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martes, 29 de mayo de 2018

Miquel Amoros explica el Rock para principiantes


Miquel Amoros

Estremécete, repica, rolea

Hablamos propiamente de rock cuando nos referimos a un estilo musical determinado creado por la subcultura juvenil anglosajona que se extendió como aceite sobre agua en todos los países donde las condiciones modernas de producción y consumo habían sobrepasado un cierto nivel cualitativo, es decir, donde el capitalismo había alumbrado una sociedad de masas. El fenómeno cuajó primeramente en los Estados Unidos durante la última posguerra mundial, el país capitalista más desarrollado, desde donde pasó a Inglaterra, para volver como un boomerang al país de origen irradiando su influencia por todas partes, amueblando y cambiando de diferentes maneras la vida de las gentes. Para aproximarnos al rock sin equívocos tendríamos antes que repasar los conceptos de subcultura, música y juventud.

La palabra “subcultura” hacía referencia a las conductas, valores, lenguajes y símbolos de un entorno diferenciado -étnico, geográfico, sexual o religioso- dentro de la cultura dominante, que era y es, por supuesto, la cultura de la clase dominante. A partir de los sesenta, una vez operada desde arriba la separación entre la cultura de elites, reservada a los dirigentes, y la cultura de masas, hecha para uniformizar a los dirigidos, idiotizarles el gusto y brutalizar los sentidos -entre la high culture y la masscult, según la terminología de Dwight McDonald- el término expresará más bien estilos de vida consumista alternativos, de alguna forma reflejados en la música que en principio se llamó “moderna” y luego pop. El mecanismo de identificación que producía la subcultura juvenil era efímero, pues quedaba contrarrestado por el carácter pasajero de la juventud. En esa etapa volátil de la vida, sin responsabilidad ni función económica, con un proletariado que no daba señales de lucha, la noción de subcultura se podía confundir perfectamente con la de moda, y la de libertad, con la de look. El papel de los medios de comunicación, que apenas se ocupaban de las subculturas tradicionales, será decisivo en la difusión de las modas juveniles. En ellas se ocultaba una realidad más preocupante. Si bien la oposición al mundo adulto se mostraba como crisis generacional, se trataba en realidad de una crisis social irresuelta. Sin embargo, sucedió que la “eterna crisis de la juventud” acabó confluyendo con otros tipos de crisis -estudiantil, laboral, racial, política- forjando una auténtica opción ética, artística y social a los valores y maneras de la dominación. El rock fue su banda sonora. Ya no se la podía llamar subcultura, pues no buscaba acomodo dentro de la cultura dominante tal como habían hecho los estilos precendentes –por ejemplo, los de las bandas de barrio y de moteros en los Estados Unidos, o los de los teddy boys y mods en la Gran Bretaña- sino que la subvertía y trataba de derrocarla: era una verdadera “contracultura”, algo mucho peor, porque no sólo era cosa de jóvenes.

Por otra parte, la pop music tiene que ver muy poco con lo que se entiende por música. Bien que técnicamente se la pueda considerar una organización de sonidos en el tiempo, no estábamos ante un arte, sino más bien ante un producto de la industria del ocio, una mercancía del show bussiness. Traduciremos el término por “música ligera” en contraposición a la gran música o música genuina, que por aquel entonces pasó a denominarse “clásica”. Se caracterizaba por la simplificación y la estandarización; estaba hecha para acompañar el baile y servir de pasatiempo y evasión. Sus piezas eran cortas, repetitivas y sincopadas, predecibles, sin pretensiones estéticas. No pretendían revelar la esencia de la realidad al nivel inmediato, tal como haría el arte, sino animar y distraer. Aspiraban a entretener, no a desafiar lo establecido. Así pues, era una música para pasarlo bien y matar el tiempo, para consumir y no pensar. Música que hacía de caballo de Troya de la razón mercantil en la vida cotidiana. Theodor W. Adorno dijo que “divertirse significa estar de acuerdo” y fundamentalmente era eso: las tonadas de baile representaban musicalmente sublimados los ritmos del trabajo y del malvivir cotidiano. Promovían el conformismo más que la rebeldía. La cultura de masas de la que formaban parte tampoco era propiamente una cultura sino una industria particular que prendía en la vida cotidiana a través de la comunicación de masas. Quien mandaba en los medios dominaba en dicha cultura que, lejos de iluminar y agudizar las contradicciones de la sociedad capitalista, las enturbiaba y difuminaba volviéndolas soportables. Era la característica principal del nuevo capitalismo basado en el consumo, o sea, en la industrialización del vivir. Pues bien, aunque la pop music no fuera ninguna expresión de la situación social de la clase explotada, pudo en un momento dado y bajo determinadas circunstancias, transformarse en vehículo de las exigencias de libertad manifestadas por el sector de la población menos amaestrado y más sensible a la crisis, los jóvenes. Llegó a ser pues portadora de verdad, que, de acuerdo con Hegel, también es belleza, y a manifestar espontaneamente, de forma subjetiva e incompleta, apelando a los sentidos –o a las ”buenas vibraciones”- más que a la razón, el espíritu de la revolución social moderna.

En tercer lugar, la juventud, ese periodo entre la infancia y la vida adulta, más largo en los hijos de burgueses, cortísimo en los hijos de trabajadores, no tenía nada de particular en el capitalismo clásico. Era un periodo de iniciación a la vida “responsable” donde no acampaban otros principios ni otros gustos más que los establecidos. El descubrimiento de una juventud rebelde y conflictiva que cuestionaba las reglas del mundo de los mayores fue traumático tanto para la clase dominante como para las clases resignadas, pues ambas eran patriarcalistas. Un medio de comunicación como el cine permitió por un tiempo a algunos creadores intelectualmente honestos dejar de trasmitir los mensajes del poder y tratar alguno de los desagradables aspectos de la cruda realidad. La segunda guerra mundial fue seguida por la “guerra fría”, una época de tensión política exacerbada por la fabricación rusa de la bomba atómica, la subida al poder en China de Mao Zedong y el inicio de la guerra de Corea, acontecimientos que desencadenaron en los Estados Unidos una ola de patriotismo y anticomunismo bien aprovechada por el senador Joseph McCarthy, organizador de una “caza de brujas” que alcanzó de lleno el trabajo intelectual y artístico. Los años del “macartismo”, entre 1950 y 1956, fueron nefastos para las libertades formales que habían regido la cultura de un Estado que, al convertirse en primera potencia mundial, se sentía amenazado en su interior. En ese clima sofocante, cualquier muestra de disidencia era tachada de comunista y tratada con contundencia. Sin embargo, Edward Abbey, un anarquista en el estilo de Thoreau, pacifista e insumiso, en ese periodo nefasto se atrevió a publicar un alegato contra los horrores de la civilización industrial y a favor de la deserción: The Brave Cowboy ( “El Vaquero Indomable”). En el cine, la condición obrera era tabú; los sindicalistas no podían aparecer sino como mafiosos, los anarquistas, como fugitivos solitarios fuera de la ley, y los héroes, como delatores, tal como enseñaba la película de Elia Kazan “La ley del silencio.” La cuestión racial no se llegó a plantear al gran público hasta 1960 con “El Sargento negro”, de John Ford, y la novela de Harper Lee “Matar a un ruiseñor”, llevada a la pantalla en 1962. Sin embargo, el problema juvenil, ignorado por los nuevos inquisidores, accedió a la publicidad sin grandes cortapisas. En 1953 se exhibía en las salas de cine “El salvaje”, de Laszlo Benedek, que trataba de un hecho verídico: la invasión de un pueblo apacible por una banda de motoristas violentos con ganas de juerga. El contraste entre el apego al orden de los vecinos y la conducta irrespetuosa y carente de normas de los jóvenes moteros llegaba al clímax cuando a la pregunta de contra qué se rebelaban, el protagonista, encarnado por Marlon Brando, contestaba: “contra todo”. El nihilismo del mensaje escandalizaría a los dirigentes; la firma “Triumph” protestó por la mala imagen que se confería a sus motos y el gobierno inglés no permitió la exhibición de la película hasta 1967 y eso ¡en salas X! En 1955 un segundo film titulado “Rebelde sin causa”, dirigido por Nicholas Ray, daría una vuelta de tuerca al tema, llevándolo de los márgenes al centro de la sociedad americana: un joven de clase media, interpretado por James Dean, agobiado e insatisfecho, perdido en un medio social que no entendía ni quería entender porque lo encontraba absurdo, reaccionaba permitiéndose cualquier cosa, sin motivo aparente, sólo “porque algo había que hacer.” La imagen de un adolescente violento y desamparado, convencido de que no había futuro que valiese la pena y de que sólo restaba vivir el instante intensamente como si uno fuera a morirse ese mismo día, dando la espalda al mundo adulto insensible a su desasosiego, reflejaba la decadencia moral de una sociedad clasista que en lugar de respuestas ofrecía dólares. La vieja generación, satisfecha y resignada, incapaz de ver otra cosa fuera de sí misma, se había vuelto extraña para la nueva. El cuadro quedó completo con Blackboard jungle, de Richard Brooks, también estrenada en 1955, que en España se llamó “Semilla de maldad”. La escena transcurría en un instituto de barrio, donde jóvenes de hogares obreros, que ahora diríamos “desestructurados”, atrapados en un sistema de enseñanza que no les iba a ser de ninguna utilidad para la vida dura que les esperaba al cumplir los dieciocho años, la emprendían contra los profesores y la escuela. La indisciplina y la delincuencia era la respuesta a la falta de perspectivas y el destino reservado a los perdedores. El detalle musical marcará la diferencia con los dos films anteriores. La banda sonora de “El salvaje” era jazz y la de “Rebelde sin causa” estaba hecha por un compositor de música dodecafónica discípulo de Schömberg. En cambio, en “Semilla de maldad” los alumnos destrozaban la colección de discos de jazz del profesor de matemáticas porque esa música no les decía nada. Lo que querían escuchar eran canciones como Rock around the clock de Bill Halley, catapultada al éxito por la película. Había nacido un nuevo estilo, desconocido por los padres, pero que hacía furor entre los hijos, el rock and roll, signo pues de una crisis generacional profunda, o mejor, de una crisis social seria sentida mayoritariamente por los jóvenes.

El blues del verano no tiene cura

Willie Dixon, músico, compositor e intérprete de blues, unos poemas cantados de doce compases, además de ser también boxeador y activista pro derechos de los negros, en una ocasión dijo más o menos eso: “El blues fue el árbol. El resto son los frutos.” Había sintetizado en una frase clara la historia del rock. El rock and roll fue cosa de negros. Lo había creado en 1955 un guitarrista de rhythm and blues llamado Chuck Berry, al grabar y triunfar con Maybelene, la adaptación de una canción country. El rock nacía pues, como todo el mundo sabe, de una fusión entre rhythm’n’blues y música “paisana”, que es lo que significa “country”. Elvis Presley había grabado un año antes That’s allright mama, versioneando al cantante de blues del Delta “Big Boy” Crudup, pero al parecer nadie se dio por enterado. ¿Cuáles eran las condiciones que habían hecho posible su aparición? En primer lugar, evidentemente, la crisis social y moral antes aludida, manifiesta principalmente en la juventud. En segundo lugar, la música de una minoría discriminada, la afroamericana. En 1947 el periodista Jerry Wexler había bautizado como rhythm’n`blues un nuevo estilo de boogie más conocido entre sus intérpretes como jump blues, que pegaba duro en las listas de éxitos “de raza” y tenía la particularidad de atraer a compradores blancos de discos. En 1951, un programa juvenil de radio de Cleveland trasmitió esa música llamándola rock’n’roll, expresión que solía aparecer en las letras de los blues acelerados. Los jóvenes blancos habían descubierto todo un mundo en la música negra. El blues confería una matriz musical sencilla y eficaz con la que expresar sentimientos, deseos, esperanzas y frustraciones. Una perfecta combinación de gemidos, gruñidos y fuertes rasgueos de guitarra, a menudo en torno a un solo acorde (riff) que proporcionaba entrañas al pop rock inspirado en él. Cuenta John Sinclair en su libro Guitar Army que los músicos negros fueron los “jinetes de la libertad” que se introdujeron en los hogares blancos y sedujeron a sus retoños atacando todos los tabúes. Los hijos entonces se sintieron mucho más cerca de la gente de color que de sus padres blancos. Su música les enseñaba una nueva manera de amar y comportarse, más desinhibida, más fraternal y, sobre todo, mucho más erótica; les mostraba una sexualidad abierta y, lo que era intolerable, les incitaba a fumar hierba. Había vida más allá del trabajo, fuera del instituto y lejos del sofá frente al televisor. De hecho esa era la verdadera vida, la que, dicho filosóficamente, borraba la distinción entre el sujeto y el objeto. El rock’n’roll era más que entretenimiento; era la música del rechazo; rechazo de la moral hipócrita y de la cultura oficial, del individualismo exacerbado, de la competitividad a ultranza y de los cambios sin fin determinados por las leyes de bronce de la mercancía. Al poner el acento en el ritmo antes que en la armonía, hacía sentir mejor el antagonismo entre la pasión de vivir y el aburrimiento cotidiano, de la que los jóvenes trataban de salir mediante la violencia y la transgresión, pero sin llegar a vislumbrar la situación de forma objetiva y racional. Era la música de la protesta por el desarraigo, la del despertar (montones de blues empezaban con “me desperté esta mañana”), la del movimiento en busca de sentido, pero no de la catarsis revolucionaria. La identidad juvenil que proporcionaba no bastaba para provocar un cambio social, pero apuntaba tímidamente hacia él. Una contradicción impedía la toma de conciencia social. La juventud rebelde despreciaba el trabajo, pero consumía: negaba el mostrador y la fábrica, pero no la mercancía, así que al buscar una identidad basada en la música, la ropa o la moto, se encontraba simplemente con una imagen cuyo contenido era su valor de cambio. La juventud era realmente un mercado nuevo, en expansión. Tengamos en cuenta que el rock’n’roll, su estandarte musical, no dejaba de ser un producto de la industria cultural, de las listas de éxitos, de las compañías discográficas nuevas, como Modern, Atlantic, Chess o Sun Records, del cine y la radio; de los últimos inventos de la tecnología musical, los discos de 45 rpm y los de 33 1/3 rpm, las gramolas, los tocadiscos, los amplificadores. Esa era la tercera condición que llevó el rock al bar, a la sala de estar y al cuarto de dormir, es decir que la introdujo en la vida cotidiana. Por primera vez, se podía escuchar música a cualquier hora, en cualquier sitio y a todo volumen, una música cuyo instrumento principal era la guitarra, no el piano o la voz. Para Leni Sinclair, la mujer de John, “el punto de inflexión de la civilización occidental se alcanzó con la invención de la guitarra eléctrica.” Fue el instrumento del cambio. Las primeras Gibson y Fender se convirtieron en fetiches fálicos aptos para componer frases musicales cortas o riffs como las de aquel memorable blues eléctrico Manish boy, grabado en 1955 por Muddy Waters. La guitarra volvía innecesaria la orquesta; a lo sumo tres o cuatro músicos eran suficientes para el acompañamiento. Chuck Berry y Bo Diddley fueron los primeros rockeros que escribían sus propias canciones para la guitarra puesto que no sabían tocar otro instrumento; sirvieron de modelo a sus imitadores blancos y les proporcionaron manifiestos como la muy emblemática Rock and roll music y el Who do you love? Uno de ellos, Buddy Holly, se hizo acompañar por una guitarra rítmica, un bajo y una batería, creando el cuarteto básico que modelaría la mayoría de grupos de pop rock de los sesenta. Otros artistas afroamericanos como Little Richard y Larry Williams, por ejemplo, sin ir más lejos, en Lucille y Bonnie Moronie, mostraron el camino prohibido de la sensualidad; Elvis Presley hizo el resto. Tenía la ventaja de ser blanco en una sociedad racista que difícilmente toleraba el éxito de los negros, por lo que su personaje fue determinante en el ascenso y posterior caída del rock.

El rock conservaba una cierta autonomía creativa que lo protegía de la manipulación por el espectáculo, pero eso duró poco. El show bussiness creció lo suficiente para anular su poder negativo y obligarle a mantener una relación cordial con el orden establecido. A partir de 1957 el rock’n’roll fue corrompiéndose y transformándose integralmente en montaje. La actitud rebelde fue sustituida por una identidad gregaria que conformaba un público obediente al dictado de la moda en lugar de un sujeto colectivo autónomo. Un montón de “ídolos” adolescentes, bien peinados, vestidos con corrección y melifluos, entonaban coplas rutinarias y sensibleras que, junto con la moda de los bailes que debutó con el twist, dominaron la escena lo menos hasta la aparición de los Beatles. El rock volvía al redil de la pop music comercial, divertida y fiestera, ocultando las desigualdades sociales, la angustia y la insatisfacción, moderando su lenguaje para hacerlo agradable al gusto dominante, el gusto de la dominación. Adorno dijo que “la diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío.” Pues bien, de piedra en el zapato de la cultura masificada, el rock pasaba a rito de iniciación de la juventud en el sistema capitalista. Elvis volvió de la mili cambiado, hecho una grotesca caricatura de sí mismo. Viva las Vegas no era lo mismo que Heartbreak hotel o Jailhouse rock. Las figuras principales se eclipsaron; en febrero de 1959 Buddy Holly y Richie Valens se estrellaron en una avioneta; un año más tarde Eddie Cochran se mató al chocar su automóvil contra una farola. “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, había dicho hacía mucho Bogart en la película de Nicholas Ray “Llamad a cualquier puerta.” El rock había quemado su momento y estaba literalmente muerto, pero el difunto no tuvo tiempo de descansar. Un paso adelante en el negocio tuvo la virtud de ser un paso adelante en la contradicción al surgir de la nada una nueva música menos complaciente: una segunda generación de jóvenes encontró en ella estímulos suficientes para no encerrarse en la mera identidad y continuar la batalla contra el viejo mundo, más preparado para enfrentarse con una crisis de mayor calado incubada en el periodo precedente, pero también más descompuesto, más irracional y más inadmisible. Entrada la década de los sesenta, el rock recuperó el elemento de libertad subjetiva perdido que le situó de nuevo en la antítesis de la cultura estatista de masas.

Realmente me has cazado

En lo que concierne al rock, al empezar los sesenta, la escena americana contaba con nuevos aportes. Por un lado, se disponía de una nueva progenie de arreglistas, ingenieros de sonido y compositores pop talentosos. Por el otro, el rhythm’n’blues había adquirido complejidad hasta desembocar en la música soul, fusionándose con los ritmos y cadencias de la música religiosa, pero con las notas justas, sin las florituras del jazz. De pronto emergieron intérpretes como Ray Charles, Otis Redding, James Brown, Wilson Pickett o la gran Aretha Franklin. Una versión suavizada para blancos, la música del sello de Detroit Tamla Motown, adquirió una espectacular notoriedad. Canciones como My girl, Dancing in the streets, Money o Louie, Louie se volvieron imprescindibles en cualquier party o guateque. Finalmente, resurgió el folk de la mano de Woody Guthrie, el que llevaba grabada en la guitarra la inscripción “esta máquina mata fascistas”, y de Pete Seeger, el de We shall overcome. Al asociarse con el radicalismo ideológico dio lugar a la “canción protesta”, idónea para interpretarse en las marchas pacifistas de la época en pro de los derechos civiles y contra la segregación racial. Una larga lista de cantautores comprometidos se dieron cita en las luchas sociales emergentes, pero Bob Dylan, el que menos se prestó a figurar políticamente, fue a mucha distancia el de mayor influencia. Algunas de sus canciones, de Blowin’ in the wind a Like a rolling stone, pasando por The times are a-changin’ e It’s all over now, baby blue, llegaron a ser himnos imperecederos. Pero lo que realmente revolucionó la escena musical fue su aparición tormentosa en el festival de Newport de 1965 con la guitarra Stratocaster en lugar de la acústica, junto a Mike Bloomfield y Al Kooper. Cuando empezaron a sonar las primeras notas de Maggie’s farm parecía que actuaba una banda de blues de Chicago. Su música tendía puentes con el rock sesentero, tal como Jimi Hendrix, Manfred Mann, Julie Driscoll, The Band y especialmente los Byrds se encargaron de proclamar, o incluso con el pop meloso de los Walker Brothers, y llevaba el espíritu contestatario más allá de los círculos universitarios politizados amantes de la canción folk. Sus canciones no deleitaban, pero sorprendían porque chocaban con todas las convenciones. No estaban hechas para consumirlas, sino para fijarse en ellas, en su poesía y en su mensaje. La poesía de Dylan enlazaba con la obra de los escritores de la generación beat como Kerouac y Burroughs, que empezaba a ser conocida. El poeta Allen Ginsberg hizo de puente. El folk elevó al máximo la supremacía de la letra sobre la música y encaminó a su audiencia hacia la crítica social. Al encontrarse con el rock lo politizó, volviéndolo herramienta del inconformismo.

En la Europa en reconstrucción, la crisis social que acaecía en América se mantenía larvada, aunque dando sobradas muestras de vida. En lo que concierne al Reino Unido, las novelas Absolute beguinners, de Colin McInes, La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe y Baron´s court, all chance, de Terry Taylor, introducen en los sesenta mejor que cualquier análisis sociológico. La abundancia de trabajo proporcionó dinero a los jóvenes de los suburbios que gustosamente lo gastaban en ropa, zapatos, motos y discos de blues, rhytm’n’blues, soul y rock’n’roll. El consumo se extendió a los adolescentes quinceañeros favorecido por la televisión, que desplazaba a la radio en la comunicación de masas. Los músicos negros, todavía maltratados en su país, viajaban con gusto a Inglaterra, donde eran tratados como genios y los conjuntos musicales se complacían en arroparles e imitarles. Sobre esa base creció rápidamente el rock británico, representado por grupos de cuatro o cinco miembros antes que por solitarios guitarristas con aire de inadaptado, al estilo americano. En el trasplante el rock había perdido sus raíces rurales y se había vuelto enteramente urbano. En 1963, uno de aquellos grupos, los alegres y simpáticos Beatles, se convirtió de la noche a la mañana en un fenómeno de masas nunca visto, al que los medios llamaron la “beatlemanía.” El precedente más cercano, Elvis, quedaba ampliamente superado. “Sencillos” con canciones de letra facilona como Please, please me, o como She loves you o I want to hold your hand, todos del mismo año, se vendieron en cantidades inimaginables. Al año siguiente, otro grupo, éste con una imagen desaliñada y agresiva, los Rolling Stones, añadieron leña al fuego. Su música era más cañera, sus letras más provocadoras, su actitud más contraria a las buenas costumbres. Si los Beatles representaban el Ying del rock británico, los Stones eran el Yang. Los “fans” de los primeros eran estudiantes de secundaria, teenagers adictos a la moda, a las revistas ilustradas y a los programas de la tele, dados a apelotonarse a miles al paso de sus ídolos gritando como posesos, lo que realmente asombraba al mundo. El espectáculo de masas de críos histéricos era demasiado tentador para un medio como la televisión, y un reportaje al respecto repercutió enormemente en los Estados Unidos, determinando la visita de los Beatles. En febrero de 1964, su participación en el show de Ed Sullivan fue vista por 74 millones de personas, o sea, por la mitad del país. La puerta quedaba abierta para todos los conjuntos: los Rolling Stones primero, luego los Animals, los Yardbirds, los Kinks, los Who, los Hollies, el Spencer Davis Group, los Them de Van Morrison y tantos otros, fueron desembarcando al otro lado del Atlántico y revolucionando la forma de tocar y de pensar con su reinterpretación de la música negra. De rebote, las puertas británicas y europeas se habían abierto para bluesmen geniales casi ninguneados en América por ser negros, como John Lee Hooker, Sonny Boy Williamson, Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Willie Dixon, etc. Cualquier grupo inglés de rock consideraba un honor actuar al lado de tan inigualables maestros sin los cuales literalmente nunca hubieran existido (los Rolling Stones que ya debían su nombre a un tema de Muddy compuesto por Dixon, grabaron su segundo o tercer álbum en Chess Records en 1964, y escogieron a B.B. King, el que llamaba a todas sus guitarras “Lucille”, como acompañamiento de gala en su gira estadounidense de 1969.) Mientras tanto, la música pop británica recibía un fortísimo impulso al intentar limitar su alcance el conservadurismo que dominaba entre los ejecutivos de los medios de comunicación, lo que determinó la aparición de emisoras piratas instaladas en barcos que emitían rock las veinticuatro horas del día. El mejor ejemplo fue quizás Radio Caroline, nacida en marzo de 1964. Tres años después, en otro escenario bastante diferente, el del “Verano del Amor” de San Francisco, California, aparecería la primera “radio libre”, experimento destinado a tener larga vida.

La llamada “Invasión Británica” desencadenó una oleada de bandas de “garaje” que por primera vez tenían público y, por lo tanto, mercado. El rock volvía a sus orígenes contestatarios dando voz a los disconformes. El éxito de un tema como Satisfaction no tiene otra explicación. Dos detalles extramusicales contribuyeron a ello. Hacia Europa, el hábito del hachís, hierba medicinal que fomentaba la sociabilidad; los Beatles se fumaron su primer puerro en un hotel de Nueva York invitados por Dylan. Hacia América, los cabellos largos; eran lo que más escandalizaba a los americanos de orden, hasta el punto de que, como sostuvo Jerry Rubin en Do it!, las melenas serían a los blancos rebeldes lo que la piel a los negros. También había un lado malo en todo eso; el rock había empujado la industria cultural a cotas más altas, generando grandes beneficios, como prueba el reconocimiento que estaba obteniendo de las jerarquías, simbolizado en la concesión a los Beatles de la medalla del Imperio Británico. En Europa nunca se libraría de los imperativos comerciales, pero otra cosa eran los Estados Unidos, escenario privilegiado de la revuelta contra la sociedad de consumo.

De nuevo en ruta

La marcha de Washington de agosto de 1963 en pro de los derechos de los negros tuvo tal repercusión que en menos de un año, a pesar del asesinato del presidente Kennedy, se aprobaba una ley que sobre el papel ponía punto final a la discriminación racial. Sin embargo, la discriminación económica y social se mantenía, protegida por la policía blanca, tal como denunciaba el predicador Malcolm X, asesinado en febrero de 1965, o tal como ilustraron los disturbios de Watts en agosto del mismo año, que motivaron a Frank Zappa una canción sobre los días en que a los no negros les molestaba ser blanco, Troubles comin’ every day, publicada luego en el álbum de los Mothers Freak out!. Norman Mailer, en El negro blanco, apuntaba: “Cualquier negro que quisiera vivir realmente tenía que hacerlo desde el comienzo en el peligro. Para él, ninguna experiencia era casual: ningún negro podía estar seguro de deambular por la calle sin que la violencia no se le cruzara por el camino.” La necesidad de defenderse condujo a una radicalización de los afroamericanos, creándose en octubre de 1966 el partido de los Panteras Negras. La marijuana del gueto, el renacimiento del orgullo negro y las nuevas tácticas de autodefensa influyeron enormemente en los rebeldes blancos de los sesenta. Por otra parte, la lucha pro derechos se veía reforzada por la oposición a la guerra del Vietnam. Al rebelarse contra la guerra los jóvenes protestaban contra la sociedad que la había provocado, denunciando los intereses de clase que se escondían tras ella. Las exigencias de igualdad de razas, paz, libre diálogo, despenalización de las drogas o sexo sin trabas, combatía una moral hipócrita hecha para defender la desigualdad, la explotación, el autoritarismo político y la familia patriarcal, bases del sistema. Si el anarquismo y el marxismo en sus múltiples versiones no bastaban para explicar la moderna revuelta, en cambio el budismo zen, propugnado por automarginados sociales no violentos que empezaron a llamar hippies, -en el sentido de bohemios, seguidores de la tradición beat y lectores de Alan Watts- ofrecía maneras de descolgarse del sistema, interior y exteriormente, y de buscar al mismo tiempo la armonía con el universo, maneras que casaban mal con la idea de revolución predicada por dichas ideologías. Esa contradicción podía soportarse en los momentos de ascenso de la crisis, cuando su agudización se supone que debía conducir a perspectivas teórico-prácticas menos confusas y más eficaces. La expansión del maoísmo, el fanonismo y el guevarismo, producto de la identificación de los contestatarios con los falsos enemigos del sistema, a saber, la China comunista, el régimen de Castro y los movimientos de liberación nacional, se encargaría de impedir que la confusión se disipase. Hubo músicos como Country Joe que cayeron en la trampa, al llamarse así en honor al nombre de guerra usado por Stalin; o como Joan Baez, que homenajeó a La Pasionaria, la peor escoria estalinista; pero hubo otros que no, por ejemplo, el irónico Frank Zappa, quien se refirió a izquierdistas y derechistas como gente “prisionera de la misma estrechez mental superficial y afónica.” Por otro lado, para muchos la experiencia espiritual superaba la experiencia política. Por la misma razón, la liberación social se reducía a “liberar la mente” tal como lo había indicado William Blake en “Las bodas del cielo y el infierno”, poema sacado a colación en 1954 por el ensayista Aldous Huxley: “Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo aparecería ante el hombre tal cual es, infinito.” La lectura del libro de Huxley sobre sus experiencias con el peyote, The Doors of perception, llevó a Jim Morrison a llamar a su grupo “las Puertas.” El mismo Morrison comentaría el impulso que le llevaría a explorar aquello que entendía por límites de la realidad: “Yo solía pensar que todo era una gran broma, algo para reírse de ello. Conocía algunas personas que estaban haciendo algo, intentando cambiar el mundo. Yo quería unirme al viaje.” La maría, el ácido lisérgico, la mescalina y los mantras se prestaban más a ese tipo de cambio liberador entendido como un “viaje” mental, que los métodos clásicos de agitación. Por eso el buen rollo ritual de los festivales era preferible a las marchas de protesta. La prensa contracultural hablaba de un “nuevo concepto de celebración” emergiendo desde el interior de las personas de tal modo que la revolución podía concebirse como “un renacimiento de la compasión, la conciencia, el amor y la revelación de la unidad de todos los seres humanos.” El rock tomó esta senda. El LSD, todavía legal, popularizado por Timothy Leary, los Merry Pranksters o Bromistas de Ken Kesey ( el de Alguien voló sobre el nido del cuco) y Neal Cassady (el Dean Moriarty de En el camino), producido en grandes cantidades y repartido gratuitamente en las grandes reuniones festivas hippies, fue el vehículo al que subieron músicos y oyentes, al principio no demasiado diferenciados, puesto que el ambiente comunitario era lo característico. Los Grateful Dead, la muerte que anuncia el renacimiento –por eso es agradecida- eran “el grupo” de los hippies por excelencia. En The Electric-Kool-Aid Acid Test, Tom Wolfe describió por boca de otros “¡el insólito sonido de los Grateful Dead! ¡Agonía en éxtasis! Un sonido… submarino, la mitad de las veces turbio, tremendamente fuerte pero como generado bajo una catarata, y al mismo tiempo lleno de una especie de espectral sonido vibrato, como si cada cuerda de sus guitarras eléctricas midiese treinta metros y todas ellas vibraran en una sala llena de gas natural, amén del gran órgano eléctrico Hammond, que suena como un Wurlitzer de cinematógrafo, un artilugio diatérmico, un aparato de radioaficionado, un camión de la basura con trituradora a las cuatro de la madrugada, todo en la misma frecuencia…” Con ironía, Eric Burdon dedicaría una canción a la Sandoz, la multinacional que fabricaba el ácido (hoy Novartis.) En enero de 1966 despegó la psicodelia con You’re gonna miss me, de la banda de garaje 13th Floor Elevators, los primeros en calificar su música así, hecha a base de alucinógenos. Nótese que la M de marihuana era la treceava letra del alfabeto. Sin embargo, la droga no podía figurar en la letra de las canciones; así por la misma época, otra banda pionera, The Charlatans, vio como su casa de discos desechaba su versión de “Codine”, de la cantautora folk Buffy St Marie, por tratar de la adicción a la codeína. La nueva filosofía fue sintetizada por Timothy Leary en el gran encuentro hippie de enero del 67 en el Golden Gate Park de San Francisco, el Human be-in, con una frase mágica casual: “Conéctate, sintoniza, pasa de todo.”

El ácido fue el ingrediente que permitió fusionar el rock, el folk, el blues, el soul, el free jazz y el country, produciendo la música de la revolución americana. Expulsó la negatividad de la frustrada clase media urbana, dando a los fugitivos del bienestar que provenían de ella una visión positiva del futuro, simplista, libre, pero que parecía funcionar en colectivos homogéneos no demasiado grandes que se alimentaban con las sobras del imperio. El radical yippie Abbie Hoffman levantó acta, en el libro titulado expresamente “Róbame”, de unos cientos de experiencias alternativas funcionando fuera de los circuitos del dinero. En una hoja titulada “Planes para la destrucción de las universidades”, recopilada en su otro libro La Revolución por Cojones, aconsejaba construir una comunidad radical, al tiempo que afirmaba: “Nuestro mensaje siempre es: Haz lo que quieras. Prueba. Amplía tus fronteras. Rompe las reglas.” Los jóvenes músicos, tanto británicos como americanos, no se quedaron atrás y buscaron nuevas sonoridades para expresar los estados inexplorados de la mente. Para expresarlos, las canciones de dos o tres minutos eran inservibles, así como los discos pequeños de 45 rpm; los grandes de 33 revoluciones eran más adecuados. En 1966 salieron Good vibrations de los Beach Boys como parte de un LP inconcluso; Paint it black, en la versión americana del álbum Aftermath de los Rolling Stones; y el disco de larga duración de los Beatles Revolver; estos últimos, deseosos de una imagen menos frívola habían abandonado su línea pop y renunciado a dar más “conciertos.” La tecnología contribuyó bastante a la experiencia sonora. Los estudios de grabación permitían toda clase de mezclas. Las cajas llamadas pedales porque se encendían y apagaban con el pie creaban nuevos efectos de guitarra, bien modulando el sonido como el wah wah, bien distorsionándolo como el fuzz. Un ejemplo de ambos son respectivamente el Vodoo chile y el Purple haze, de Jimi Hendrix. El melotrón, precedecesor de los samplers, permitía reproducir por teclado sonidos previamente grabados en cinta (las trompetas de Strawberry fields forever son obra suya.) Podíamos añadir a la lista diversos instrumentos como violínes eléctricos, guitarras de doce cuerdas, teclados diversos, theremin, banjo, sitar, bongos, botellas, etc., que pusieron su grano de arena en la forja del rock psicodélico. Hubo una banda, Lothar and the Hand People, compositor de un insólito Space hymn, que llegó a colocar al sintetizador Moog (“Lothar”) como cabeza de grupo. La principal característica de la psicodelia era la improvisación. Las canciones, interpretadas en directo, derivaban en largos solos de guitarra espontáneos, traduciendo un escape con ácido de la vida neurótica de la urbe que absorbía la realidad cotidiana. Escogemos al azar Eigh miles high de los Byrds, The Pusher de Steppenwolf, East-West de Paul Butterfield Blues Band, toda ella un solo instrumental, The End de los Doors y todas las canciones de Grateful Dead en directo, desde Viola Lee blues hasta Morning dew. Podíamos citar también la agobiante Sister Ray de la Velvet Underground, pero esta banda se situaba en el extremo opuesto del hippismo, perteneciendo a una movida pesimista y autodestructiva que sustituía el ácido por la heroína. Aunque Canned Heat y Janis Joplin llevaran mejor que nadie el ácido al blues, y los Jefferson Airplane resumieran el espíritu hippie en canciones pegadizas tipo Somebody to love, los carismáticos Dead, grupo de capacidades musicales increíbles, fueron el modelo de la creación psicodélica y la música por antonomasia del descuelgue generalizado del final de la década. Al escucharles en aquellos días, se comprendía que sin el rock la vida hubiera sido un error.

Somos los voluntarios de América
 

San Francisco, y particularmente el barrio de High Ashbury, lleno de mansiones destartaladas donde residían varios grupos conocidos, devino un polo de atracción hippie. John Phillips, de The Mamas and the Papas, compuso para Scott McKenzie una canción que empezaba con el verso “Si vas a San Francisco asegúrate de llevar unas flores en el pelo”, captando la beatitud del momento a la perfección. Las autoridades locales se alarmaron ante una posible invasión de vagabundos y bohemios freaks, en vista de lo cual una treintena de colectivos contraculturales entre los que estaban la comuna Family Dog, los Diggers, The Straight Theatre y el periódico underground San Francisco Oracle, ayudados por iglesias, organizaron un Verano del Amor, un estío donde todo iba a ser gratuito: la música, la comida, el ácido, la asistencia médica, el vestido, el sexo… El festival de Monterey Pop atrajo una multitud. San Francisco se llenó de adolescentes huidos de sus casas, curiosos, desorientados que no sabían adónde ir, colgados, traficantes, chorizos, aprovechados… El éxito del verano había sobrepasado la más optimista de las previsiones, amenazando la existencia de la comunidad de High Ashbury hasta el extremo de forzar en octubre un “Entierro del hippie”, celebración en la que se recomendaba encarecidamente que los pasotas se quedaran en sus casas e hicieran la revolución en sus pueblos porque lo de San Francisco se había acabado. Fue el turno de los Flower Children, los hijos de las clases acomodadas que los fines de semana se vestían con camisas de flores de colores chillones y se ponían cintas en el cabello. Un zen rudimentario para idiotas servía de aderezo. Los Seeds les escribieron una marcha. El estilo hippie se transformó en moda y los freaks abandonaron la ciudad para dejar sitio a los turistas. La música perdía el alma, volviendo al entretenimiento. Los conciertos empezaron a ser de pago. La contracultura, gratuita y desordenada, se convertía en un estudiado producto de consumo. La industria del espectáculo acumulaba más poder, sacando de los grupos a los mejores artistas para hacerlos estrellas del pop a fuerza de talonario. Si el Surrealistic Pillow de los Airplane representaba la cara de la psicodelia, su mensaje libre, el Sargent Peper’s lonely hearts club band de los Beatles representaba la cruz, su oficialización bien remunerada. Los Mothers of Invention imitaron grotescamente su portada en un LP titulado “Estamos en esto sólo por dinero.” Hubiéramos sido más indulgentes si no fuera porque los Beatles aceptaron el encargo de la BBC de escribir una canción con todos los tópicos florales, All you need is love, emitida por primera vez al mundo por vía satélite. Corrían malos tiempos para la paz y el amor verdaderos; los halcones que deseaban recrudecer la guerra del Vietnam no se sentían impresionados con las salmodias hippies. Pero los desertores se organizaban, las minorías raciales se defendían con armas, sucediéndose marchas al Pentágono, desfiles por Wall street y ocupaciones de universidades, demostraciones inicialmente pacíficas que terminaban en algaradas violentas contra la policía. En 1968 la no-violencia perdía el compás, seguía a los acontecimientos en lugar de predecirlos. Las calles hervían. En marzo una multitudinaria marcha antibélica en el pacífico Londres ante la embajada americana acababa en aporreamiento de manifestantes. Los Stones sacaron un sencillo, Street fightin’ man, con la imagen de las agresiones policiales en la portada. La portada del LP al que pertenecía, Beggars banquet, en la que aparecía un retrete con inscripciones ofensivas en la pared, también fue censurada. Digno aderezo de la que probablemente fue el mejor cántico de la década, Simpathy for the devil, hijo bastardo de “Las Flores del Mal” y de “El Maestro y Margarita”, de Baudelaire pues y de Bulgakov, obra ésta última aparecida póstumamente en 1966, verdadero escarnio de la paranoia burocrática del régimen estalinista, que por su parte había silenciado a Bulgakov de por vida. Fueron el único grupo que prestó alguna atención al Mayo francés, y evidentemente, éste mes no fue tema de repertorio del rock.

En los Estados Unidos una patrulla de la policía de tráfico había disparado indiscriminadamente en Orangeburg, Carolina del Sur, contra una manifestación de estudiantes negros, matando a tres e hiriendo a veintiocho. Martin Luther King había sido asesinado por un francotirador. El FBI emprendía su trabajo criminal destinado a acabar con el que sería designado enemigo número uno del Estado, el partido de los Panteras Negras. Con tanta muerte la táctica no violenta tenía los días contados. Muchos concluyeron que el sistema no se podía cambiar por las buenas, y se planteaban hacerlo por las malas. No obstante, el movimiento contra la guerra jugó su última baza en Chicago, lugar donde en agosto tenía que reunirse la Convención del Partido Demócrata para decidir sobre el candidato presidencial. Los radicales convocaron una concentración de tipo festivo. Nash, de C,S, N & Y, a toro pasado, escribió una canción sobre el evento. La emisión de Street fightin’ man fue prohibida por temor a los posibles incidentes, aunque nadie había apelado al enfrentamiento. Como de costumbre, se confiaba en la repercusión mediática de los actos alternativos como instrumento de presión política. Varios grupos se habían comprometido a asistir, pero al final solamente actuaron los MC5, la baza del partido de los Panteras Blancas, el que consideraba el rock como arma revolucionaria. Norman Mailer cubría el evento para la revista Harper’s y William Burroughs, para Esquire. En un principio todo fue tranquilo; se presentó como candidato al cerdo Pigasus en medio del jolgorio, pero el celo represor del alcalde demócrata hizo que las cosas fueran a más y la guerra a la guerra acabó en combate callejero. Hubo montones de heridos y detenidos, quedando procesados los radicales más conocidos. En noviembre, Richard Nixon ganaba las elecciones, lo que prometía un endurecimiento represivo y una tolerancia cero no ya con el radicalismo, como prueban los asesinatos de militantes Panteras Negras, sino con la conducta venialmente transgresora, como demuestra la condena a diez años de cárcel de John Sinclair por la posesión de dos canutos. Con los ánimos aún por calmar fue anunciado para agosto de 1969 el Festival de Woodstock, en el estado de New York, con una impresionante lista de grupos en cartera. Asistieron cerca de medio millón de personas, muchísimas más de las esperadas. La organización fue caótica, llovía sin parar y algunos de los presentes, entre los que se encontraban los Motherfuckers, “una pandilla con análisis”, se cabrearon porque se les pretendía cobrar la entrada. Rompieron las vallas y todo el mundo ocupó su pedazo de sitio embarrado. Las pérdidas se recuperarían luego con el disco y la película. Los radicales repartieron propaganda, hablaron de paz y amor, y pidieron la libertad de Sinclair; todo con aire de déjà vu. Jimi Hendrix “deconstruyó” el himno de América ante un público dormido. Woodstock representaba el nuevo conformismo de la juventud americana, compuesta en su mayoría por blancos sin problemas económicos, incapaz de hacer otra cosa que permanecer quieta, “dejándose llevar”, ante unos músicos convertidos en estrellas por los que sentía una devoción fetichista, con la buena conciencia de que bastaba con estar: “todo está en el ahora”, dirá Alan Watts. El apelotonamiento pasaba por fraternidad y el colocón, por liberación. Por nada del mundo esta “beautiful people” quería comprometerse ni participar en algo más consistente. Woodstock reproducía la separación espectacular entre público y actores, entre realidad e imagen, tan irrelevante la una como rentable la otra. No era más que una suma de actuaciones de importancia subversiva nula en una atmósfera de rebeldía tópica y éxtasis ficticio, una ruina aparente que más tarde daría lugar a un sustancioso pelotazo. Como para confirmar la visión pesimista de la película del año Easy Rider, dirigida por Denis Hopper, donde al final los hippies protagonistas son abatidos por unos americanos “profundos”. Una deriva que acababa mal. Premonitorio. En septiembre tuvo lugar el juicio de los “Ocho de Chicago”, por conspiración e incitación a la violencia. La expectación despertada era inmensa y Nixon envió a la Guardia Nacional para controlar los manifestantes a punta de pistola. Ante el tribunal, los acusados aprovecharon para dar la vuelta a las acusaciones y ridiculizar el sistema de justicia americano. Bobby Seale, dirigente de los Panteras Negras, llamó cerdo fascista al juez, que le apartó del caso y le condenó a cuatro años por desacato. Los demás, sin pruebas fehacientes que les implicaran, salieron bien librados. Ese mismo mes, el apóstol del LSD Timothy Leary subía su apuesta particular contra el gobierno de los Estados Unidos presentándose a gobernador de California frente al ultraconservador Ronald Reagan. Los Beatles compusieron para su estrambótica campaña Come together. La canción fue boicoteada por la BBC porque los censores pensaron que la frase “él dispara coca cola” aludía a la cocaína. Leary, que repudiaba los narcóticos, fue condenado a diez años por la bolsita de marihuana que le encontraron en un registro.

Esto es el fin, mi amigo el fin
 

Como no hay dos sin tres, algunos avispados pensaron repetir la jugada de Woodstock en la costa oeste. La policía de San Francisco blindó la ciudad contra festivales, así que al final el emplazamiento del Speed free festival fue Altamont, en el norte de California. Los Rolling Stones servían de reclamo de una nueva celebración cuyo orden debían garantizar los Ángeles del Infierno, pandilla motera lo más opuesta al rollo hippie. Pues bien, ni los asistentes se quedaron parados, ni tampoco los Angels. El alcohol mezclado con anfetaminas, un fármaco psicotrópico que causa hiperactividad, se sobrepuso al ácido y aquello degeneró en avalanchas y broncas, recibiendo por igual músicos y escuchas. Cuatro muertos certificaron el final de la “nación Woodstock” a tan solo cuatro meses de su aparición. Se acabó el buen rollo groovy. En Altamont, la fauna festivalera dopada y puesta a cien no se soportaba ni a sí misma y en su histérico descontrol sufrió las intemperancias de un servicio de orden que ejercía su tarea de la misma manera que hubiera hecho la policía. No fue el peor día del rock, fue la muerte del rock tal como había sido hasta entonces. Se estaba convirtiendo en un componente más de la cultura de masas y en un verdadero negocio capaz de beneficiarse de cualquier situación. Cuando el 4 de marzo de 1970 la Guardia Nacional disparó a los universitarios de Kent, en el estado de Ohio, matando a cuatro, se cerró el ciclo de la revolución americana. Neil Young, de C, S, N & Y, compuso una sentida canción de denuncia que tituló Ohio. Fue un éxito que no sirvió para nada; los asesinos no fueron molestados. Young señalaba con tristeza que al final las desdichadas muertes sólo le habían hecho ganar dinero. El 15 de mayo de ese mismo año la policía disparó a mansalva contra los estudiantes de la Universidad estatal de Jackson, Mississippi, que protestaban contra la invasión norteamericana de Camboya, matando a dos e hiriendo a catorce. Y el 10 de junio, tras meses de algaradas, la policía enviada por el gobernador Reagan cargaba brutalmente contra los estudiantes de la Universidad de California, en Santa Bárbara, que se manifestaban en el Perfect Park de Isla Vista protestando por la imposición de la ley marcial en la zona, el mayor foco de radicalismo. Los detenidos tras duros enfrentamientos se contaron a centenares. Un grupo pijo playero al que mejoraron las drogas convirtieron Riot in Cell Block Nine en una canción dedicada a las revueltas, Student Demostration Time, con repercusión nula: ya había pasado un año, la canción no salió en disco sencillo y… ¡eran los Beach Boys! grupo del que cabe recordar que había empezado con otra conversión de signo contrario, la que transformó Sweet little sixteen, de Chuck Berry, en un empalagoso Surfin’ U.S.A. El show bussiness y la industria discográfrica habían adelantado en osadía a los contestatarios (claro que las fuerzas del orden y las drogas duras aplanaban el camino.) El mismo mes de junio el Summer Pop Festival de Cincinnati, también en Ohio, lanzó a bandas precursoras como The Stooges o Grand Funk. En agosto de 1970 hubo un intento de reedición de la “magia” de Woodstock en Goose Lake, estado de Michigan, al que dieron credibilidad la presencia de los Panteras Blancas y la coalición STP -Serve the People o Stop the Pigs, según se prefiera- trabajando para la liberación de Sinclair y de todos los presos políticos. El día escogido no fue casual; era el 25 aniversario de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, o sea, que la idea subyacente era antinuclear. Pero más que un mensaje, aquello no era más que un adorno y una excusa. Actuaron grupos veteranos y nuevos, todos blancos, entre los que destacaríamos, aparte de las belicosas bandas de Detroit, a Chicago y Ten Yers After, ante una multitud de doscientas mil personas, la mayoría colocadas, que dieron poco que hacer a un servicio de orden amistoso. La presencia del caballo fue notoria; las drogas como la heroína eran las indicadas para una unificación virtual de todo lo que en la realidad permanecía separado. Sospechosamente, los camellos, que valga la redundancia, hicieron su agosto, no fueron molestados por la policía. Hasta para los menos lúcidos aquello tenía un regusto rancio de circo, de gueto, de trapicheo, que marcaba sin la menor duda el final de una era. Los festivales continuaron, en Toronto, en la isla de Whight, en otras partes, sin que la dominación se inmutara. No es que el Poder cediera terreno ante una tropa dispuesta a no entrar en batalla, es que aprendía a modernizarse. Los alucinógenos eran para muchos el único medio de deshacerse de los valores inculcados por el sistema, el camino de la unión del individuo liberado y consciente de su ser más profundo con el cosmos, y así parecía creerlo éste, puesto que castigaba su consumo con saña. Pero desde el momento en que el propio sistema cambiaba de valores y adaptaba los de sus críticos, las drogas cambiaban de función: formaban parte de un mecanismo de evasión, tanto los opiáceos o las anfetaminas, como las plantas o los hongos sagrados de los indios, obedecían a un perverso deseo de ebriedad, no de conciencia, eran pues una herramienta de readaptación. El drop out era una invitación a olvidarse de los convencionalismos que desembocaba en la pasividad, no en la transformación revolucionaria de la sociedad. El formato del recinto festivalero, tolerante con los estupefacientes, servía de válvula de escape, ceremonial del pasotismo manso, pausa relajante entre dos momentos de sumisión. A un lado el intérprete, al otro la audiencia drogada y en medio los gorilas. El público colocado se limitaba a reproducir patrones estereotipados de rebeldía virtual, anticipando modelos de integración a los avispados mercaderes de la cultura.

La sociedad industrial avanzada empezaba a practicar un laissez-faire al que llamaba tolerancia, más adecuado a sus intereses. Era el tipo de tolerancia represiva que favorecía la tiranía del aparato, pues correspondía a la necesaria transición capitalista del conservadurismo a la permisividad. La sociedad de consumo no es ascética y regulada, sino hedonista y trasgresora. Con inusitada velocidad la sociedad espectacular de mercado adoptaba finalmente una moral laxa y utilitaria más acorde con el desarrollismo y no se escandalizaba por nada. No respetaba ni a los muertos: los cadáveres de Brian Jones, Keith Moon, Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison fueron despiadadamente mitificados. Vive rápido, muere pronto y deja un bonito póster. El sistema también se había apuntado al rock, a la meditación trascendental, al psicoanálisis, al sexo y a la maría, y no le costaba demasiado aguantar los mensajes desencantados y el comportamiento histriónico y autodestructivo de los nuevos rockeros envueltos en una música ruda y estrepitosa. Temas como TVEye de Iggy Pop o School’s out de Alice Cooper ya no despertaban la censura. El sistema, hasta cierto punto, pasaba. No había futuro, futuro revolucionario se entiende. Si hubo acontecimientos que revelaran sin tapujos el rostro verdadero de aquél fascismo encubierto presidido por Nixon esos fueron el asesinato de George Jackson, uno de los “Soledad Brothers”, a manos de los guardianes de la prisión de San Quintín el 21 de agosto, y la matanza de los presos amotinados de la cárcel de Attica planeada por el gobernador Rockefeller un día de septiembre de 1971. Dylan grabó con la guitarra acústica dos versiones de su George Jackson en un sencillo que no figuraría en ningún álbum. Tom Paxton testimonió el suceso de Áttica con una canción narrativa en la mejor línea folk, The hostage, y el mismo John Lennon sacó una tonadilla resultona de un pacifismo trasnochado ideal para incondicionales. Puede que ya no fueran tiempos para cantar, pero con centenares de militantes apuntándose a la guerrilla urbana, lo seguro era que no estaban para discursos buenrollistas del estilo de “vayamos juntos con el movimiento, tomemos partido por los derechos humanos.” Convenía más la frase dylanesca de Subterranean homesik blues: “No necesitamos hombres del tiempo para saber el modo con que el viento sopla.” En efecto, “Weathermen” fue el nombre escogido por la mayor organización armada norteamericana de los setenta.

Cuanto más alto se sube, más dura será la caída. Como corresponde al cambio de época, los primeros setenta vieron como las bandas más auténticas llegaban a la cumbre de su creatividad en plena contrarrevolución, produciendo obras que agredían el gusto de las masas moderadamente rebeldes que los habían encumbrado, antes de decidirse a formar parte de la “mayoría silenciosa” de Nixon y Agnew. Muchas se negaban a aceptar el papel de ídolo reflejando los nuevos valores conformistas, por lo que no tenían más camino que la disolución (Beatles, Doors) o la copia de si mismas (Temptations, Sly y la Familia Stone). Los Stones tras Exile on Main street no pararon de repetirse. El caballo, consumido a espuertas, no sirvió de gran ayuda. La heroína puso fuera de circulación al ácido. Había bandas que aflojaban, echaban marcha atrás o se agotaban (The Band, Byrds, Kinks, Who), sin dispensarse algunas de dejar para la posteridad una aburrida y pretenciosa “opera rock.” Finalmente, hubo grupo que protagonizó cambios de estilo inverosímiles; tal es el caso de los Jefferson Starship, los vergonzosos restos del naufragio de Airplane. Por otro lado, el rock legítimo, el que podían representar Captain Beefheart (¡oooh! Electricity), Tom Petty, Lou Reed, Pattie Smith o New York Dolls pongamos por caso, se había vuelto minoritario y progresivamente despolitizado. En un contexto destroy, nihilista e iracundo, donde el Caos era la meta más apetecible, la palabra “hippie” adquirió connotaciones de vetustez, idiotismo e impotencia. Fuera de algunos estrechos círculos de resistentes, el rock había perdido su aura y, tanto si se comprometía como si se prestaba a la evasión, se iba volviendo predecible y rutinario, sofisticado y aparatoso; una música decadente hecha por narcisistas para distracción de una juventud onanista que reclamaba su dosis de alienación sinfónica o de cualquier otro tipo. Tuvo lugar una ruptura total con el blues, una pérdida de raíces negras, y por consiguiente, un extravío completo de la identidad rockera. De ahí salió una música en cierto modo optimista, intelectualoide, que tranquilizaba y relajaba, tal como deseaba el nuevo orden. El macroconcierto se reveló como el medio más idóneo para congregar a masas de jóvenes espectadores dispuestos a rebotar con la menor estupidez progresista. Las buenas causas subían a los escenarios (como el concierto para recaudar fondos en auxilio de la población masacrada de Bangladesh organizado por el beatle Harrison), para quedarse allí transformadas en espectáculo, permitiendo a un público pasivo exhibir una sensibilidad hipócrita y un compromiso falso por el módico precio de una entrada. Las innovaciones técnicas de los setenta como los samplers, los sintetizadores y las cajas de ritmos se comieron la guitarra, el bajo y la batería. Family Affair, de Sly Stone, fue el primer tema en salir de una de esas cajas, algo que se volvió habitual pocos años después con la música disco. Por otra parte, el nuevo rock era menos música que circo: establecía una relación con su público mediatizada por la imagen y el glamour. La vedette dependía del peluquero, del maquillaje, del vestuario, de la pose y de la televisión más que de su talento. La separación es la regla del espectáculo que se conserva en la comunión beata con la imagen del “ídolo”, sea por vía del shock escénico o por la del get high (subidón) con fármacos. En privado, adquirió importancia el videoclip promocional; en directo, se revolucionó la puesta en escena con efectos varios, logotipos, juegos de luces, bengalas, humos, proyecciones, grúas, pasarelas, plataformas, coreografías… El “fan” devino el perfecto animal domesticado. El ruido ensordecedor de los cada vez más potentes equipos combinado con las rayas, las pastillas y el agua mineral conseguía provocar en él una especie de frenesí autista, la forma pajillera del aturdimiento. Esa autoagitación masoquista se generalizó con el renacimiento de las discotecas, más grandes y mejor concebidas, que dieron la puntilla a la música en directo de los pubs, teatros y salas. Emergió un tipo de música fácil y machacona que hizo furor, el dance, organizada por un nuevo maestro de ceremonias, el pinchadiscos. La letra y los acordes se redujeron a la mínima expresión. El ritmo se simplificó al máximo y ocupó el espacio de la melodía, que degeneró en sonsonete. Un nuevo soporte audio como la cinta cassette prometía democratizar la grabación haciéndola asequible a cualquier grupo, pero no fue así porque la música pop había cambiado de función. Lo de menos era la creatividad; ahora el pop rellenaba el vacío de una vida sumisa a los imperativos de consumo. El resultado final era siempre el mismo: el conformismo. En realidad, el cassette dio un paso más hacia la privatización y el cocooning, llevando dicha música adonde el vinilo no podía, especialmente al automóvil, la prótesis del individuo alienado moderno y el símbolo de su poderosa impotencia. Las audiencias se fragmentaron, diversificándose los mercados según la franja de edad y el tipo de consumidor. Fue la apoteosis del hedonismo y la permisividad de la mercancía: de la “marcha”, de lo fun, del caminar cool, de las pintas guay. En resumen, la epifanía completa del espectáculo. La televisión desempeñó con creces la función de promocionar toda la nueva basura musical. La autenticidad se pagaba con la marginación. Esa era la fuerza de la sociedad de masas. Ninguna opción con pretensiones de veracidad podía escapar del limitado circuito en el que se inscribía, sucumbiendo en la repetición y la trivialidad a manos de sus seguidores transformados en tribus urbanas. Así pasó con el heavy metal, con el reggae, con el punk. El rock ya no servía de dique a la barbarie modernizada: era un género acabado, un medio estéril, un fantasma, una reliquia, una estafa. Era la música del otro bando. Existía porque eran muchos los intereses en juego, nacidos a la sombra de la industria de la evasión. La revolución y la diversión ya no caminaban juntas, perdiendo la una su dimensión lúdico-popular y la otra, su carácter subversivo. Para cerciorarse de ello bastaría con ver la increíblemente superficial, ñoña y estúpida película Rock & Roll High School. Se pueden comprender mejor los fracasos de los movimientos revolucionarios de entonces prestando atención a la regresión rockera que traducía la victoria de la cultura espectáculo y la disolución de las clases peligrosas en masas consumistas. Cierto que todos sus elementos básicos ya estaban presentes en los sesenta, pero fue en la década posterior cuando sin trabas se desarrollaron exponencialmente. Desde entonces muchos estilos musicales con mejores o peores intenciones y con mayor o menor fortuna dieron que hablar. Ninguno sobrepasó su gueto particular, porque ninguno logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de los sesenta; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni cuestionó tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta. El rock hizo descarrilar a dos o tres generaciones mundiales al vehicular una rebelión vital capaz de marcar con huella indeleble la cultura de toda una época.

[Tomado de http://kaosenlared.net/rock-principiantes-primera-parte y de http://kaosenlared.net/rock-principiantes-segunda-parte.]


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