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domingo, 17 de febrero de 2019

La escuela, la enseñanza y la formación de las conciencias



Francisco J. Mérchán

Desde sus orígenes, la educación y la escuela se han considerado medios para configurar las conciencias y construir la identidad de los sujetos. Los valores y pautas de comportamiento que se ha tratado, y trata, de inculcar, han variado a lo largo del tiempo, en función de las circunstancias históricas, económicas y sociales. Incluso desde una perspectiva crítica se ha adoptado este papel de la escuela, procurando en este caso formar personas comprometidas con la transformación social. No obstante cabe discutir si realmente los sistemas educativos tienen esa capacidad, o, al menos, con la potencia que se les atribuye.
 
El papel ideológico de la escolarización

Antes incluso de que a lo largo del los siglo XIX y primera mitad del XX se fuera extendiendo en muchos países un sis-tema estatal de escolarización, la acción educativa se justificaba por la conveniencia de construir en las personas unas determinadas formas de ser, pensar y actuar. Por ejemplo, ya en 1685, Comenius, en su Orbis Pictum, había definido a la escuela como Taller en el que se forma en los jóvenes nuevos espíritus para la virtud. Pero hasta la contemporaneidad, la formación de las conciencias e identidades de los sujetos era asunto reservado a la iglesia y, entre la nobleza, al ámbito familiar y de la comunidad más inmediata. Aunque en España ese objetivo nunca se ha llegado a conseguir plenamente, la revolución liberal burguesa trató de sustraer a la religión el monopolio de la educación, trasladando al estado esa función. El plan se sustentaba en la convicción de que la educación constituía un instrumento eficaz para la formación de convicciones y valores, de manera que se trataba de configurar un sistema organizado -el sistema educativo- bajo el control del estado emergente.

La por entonces clase revolucionaria, la burguesía, aspiraba de esta forma a fortalecer su proyecto político y social, disponiendo para ello de sujetos críticos con el Antiguo Régimen, así como de una población que se comprometiera o, al menos, aceptara la construcción del nuevo orden liberal, y una nueva entidad, la patria, como referente que permitiría asumir lo que era un proyecto de clase como un proyecto común a todos los ciudadanos. La convergencia de las ideas ilustradas no es desdeñable en este proceso; gracias a ellas se extendía la creencia de que el conocimiento permitiría ver la luz y hacer felices a los individuos, de manera que la construcción de un sistema escolar de masas no se presen-taba o justificaba meramente como la sustitución de una doctrina –la de la iglesia- por otra -la del nuevo estado-, sino también como un avance hacia el progreso y la felicidad (Cuesta, 2005). Más adelante, a medida que se implantaba el capitalismo y crecía la conflictividad social protagonizada por las clases populares, el papel adoctrinador de la escuela adoptaba nuevos matices, pues ahora, no se trataba tanto de contribuir a la revolución de la burguesía, sino de sujetar el nuevo ímpetu proletario: más escuelas y menos cárceles. Precisamente por esto, al menos inicialmente, tanto Marx como el pensamiento anarquista recelaron del papel de las escuelas del estado, por lo que, especialmente los segundos, pusieron en marcha formas de educación propias en el ámbito de los sindicatos.

Será Durkheim, uno de los padres fundadores de la sociología moderna, quien teorice de manera sistemática la idea de que la escolarización constituye básicamente un instrumento de inculcación de valores y de configuración de identidades. A su juicio, el cometido central de la educación no estriba en la transmisión de conocimientos sino en la formación de las conciencias; su función principal es la edificación de un sujeto disciplinado que encauce su conducta individual hacia la preservación del orden social, manteniéndolo protegido de convulsiones y conflictos. Ello es posible, en primer lugar por la fase psicológica de los individuos en que la escuela desarrolla su acción, y, en segundo lugar, por sus mecanismos internos de funcionamiento, que permiten una acción envolvente, total y duradera sobre la conciencia individual (Ortega, 1999).

La que conocemos como sociología crítica de la educación, que se desarrolló a mediados del pasado siglo, particularmente en el ámbito anglosajón y en Francia, mantiene en última instancia cierta continuidad con el pensamiento de Durkheim. Desde su punto de vista, efectivamente, la escuela es un medio privilegiado para educar políticamente a los jóvenes y para inculcarles valores que sirvan de sostén al orden social, es decir, la escuela tiene una función ideológica, o de reproducción cultural, que se desarrolla de diversas formas. Mediante esa función, se trataría de sustituir los mecanismos de control externo por otros de control interno, que operarían a través de la conciencia de lo que es bueno y malo, de lo que se debe hacer y de lo que no se debe hacer (Fernández Enguita, 1993).

El adoctrinamiento a través de los contenidos escolares

En este marco conceptual, durante los años sesenta y setenta se prodigaron los estudios sobre el currículum escolar, pues se venía a considerar que uno de los resortes de los que se sirve la escuela para desarrollar su adoctrinamiento es precisamente la orientación de los contenidos escolares o la determinación de las materias que configuran el plan de estudios. Esta tesis fue adoptada por la sociología crítica de la educación en sus estudios sobre el currículum. Especialmente Michael Young abordó el análisis del papel del conocimiento escolar en los mecanismos de control social, sentando las bases para posteriores investigaciones. Apple (1996) destacó la importancia que tiene el corpus formal del saber esco-lar en la reproducción cultural o inculcación ideológica, señalando que el conocimiento escolar no deja de ser una selección de entre muchas posibles, pero una selección que está guiada por valores ideológicos que es necesa-rio descubrir, ya que se presenta como un conocimiento objetivo, neutral y con validez universal si bien no podría afirmarse que todo el conocimiento escolar es reductible a conocimiento ideológico.

La forma en que el conocimiento escolar se impregna de una determinada ideología, es una cuestión fundamental a la hora analizar cuáles son los valores que se transmiten en la escuela y a la hora de intervenir en la práctica escolar desde una perspectiva crítica. Pero, como dice Fernández Enguita, (1993) el mismo acto de elegir o seleccionar implica una omisión, puesto que excluye a todo lo demás, que es considerado, por ello, como irrelevante, no digno de ser aprendido ni enseñado. De este modo diría-mos que el hecho de que el conocimiento escolar “legítimo” descarte ciertos asuntos viene a ser otra manera en que se impregna de valores ideológicos. En esa misma línea Baudelot y Establet (1999, p.97), afirmaban, que la escuela <<asegura una función política e ideológica de inculcación de la ideología burguesa>>. Esta inculcación se realiza de diversas formas; la más aparente, aunque no la más eficaz e importante, es a través de la selección de temas o de valores que se ofrecen como la “verdad”, la “cultura”, el “saber”, el “gusto”, etc.; es la forma que, por su carácter explícito, ha atraído -según los citados autores- en mayor medida la actuación de la crítica.

Pero, no es sólo mediante la selección, o no, de los asuntos que deben ser objeto de estudio en el aula cómo la escuela adoctrina, sino que también lo hace cuando al tratar de esos asuntos emite juicios positivos o negativos sobre la realidad. Apple analizó la forma en que se trata el tema del conflicto en los contenidos escolares, observando que en lugar de considerar el conflicto y la contradicción como las fuerzas impulsoras de la sociedad, se suele valorar como intrínsecamente malo, trasmitiéndose el mensaje de que deberíamos esforzarnos por eliminarlo de nuestro marco institucional establecido, de manera que el conflicto y la disensión se consideran antitéticos al buen funcionamiento de la sociedad. Lo cual interpreta como una tesis orientada fundamentalmente a legitimar el orden social existente.

En el mismo sentido, Popkewitz (1985) analizó el papel que en los contenidos escolares se atribuye a los individuos en los procesos sociales, llegando a la conclusión de que se potencia la figura de los líderes y grandes personajes, mientras que el papel de los ciudadanos y de las clases populares se limita a participar en las elecciones o a asistir como espectadores de los hechos histórico-sociales. A este respecto, es sintomático el modo en que aparecen las clases populares en las ilustraciones de los libros de texto (Merchán, 2005).

Esta función ideológica de la escuela, operada a través de la selección de los contenidos y de la valoración de las conductas y las ideas, si bien se manifiesta de mane-ra más evidente en las disciplinas de Ciencias Sociales, y, especialmente en la Geografía, puede advertirse también en otras aparentemente más neutrales. En esos casos, como el de las disciplinas científicas, el tipo de ejemplos con los que se trabaja en el aula o la conceptuación de los problemas que merecen ser estudiados, constituyen el vehículo mediante el cual se transmite la ideología.

La formación de la conciencia e identidad a través de las prácticas escolares

Si bien no puede afirmarse que todo el conocimiento escolar esté impregnado de ideología, los contenidos de la enseñanza constituyen uno de los instrumentos de adoctrinamiento en la escuela, pero no el único. Para Baudelot y Establet la principal forma en que la escuela inculca la ideología burguesa es a través de las propias prácticas escolares, es decir, mediante la sumisión de los estudiantes a un conjunto de prácticas que constituyen, en su opinión, el ritual material de la ideología burguesa. Más concretamente, ejemplificando esta tesis con situaciones habituales en el contexto escolar, afirman que << Los ejercicios escolares se dan de manera simplemente análoga, como un trabajo, el “trabajo escolar”, que es al mismo tiempo presentado (...) como un deber. En el ritual familiar, el cuaderno de notas [las calificaciones] funciona como un equivalente (en sentido figurativo) del salario: la buena calificación, como el salario, es “precio”, la recompensa del trabajo cumplido (...) Las prácticas escolares y su ritual son entonces un aspecto esencial del proceso de inculcación ideológica; deberes, disciplina, castigos y recompensas; tras su aparente función educativa técnica, aseguran la función esencial pero oculta de realizar en la escuela la ideología burguesa...>> (Baudelot y Establet, 1999, pp.100-101).

En una línea similar hay que citar los trabajos de Bowles y Gintis (1985 y 1999), si bien para estos autores la reproducción cultural necesaria para el mantenimiento del orden social capitalista se realiza en la escuela gracias a la correspondencia que se da entre las relaciones socia-les escolares y las relaciones de producción, de mane-ra que, según este punto de vista, los estudiantes irían adiestrándose a lo largo de su vida escolar en las prácticas que van a vivir en el campo económico y social, asumiendo en sus conciencias el lugar que les corresponde; de esta forma los elementos primordiales de la organización educativa son réplica de las relaciones de dominio y subordinación de la esfera económica.

Consideraban estos autores que la perpetuación de las relaciones económicas y sociales, de poder y privilegio, no se produce de manera automática sino que es el resulta-do de la actuación de mecanismos explícitos constituidos al efecto, es decir, del proceso de reproducción. En prime-ra instancia la ley y el poder coercitivo constituyen ya un medio de reproducción, pero parece absurdo atribuir la reproducción exclusivamente a la fuerza. Las leyes que se consideran ilegítimas tienen menos poder coercitivo, el uso desmedido y frecuente de la fuerza pierde efectividad y, en fin, en los casos en que la oposición actúa unida y de forma activa se tiende al cambio estructural o al compromiso. Por lo tanto, << está bien claro que la conciencia de los trabajadores -creencias, valores, concepto de sí mismos, tipos de solidaridad (...)- es fundamental para la perpetuación, validación y buen funcionamiento de las instituciones económicas. La reproducción de las relaciones sociales de la producción depende de la reproducción de la conciencia>> (Bowles y Gintis, 1999, p. 146).

Desde su punto de vista, a la institución escolar le corresponde un papel fundamental en esa reproducción de la conciencia y es ésta su principal función, que realiza según el principio de correspondencia. Así, por ejemplo, las relaciones jerárquicas de las empresas se corresponden con las que se desarrollan en el ámbito escolar, sien-do más rígidas en los niveles inferiores de la enseñanza -correspondiéndose con los puestos de inferior categoría- que en los superiores -que se corresponden con los puestos directivos. Esta correspondencia se verifica también entre distintos tipos de enseñanza según el entorno social, de manera que en las escuelas a las que acude la población de los estratos inferiores se desarrollan prác-ticas pedagógicas similares a las que son características de los puestos de trabajo inferiores, mientras que en las escuelas de zonas acomodadas se desarrollarían prácticas pedagógicas más abiertas, en correspondencia también con las características de las relaciones sociales de los puestos de trabajo de superior categoría [1].

A juicio de Bowles y Gintis las diferentes prácticas pedagógicas que se llevan a cabo en las escuelas según la clase social del alumnado, es reflejo de los diferentes objetivos y expectativas que tienen los diversos agentes que intervienen en la educación -padres, alumnos, profe-sores y administradores-, lo cual se explica por la cultura del entorno en el que se socializan padres y estudiantes, así como por la experiencia que se adquiere en el ámbito laboral. Desde esta perspectiva de la correspondencia, puede decirse que la institución escolar reproduce diferenciadamente una serie de valores y pautas de comportamiento a través de las prácticas pedagógicas dominantes según el contexto sociocultural; de esta forma el sistema educativo se convierte, junto a otros, en un mecanismo de reproducción que sirve a la estabilidad del orden socio-económico.

¿Tiene poder la escuela para la formación crítica?

Al considerar que la escuela capitalista persigue en últi-ma instancia la formación de conciencias e identidades, es decir, persigue el adoctrinamiento de los alumnos en determinados valores, actitudes y pautas de conducta, y que tiene capacidad para ello, en la perspectiva de la sociología crítica se adoptaba una suerte de funcionalismo que bien podía invertirse. Es decir, si la escuela tiene como función primordial configurar la mente de los alumnos en un determinado sentido –diríamos conservador, obediente y sumiso al orden establecido-, y esto lo hace a través de los contenidos del currículum y las prácticas escolares, sería viable formar otro tipo de conciencia –crítica y compro-metida con la transformación social- adoptando otros contenidos escolares y desarrollando otras prácticas y otros métodos de enseñanza. Está tesis constituyó el núcleo de pensamiento de las pedagogías críticas y de las experiencias de renovación pedagógica que se desarrollaron, por ejemplo en España, en los últimos años de la década de los setenta y primeros de los ochenta del pasado siglo.

Efectivamente, en el contexto del tardofranquismo y, anteriormente, del auge del movimiento progresista en todo el mundo, proliferaron los grupos y colectivos de docentes que pusieron en práctica en las aulas el principio de que la escuela debería y podría servir para otro tipo de educación, una educación que contribuyera al cambio y, consecuentemente, estuviera más comprome-tida política y socialmente. Esa contribución consistiría, por una parte, en contrarrestar la capacidad de influen-cia del pensamiento antidemocrático y pro-capitalista y, por otra, en formar a los alumnos una conciencia revo-lucionaria. Para ello se seleccionaban contenidos esco-lares alternativos y se utilizan materiales curriculares distintos de los libros de texto convencionales, así como prácticas pedagógicas inspiradas en la tradición de la pedagogía progresista.

La formación de un nuevo sujeto: ciudadano votante, consumidor y empresario de sí mismo

Todavía está por hacer un estudio amplio sobre la suer-te que corrieron este tipo de iniciativas y qué capacidad tuvieron realmente de lograr sus propósitos; lo cierto es que ya en la década de los noventa el impulso renovador fue menguando, de manera que, frente al sujeto crítico, ha ido ganando terreno la idea de configurar un sujeto que se caracterizaría por su condición de ciudadano-votante. De la mano de la socialdemocracia -paladín de lo que se dio en llamar el pensamiento débil-, a lo largo de los años noventa y primeros del siglo XXI, el discurso sobre la función de la educación en el ámbito de la con-ciencia se fue escorando hacia esa nueva identidad que, en definitiva, acepte el orden constitucional y social establecido como el mejor de los mundos posibles y encauce toda su posible energía crítica en votar a las supuestas alternativas que se le presentan cada cuatro años.

Ya en nuestros días, el giro cada vez más derechista que vive la política educativa, y la política en general, encarga a la escuela la formación de un nuevo sujeto: el empresario de sí mismo. (Vázquez, 2005; Rizvil y Lingard, 2013). La LOMCE refleja claramente el culto a lo que se ha llamado la empresomanía, el culto a los valores del emprendimiento y la iniciativa individual como motores de la vida económica y social. No se trata tanto de una apuesta por una especie de república de pequeños propietarios, cuanto la de configurar una nueva identidad y una nueva conciencia. Esta identidad se sustenta en el consumo y la productividad como dogmas religiosos en los que se basa la salvación personal y colectiva, mientras que la conciencia se configura con la idea de que todo lo que somos y conseguimos, o, especialmente, lo que no somos y no conseguimos, es obra de tu esfuerzo y dedicación. A nadie hay que pedir cuenta de los fracasos, del estatus, de la riqueza o de la pobreza, pues, especialmente esto último, es responsabilidad de uno mismo. En definitiva, se trataría de inculcar la creencia de que los individuos somos seres ahistóricos y socialmente descontextualiza-dos, cada uno responsable de su suerte.

¿Realmente tiene la escuela la capacidad que se le atribuye para formar las conciencias?

En su trabajo sobre la transformación de la educación en el tiempo, David Hamilton (2008) planteó la tesis de que los cambios en las formas y contenidos de la enseñan-za tienen relación con los contextos históricos y sociales en los que se inserta la institución escolar, de manera que en las sucesivas etapas de la historia de la escolarización uno de los factores de cambio es precisamente el tipo de sujeto que se pretende construir. En cierto sentido, a lo largo de los párrafos anteriores se ha tratado de plantear las distintas alternativas que a este respecto se han producido desde los orígenes de la escolarización hasta nuestros días. En todos los casos, aunque con distinta orientación, se parte del supuesto de que una de las más importantes funciones de la escuela es la de transmitir valores, ideología y, en definitiva, la de configurar identidades y conciencias.

Sin embargo algunos autores cuestionan, por una parte, que el análisis funcionalista, crítico o conservador, pueda dar cuenta de la dinámica y el papel de la institución escolar; por otra, se muestran escépticos acerca de la capacidad de la educación escolarizada para llevar adelante propósitos de adoctrinamiento o formación de identidades y conciencias, al menos en la medida en que se le atribuye. Martín Criado (2010), sirviéndose de la teoría de campos, sostiene a este respecto que en el campo escolar intervienen muchas y divergentes fuerzas, de manera que no sería razonable pensar que la institución obedece cabalmente a los designios de las fuerzas dominantes o de las políticas educativas. De hecho es fácil constatar que las reformas educativas generalmente fracasan en buena parte de sus objetivos, o que incluso los esfuerzos innova-dores de la pedagogía crítica no corren mejor suerte. La complejidad de los sistemas escolares los convierte en un ámbito de conflictos, presiones y oportunidades en el que, según este autor, la resultante nunca obedece a una sola fuerza y, en todo caso, siempre es inestable.

Además, se tiende a sobrevalorar las posibilidades de la educación para el adoctrinamiento y la formación de conciencias. En este sentido, algunos acontecimientos son bastante expresivos. Es el caso, por ejemplo, del colapso de la Unión Soviética, de la revolución de los claveles en Portugal o del fin de la dictadura franquista: en estos países funcionaron sistemas escolares con fuerte carga doctrinal que, sin embargo, no sirvieron de mucho a la hora de evitar la liquidación de sus sistemas políticos. Por el contario, se tiende a minusvalorar el papel de otras instancias en la configuración del pensamiento, actitudes y sistemas de valores de las personas, dando por supuesto que la formación que se recibe durante el tránsito por la escuela es ajena a otros contextos de socialización y, además, permanece durante toda la vida. Es decir, no sería tanto que los colegios religiosos inculcan la fe sino que los que tienen fe acuden a los colegios religiosos, en los que, ciertamente, se refuerzan los valores del entorno familiar y social, pero, como es conocido en muchos casos, nada garantiza que esas creencias se mantengan a lo largo de la vida.

En conclusión, puede decirse que, efectivamente, los discursos sobre educación, las políticas educativas y las prácticas escolares proyectan sobre los alumnos intencionalidades ideológicas y doctrinarias con vistas a la configuración de las identidades y conciencias que consideran deseables en un marco más amplio de intereses. Sin embargo, esos planes entran en acción en un amplio campo de fuerzas en el que existen otros planes y otros intereses, de manera que el éxito no está garantizado. Naturalmente, desde cualquier posición de compromiso social esto no implica justificar la inacción sino, por el contrario, subrayar la importancia de la intervención en orden a la democratización de la cultura, pues las ideas tienen más posibilidades de convertirse en dominantes cuando no existen otras con las que tengan que confrontarse. La complejidad y dinámica de intereses de la institución escolar la convierte en un instrumento quizás menos permeable y potente de lo que parece para el adoctrinamiento o, también hay que decirlo, para la formación crítica.

Nota

[1] A este respecto puede verse un interesante estudio empírico en Anyon, 1999 y Merchán, 2005.

Bibliografía

Anyon, J.: Clase social y conocimiento escolar. En Fernández Enguita, M. (Ed.): Sociología de la educación. Barcelona: Ariel, 1999, pp. 566-592.

Apple, M.: El conocimiento oficial. La educación democrática en una era conservadora. Madrid: Paidós, 1996.

Baudelot, Ch. y Establet, R.: El aparato escolar y la reproducción. En Fernández Enguita, M. (Ed.): Sociología de la educación. Barcelona: Ariel, 1999, pp. 97-101.

Bowles, S. y Gintis, H.: La instrucción escolar en la América capitalista. Madrid: Siglo XXI, 1985.

Bowles, S. y Gintis, H.: Educación y desarrollo personal: la larga sombra del trabajo. En Fernández Enguita, M. (Ed.): Sociología de la educación. Barcelona: Ariel, 1999, pp. 144-162.

Cuesta, Raimundo: Felices y escolarizados. Crítica de la escuela en la era del capitalismo. Barcelona: Octaedro, 2005.

Fernández Enguita, M.: La escuela a examen. Madrid: Eudema, 1993.

Fernández Enguita, M.: (Ed.): Sociología de la educación. Barcelona: Ariel, 1999.

Hamilton, David: Historia de la educación. Origen de la enseñanza formal. México: Trillas, 2008.

Martín Criado, E.: La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica. Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2010.

Merchán, F. Javier: Enseñanza, examen y control. Barcelona: Octaedro, 2005.

Ortega, Félix (1999): La educación como forma de dominación: una interpretación de la sociología de la educación durkheimiana. En Fernández Enguita, M. (ed.): Sociología de la educación. Madrid: Ariel, 1999, pp. 50-62.

Popkewitz, T.S. (1985): Los valores latentes del curriculum centrado en las disciplinas. En Gimeno Sacristán, J. y Pérez Gómez, A.I.: La enseñanza: su teoría y su práctica. Madrid: Akal, 1985, pp. 306-322.

Rizvi, Fazal y Lingard, Bob: Políticas educativas en un mundo globalizado. Madrid: Morata, 2013.

Vázquez García, Francisco: Tras la autoestima: variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía. Donostia: Tercera Prensa, 2005.

[Artículo publicado originalmente en la revista Libre Pensamiento # 74, Madrid, invierno 2012. Número completo accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2013/09/LP-741.pdf#new_tab.]


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