Lorena Godoy y Felipe Gazcón
La violencia estructural que atraviesa la historia del Chile postdictadura está viéndose agravada en los últimos tiempos contra quienes el Estado-nación siempre miró como una otredad in-comprensible o acaso in-deseable para la concreción de su proyecto modernizador-moralizador neoliberal, los jóvenes conscientes y éticamente responsables. Bien por razones jurídicas, económicas o por la propia estigmatización clasista y colonial de la burguesía criolla, la justicia social y el buen vivir de las comunidades no forman parte del repertorio discursivo de las políticas públicas ni de aquellas tan reiteradas estrategias de inclusión social del capitalismo salvaje.
La violencia estructural que atraviesa la historia del Chile postdictadura está viéndose agravada en los últimos tiempos contra quienes el Estado-nación siempre miró como una otredad in-comprensible o acaso in-deseable para la concreción de su proyecto modernizador-moralizador neoliberal, los jóvenes conscientes y éticamente responsables. Bien por razones jurídicas, económicas o por la propia estigmatización clasista y colonial de la burguesía criolla, la justicia social y el buen vivir de las comunidades no forman parte del repertorio discursivo de las políticas públicas ni de aquellas tan reiteradas estrategias de inclusión social del capitalismo salvaje.
En efecto, desde aquella filosofía transicional de la detención por sospecha contra la juventud, en la actualidad estamos asistiendo a una nueva graduación de la violencia material y simbólica adultocéntrica en contra de las jóvenes generaciones, en la que se confabulan los dispositivos del poder político, jurídico y el de los medios de comunicación. Nos referimos con ello a la aplicación a mansalva de un concepto que es propio de un nuevo tipo de totalitarismo: la criminalización de la juventud y el juvenicidio aplicado en su máxima expresión en México, como lo sostiene José Manuel Valenzuela Arce:
“El juvenicidio posee varios elementos constitutivos que incluyen precarización, pobreza, desigualdad, estigmatización y estereotipamiento de conductas juveniles (…) donde el orden dominante ha ampliado las condiciones de precariedad, vulnerabilidad e indefensión de los grupos subalterizados a partir de ordenamientos clasistas, racistas, sexistas, homofóbicos y un orden prohibicionista que, con el pretexto de combatir al llamado crimen organizado, ha funcionado como estrategia que limita los espacios sociales de libertad” (Valenzuela Arce, 2015: 12).
Así lo demuestran los últimos procesos judiciales seguidos en contra de jóvenes cuyos sus supuestos “delitos” estarían caratulados por los servicios de inteligencia como “anarco-insurreccionalistas” y frente a los cuales no existirían las garantías constitucionales ni procesales mínimas que se supone deben operar en todo estado de derecho. Por el contrario, en su pragmática ofensiva contra toda forma de protesta social y reivindicativa de otras formas y proyectos de vida alejados del capitalismo salvaje global, la racionalidad del derecho se convierte en un concepto extraño, validando prácticas ilegales e inconstitucionales, como las evidenciadas en el proceso judicial seguido en contra de seis jóvenes condenados por la muerte del funcionario de la Municipalidad de Valparaíso, Eduardo Lara Tapia, tras un sospechoso incendio ocurrido durante la manifestación del 21 de mayo de 2016 en Valparaíso, donde existirían fundadas sospechas de participación de agentes policiales infiltrados, así como procedimientos ilegales de inteligencia.
Por lo demás, la violencia en contra de la juventud y el juvenicidio no resultan ser un suceso local aislado, sino que parecieran replicarse como un fenómeno de biocontrol político-insitucional tanto en América Latina como en Europa, estigmatizando y criminalizando los cuerpos, estéticas y movimientos juveniles emergentes. Aunque el mundo se conmonvió ante la masacre perpetrada contra los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, en la localidad de Iguala en el Estado de Guerrero, la necropolítica instalada en México, no es sino la gradación máxima de una confabulación entre poderes difusos en contra de esa otredad constituida por niños, niñas, jóvenes, mujeres, ancianos, migrantes e indígenas vulnerados, que solamente son nominados y tematizados como objetos del derecho a ser ratificados por los múltiples tratados emanados de organismos intergubernamentales, pero escasamente legitimados nacionalmente como verdaderos sujetos de derecho en el contexto real de precarización, estigmatización y exclusión social que es consustancial al fascismo postmoderno. Nos referimos a lo que el académico y poeta español Antonio Méndez Rubio ha denominado fascismo de baja intensidad (FBI), un tipo de totalitarismo simbólico que coloniza los cuerpos y las formas de vida, a través del control y censura de todas las formas de expresión y pensamiento libres, persiguiendo y condenando especialmente las tensiones y resistencias a través de las cuales la juventud y otros grupos sociales excluidos manifiestan su deseo y sentido por querer-vivir de otra forma.
En el caso de Chile, la trágica muerte del anciano funcionario municipal porteño Eduardo Lara Tapia, se suma a una larga lista de muertes injustificables e incomprensibles, producto de la vulneración de una compleja trama de derechos sociales, comenzando en este caso por el derecho laboral del funcionario fallecido, y al que cabe agregar otros tantos derechos conculcados o precarizados: educación, comunicación, salud, vivienda, ambientales, sexuales, étnicos, etc. Muertes y asesinatos que podrían distanciarse de aquella necropolítica institucionalizada en México y en otras latitudes, pero también caer en la sospecha de su posible prevención ante la evidencia de un Estado-ausente, un poder político y jurídico difuso, donde la racionalidad del derecho parece también haber desaparecido frente a los crímenes cometidos contra el líder mapuche Matías Catrileo, el dirigente sindical Juan Pablo Jiménez o la reciente muerte de la niña Amelia Rayén Salazar Jorquera, de tan solo un año y nueve meses de vida, por falta de una cama disponible en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Carlos Van Buren de Valparaíso.
Fascismo de baja intensidad, necropolítica y juvenicidio parecieran aliarse y extenderse peligrosamente en la economía simbólica neoliberal, castigando los cuerpos, expresiones y estéticas de la diferencia. Así lo demuestran otros casos, tan aparentemente lejanos en tiempo y espacio, como la desaparición forzada y asesinato de Santiago Maldonado en Argentina, o el suicidio de Patricia Heras, consecuencia de la condena que cumplía en España por la supuesta y nunca comprobada participación, en los incidentes del 4 de febrero de 2006 en Barcelona, en la que resultó gravemente herido un policía municipal.
La juventud, aquella categoría social a quien otrora la sabiduría popular tildaba metafóricamente de “divino tesoro”, y en tiempos más cercanos se asociaba a la contracultura, las vanguardias y los procesos de cambio social, parece haber sucumbido ante el nuevo orden global de la economía simbólica. Existe suficiente evidencia para sostener que el uso de estereotipos respecto de toda estética under y forma de vida alternativa al capitalismo salvaje, ha sido etiquetado judicialmente como si se tratara de aquel “enemigo interno” estereotipado de la dictadura cívico-militar, ahora reformulado como los anti-sistema y anarco-insurreccionalistas. Como lo sostiene Carlos del Valle, académico de la Universidad de la Frontera, experto en análisis del discurso en procesos judiciales contra dirigentes mapuche, las sentencias “dejan en evidencia cómo la manipulación de las expresiones discursivas, la asimilación de estereotipos y prejuicios preconcebidos y el empleo recurrente de razonamientos discriminatorios, forman parte de las prácticas constantemente utilizadas por los tribunales…”.
Solo resta exigir que la Corte Suprema tenga la capacidad y visión para reponer la racionalidad jurídica extraviada en el caso del incendio del 21 de mayo de 2016 en la ciudad de Valparaíso, que trajo como consecuencia la lamentable instrumentalización de la muerte del funcionario municipal Eduardo Lara Tapia, para dar curso al errático proceso que culminó con la injusta condena y sentencia de los jóvenes Miguel Ángel Varela, Felipe Ríos, Constanza Gutiérrez, Hugo Barraza, Nicolás Bayer y Rodrigo Araya.
Dicho lo anterior, las presentes líneas aspiran a que los verdaderos culpables de las injustas víctimas de estos sucesos, sean identificados y, como está presente en el imaginario social sobre la justicia, se respete el debido proceso a partir del razonamiento lógico propio del análisis jurídico-judicial, tal y como es consagrado en los principios rectores del sistema penal chileno, garantizando que las decisiones judiciales sean constitucionales, lógicas y basadas en los hechos probados, permitiendo así que el Poder Judicial chileno reivindique el valor de una decisión convincente, éticamente responsable, más allá de toda duda razonable.
[Tomado de http://www.eldesconcierto.cl/2018/07/20/caso-21-de-mayo-juvenicidio-y-capitalismo-salvaje.]
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