Antonio Pérez C.
Las recientes movilizaciones sociales han dejado a las élites políticas y sindicales de la izquierda clásica fuera de juego y tan tocados que difícilmente podrían seguir ostentando la exclusividad como portavoces de la clase trabajadora que medios de comunicación, tan poco evolucionados como como estas burocracias de partidos y sindicatos socialdemócratas, se obstinan en atribuirles, incluso cuando dichos cuadros clásicos profesionales no son los organizadores ni los protagonistas de las nuevas e imaginativas luchas. Si hay actualmente unos entes con menos credibilidad y más indiferencia social que los partidos políticos, no cabe duda de que los sindicatos podrían encabezar esas encuestas sobre fobias y filias de la gente de la calle.
Si hay actualmente unos entes con menos credibilidad y más indiferencia social que los partidos políticos, no cabe duda de que los sindicatos podrían encabezar esas encuestas sobre fobias y filias de la gente de la calle. Seguramente partidos y sindicatos mayoritarios han hecho mucho para labrarse el actual desprestigio y perder cada día más apoyo popular.
La corrupción, las falsas promesas, los pactos para favorecer al capital, el anquilosamiento de sus estructuras, etc. motivan que la clase trabajadora, que antes consideró a partidos y sindicatos de izquierdas como algo propio y útil para defender sus derechos, huya como de la peste de cualquier compromiso militante con lo que podrían ser las organizaciones naturales de personas explotadas y excluidas del reparto de tanta riqueza como se crea con su trabajo.
Lamentablemente, al alejamiento del viejo proletariado de tan inútiles compañeros de viaje hacia una nueva sociedad, más justa y solidaria, no ha sucedido la creación de nuevas formas organizativas, mucho más combativas, horizontales y dinámicas; ni tampoco un crecimiento espectacular de otras organizaciones ya existentes que han mantenido sus principios y sus compromisos de lucha. Muy al contrario, y aunque nunca se debe generalizar, es en estos sectores sociales empobrecidos y espoliados donde los partidos conservadores y las ideas más reaccionarias encuentran aceptación y hasta entusiasmo. Si hace un siglo era impensable que un obrero no estuviera imbuido de cierto compromiso de clase y dispuesto a sumarse a la lucha de sus compañeros, en estos tiempos de pensamiento débil y consumismo desaforado es frecuente toparse con trabajadores –en muchos casos absolutamente precarios y explotados más allá de lo legal- que defienden a la empresa y critican a quienes participan en las pocas –para cómo está el patio- huelgas que se hacen; sobre todo si hay piquetes que le impiden ejercer su teórico derecho al trabajo o le obligan a llegar tarde a su empleo basura.
Y si la huelga no goza de buena prensa (valga la expresión) qué decir de los sindicatos, que no gustan ni a obreros ni a patronos. Bueno, estos últimos sí que los ven necesarios, siempre que se limiten a ser moderados y a entender las necesidades de la empresa. Las trabajadores mayores mantienen el carné del sindicato más por rutina (se apuntaron a unas siglas como se hacen de un equipo de fútbol) o por si le pueden arreglar la pensión y los más jóvenes se ven impelidos a sindicarse porque estando apuntado al sindicato favorito de cada empresa es posible que te prorroguen el contrato. Esta situación preocupa (o debería preocupar) a las burocracias sindicales, puesto que una vez desaparecidas del escenario laboral las generaciones que han vivido las largas huelgas y duros convenios de las tres últimas décadas del siglo pasado, las que toman el relevo no tienen ninguna experiencia de luchas ni formación ideológica alguna... salvo que a repetir lo que dicen los comentaristas de la tele se le pueda llamar ideología. A pesar de todo, y pese a esos factores tan negativos, el anarcosindicalismo es la única fórmula sindical que mantiene la dignidad e incluso incremente ligeramente su presencia en calles, empresas y conflictos sociales.
Por supuesto que estamos hablando de nuestro país, porque en el resto de Europa los sindicatos socialdemócratas o cristianos no han caído tan bajo y aún defienden algunos derechos y el anarcosindicalismo –por ahora- apenas tiene una presencia testimonial. Es evidente que en el peculiar caso español se dan condicionantes muy distintos a los países industrializados europeos: el sindicalismo reinante en el últimas décadas ha perdido sus referentes y hasta su ética y el anarcosindicalismo, sin tener el peso que tuvo en la primera mitad del siglo XX la CNT, es ahora una alternativa posible y un clavo ardiente al que se agarran muchos trabajadores que huyen escaldados del sindicalismo todavía mayoritario, potenciado por el Estado, la patronal y sus medios de comunicación. En estos momentos para el anarcosindicalismo está pasando uno de los últimos trenes disponibles, por lo sería una lástima que se perdiera como tantos otros anteriores.
Las circunstancias esbozadas más arriba permiten albergar alguna esperanza razonable para el sindicalismo de corte libertario. Pero por muy propicio que sea el escenario actual, si los sindicatos herederos de la CNT histórica no saben gestionar ese valioso legado y adaptar sus medios y tácticas a las nuevas realidades y a unas formas de participación y actuación que, en el fondo serán parecidas, pero no son las de 1910 o 1931, se habrá desaprovechado un ocasión de oro para dotar a las clases populares del siglo XXI de una herramienta propia, modernizada y eficaz para la transformación global de la sociedad.
En el caso concreto de la CGT esa adaptación a los tiempos y las necesidades del tercer milenio pasan por abrir las estructuras (que se ya se han ido modificando considerablemente desde que se produjera la escisión en el V Congreso) a las nuevas formas de vinculación al mundo de trabajo (eventuales, teletrabajo, falsos autónomos, ETT, subcontratación, trabajo a tiempo parcial, etc.) y por fomentar la autonomía y la capacidad de decidir de las asambleas de cada plantilla o sector de producción, reservándose el sindicato el papel de asesor y motor de lucha.
La central sindical que aspire a ganarse el respeto y la confianza de la gente ha de tener unos métodos y unos objetivos absolutamente opuestos a las grandes burocracias de las que está huyendo la poca gente consciente y combativa que aún aguanta en el movimiento (leve movimiento, todo sea dicho) sindical.
Ese cambio de formas y fondo en la protesta social europea se ha mostrado plenamente (aunque venía incubándose desde Mayo del 68 y las movilizaciones contra la globalización capitalista) con nuestro 15M. A partir de esa eclosión de asambleas y autogestión nada ha sido como antes; ni partidos ni sindicatos clásicos han sabido encajar las críticas… y así les luce el pelo.
Desde entonces no han cesado las experiencias de democracia directa y huida del indefenso rebaño; mareas, plataformas, asambleas. Los colectivos laborales más explotados y los barrios más pobres y olvidados han sabido organizarse y plantar cara a explotadores e instituciones de todo pelaje. Han demostrado a partidos y sindicatos, que nos tenían aburridos con sus llamamientos al orden y la moderación, que si se lucha se puede ganar, y que aunque nos derroten en la mayoría de las ocasiones, merece la pena intentarlo.
La huelga feminista del 8M y las masivas protestas contra los recortes de las pensiones son dos claros y cercanos ejemplos de cuanto decimos. En ambos casos las convocatorias no han partido de UGT y CC.OO. –aunque no se han privado de intentar capitalizarlas en su provecho, una vez vieron que no podían evitarlas con su acciones paralelas y meramente simbólicas- y también ante ambas movilizaciones el anarcosindicalismo (CGT y también CNT) ha sabido cumplir con su responsabilidad social; ha convocado, ha participado y ha dejado su protagonismo a los colectivos organizadores.
Y es que como se ha dicho habitualmente en la casa “somos más que un sindicato”. Lo somos porque no nos limitamos al marco de la fábrica ni nos conformamos con reivindicar meras mejoras económicas: queremos un mundo más justo y lo creemos posible. Esa es la vigencia y la utopía del anarcosindicalismo de 2018, y de los tiempos que vendrán.
[Tomado de https://www.elsaltodiario.com/alkimia/el-anarcosindicalismo-sigue-vivito-y-peleando.]
Las recientes movilizaciones sociales han dejado a las élites políticas y sindicales de la izquierda clásica fuera de juego y tan tocados que difícilmente podrían seguir ostentando la exclusividad como portavoces de la clase trabajadora que medios de comunicación, tan poco evolucionados como como estas burocracias de partidos y sindicatos socialdemócratas, se obstinan en atribuirles, incluso cuando dichos cuadros clásicos profesionales no son los organizadores ni los protagonistas de las nuevas e imaginativas luchas. Si hay actualmente unos entes con menos credibilidad y más indiferencia social que los partidos políticos, no cabe duda de que los sindicatos podrían encabezar esas encuestas sobre fobias y filias de la gente de la calle.
Si hay actualmente unos entes con menos credibilidad y más indiferencia social que los partidos políticos, no cabe duda de que los sindicatos podrían encabezar esas encuestas sobre fobias y filias de la gente de la calle. Seguramente partidos y sindicatos mayoritarios han hecho mucho para labrarse el actual desprestigio y perder cada día más apoyo popular.
La corrupción, las falsas promesas, los pactos para favorecer al capital, el anquilosamiento de sus estructuras, etc. motivan que la clase trabajadora, que antes consideró a partidos y sindicatos de izquierdas como algo propio y útil para defender sus derechos, huya como de la peste de cualquier compromiso militante con lo que podrían ser las organizaciones naturales de personas explotadas y excluidas del reparto de tanta riqueza como se crea con su trabajo.
Lamentablemente, al alejamiento del viejo proletariado de tan inútiles compañeros de viaje hacia una nueva sociedad, más justa y solidaria, no ha sucedido la creación de nuevas formas organizativas, mucho más combativas, horizontales y dinámicas; ni tampoco un crecimiento espectacular de otras organizaciones ya existentes que han mantenido sus principios y sus compromisos de lucha. Muy al contrario, y aunque nunca se debe generalizar, es en estos sectores sociales empobrecidos y espoliados donde los partidos conservadores y las ideas más reaccionarias encuentran aceptación y hasta entusiasmo. Si hace un siglo era impensable que un obrero no estuviera imbuido de cierto compromiso de clase y dispuesto a sumarse a la lucha de sus compañeros, en estos tiempos de pensamiento débil y consumismo desaforado es frecuente toparse con trabajadores –en muchos casos absolutamente precarios y explotados más allá de lo legal- que defienden a la empresa y critican a quienes participan en las pocas –para cómo está el patio- huelgas que se hacen; sobre todo si hay piquetes que le impiden ejercer su teórico derecho al trabajo o le obligan a llegar tarde a su empleo basura.
Y si la huelga no goza de buena prensa (valga la expresión) qué decir de los sindicatos, que no gustan ni a obreros ni a patronos. Bueno, estos últimos sí que los ven necesarios, siempre que se limiten a ser moderados y a entender las necesidades de la empresa. Las trabajadores mayores mantienen el carné del sindicato más por rutina (se apuntaron a unas siglas como se hacen de un equipo de fútbol) o por si le pueden arreglar la pensión y los más jóvenes se ven impelidos a sindicarse porque estando apuntado al sindicato favorito de cada empresa es posible que te prorroguen el contrato. Esta situación preocupa (o debería preocupar) a las burocracias sindicales, puesto que una vez desaparecidas del escenario laboral las generaciones que han vivido las largas huelgas y duros convenios de las tres últimas décadas del siglo pasado, las que toman el relevo no tienen ninguna experiencia de luchas ni formación ideológica alguna... salvo que a repetir lo que dicen los comentaristas de la tele se le pueda llamar ideología. A pesar de todo, y pese a esos factores tan negativos, el anarcosindicalismo es la única fórmula sindical que mantiene la dignidad e incluso incremente ligeramente su presencia en calles, empresas y conflictos sociales.
Por supuesto que estamos hablando de nuestro país, porque en el resto de Europa los sindicatos socialdemócratas o cristianos no han caído tan bajo y aún defienden algunos derechos y el anarcosindicalismo –por ahora- apenas tiene una presencia testimonial. Es evidente que en el peculiar caso español se dan condicionantes muy distintos a los países industrializados europeos: el sindicalismo reinante en el últimas décadas ha perdido sus referentes y hasta su ética y el anarcosindicalismo, sin tener el peso que tuvo en la primera mitad del siglo XX la CNT, es ahora una alternativa posible y un clavo ardiente al que se agarran muchos trabajadores que huyen escaldados del sindicalismo todavía mayoritario, potenciado por el Estado, la patronal y sus medios de comunicación. En estos momentos para el anarcosindicalismo está pasando uno de los últimos trenes disponibles, por lo sería una lástima que se perdiera como tantos otros anteriores.
Las circunstancias esbozadas más arriba permiten albergar alguna esperanza razonable para el sindicalismo de corte libertario. Pero por muy propicio que sea el escenario actual, si los sindicatos herederos de la CNT histórica no saben gestionar ese valioso legado y adaptar sus medios y tácticas a las nuevas realidades y a unas formas de participación y actuación que, en el fondo serán parecidas, pero no son las de 1910 o 1931, se habrá desaprovechado un ocasión de oro para dotar a las clases populares del siglo XXI de una herramienta propia, modernizada y eficaz para la transformación global de la sociedad.
En el caso concreto de la CGT esa adaptación a los tiempos y las necesidades del tercer milenio pasan por abrir las estructuras (que se ya se han ido modificando considerablemente desde que se produjera la escisión en el V Congreso) a las nuevas formas de vinculación al mundo de trabajo (eventuales, teletrabajo, falsos autónomos, ETT, subcontratación, trabajo a tiempo parcial, etc.) y por fomentar la autonomía y la capacidad de decidir de las asambleas de cada plantilla o sector de producción, reservándose el sindicato el papel de asesor y motor de lucha.
La central sindical que aspire a ganarse el respeto y la confianza de la gente ha de tener unos métodos y unos objetivos absolutamente opuestos a las grandes burocracias de las que está huyendo la poca gente consciente y combativa que aún aguanta en el movimiento (leve movimiento, todo sea dicho) sindical.
Ese cambio de formas y fondo en la protesta social europea se ha mostrado plenamente (aunque venía incubándose desde Mayo del 68 y las movilizaciones contra la globalización capitalista) con nuestro 15M. A partir de esa eclosión de asambleas y autogestión nada ha sido como antes; ni partidos ni sindicatos clásicos han sabido encajar las críticas… y así les luce el pelo.
Desde entonces no han cesado las experiencias de democracia directa y huida del indefenso rebaño; mareas, plataformas, asambleas. Los colectivos laborales más explotados y los barrios más pobres y olvidados han sabido organizarse y plantar cara a explotadores e instituciones de todo pelaje. Han demostrado a partidos y sindicatos, que nos tenían aburridos con sus llamamientos al orden y la moderación, que si se lucha se puede ganar, y que aunque nos derroten en la mayoría de las ocasiones, merece la pena intentarlo.
La huelga feminista del 8M y las masivas protestas contra los recortes de las pensiones son dos claros y cercanos ejemplos de cuanto decimos. En ambos casos las convocatorias no han partido de UGT y CC.OO. –aunque no se han privado de intentar capitalizarlas en su provecho, una vez vieron que no podían evitarlas con su acciones paralelas y meramente simbólicas- y también ante ambas movilizaciones el anarcosindicalismo (CGT y también CNT) ha sabido cumplir con su responsabilidad social; ha convocado, ha participado y ha dejado su protagonismo a los colectivos organizadores.
Y es que como se ha dicho habitualmente en la casa “somos más que un sindicato”. Lo somos porque no nos limitamos al marco de la fábrica ni nos conformamos con reivindicar meras mejoras económicas: queremos un mundo más justo y lo creemos posible. Esa es la vigencia y la utopía del anarcosindicalismo de 2018, y de los tiempos que vendrán.
[Tomado de https://www.elsaltodiario.com/alkimia/el-anarcosindicalismo-sigue-vivito-y-peleando.]
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