyó a los vecinos, porque ya no tenía. Fue unas cuantas cuadras más adelante donde había una toma ilegal, a una cuadra de la bomba gasolinera “La Arreaga”. Hasta allí me trasladé con mi mamá para no llegar a casa con las manos vacías. Llegamos a la medianoche, tras haber salido a las 8:00 pm. Teníamos por delante a 10 personas con grandes pipas, y tuvimos que hacer la cola a pesar de que nosotras sólo teníamos botellitas plásticas de refresco.
Mientras estábamos en cola, me senté en una acera descansando mi espalda en la pared de un comercio. En ese momento agaché mi cabeza y mis lágrimas rodaron por mi mejilla disimuladamente al ver en las condiciones inhumanas en las que vivimos; en ese momento dí una mirada al pasado y recordé que nunca habíamos tenido necesidad de algo así.
El reloj marcaba las 11:00 de la noche cuando ya el cansancio se apropiaba de mi cuerpo y quería estar en mi casa; ya no me importaba llevar agua. Como caía la noche, una vecina, mi mamá y yo decidimos que debíamos marcharnos aunque hubiésemos perdido tres horas de cola; o mejor dicho: de vida. En ese instante un hombre desconocido gritó que no podíamos irnos así no más, así que pidió a quienes estaban delante de nosotros que nos permitieran llenar nuestros envases. Siempre estaré agradecida por la equidad de ese señor.
***
Muchos pensamientos se han posicionado en mi cabeza en los últimos días. Sobretodo, uno que por más de cuatro años muchos venezolanos piensan: ¿Me voy o me quedo? Así de insoportable es la situación. Juro que si en aquellos días del apagón, y de mi tragedia personal en busca de agua, hubiese aterrizado un avión delante de mí, sin pensarlo dos veces me marchaba; o mejor dicho: huía sin mirar atrás.
El viernes 15 de marzo fue el mismo plan del jueves, solo que con menos cola. El sábado el encargado de un cisterna llenó una de nuestras pipas, a regañadientes porque no quiso que le pagáramos con billetes de 20 bolívares… pero las llenó. Así han transcurrido mis días desde hace semanas: de botellón en botellón, del timbo al tambo en busca de agua en la calle. Mis vecinos migraron ese mismo sábado hasta la autopista de la Circunvalación 1 de la ciudad en busca de agua a través de otra toma ilegal que se encuentra muy cerca de una cañada; agua que puede poner en riesgo su vida de llegar a consumirlas. Casualmente ese mismo día Casanova estaba desplegando un operativo de distribución de agua potable con apenas con 20 camiones cisternas; unos 20 días atrás, él mismo había asegurado en un programa de televisión que el problema eléctrico tardaría hasta 2 años en solucionarse; es decir, el bombeo de agua potable tardaría el mismo tiempo en normalizarse.
La ineficiencia está a la luz pública; y esa luz nunca falta ni sufre de bajones. Al igual que la deficiencia, que está a la orden del día, según las autoridades, por culpa de “saboteadores” que al parecer resultan ser más inteligentes que los administradores. Pero la espalda de mi mamá de 50 años no entiende de guerra ni saboteo; solo sabe que si siguen pasando más días cargando agua se empeorará; y empeorarse en este país sale caro. Estos días nos debilitan. Sin embargo, así como la realidad es necia y se impone, la fe también. De esa manera sacio mi sed: lo único que me queda es esperar agua del cielo, porque en la tierra quienes gobiernan no tienen piedad y mucho menos clemencia.
[Tomado de http://www.radiofeyalegrianoticias.net/sitio/maracaibo-sin-luz-sin-agua-y-sin-ganas/avances.]
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