Luis A. Larevuelta
Entre los
anarquistas, a menudo nos encontramos con ideas que tienden a jerarquizar el orden
de importancia de la visibilidad del quehacer revolucionario. Mientras unos le
dan un papel “ineludible” a la Organización, otros consideran inexcusable el
ejercicio de la violencia. Y es que sin duda, las formas de entender, pero
además de apropiarse de la anarquía, transita por un camino bastante diverso,
que aunque es rico en contenido, también nos tiene constantemente al límite de
las confusiones y bajo amenaza de encapsulación definitiva, sobre todo, si no
ponderamos que la realidad de nuestra práctica se enfrenta a un escenario
completamente hostil, que a diario controla y reprime nuestras posibilidades de
transformación.
Lo
importante en este sentido es comprender que aunque unos no se “O”rganicen y
otros no se encapuchen todos tenemos una vida cotidiana donde abrir un campo de
batalla.
Considero
que todos los lugares son útiles para esparcir nuestros intentos por practicar
la Libertad y no creo que haya ni lugares inapropiados, ni lugares privilegiados
para su germinación, pues la dominación se encuentra atrincherada por todas
partes.
Limitaciones para una práctica cotidiana
La vida
en la sociedad capitalista se convierte diariamente en una nueva encrucijada,
el sistema que padecemos se muestra tan bien sustentado sobre un engranaje complejo
y absorbente, que nos envuelve provocativamente en un mar de contradicciones.
Ser completamente consecuentes con las ideas que sustentamos es una imposibilidad
práctica, dadas las ataduras que socialmente poseemos. Es cierto que considero
un imperativo hacer de nuestra vida una búsqueda incansable de la libertad,
pero reconozco que vivimos bajo un sistema que acomoda todos sus dispositivos
para hacernos entrar a regañadientes en su maquinaria. Para quienes nos reivindicamos
anarquistas es un objetivo vivir fuera de cualquier sistema que totalice sus
normativas, que determine a priori los comportamientos y que domestique la voluntad
general. En el sistema capitalista quisiéramos vivir alejados del consumo,
distantes del trabajo asalariado, del dinero, de la tarjeta bancaria, del
transporte público, incluso de la electricidad, y buscar por otros medios una
vida más coherente con nuestros deseos. Pero es necesario mirar a nuestro
alrededor y entender que aunque nuestra tenacidad antiautoritaria pueda romper a
veces un muro, detrás de él se encuentran más paredes destinadas a mantenernos
bajo control, y quizás cuántas vallas se encuentren más allá del próximo
obstáculo. Por tanto, me parece apropiado puntualizar que vivir en esta
sociedad no es un opción sino una determinación histórica.
No es mi
intención puntualizarlo para sostener la integración al sistema como un camino,
por ningún motivo, al contrario, esos muros que pueden caer con nuestra acción
nos permiten siempre visualizar más allá, pero bajo ningún punto de vista
debemos confundirnos pensando que es posible ser completamente libres en el
mundo de la esclavitud contemporánea, lo planteo en particular porque considero
que aquella ilusión nos lleva al conformismo individual y a los juzgados
morales de la anarquía.
Sin duda,
aunque deseemos evitar los vicios de esta sociedad, seguimos siendo parte de
ella, precisamente porque no somos sujetos asociales, no podemos abstraernos de
una realidad que día a día pasa frente a nuestros ojos, precisamente, porque es
esa realidad la que nos ha llevado a sacar nuestras más difíciles conclusiones.
En este sentido, no es extraño que tengamos un trabajo asalariado, que estudiemos
en una institución de educación formal, que paguemos arriendo, que cancelemos
nuestra entrada a un concierto o que vayamos de compras (y algo más) al
supermercado. Algunos tendrán caminos aplaudibles para evitarse algunos de
estos embrollos, pero en general, ni para los anarquistas ni para el resto de
la sociedad, aquellas son decisiones “libremente” tomadas como individuos.
Ahora bien, si nuestro concepto de “libertad” se adapta a la tradición
liberal-capitalista es posible que esto sí sea un gesto de “Libertad”.
Por
nuestra parte, evidentemente que intentamos tensar nuestra vida para que cada
día vivamos más la rebeldía y menos la pasividad; mas la ayuda mutua y menos la
competencia, mas la libertad y menos la autoridad, pero no olvidamos que
vivimos en un fase del capitalismo de control ultra sofisticado, donde sin duda
en los últimos tiempos se ha estrechado más la distancia entre la espada y la
pared que nos oprime y que nos recuerda a diario los costos de dirigir
demasiado lejos nuestra vida refractaria.
Cuando un
compañero afirma que los explotados somos explotados porque queremos, se
equivoca tanto como cuando el rico dice que somos pobres porque nos gusta la
pobreza. Si consideráramos que en este sistema es posible conquistar la
Libertad en todas sus dimensiones no tendríamos para qué seguir luchando contra
él. Lo anterior no significa que a menudo no podamos agujerear las estructuras
del poder con llamaradas de libertad, pero sí que éstas son esporádicas ya que
son sofocadas rápidamente por los sostenedores del statu quo.
La práctica independiente de la inserción o la
desinserción
El
anarquista no necesita “insertarse” en espacios determinados, pues nuestra vida
transcurre estando ya insertos en una realidad concreta, que contempla diversos
escenarios que, de alguna forma, representan los lugares donde se vive la
“cotidianidad”. Estos sitios suelen ser en nuestra sociedad la familia, la
escuela, la universidad, el trabajo, la calle, etc. todos lugares donde
compartimos con numerosas personas con intereses e ideas opuestas a las
nuestras.
Para mi
la “transformación desde la vida cotidiana” no excluye los lugares donde más se
hace patente la opresión, como el trabajo, el metro, el barrio, la escuela,
etc. al contrario, es donde encuentro el inmenso valor de la tensión, del con‑icto,
que no tienen porque evidenciarse sólo a través de la violencia, si no que se
encuentran enfrentados por nuestra propia práctica. Desechar mi práctica en los
lugares donde no palpito la afinidad con otros, es someterse voluntariamente a
una cotidianidad condicionada por la práctica de otros, a menudo, autoritaria,
sexista, xenófoba, super loca, etc. La cuestión consiste fundamentalmente en
ser nosotros mismos en todos lados, donde no es necesario llevar un parche para
que se sepa que soy partidario de la Libertad, sino que se entiende porque mi
practica es propositiva en sí misma, basta con decir lo que opino, poder
defenderlo y actuar en la coherencia que las condiciones me permitan, tampoco
hay porque ser un suicida cotidiano.
Un mínimo
de coherencia para mi, pasa por no subestimar el potencial intelectual o
“revolucionario” de quienes no han visualizado en el antiautoritarismo un camino
a seguir, pues (si es que existe un) nosotros no
somos
mejores que ellos, solo hemos llegado a distintas conclusiones y la modificación
de nuestros valores más profundos a menudo no se consiguen con la lectura y el
proselitismo, sino que se estimulan con el roce y contacto entre sujetos, con
la discusión, la palabra y la acción. Pensarnos mejores que el resto, más puros
o superiores moralmente nos posiciona sobre un podio que no queremos, una
posición de asimetría que no lleva a otro lugar que el de la jerarquía social.
Lo problemático en este sentido es no asumir esa inserción intrínseca en el
mundo que odiamos y evitar el contacto humano, posicionándonos en la esfera del
desprecio, aún peor, en el prejuicio, que parte de la idea de que, los que no son como yo, o no han llegado a mis conclusiones, son personas felices
con sus condiciones de explotación y por tanto, mis enemigos.
En la afinidad y un poco más allá
Cuando
planteo la necesidad de “cambiar las relaciones sociales” lo hago pensando en
mis compañeros y en mi entorno más cercano, es cierto; pero también lo hago pensando
en el sinnúmero de personas con quienes convivo a diario, a quienes, en su
mayoría no conozco, no son ni mis amigos, ni poseo su historial conductual como
para crearme un juicio respecto a su práctica cotidiana. Relacionarme
horizontalmente con mis afines es un principio básico, pero practicar esa
horizontalidad con personas que viven otras dinámicas, donde las jerarquías están
normalizadas y la autoridad aceptada es un desafío mucho mayor, precisamente
porque debería ser el antiautoritario el que rompe con los modelos establecidos
por el sistema de dominación, y hacerlo constantemente significa abrir
reacciones en cadena que pueden llevar a cuestionamientos mucho más profundos
que la lectura de un panfleto o de este mismo periódico.
Vivo y gozo
a diario la afinidad, como anarquista intento conquistarla permanentemente. Y
ahí están los verdaderos compañeros, cómplices hasta el final, en quienes puedo
depositar lo mejor de mí, hacer volar las ideas y la imaginación ilegalista por doquier, con quienes me reconozco en mis
pequeños, pero aguerridos grupos, eso existe, y coincido con todos quienes
buscan multiplicarlo a ritmo desproporcionado. Pero también vivo todos los días
las necesidades impuestas por el sistema, como decía anteriormente, poseo (al
igual que usted) los grillos que el Estado y el capital nos han dejado, por tanto
vivo condicionado y restringido en mis cotidianos desgarros. Es allí donde
naturalmente no están mis afines para apoyarme y donde debo encontrarme con otros
que sienten igual que yo el peso de la explotación. Para mi, la practica
anarquista también debe considerar esta dimensión y entregarse a la búsqueda de
respuestas con individuos con quienes pensamos muy distinto, es precisamente en
ese lugar donde encuentro un campo abierto para posicionarme en conflicto,
puedo perder o podemos ganar, pero es una pelea que hay que dar cuando el objetivo
es la transformación definitiva de todas nuestras condiciones de existencia.
[Publicado
originalmente en el periódico Emancipación
Libertaria # 10, Valencia (Esp.), 2016. Número completo accesible en https://la-dahlia.org/sites/default/files/adjuntos/mac10.pdf.]
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