Herbert Read (1893-1968)
La Justicia es ciega en su antigua personificación –frecuente hasta en la iconografía cristiana–, y es representada sosteniendo, a la vez que una espada, una balanza. Se alza imparcialmente entre contrarias demandas, y nada ve, pero lo pesa todo.
Este concepto da por supuesto que las demandas contrarias tan solo surgen entre personas. El símbolo no encaja en las complejidades de la civilización moderna, donde, lo más a menudo, la persona se halla en conflicto con el Estado. En tal caso, la idea de la Justicia es invadida, hasta el extremo de sustituirla, por la de Retribución, que originalmente fue el castigo impuesto por un dios vengativo, en cuyo lugar impera ahora absolutamente el Estado. La balanza ha dejado de ser adecuada, y el único símbolo valedero que le queda a la Justicia es la espada…
La Justicia es ciega en su antigua personificación –frecuente hasta en la iconografía cristiana–, y es representada sosteniendo, a la vez que una espada, una balanza. Se alza imparcialmente entre contrarias demandas, y nada ve, pero lo pesa todo.
Este concepto da por supuesto que las demandas contrarias tan solo surgen entre personas. El símbolo no encaja en las complejidades de la civilización moderna, donde, lo más a menudo, la persona se halla en conflicto con el Estado. En tal caso, la idea de la Justicia es invadida, hasta el extremo de sustituirla, por la de Retribución, que originalmente fue el castigo impuesto por un dios vengativo, en cuyo lugar impera ahora absolutamente el Estado. La balanza ha dejado de ser adecuada, y el único símbolo valedero que le queda a la Justicia es la espada…
Sin embargo, la jurisprudencia europea, en su evolución, se ha dado cuenta de esta anomalía, y hemos ido formando –especialmente en Inglaterra–, no tan solo separados conceptos del Derecho, a los que llamamos por una parte, Derecho Común y, por otra, Derecho Civil o de Estado, sino también la preciosa tradición de independencia del aparato judicial. Esa independencia, quizá sea ahora cuestión de nombre, más que de sustancia; pero, en cualquier caso, implica el reconocimiento de distintos valores y criterios.
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La mayoría de la gente pasa por la vida sin entrar en contacto con el sistema judicial. La mayor parte de quienes tienen experiencia directa de su funcionamiento, solo han respondido de pequeñas faltas, cuyo castigo no plantea cuestiones de principio. Para el común de las gentes, a menos que se hallen directamente implicadas, el sistema legal es cosa tan ajena como si fuera de otro planeta. Un caso judicial tiene que ser sórdido, sexual o sádico, para que la prensa popular crea que vale la pena informar de él. La participación en el Jurado puede iniciamos en el funcionamiento del sistema, pero a pocos nos toca, y el que nos toque una vez parece eximimos de otra para toda la vida. Menos, aún, es la gente que, de no hallarse implicada en un proceso, acude a los tribunales en calidad de observador desinteresado, y los empleados de las Audiencias no hacen nada para incitamos a acudir. En efecto, a juzgar por mi experiencia, existe el deliberado propósito de mantener a la gente alejada de los Tribunales.
La independencia del sistema judicial es simbolizada de varios modos. Mediante togas, birretes, pelucas, etc., los jueces son deshumanizados hasta un extremo asombroso. En Inglaterra, si por casualidad, en el curso de la apelación, un abogado rojo de acaloramiento se levanta la peluca para rascarse o enjugarse la frente, aparece un individuo insospechado, completamente distinto. Es algo así como si una tortuga se despojara de repente de su concha. La imagen persiste en todo, porque todo está cubierto por una concha de costumbre y formalidad, contra la cual golpea la vida, plástica y latente, con el afán de alcanzar la luz. En tal sistema, los valores humanos se hallan en desventaja: tienen que pasar, en su infinita variedad, por la criba de una modalidad predeterminada. Si son demasiado grandes o demasiado hirsutos, se enganchan, no pasan.
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En el sistema del Jurado hay un intento de admisión de los valores humanos: es una válvula de seguridad para las fuerzas emocionales. En opinión de todos los racionalistas y planificadores a ultranza, el Jurado es una intolerable anomalía, que habría que abolir. Pero, antes de abolirlo, bien estará reflexionar sobre las razones alegadas por Henry Fielding en su favor.1 El jurado puede ser estúpido y sentimental, o estar lleno de prejuicios, pero, aun con todo, su virtud suele ser la de templar la justicia con la piedad. La única ocasión en que participé en un Jurado, me espantaron las consideraciones puramente sentimentales a que se rendían mis compañeros. Procuré oponerme a ellos, y razonar sobre los hechos de autos, como había razonado el mismo juez al dirigimos la palabra. Pero me hallé en minoría de uno; fui vencido. El delincuente quedó libre. Y yo he vivido lo bastante para celebrar mi derrota, porque ahora me doy cuenta de que las influencias a que se rindió el Jurado –el atractivo de la juventud, la fuerza de la personalidad, la humana simpatía hacia la flaqueza– fueron más poderosas que la lógica y la letra de la ley. Solo el Jurado tiene derecho a ponderar tales valores. Si el sistema legal los tuviera en cuenta, se negaría a sí mismo. El sistema tiene que ser rígido. En Inglaterra hemos tenido la prudencia peculiar de crear un sistema tan exacto como la simbólica balanza, no sin al mismo tiempo echar un poco de arena en la maquinaria.
Mientras la Justicia medie entre personas, la independencia y la integridad del aparato judicial son propicias para juicios o fallos basados en el Derecho Natural. El Derecho Común es, en esencia, el común concepto de lo que está bien y es justo en las relaciones entre los miembros de una comunidad. El criterio –es decir, los conceptos comunes en cuestión– puede cambiar más rápidamente que la ley que lo expresa; pero esto es culpa de la misma comunidad que no se da bastante prisa a hacer que la ley exprese su voluntad. En cuestiones morales y en las cubiertas por el derecho de propiedad, la ley tiende a expresar la voluntad de la masa conservadora, la mera inercia de los no afectados e indiferentes. Las leyes contra la perversión sexual, por ejemplo, son duras e injustas, porque no tienen en cuenta realidades naturales científicamente corroboradas. La gente, como en su mayoría no es homosexual, halla difícil el legislar para una minoría fisiológica o psicológicamente distinta.
Estas son las inevitables complejidades de cualquier grupo social, y pueden ser eliminadas mediante el paciente análisis y la divulgación. La verdadera peligrosidad de nuestro aparato judicial surge cuando la causa de disputa media entre el individuo y el Estado. En tal caso, la ley, que en cualquier otro se habría basado en una noción de valores humanos (los derechos naturales), cambia de súbito y se convierte en un código de implacables edictos. La legislación por decreto podrá admitir esclarecimiento y diferencias de interpretación, pero su propósito es absoluto: está destinada a ser el potro de tortura en que hay que atormentar a toda suerte de individuos.
Obsérvese el curso de un proceso incoado por el Estado. Las normas procesales, todo el ambiente de la sala, han cambiado. El acusado se sienta en el banquillo, no ya para que se le juzgue como a un hombre que acaso ha injuriado a otro miembro de la comunidad, sino como a un individuo que, quizá inconscientemente, ha quebrantado una orden. Su intención o su motivo no pesan lo que una pluma en la simbólica balanza de la Justicia. Hechos, y hechos sólo, en el mejor de los casos, han de mover el fiel. Se alborotan las togas, se agitan los bucles de las pelucas, tan sólo para hacer hincapié en un punto de lógica o de exégesis. El acusado en el banquillo, allí está desvalido, y lo que su defensor suele procurar es que no llegue a declarar, temiendo que la verdad le complique la cuestión. No es que quiera engañar al juez o al Jurado; es que hay que jugar el juego según sus reglas, con los peones blancos a un lado y los negros al otro. Un peón verde, un imponderable fragmento de vida y emoción, es cosa fuera de lugar en el tablero cuadriculado.
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Tomemos un caso sencillo, que da la casualidad de ser real y no muy remoto.2 En el estado de peligro que surgió en Inglaterra al principio de la última guerra, el Parlamento aprobó apresuradamente ciertas Disposiciones de Defensa, que así se hicieron verdaderas leyes. Se consideraron necesarias entonces, en las desesperadas circunstancias de guerra y riesgo de invasión. Pero, una vez en vigencia, aquellas Disposiciones, quizá redactadas atropelladamente y, sin duda, escasamente consideradas, tenían que ser administradas al pie de la letra: como rígidos edictos. Por virtud de ellas, se declaraba delito el intentar apartar de sus deberes oficiales a los miembros de las fuerzas armadas. En otras palabras: en un estado de peligro nacional, no es tolerable el incitar a soldados o marinos a que abandonen su puesto. Todos sabemos cuál fue el propósito de tal disposición, pero el caso es que, convertida en la cláusula número 39A de un código escrito, tuvo que administrarla el aparato judicial.
Surge un caso. Cierto grupo de hombres y mujeres cree que la guerra es un mal que hay que eliminar de la civilización para que no perezcamos todos. Saben que la guerra no es cosa que uno pueda abolir por decisión parlamentaria, ni aun siquiera por acuerdo internacional. Es un mal profundamente arraigado en la misma civilización, una enfermedad producida por la frustración y la neurosis de masas. Su cura ha de ser brusca: ha de ser revolucionaria. A fin, pues, de salvar el mundo para sus hijos, y de crear una buena probabilidad de avanzar hacia una pacífica y creadora actividad, este grupo de hombres y mujeres propugna un súbito cambio en la sociedad: según el cliché terrorista de la Prensa, «predican la revolución». Y la predican abiertamente, ante quienquiera que les escucha, en las esquinas de las calles y en los periódicos y folletos que sus recursos les permiten imprimir. Algunas de estas publicaciones llegan a miembros de las Fuerzas Armadas, realmente, por lo común, miembros de Cuerpos No Combatientes, que no están armados. Pero en el Ejército no hay dominio privado para nadie; todos están sujetos a inspecciones o pesquisas periódicas, y en el curso de una de ellas se descubren algunos de los folletos en cuestión. Se mueve una palanca, entra en funciones la máquina, y no tarda en poner al mencionado grupo de hombres y mujeres en el banquillo de los acusados, en la Sala Central de lo Criminal.
Se trata de ciudadanos hábiles y diligentes, sin excepción; pero eso es irrelevante. En la profesión que a diario ejercen, realizan buenas y útiles funciones, pues atienden a enfermos y heridos, construyen carreteras y ferrocarriles; pero eso es irrelevante también. Hay un código, y en él una cláusula: 39A. Esa cláusula dice llanamente que nadie (en ninguna ocasión, mientras dure la vigencia legal de dicha cláusula) puede propagar doctrina alguna capaz de dar lugar a que cualquier miembro de las Fuerzas Armadas de su Majestad Británica piense dos veces acerca de su deber de morir. No es necesario presentar un soldado desafecto o rebelde por influencia de tal propaganda; cuanto el Estado necesita probar es que se ha hecho algo capaz de inducir a desafección.
iFuera los propósitos y las intenciones, fuera todo sentimiento humano y toda esperanza idealista! Estamos ante un tribunal, y aquí, el hombre es medido con el código a que se ha opuesto. No importa qué suerte de hombre es, si un mesías o un ladrón; de momento, no es más que un dato de prueba, un expediente de hechos probados, que hay que ponderar con arreglo al inflexible código. Así fue Cristo a la cruz, y los mártires a la estaca: así fue posible meter en vagones, como ganado, a millones de seres humanos, y enviarlos a Siberia o a Polonia. La norma siempre es la misma, si siempre es igual el cuadro: razones humanas frente a edictos autoritarios, del Estado. Y, una vez que la máquina empieza a funcionar, difícil es pararla. Todos los técnicos y mecánicos dicen que a ellos no les incumbe. Están muy atareados en lubrificar su peculiar ruedecita, y muy orgullosos de que marche como una seda. El espantoso cebo de los engranajes es cosa que a ellos no les importa; literalmente: NO LES IMPORTA.
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Ha terminado la vista de la causa en la Sala Central de lo Criminal. Las pelucas pasan de la cabeza a la percha. Los detenidos se retiran del banquillo, y a ocuparlo llega un nuevo acusado: un negro, en causa de homicidio. Todo queda incluido en el trabajo del día, y van pasando mesías y ladrones, asesinos y prostitutas, timadores y abortistas. Podría decir un cínico que esto es la sociedad sin tapadera, el caldero en que hierve el bodrio de los buenos y los malos impulsos humanos. Pero aquí, en la sala, más parece que asistimos a un gran intento de poner la tapadera –con todas esas siniestras figuras de togas negras y escarlata presidiendo el aquelarre a manera de brujas–. Y ésta es, desde luego, la precisa y triste verdad. Aquí, en este inmenso caldero centralizado, «los agentes de la Corona» están intentando –si es menester, brutalmente–, reducir, eliminar la horrenda masa de pululantes pecadores, y solo a muy duras penas se dan cuenta de que el espectáculo es tan horrible precisamente porque está tan concentrado. Son incapaces de advertir que si la revuelta masa fuese diluida o dispersada, a fin de darle espacio y luz, podría reanimarse, ser depurada mediante el amor humano y la divina gracia,3 que operan donde se juntan dos o tres, no en el gentío. La justicia, como todo lo demás, padece de concentración y asfixia.
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Esta concentración se halla en correspondencia con la completa estructura social –formación paralela–, pero debe su peculiar cualidad a la misma independencia de la magistratura judicial, que en ella tiene su característica redentora. Los profesionales de la justicia constituyen una sociedad cerrada, una guilda seguramente protegida y claramente diferenciada, dentro de la sociedad de la nación entera. Está investido de rangos y dignidades, de costumbres y precedentes, de togas y ritos. En consecuencia, dentro de esta cerrada sociedad surge un sentimiento de solidaridad y de mutua comprensión, que hace de la profesión un juego de gran destreza, en el que solo pueden intervenir los peritos en el mismo. De cualquier modo, lo innegable es que entre los abogados de la defensa y de la acusación no hay nunca otra guerra que la artificial. Si por una o por otra parte se revela emoción, quien lo hace es inmediatamente puesto al margen, para ser luego escarnecido. El Juez, sobre todos, actúa de árbitro en una pugna de ingenio; el acusado, cuya inocencia o cuya libertad es la puesta, a menudo es reducido a la insignificancia; él no importa; lo importante es tal o cual tiquismiquis legal.
El juez es independiente; el fiscal general, que acusa, y el letrado defensor juegan el juego ateniéndose a sus complicadas reglas. Pero ellos y sus congéneres las han hecho, para aplicárselas al mundo que conocen por experiencia: un mundo de propiedad y finanza, de universidades y clubes, de comilonas y cabalgadas en pos del zorro. A la luz de su experiencia, bien pueden creer que han hecho las reglas con imparcialidad, con honradez de intención. Quieren ser justos para la clase trabajadora, para el negro y la prostituta. Pero es difícil legislar bien para un mundo que el legislador conoce solo de oídas. Cierto que un brillante abogado puede ser capaz de acomodarse a la mentalidad de su cliente –una proeza de empatía, mejor que de simpatía–, pero eso es una excepción, y ni aun así es por completo comprensiva. Hay alturas y profundidades de experiencia simplemente fuera de la mentalidad normal entre abogados de la clase media: mundos de pobreza y de sufrimiento, mundos de envilecimiento y de desesperación. Ante los exponentes de tal experiencia, el juez y el abogado medios no pueden hacer otra cosa que seguir el ejemplo de Pilatos y lavarse las manos.
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Hay justicia en los bajos fondos: léase un libro como Street Corner Society –Sociedad callejera (o del arroyo)–, y se verá cómo está organizada, cómo funciona. Los hombres son naturalmente justos cuando forman agrupaciones espontáneas –para jugar, explorar, debatir y hasta para robar–. ¡Qué hermosa es la justicia cuando espontáneamente surge en un bote de náufragos! Hay justicia entre los prisioneros y en cualquier comunidad de esclavos. El hombre en sociedad es naturalmente justo, porque la sociedad, si es digna de su nombre, tiene por vínculo la mutua consideración. Es el hombre deshumanizado, reducido a la unidad, a cifra de orden, el que ya no tiene sentido de la justicia. Es anónimo, independiente de los demás, indiferente. No siente ni siquiera la emoción cohesiva de la manada de lobos. Está solo, y contra él se alza el Estado: aquel complejo de leyes, reglas y disposiciones carentes de realidad para este individuo-cifra, que no ha contribuido a hacerlas, cuyo sentido quizá no entiende. «No matarás»; he ahí un mandamiento que cualquier hombre puede entender: prohíbe cometer un crimen contra otro hombre y un pecado contra Dios. Pero «No hablarás de paz y fraternidad universales»… Ese es un mandamiento que ningún hombre puede entender, a menos que tenga mal corazón. Es un mandamiento que no puede pasar de persona a persona, sino tan sólo del Estado a sus anónimos ciudadanos.
[Tomado de https://revistapolemica.wordpress.com/2018/05/07/acerca-de-la-justicia.]
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