Magnus B. Hansen
Justo antes de medianoche, Irina Barreto y Alejandro Álvarez se echaron a llorar en plena pista de baile de la boda que se celebraba en san Antonio de los Altos, un pueblo de montaña a una hora de Caracas. Habían sido pareja durante ocho años y no se habían vuelto a ver desde que rompieron hace dos, poco después de coger caminos diferentes: ella hacia el Este, a Barcelona, y él hacia el Sur, a Santiago de Chile. Alejandro, de 29 años, empezó a salir con una amiga de Irina, de 25, y su exnovia se enfadó. Pero en la fiesta, bajo las luces de colores, rodeados por sus mejores amigos y con alguna copa de más, los invadió la nostalgia. Habían sucedido tantas cosas que todo parecía irreal. Su vida, su ciudad y su pandilla estaban aquí. De repente, uno vive en Colonia, otro en Milán, otro en Montreal, o en Perú… La crisis los ha dispersado por el planeta y los ha convertido en la generación más internacional de Venezuela.
Quienes están en la treintena o menos han vivido toda su infancia y su adolescencia bajo el populismo de izquierdas del chavismo. Hugo Chávez llegó al poder en 1999 y se lo traspasó al cada vez más dictatorial Nicolás Maduro en 2013. En la Venezuela de ambos dirigentes, el control de los precios y las nacionalizaciones forzosas han arruinado industrias y han sido la causa de que falte de todo, desde alimentos hasta medicamentos, empleo y perspectivas de futuro. Los jóvenes han crecido con una de las tasas de asesinatos, robos y secuestros más altas del mundo. Algunos se han vuelto serios y timoratos. Rara vez se les ve pasando el rato en lugares públicos o hablando por el móvil en la calle. Y por la noche nunca vuelven a casa a pie. La mayoría tampoco camina por la calle de día. Si salen a cenar, siempre que pueden regresan juntos en coche formando una caravana, y si no hay un amigo común, prefieren pasar pantalla en Tinder. Todos conocen a alguna víctima de la violencia, y a muchos los despiertan las pesadillas.
Justo antes de medianoche, Irina Barreto y Alejandro Álvarez se echaron a llorar en plena pista de baile de la boda que se celebraba en san Antonio de los Altos, un pueblo de montaña a una hora de Caracas. Habían sido pareja durante ocho años y no se habían vuelto a ver desde que rompieron hace dos, poco después de coger caminos diferentes: ella hacia el Este, a Barcelona, y él hacia el Sur, a Santiago de Chile. Alejandro, de 29 años, empezó a salir con una amiga de Irina, de 25, y su exnovia se enfadó. Pero en la fiesta, bajo las luces de colores, rodeados por sus mejores amigos y con alguna copa de más, los invadió la nostalgia. Habían sucedido tantas cosas que todo parecía irreal. Su vida, su ciudad y su pandilla estaban aquí. De repente, uno vive en Colonia, otro en Milán, otro en Montreal, o en Perú… La crisis los ha dispersado por el planeta y los ha convertido en la generación más internacional de Venezuela.
Quienes están en la treintena o menos han vivido toda su infancia y su adolescencia bajo el populismo de izquierdas del chavismo. Hugo Chávez llegó al poder en 1999 y se lo traspasó al cada vez más dictatorial Nicolás Maduro en 2013. En la Venezuela de ambos dirigentes, el control de los precios y las nacionalizaciones forzosas han arruinado industrias y han sido la causa de que falte de todo, desde alimentos hasta medicamentos, empleo y perspectivas de futuro. Los jóvenes han crecido con una de las tasas de asesinatos, robos y secuestros más altas del mundo. Algunos se han vuelto serios y timoratos. Rara vez se les ve pasando el rato en lugares públicos o hablando por el móvil en la calle. Y por la noche nunca vuelven a casa a pie. La mayoría tampoco camina por la calle de día. Si salen a cenar, siempre que pueden regresan juntos en coche formando una caravana, y si no hay un amigo común, prefieren pasar pantalla en Tinder. Todos conocen a alguna víctima de la violencia, y a muchos los despiertan las pesadillas.
Uno de los temas de conversación más frecuentes entre los jóvenes son los planes para marcharse del país. Si alguien está en él por propia voluntad, la gente quiere saber por qué. Hace ya un año y medio, en una fiesta de despedida para un venezolano que se mudaba a Madrid, un joven enseñó su muro de Facebook, en el que casi cada día alguien se despedía de Venezuela. En 2017, según datos de ACNUR (el organismo de Naciones Unidas para los refugiados), el número de venezolanos solicitantes de asilo en el mundo se ha duplicado. Los ricos se marchan en avión; los pobres cogen un autobús o se embarcan en pequeñas motoras en dirección a islas del Caribe como Aruba o Curaçao. La empresa de sondeo de opinión Consultores 21 encontró también que el 40% de la población venezolana manifiesta deseos de emigrar y que el mayor porcentaje (51%) se da entre jóvenes entre 18 y 24 años. En total, esta empresa calcula en cuatro millones la diáspora venezolana.
En la boda, los recién casados proyectaron en una pantalla los 20 vídeos de felicitación de amigos y parientes que se encontraban en el extranjero y no habían podido asistir, justo antes de que los camareros con sus camisas blancas empezasen a servir los entremeses en las mesas de madera dispuestas bajo el porche delantero de la planta baja de la casa. Todo era sencillo, pero bonito. El menú consistía en tortitas de carne, sopa cremosa de pollo y una variada selección de pasteles de chocolate y cócteles.
“Tardamos dos meses en conseguir los ingredientes”, contaba entre sollozos la feliz madre de la novia. Más de la mitad de los 100 invitados ayudaron con los preparativos porque en Venezuela ya nada es fácil. Además, los invitados a la fiesta también llevaron historias sobre sus vidas por todo el mundo, y pesto italiano y licor del País Vasco. Ser joven en Venezuela es, al mismo tiempo, más primitivo y más moderno y cosmopolita que nunca. Esta generación tiene amigos en todo el planeta, pero les es difícil visitar a una tía que viva en el otro extremo del país porque los autobuses y los vuelos nacionales se cancelan o hay que hacer horas de cola para conseguir un billete.
Muchos invitados a la celebración tenían coche, pero todos se quedaron a pasar la noche. Las carreteras no son seguras a esas horas. El suelo de la casa estaba cubierto de colchones. Los recién casados habían alquilado las viviendas vecinas para que los invitados pernoctasen en ellas. Al día siguiente, todos comieron las sobras, rieron y jugaron al fútbol. Estaban felices y emocionados.
Unos días después, el grupo de amigos hacían una excursión a la desértica isla caribeña de Tortuga, situada a cuatro horas de accidentada navegación desde la empobrecida ciudad provinciana de Higuerote, surcando las olas a 17 nudos. “Es un viaje en el tiempo”, explicaba Adriana Reggeti, la novia, cuando desembarcaban en las aguas turquesa, dirección a la playa de arena blanca. “Lo es porque volvemos a estar juntos y porque aquí no tenemos que preocuparnos de nada”, decía. En el banco de arena de 1.600 metros de largo no hay ladrones ni árboles. Solo un par de cabañas de pescadores vacías y las tiendas en las que pasar dos noches. Entre ron y música, los que se habían marchado hablaban de los países en los que vivían en ese momento y sobre lo que más echaban de menos.
“Los momentos como este”, decía con una sonrisa la morena Isabel García mirando el estrecho círculo de afectuosas caras bronceadas. “Tú”, la interrumpió Gabriel Moccia dándole una palmada cariñosa en el hombro y acercando un poco más su silla de plástico a la de su amiga. Gabriel trabaja de mecánico en plena selva del norte de Perú, y le preocupa su madre, que ya es mayor y no se fue con él. El reggaetón en uno de los teléfonos móviles era la banda sonora de a conversación. “La noche es una locura / mañana es otra aventura”, cantaba Wisin, y Gabriel lo acompaña.
Más tarde, uno de los chicos se escabullía para sumergirse entre las olas con la exuberante prima de Isabel. La noche era suave, soplaba el viento y el cielo estaba cubierto de estrellas. “Jamás ha habido menos sexo espontáneo, o menos citas románticas, que ahora”, reflexionó Samuel Suárez, un alegre universitario caraqueño de 23 años. Si vives en casa de tus padres, llevar a una pareja nunca ha sido fácil. La mayoría de progenitores son bastante conservadores y católicos. Pero con la crisis se ha vuelto aún más difícil. Más jóvenes viven con sus padres hasta más tarde, y menos se pueden permitir una noche romántica en un hotel. Un estudio universitario mostró el año pasado que cinco de cada 10 jóvenes entre 25 y 29 años reportan vivir “en su casa” sin haberse independizado.
La gente desconfía, anda con cuidado con quién sale y queda menos con personas nuevas. También es complicado conseguir preservativos y anticonceptivos de emergencia, y no digamos ya criar un hijo en un país en el que hasta los pañales escasean. La promesa de Maduro de pagar una ayuda de 7.300.000 bolívares (unos 78 euros al cambio oficial en el momento de publicar este reportaje) por hijo durante el embarazo no da para mucho, y todavía dará para menos cuando nazca el bebé si se cumple la predicción del Fondo Monetario Internacional según la cual en 2018 la inflación será del 1.300%.
Los miembros del grupo de amigos que han pasado de los 30 apenas recuerdan la época en la que la gente se sentía libre. Para los más jóvenes, las cosas siempre han sido como ahora. “Hemos perdido la inocencia y la despreocupación”, escribía Johanna Villasmil, de 21 años, en un artículo en 2015. “Amo a Venezuela con todo mi corazón, pero la verdad es que habría deseado crecer en un lugar totalmente distinto. Ojalá las personas que tienen el poder de decisión en la nación se diesen cuenta de que nos han arruinado una de las mejores etapas de la vida, y esto es algo que, lamentablemente, no vamos a recuperar”. En mayo del año pasado, el bloguero de 21 años Deivy Garrido declaraba: “Mientras los jóvenes de otros países hacen colas interminables para comprar el último teléfono móvil de moda, aquí hacemos colas interminables para intentar comprar el último paquete de harina; mientras ellos ven calles limpias o en obras para remodelarlas, nosotros vemos calles sucias, descuidadas o llenas de b
Casi todos los amigos reunidos por esta boda y posterior excursión aseguran que nacieron en la clase media alta, pero que han descendido hasta la media baja. Son hijos de profesores universitarios, de obreros, de amas de casa, de apicultores y de empresarios. En la mayoría de los casos, sus padres se han ganado su posición a base de esfuerzo, pero ahora están pasando un mal momento económico. “Es triste ver cómo la casa de mi infancia se desmorona”, se lamenta Alejandro Álvarez en la barca de regreso desde Isla Tortuga a Higuerote. Es la primera vez que vuelve a su tierra desde Chile y cuenta que el cambio es drástico. Allí gana un buen sueldo como arquitecto, y cada mes manda algo de dinero. Espera poder volver a vivir en Venezuela algún día, al igual que todos los demás.
A pesar de las dificultades, son un grupo alegre y pueden permitirse placeres en la vida. Los pobres (alrededor del 87 % de los venezolanos, según un estudio de la Universidad Católica Andrés Bello) lo pasan peor. Pero es precisamente en los barrios desfavorecidos en los que se ve más movimiento después del anochecer. “La causa es que mucha gente tiene que rebuscar comida, o sale tarde de trabajar, o piensa que no tiene nada que perder”, explica María Vivas, de 22 años. Ella vive en La Candelaria, un barrio de clase media baja en el centro histórico de Caracas, donde a todas horas hay gente por todas partes, ya sea en la calle, en el metro o en los pequeños cafés que sirven pollo a la barbacoa, incluso a altas horas de la noche. En La Candelaria abundan los descendientes de españoles y portugueses. Muchos han vuelto a su país de origen, tras lo cual sus casas han sido invadidas por habitantes de los suburbios, lo cual ha aumentado la inseguridad del distrito. A Vivas ya no le gusta nada estar fuera cuando se hace tarde. En los distritos pobres y violentos en los que no ha habido tanto relevo de población, los ladrones respetan la tradición de no robar a la gente de su mismo barrio.
Vivas vive con su padre y su hermana pequeña, y espera poder marcharse de casa algún día. Acaba de licenciarse como maestra y trabaja de secretaria ganando poco más que el salario mínimo el cual se aumentó de nuevo este más a un millón de bolívares, un poco más que un dólar, y, sin embargo, suficiente tan solo para dos perritos calientes y un refresco. “Así que la familia tiene que seguir junta. Me pregunto si alguna vez tendré mi propia casa”, suspira. Cuando su madre, que es encargada de una tienda de ropa, se divorció de su padre hace dos años, tuvo que irse a vivir con la anciana abuela. Ahorran todo lo que pueden para que, en algún momento, la joven pueda emigrar a España.
Alrededor de la mitad de la población del país vive en barrios incluso peores que los de la familia de Vivas, en los que las jóvenes –según una información publicada en Crónica Uno– se prostituyen a cambio de comida. La comida se utiliza también para reclutar chicos para las bandas, según el Observatorio de la Violencia Venezolano. En este ambiente, los niños crecen a una velocidad antinatural.
Sin embargo, paradójicamente, la crisis también ha tenido como consecuencia un cierto grado de igualdad emocional entre ricos y pobres, algo que ningún Gobierno de la historia del país había logrado en el plano económico. En la actualidad, nadie se libra de la locura. Antes, los ricos podían protegerse y vivir felices en barrios cuidados y ajardinados como Los Palos Grandes, al que muchos llaman El Jardín, donde aún se puede pasear con una sensación de relativa normalidad, aunque figura entre los 10 distritos con más secuestros. Las bandas profesionales de secuestradores acuden a él atraídos por el olor del dinero. Una persona que vive en un barrio parecido relata haber incluido en el presupuesto de su empresa la compra de dos móviles nuevos cada año debido a la frecuencia con que los motoristas que pasan a su lado en los semáforos golpean la ventanilla del coche con un arma exigiéndole que les entregue el teléfono.
Las burbujas geográficas de despreocupación han estallado, y la gente encuentra nuevas burbujas mentales donde puede, ya sea haciendo yoga, levantando pesas, viendo Netflix o pasándose el día durmiendo. La fotógrafa caraqueña Helena Carpio suele decir que se “volvería loca” si no saliese a caminar por la montaña. Mucha gente quiere apuntarse al club de alpinismo al que ella pertenece. Las majestuosas montañas de El Ávila que se alzan a espaldas de la ciudad ofrecen a los habitantes de la capital acceso fácil al aire libre y a la sensación de libertad. Sin embargo, los delincuentes también las frecuentan cada vez más. Hace un año, Carpio fue víctima de un atraco a mano armada. Rara vez se atrapa a los ladrones, que a veces se llevan hasta la ropa.
Hay jóvenes que eligen vivir con una intensidad temeraria, como si nada pudiese afectarlos ni fuese de su incumbencia. Alguna que otra vez se ve cruzar a toda velocidad las fantasmales calles, oscuras y desérticas, a bordo de un coche blindado a grupos de chicos ricos camino de una discoteca en Las Mercedes, fumando cigarrillos electrónicos, bebiendo ron y escuchando música a todo volumen sin detenerse en los semáforos en rojo mientras se dirigen a los últimos reductos nocturnos en los que beber, bailar y olvidar. Su inagotable energía recuerda a la de algunos corresponsales de guerra. En ocasiones, el peligro es una droga; en otras, el desafío es una forma de huida.
Esta actitud despreocupada del que piensa que solo se vive una vez también forma parte de la mentalidad nacional y siempre ha estado presente en las canciones populares, la poesía y el cine. Un ejemplo emblemático es la canción "Muerto en Choroní", de Circo Urbano, que habla de las borracheras en la playa de Choroní, en el estado de Aragua, un popular destino para los fines de semana. A pesar de que es un poco gamberra, la canción es muy conocida y a mucha gente le gusta. Su autor enumera todo aquello que le importa un rábano (la derecha, la izquierda, los ricos, los pobres, y todos los problemas cotidianos). A continuación, el estribillo dice: “Yo mejor me voy, me largo de aquí / me van a encontrar, muerto en Choroní”.
Durante la crisis, la canción adquirió una connotación de rebeldía. El coraje y el optimismo alcanzaron su punto álgido la primavera de 2017. Entonces, las fuerzas de seguridad mataron al menos a 125 manifestantes a lo largo de varios meses de protestas multitudinarias, según la organización Crisis Group. Muchos jóvenes venezolanos cuentan haberse lanzado “con todo” contra la policía en esos mes sin pensar en las consecuencias. El optimismo fue la culminación de años de creciente presión a favor del cambio en los que la oposición obtuvo una gran victoria en las elecciones generales de 2015, se recogieron millones de firmas pidiendo la destitución del presidente, y se produjeron cada vez más revueltas en los bastiones del Gobierno. Muchos creían que, en 2017, por fin lograrían su objetivo. Sin embargo, las maniobras de Maduro consiguieron apagar el incendio. Desde verano no ha habido grandes manifestaciones, y el domingo el presidente logró con sus malas artes un nuevo mandato, a pesar de contar solo con el apoyo de alrededor de una cuarta parte de la población.
En Venezuela cunde la apatía, asegura el famoso cómico Ricardo del Buffalo, de 26 años, durante una conversación en una cafetería de Los Palos Grandes. Hasta el pasado mes de septiembre, era el presentador del programa de entretenimiento y contenido juvenil Calma pueblo, de radio La Mega. El Gobierno cerró la emisión. La causa oficial es que habían llamado “gay” a un admirador de Cristiano Ronaldo; la supuesta es que llevaba tiempo lanzando inteligentes pullas contra el régimen. “Cuando se extinguieron los últimos ecos del levantamiento, muchos amigos se quedaron totalmente desmoralizados”, cuenta. “La mayoría de los más atrevidos que antes reaccionaban mandándolo todo a la mierda, ahora no quieren saber nada de nada. Se encierran y se niegan a leer las noticias. La impotencia los ha insensibilizado”. Del Buffalo cita al famoso poeta Rafael Cadenas, nacido en 1930 en la ciudad de Barquisimeto –de la que es natural él también–, cuando dice que, si no se espera nada, no hay desesperación. (“Sin esperanza, y por eso, sin desesperanza”).
Del Buffalo se niega a permitir que el miedo controle su vida, a pesar de que sabe lo que es la inseguridad desde que lo atracaron con un serrucho de punta cuando tenía 13 años. Le asusta que la brutalidad del Gobierno se prolongue ahora que los disturbios han terminado. El día de Fin de Año, el Ejército disparó y mató a Alexandra Colopu, de 18 años y embarazada, durante un tumulto en una cola para conseguir alimentos en El Junquito, en las afueras de Caracas. Allí mismo, el 15 de enero las tropas especiales mataron a Oscar Pérez y a otros seis supuestos rebeldes. En junio, este exespecialista de cine y expolicía había bombardeado el Tribunal Supremo desde un helicóptero robado y hecho un llamamiento a sus compatriotas a combatir al Gobierno. En un vídeo publicado en Instagram se ve a Pérez en una ventana justo antes de morir, con la cara ensangrentada, gritando que se rendía. Solo le sirvió para que lo matasen a tiros.
Del Buffalo tiene pasaporte italiano y podría emigrar, pero dice que ama su país y ha tenido mucho éxito con el programa Desenchufado (un juego de palabras con “enchufados”, término que se refiere a las personas que ganan dinero por medios dudosos gracias a que tienen amigos con poder). Uno de su mayores aplausos en el día que este periodista se reunió con él, lo recibió cuando se rió de los venezolanos diciendo que, cuando están en su país, no paran de quejarse de lo malo que es, pero en cuanto se marchan empiezan a presumir de lo bonitas que son sus montañas y sus mujeres, de la comida, del clima, y de Simón Bolívar, que liberó media Sudamérica. “Somos gente orgullosa”, concluye, “que tiene problemas de autoestima por lo mal que nos van las cosas”.
[Tomado de http://observatoriodeviolencia.org.ve/la-generacion-perdida-de-venezuela.]
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