Pablo Marín
* La
publicación de Frentes digitales. Totalitarismo tecnológico y transcultura
(Salamanca, Comunicación Social, 2016), del catedrático Antonio García
Gutiérrez nos apremia a poner de nuevo la mirada en la irrupción de las
tecnologías digitales, el programa ideológico al que sirven y el tramposo
entramado retórico del relato que las envuelve.
De entre
las muy luminosas aportaciones del ensayo, hemos de destacar aquellas que
explican de modo analítico el significado totalitario profundo y menos visible de
la llamada digitalidad, más allá de los lugares comunes sobre las trabas a la
auténtica socialización que solemos manejar. Recordemos que una de las
singularidades de la fabulación con que se nos presiona para no quedarnos fuera
del continente digital es la supuesta necesidad de participar en formas
emergentes de socialidad.
Habitualmente
hablar de las tecnologías digitales es hablar de modo torcido de algo que con
mayor precisión deberíamos llamar estrategias de dominación a través del
consumo tecnológico. Su supuesto carácter democratizador, portador de cambio
social e incluso su halo revolucionario parece desmentirse claramente ante la constatación
de su vocación de servicio a la consolidación de lo establecido. En primer
lugar a través de su impagable contribución al músculo involutivo y reaccionario
de la vigilancia, control, adoctrinamiento y consumismo incompatibles con
cualquier avance democratizador de la sociedad. En segundo lugar en cuanto a su
encaje cuasi perfecto en la lógica del capitalismo actual en lo relativo a su
lógica autoexpansiva e impositiva, es decir, se trata un movimiento
beligerante. Porque un proyecto totalizador como el digital ha de ser
totalitario, enemigo de la diversidad. Y en la medida que se opone a la diversidad
se opone a la supervivencia de la sociedad civil y de las conquistas llevadas a
cabo por esta. La intención de totalidad siempre es totalitaria. O en palabras
del autor: “la mente e intenciones del promotor están presentes en todo momento
cuando encendemos el dispositivo digital, guiando las voluntades, anotando
hábitos, creando necesidades y dependencia”.
Habría
que tener claro que esta tecnología no está puesta a nuestro servicio más que
de un modo aparente. La realidad es justo la contraria, somos nosotros quienes en
un falso movimiento de apropiación, somos puestos al servicio de la tecnología
y, lo que es lo mismo, de las voluntades de sus creadores. El objeto se deja
instrumentalizar para convertirnos en su instrumento.
Hay
ejemplos incluso obvios de esto como sería el caso de Facebook en que el
supuesto sujeto Voyeur resulta no ser otra cosa que el objeto del voyerismo del
dispositivo cuyo placer no es otro que la comercialización de las gozosas aportaciones
del cliente-mercancía. Se trata de una transparencia diseñada para ocultar. Una
fidelización que no es más que el eufemismo de la nueva esclavización
consumista. Participar de este universo nos convierte en soldados de un
capitalismo incendiario como el de la digitalidad, especialmente incendiario
sobre la cultura de lo inmaterial.
Software Libre
En su
ensayo, García Gutiérrez no pierde de vista el rol que el este marco juega
Richard Stallman y el movimiento del software libre. Admitiendo que sus
propuestas son loables, señala que sus reivindicaciones no dejan de situarse dentro
de una cosmovisión digital (lo digital como tecnología definitiva). El software
libre es un arma aliada en la lucha contra esta cosmovisión pero insuficiente.
En mi
opinión es fundamental una premisa que el autor establece y con la que debemos
aliarnos como idea fuerza: La digitalidad ataca claramente el vínculo auténticamente
humano: la proximidad física. Mediante su efecto paradójico de reunir aislando.
Las redes digitales necesitan licuar las culturas del nosotros para instaurar
la del individualismo. En este sentido, la avanzadilla digital, hace retroceder
la cultura. Frente a todo ello caben políticas de decrecimiento específico
enfocadas a lo digital en busca del sostenimiento de una muy golpeada
reciprocidad cultural para oponer la diferencia a la unificación de lo
transcultural.
Así será
ilusoria por ejemplo, la difusión del pensamiento indigenista en la red, entre
otras cosas porque el lenguaje imperial ostenta una hegemonía que borra las
lenguas coloniales. La velocidad transcultural de nuestra navegación destroza
lo que la colonización hispana no consiguió destruir en cuatro siglos de
campaña militar. No hay lugar para ningún mestizaje cultural en el marco de la digitalidad.
Hay un ejemplo manifiesto de este proceder en el hecho de que las
esquematizaciones comunicativas como los emoticonos simplifican el lenguaje
emocional y lo someten a una estandarización indeseable.
Propuestas
Pero el
autor establece también sus líneas propositivas que en su opinión pasarían por:
- La
rehabilitación de las cosmovisiones extinguidas de poblaciones vivas, el
fortalecimiento de cosmovisiones vivas ejemplares (entre las que pone como ejemplo
las tojolabal, tzotzil o tzeltal).
- La
detección e incorporación de prácticas y valores próximos a la naturaleza y al
pluralismo que emanan de la diversidad cultural.
- Una
reescritura plural de la carta universal de los derechos humanos.
- Recuperación
de los procesos de subjetivación personal y comunitaria mediante estrategias
que incorporen materiales nosótricos.
- Invención de tecnologías paradigitales y
posdigitales, destotalización de las digitales y recuperación y renovación de
las pre-digitales cuya vida útil invisibilizó el capitalismo digital.
La otra
gran cuestión central es la liquidación del nosotros. Esto ocurre en un
contexto de libertad simulada donde una apariencia de pluralidad sostiene férreas
jerarquías horizontales. El autor se refiere a la transcultura como declive
inexorable y forzado de las culturas mediante la transgresión del mecanismo de
evolución natural de las culturas basado en la verticalidad, la lentitud, la
maduración, la diferencia e incluso en una feliz incompatibilidad.
No-lugar
Necesitamos,
para comprender esta cuestión adecuadamente, apelar al conocido concepto de
no-lugar de Marc Augé. A saber, la generación de lugares desprovistos de
cultura (sobre el ejemplo evidente de aeropuertos, supermercados, estaciones de
servicio). La expansión de la lógica solo comercial de estos no-lugares extiende
la estructura de la provisionalidad y la hace permanente. La digitalidad se
habría ensamblado a la perfección con este proceso previo de la no-lugarización
y sería su epítome, el no lugar de los no lugares. Disfrazada de falso
igualitarismo impone los valores, la lógica y las jerarquías de sus creadores.
Los
valores del no-lugar digital son trasladados por los llamados nativos digitales
a sus lugares de origen teniendo como efecto el colapso de los mundos
simbólicos en el imaginario de niños y adolescentes. Al mismo tiempo la
ignorancia acerca del lugar desde el cual se produce la enunciación y
clasificación del mundo aniquila nuestra fiabilidad como enunciadores. En la
medida en que esto supone una forma de analfabetismo cultural, interpretará lo
indescifrable como inexistente. De la misma forma que cierta visión de la
llamada alfabetización digital considera lo no digital como analfabetismo.
Estamos
abocados por el lenguaje al esencialismo (soy, somos), el verbo ser nos conduce
a la eseidad. La convocación constante desde lo humano de las esencias es
directamente proporcional a su inexistencia. En este entorno de la
trasculturalidad digital la afirmación de cualquier nosotros ha de referirse a
una modalidad precaria de pertenencia que sostiene nuestra desvinculación de la
proximidad. Y esta transcultura en la medida en que es una heteronarración que
se hace pasar por autonarrativa es un mal augurio para el librepensamiento y el
pluralismo.
Quedémonos
además con la idea de buscar el placer de la diferencia, entendida aquí como antónimo
de la indiferencia.
[Publicado
originalmente en la revista Libre
Pensamiento # 91, Madrid, verano 2017. Número completo accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2017/11/LP-91.pdf#new_tab.]
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