Tomás
Ibáñez
Hace
ya algún tiempo escribí que “no hay anarquismo más auténtico que el que es
capaz de lanzar hacia sí mismo la más implacable de las miradas críticas”. Las
actitudes dogmáticas son tan ajenas al pensamiento libertario que lejos de considerar
sus formulaciones como verdades intocables, este manifiesta más bien una total
apertura a la renovación. El único criterio al que debe obedecer su
indispensable y permanente puesta al día es el de la solidez de los argumentos
en favor de tal o cual actualización.
Por
ejemplo, la expansiva y acelerada digitalización del mundo ofrece serios argumentos
para considerar que el anarquismo debe actualizar sus concepciones acerca del
Poder, así como sus planteamientos sobre la Libertad. Pero, aunque no fuese la
era digital la que exigiese dichas actualizaciones, ahí están las aportaciones de
pensadores tales como Michel Foucault para urgir a esas revisiones sin que
nadie deba rasgarse las vestiduras. Sin embargo, esas reformulaciones, a veces drásticas,
no implican en absoluto que el anarquismo deba renunciar a luchar contra el
Poder, ni desistir de su combate por la libertad, porque dejaría ipso facto de
ser anarquismo.
En
esa misma línea, también existen fuertes argumentos para considerar que los cambios
acaecidos en el ámbito económico, político y tecnológico están modificando las
características y las funciones tradicionales del Estado. Lo cual obliga a
adecuar, correlativamente, la comprensión que tenía el anarquismo clásico de
dicha institución, y a tratar el Estado como un elemento resultante y no como
un factor causal de los mecanismos y de los dispositivos de la gobernabilidad.
Sin embargo, al igual que en el punto anterior, esa reformulación no significa,
ni remotamente, que el anarquismo deba orillar su lucha contra el Estado.
También
encontramos en el intenso conflicto político que se vive actualmente en Catalunya
una serie de dilemas que parecen obligar al movimiento anarquista a repensar seriamente
algunos de sus supuestos. Apartando, por absolutamente improcedentes, argumentos
como los que se esgrimían en otros tiempos cuando se decía que si no apoyabas
el régimen soviético, o incluso, si no te abstenías de criticarlo, estabas
alineándote objetivamente con el bando imperialista, aún queda por valorar las
razones aducidas para revisar determinados principios anarquistas que militan contra
la implicación libertaria en las luchas por la independencia de Catalunya.
Tanto
si quienes animan esas luchas se definen como nacionalistas, como si rechazan ese
término y se califican de independentistas -analizaremos más adelante esa distinción-
es obvio que el objeto que ambos desean independizar es exactamente el mismo, y
no es otro que la nación catalana. Por lo tanto, lo primero que tenemos que
examinar es si existen serios argumentos para considerar que tras los cambios experimentados
por el concepto de nación, el anarquismo también debe actualizar los análisis
que le llevaron tradicionalmente a cuestionar que la nación pudiera constituir la
base sobre la cual construir una sociedad de libertad entre iguales.
Se
dice que la nación ya no está lastrada por los componentes xenófobos, identitarios
y patrioteros que le caracterizaban antaño, y ha pasado a ser una entidad abierta
e inclusiva. Sin embargo, resulta que la variación respecto del antiguo
concepto de nación es ínfima, porque salvo posturas de tipo nacionalsocialista
y similares que defendían, y que siguen defendiendo, una concepción
esencialista de la nación, basada en criterios genéticos, esta ha sido definida
habitualmente a partir de la historia compartida, de la lengua propia, de la
cultura común y, sobre todo, en base a la voluntad de pertenencia a una entidad
colectiva que queda definida de esta forma como una nación, y que solo se
mantiene como tal mientras existe dicha voluntad. Es incluso esa manifestación
de voluntad de pertenencia a una misma comunidad la que se ha usado
tradicionalmente como criterio último de la existencia de una nación.
Si
el concepto de nación no ha cambiado sustancialmente es porque ya carecía en el
pasado (salvo la excepción a la que me he referido) de connotaciones
identitarias de tipo genético, para esas connotaciones ya existía,
lamentablemente, el concepto de raza. De hecho la nación es una construcción social
creada en el proceso de formación de los estados modernos, precisamente, para
ayudar a ese menester. Resulta pues, que si no se ha modificado de forma sustancial
el concepto de nación tampoco hay argumento para urgir a una modificación de la
postura tomada al respecto por el anarquismo, tanto menos cuanto que el recurso
al concepto de nación sigue teniendo, como siempre ha sido, la función de
promover o de justificar la constitución de un Estado.
A
diferencia de la idea de nación, el nacionalismo sí que ha estado asociado
tradicionalmente a sentimientos identitarios y xenófobos, de manera que aunque
no existan razones para modificar la postura anarquista respecto de la nación,
quizás hayan aparecido nuevos argumentos sobre el nacionalismo que obliguen a
reconsiderar su radical rechazo. Lo que ocurre es que en este caso ni siquiera
hay causa porque, por razones obvias, nadie, por lo menos desde posiciones que
no sean reaccionarias, cuestiona hoy la contundente crítica al nacionalismo.
Esa
crítica está incluso tan ampliamente asumida que determinados sectores como, por
ejemplo, la CUP, se declaran independentistas no nacionalistas, llegando a acuñar
conceptos tan escabrosos como el de independentismo sin fronteras. Una fórmula a
la que, siendo indulgentes, se le podría dar algún sentido diciendo que
pretende transmitir la idea de crear un país con una mayor permeabilidad para
acoger a inmigrantes, pero aun así se trataría de un territorio enmarcado en
unas delimitaciones que, en román paladino, se denominan fronteras por muy
permeables que estas puedan ser.
Ahora
bien, si, exceptuando la derecha xenófoba, nadie cuestiona la necesidad de una
férrea oposición al nacionalismo, cabe preguntarse si, más allá de las
denegaciones retóricas, el independentismo se diferencia del nacionalismo hasta
el punto de poder sustraerse a parecido rechazo. La cuestión no es menor porque
el independentismo apela a dos principios que, formulados genéricamente, están
en consonancia con lo que defiende el anarquismo: el derecho a decidir, y la
libre autodeterminación de los individuos, los colectivos y las comunidades, transformada
esta formulación en clave independentista en la autodeterminación de los
pueblos.
Es
obvio que desde el anarquismo no se puede poner trabas a quienes quieran
independizarse de un colectivo mayor en el que están incluidos, otra cosa bien
distinta es que se deba colaborar en tal empresa, o abstenerse de criticarla,
según sea lo que se pretende independizar.
Formulado
genéricamente el “derecho a decidir” forma parte de los principios anarquistas,
aunque quizás sería bueno sustituir el concepto de “derecho a decidir” por el
de “libertad de decidir”, ya que al hablar de “derechos” entramos
necesariamente en el ámbito jurídico, y por consiguiente en un sistema reglado
de sanciones para disuadir la transgresión de los derechos y para castigar su
violación, lo cual se compagina mal con el proyecto anarquista.
En
este caso el derecho a decidir remite muy precisamente al derecho que tiene la población
catalana a permanecer o a separarse del resto de los componentes del Estado
español apelando al principio de la libre autodeterminación de los pueblos. Si ese
es el contexto preciso en el que se inserta el derecho a decidir, no es posible
obviar el hecho de que históricamente las luchas por la autodeterminación de
los pueblos (donde, por cierto, el término “pueblo” es en realidad sinónimo del
término “nación”) han consistido en un enfrentamiento entre dos nacionalismos,
el dominante y el sometido, que se caracterizan ambos por ser necesariamente
interclasistas.
Si
las insurrecciones populares nunca son transversales, y siempre encuentran a las
clases dominantes formando piña en un mismo lado de las barricadas, resulta,
por lo contrario, que en los procesos de autodeterminación el componente
interclasista desdibuja la separación entre los dos lados de esas barricadas y
siempre hermana a los explotados y a los explotadores en pos de un objetivo
común que nunca consiste en abolir las desigualdades sociales. Por eso los procesos
de autodeterminación de las naciones siempre acaban reproduciendo la sociedad
de clases, volviendo a subyugar las clases populares después de que estas hayan
proporcionado la principal carne de cañón en esas contiendas.
Por
supuesto, eso no significa que no haya que luchar contra los nacionalismos dominantes
y procurar destruirlos, está claro que debemos hacerlo, pero denunciando constantemente
los nacionalismos que pretenden asentar y vallar su propio cortijo, en lugar de
confluir con ellos. El independentismo tiene a fin de cuenta el mismo objetivo
que el nacionalismo aunque justifique de forma distinta su lucha por sustraer
una nación a la dominación de otra, pero eso no cambia la naturaleza de su
propósito, y este nada tiene que ver con las luchas contra la dominación social
y la explotación económica. El hecho de que además de ser independentista se
profesen también posturas revolucionarias no afecta la naturaleza de lo
primero, que es indefectiblemente nacionalista.
Si
no hay buenas razones para involucrarse desde el anarquismo en la lucha independentista
ni para abstenerse de criticar sus presupuestos, quizás podríamos ser sensibles
a las ventajas que proporcionaría la fragmentación del Estado español y la
creación de un Estado catalán de tamaño mucho más reducido. En efecto, puesto
que el anarquismo es enemigo irreconciliable del Estado, cuanto más diminuto
sea el enemigo más fácil debería resultar acabar posteriormente con él, y, en
cualquier caso, menor será su potencial opresivo, sin contar que al ser más
cercano a sus súbditos también será más controlable por estos.
Quienes
justifican su participación en la creación de un nuevo Estado en base a este tipo
de consideraciones parecen ignorar por completo que es precisamente esa mayor
cercanía y menor tamaño de las instancias de gobierno lo que buscan los nuevos procedimientos
estatales para conseguir un mejor y más férreo dominio sobre lo que se trata de
gobernar.
Recurriendo
a argumentos más prosaicos para justificar la implicación libertaria en el proceso
independentista se argumenta que como no tenemos nada que perder, ni con la
obtención de la independencia, ni con la proclamación de la república, no hay
motivos, por lo tanto, para no ayudar a conseguir esos objetivos que servirían,
como mínimo, para alterar el panorama habitual. Lo que ocurre es que es muy
fácil darle la vuelta al planteamiento y preguntar si tenemos algo que ganar
con ello, porque de no ser el caso entonces queda totalmente en entredicho la
razón por la cual deberíamos ayudar en lugar de abstenernos, salvo si las
razones para ayudar nada tuviesen que ver con el argumento según el cual nada
tenemos que perder.
Está
claro que la independencia no constituye, per se, ninguna aportación apreciable
a la causa de la libertad entre iguales, como tampoco lo hace la república ya
que la lucha anarquista no puede remitir a la forma juridicopolítica de la
sociedad que pretendemos construir, sino al modelo social que propugnamos,
anticapitalista, y beligerante contra cualquier forma de dominación.
[Publicado
originalmente en la revista Al Margen
# 105, Valencia (Esp.), primavera 2018. Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/publicacion/materiales-reflexion.]
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