Diego Mellado
Pero ay…! sobre
mi frente llevo una mancha cruenta
es una mancha
roja, es la cínica afrenta
es la herencia
del siglo: la civilización!
José Domingo Gómez Rojas
I.
Partida: repensarnos en torno a un accidente
“La
aparición del Estado ha efectuado la gran división tipológica entre salvajes y
civilizados, ha inscrito la imborrable ruptura más allá de la cual todo cambia,
ya que el Tiempo se vuelve Historia”. Estas palabras, escritas por Pierre
Clastres,[1] expresan un amplio campo reflexivo respecto al Estado,
donde la etnología cambia su eje de rotación, estableciendo con esto un criterio
distintivo que plantea a las sociedades primitivas en términos de lo político,
y la teoría general de la Historia, que se articula como un movimiento
necesario y continuo, sufre una evidente ruptura al encontrarse con la
alteridad que representa la cosmovisión de los pueblos Salvajes: la presencia
o ausencia del Estado es la marca irreversible de esta discontinuidad.
Esta
marca irreversible nos señala que el nacimiento del Estado implica el origen de
la Historia y que, por lo tanto, la sociedad de la servidumbre es histórica. A
partir de esto, podemos inferir que, si ampliamos nuestra perspectiva de la
sociedad, descubriremos que hay un tiempo, varios tiempos, aparte de la
Historia, de igual forma que hay política, diversas formas de comprender lo
político, aparte del Estado. Sobre esto se fundará el criterio de distinción
que Pierre Clastres utilizará para comprender la división tipológica entre
salvajes y civilizados: la sociedad primitiva no será una instancia
“pre-política” ni “infrasocial”, sino otro modo de concebir el poder político y
la sociedad. En este sentido, Eduardo Grüner observará con precisión que “Después
de Clastres ya no se puede decir inocentemente: ‘Hay un logos que subyace a
todas las formas históricas de organización social’”,[2] ya que Pierre
Clastres no sólo pondrá en tensión la división como una supuesta estructura
ontológica de la sociedad, sino también constatará que el ser social primitivo
contiene una idea clara y completa de la política y de la comunidad formada
positivamente. El Estado, por lo tanto, será un caso particular de ejercer el
poder político, que se caracterizará por escindir política y sociedad: su
aparición en la vida de los hombres no es un movimiento necesario e inevitable,
sino que, al contrario, tiene la forma de un accidente que apareció en
distintos momentos y que, en otros, no apareció, imponiéndose a través del
etnocidio, es decir, mediante la eliminación de la diferencia como forma para
instaurar la “unidad en la diversidad”.
Por
esta razón, los estudios de Clastres, que se desenvuelven en la antropología
política, pueden ser interrogados desde el punto de vista de la filosofía
política, conforme sostiene Miguel Abensour, ya que constituyen, justamente,
una confrontación entre estos dos enfoques. Específicamente, tenemos por un
lado la antropología política cuyo objeto de estudio es la cuestión del poder
en las sociedades sin Estado y que en el caso de Clastres está enfocado al
estudio científico de la jefatura y del poder en las sociedades primitivas de
América del Sur; mientras que por otro lado, la filosofía política es el
discurso sobre el vivir-juntos de los hombres, sobre las cosas políticas, sobre
el lugar del poder en las sociedades con Estado[3].
¿De qué manera ocurre esta confrontación? ¿Es una confrontación
con la estructura de un diálogo? Antes de responder, es necesario señalar que
este trazado entre lo político de la antropología y de la filosofía refleja que
el ritmo del pensamiento de Pierre Clastres tiene un pulso particular: lejos de
someterse a definiciones o, más aún, de proyectarse como un sistema filosófico
acabado, la obra de Clastres se articula desde los misterios y enigmas que
favorecen la posibilidad de la duda (¿Cuántas preguntas están sin responder en
la obra de Clastres?), para que, antes de entregar certezas, sea posible
cuestionar nuestra forma de pensar la sociedad, en cuanto pensar al ser
primitivo es repensarnos a nosotros mismos: “una investigación sobre, en fin,
el origen de la división de la sociedad, o sobre el origen de la desigualdad,
sobre el sentido en que las sociedades primitivas son precisamente sociedades
que impiden la diferencia jerárquica, tal reflexión o investigación puede
alimentar una reflexión sobre lo que pasa en nuestras sociedades”.[4]
Clastres,
de esta forma, no permanece simplemente como etnólogo, y amplía su reflexión
hacia el campo de lo político, distanciándose de la tradición estructuralista
de Claude Levi-Strauss. Sus interrogantes, por lo tanto, nos interpelarán desde
la otra orilla, para preguntarnos no por los orígenes del Estado, sino por las
condiciones en que una sociedad primitiva deja su estado salvaje: “¿En qué
condiciones una sociedad deja de ser primitiva? ¿Por qué las codificaciones
que conjuran al Estado fallan en tal o cual momento de la historia?”[5] Dicho
de otro modo ¿Cómo puede surgir la división en una sociedad indivisa? Si el
Estado es imposible en las sociedades primitivas ¿Por qué surge allí? Preguntas
que, antes de proseguir, deben ser aclaradas de dos formas: Primero, según la
afirmación del pensador francés Guillaume-Thomas Raynal[6], a saber, que “todos
los pueblos civilizados han sido salvajes”. En otras palabras, se trataría de
plantear la pregunta acerca del misterio del origen del Estado a partir de un
necesario “giro copernicano”, en el cual las sociedades con Estado no
constituyen el centro gravitacional donde lo Otro orbita, sino que, por el
contrario, son las sociedades salvajes, sin Estado e indivisas, el punto de
partida para pensar en la condiciones en que el Estado no aparece.
No obstante ¿Qué pasa con aquellas comunidades indígenas que aún
resisten en su indivisión durante el siglo XX? Justamente, este otro aspecto,
aquel que no tiene como referente a la civilización, nos plantea la pregunta de
otra forma: a través del etnocidio. En efecto, tal como señala Clastres, “la
violencia etnocida, como negación de la diferencia, pertenece a la esencia del
Estado, tanto en los imperios bárbaros como en las sociedades civilizadas de
Occidente”.[7] Esta pregunta nos conduce a plantearnos la esencia del Estado y
del ser primitivo, para reconocer los motivos por los cuales el encuentro de
las sociedades civilizadas con los Salvajes se traduce en la negación del Otro,
en la instauración del Estado como identificación de sí mismo que elimina la
diferencia y unifica los contrarios; en fin, como un “mal encuentro”.
Preguntas sobre el Estado y las sociedades arcaicas que, en ningún
caso, están separadas: una se remite a la no-aparición del Estado, otra habla
de su esencia como representación de lo Uno. Será necesario, por lo tanto,
esbozar el contenido del ser social primitivo y los fundamentos sobre los
cuales se edifica el Estado.
II. El Estado y los Salvajes, un mal encuentro
Las
sociedades salvajes constituyen el lugar que escapa de la interpretación
continuista de la Historia, que no tienen lugar dentro de la teoría general de
la historia. Su interpelación será trans-histórica, capaz de interrogarnos aún
en nuestro tiempo. Es por esto que, con razón, Pierre Clastres consignará a
Etienne de La Boétie, aquel “Rimbaud del pensamiento” que escribió contra los
tiranos en los albores del siglo XVI, como el autor que planteó, en su Discurso de la servidumbre voluntaria,
la pregunta acerca de las razones que perpetúan la división social, en cuanto
“plantea una pregunta totalmente libre porque está totalmente liberada de toda
‘territorialidad’ social o política, y es sin duda porque su pregunta es
trans-histórica por lo que estamos en condiciones de escucharla”.[8]
El enigma de La Boétie, en efecto, no puede ser anulado o
desmentido por cualquier determinismo histórico. Al comienzo del Discurso,
sostiene que “de momento, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos
hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un
solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga (…)”.[9] Es
decir, no sólo las razones por las cuales todo un pueblo puede obedecer a un
solo tirano, sino también quiera hacerlo.
Ahora bien ¿Cómo es posible plantear esta pregunta si la historia
conocida es aquella de la sumisión voluntaria? ¿Cuál sería la referencia para
establecer esta interrogante? Este es, justamente, el deslizamiento fuera de
la historia, cuya forma en La Boétie es la de la contrapartida lógica: si
existe una sociedad de la servidumbre, que es histórica, entonces debe existir
otra que la haya ignorado, deben haber otras posibilidades. De esta forma, el
Discurso trasciende la Historia, y la libertad de su pensamiento nos habla de
aquellas sociedades sin Estado sobre las cuales nos hemos preguntado
insistentemente. El descubrimiento, afirmará Clastres, es que “la sociedad en
la que el pueblo quiere servir al tirano es histórica, que no es eterna y que
no ha existido siempre, que tiene fecha de nacimiento y que algo ha debido
pasar necesariamente para que los hombres perdieran la libertad y cayeran en la
servidumbre”.[10]
Sociedad de la servidumbre, sociedad con Estado que ha perdido su
libertad. Este descubrimiento se refiere a dos aspectos: por un lado, a la
libertad como naturaleza humana y, por otro lado, a la esencia del Estado que
se puede vislumbrar en la desventura de su nacimiento. Entre ambos hay un
evidente correlato, pues se refieren, de un modo u otro, al problema que hemos
establecido entre las sociedades sin y con Estado, entre el Tiempo y la
Historia, entre la indivisión y la división. Esto nos permite indagar sobre
ambos aspectos, de modo que podamos desglosar sus implicancias y, sobre todo,
esbozar sus definiciones: ¿Qué se entiende por sociedades primitivas? ¿Qué es
el Estado? Conceptos que aún no hemos dejado del todo claros y que es preciso
desarrollar desde La Boétie.
a)
El Estado, una desventura
El
Estado, más allá de lo que se ha denominado “su origen moderno”, es la
instauración de una relación social que se fundamenta en la división entre los
que mandan y los que obedecen. Esto significa que la figura del Estado como
institución es apenas una expresión mínima de él, ya que es, ante todo, un status,
un estado de las relaciones humanas. En este sentido, se puede plantear la
división tipológica que implica el Estado y que hemos señalado al comienzo de
este escrito: la civilización existe en cuanto se modificó su concepción del
espacio político, no así su desarrollo económico, dado que este último, aun
bajo radicales cambios (como lo fue el nacimiento de la agricultura), es capaz
de conservar la misma forma de poder político de antaño.
La aparición del Estado, como status de la sociedad, no se
puede explicar en términos tan simples: el mito recurrente del más fuerte, del
que posee más que los demás, del que se declara jefe, como si se tratara de una
virtud natural, y que tiene la capacidad de mandar y ser obedecido, cae por sí
solo. No obstante, sostener esto es hablar al mismo tiempo del deber de la obediencia:
¿Por qué resulta tan obvio que, naturalmente, se deba obedecer? Justamente, la
pregunta sobre la constitución del Estado debe plantearse en estos términos,
dado que comprende al conjunto social, y no solamente a un grupo o individuo
con “potestad”: el problema no es quien manda, sino quienes obedecen. De esta
forma, la explicación ya no resulta tan simple ni tan obvia, pues, como hemos
visto (aunque ya profundizaremos más sobre esto), el ser social que antecede al
Estado no sólo evitaba la división social, sino también deseaba colectivamente
la libertad. Este cuestionamiento nos conduce a hacernos (otra) pregunta
fundamental: ¿Es el Estado una necesidad de la sociedad, es decir, parte de un
fatalismo histórico que (nos) conduce inevitablemente a su conformación? ¿O es
más bien un accidente, y el pasaje de la libertad a la servidumbre se dio sin
necesidad? Necesidad y accidente son los conceptos sobre los que se
articula la discusión sobre el Estado y, con ello, sobre el continuismo de la
historia. No obstante, si consideramos que sociedades previas al Estado se
desenvolvieron en la ignorancia de la división ¿No se tratará, entonces,
solamente de un accidente? Sin duda. De ahí que Clastres, tras la lectura de La
Boétie, acuñe la expresión “impensable desventura” y adopte la tarea de indagar
sobre este misterio, el cual, por lo demás, tampoco admite una posible pérdida
gradual de este deseo colectivo libre e indiviso, dado que “no hay una figura
social equidistante de la libertad y de la servidumbre sino tan solo la brutal
desventura que hace hundirse a la libertad anterior en la sumisión que le
sigue”.[11] En este sentido, la aparición del Estado, como negación de la
libertad y, por ende, del ser social, es el comienzo de un paradigma de poder
en el que “todo es de uno”, como señala La Boétie, y donde toda
relación de poder es opresiva: “toda sociedad dividida está habitada por un Mal
absoluto porque es algo antinatural, la negación de la libertad”.[12]
Esto
explica el motivo porque, durante el período en que se el Discurso carecía de
título, fuera llamado como “Contra Uno”. Y es que, efectivamente, la figura del
Estado como Uno representa “el signo consumado de la división en la sociedad,
en tanto es el órgano separado del poder político”.[13] Esta separación produce
un ser social fragmentado que carece de diferencia, pero que aún así es
heterogéneo, en cuanto perpetúa la división. En otras palabras, el Estado se
concibe como la “exterioridad de la Ley unificadora”. Figura
aparentemente contradictoria, pero bastante efectiva como máquina de
unificación, sobre todo por lo que ya nombramos respecto al carácter etnocida
del Estado, en cuanto la negación de la diferencia forma parte de su esencia.
¿Cómo se articulan, entonces, las condiciones de posibilidad que impiden la
emergencia del Estado? ¿Qué especificidad contienen las sociedades primitivas
para impedir la desigualdad, la división y las relaciones de poder? Este es el
problema que nos ocupa, sobre todo en lo que respecta a la jefatura indígena.
b) Los
Salvajes, revolución anticipada
Estudiar las sociedades salvajes como primera sociedad que
antecede a la desventura del Estado es indagar en torno a la destrucción de un
ser social cuya libertad se daba con naturalidad. Por esta razón, Pierre
Clastres lee a La Boétie como un mecánico, no como un psicólogo, pues considera
que el interés del joven y olvidado orador es conocer el funcionamiento de las
maquinarias sociales. Así, a partir del Discurso, Clastres es capaz de definir
dos maquinarias: aquella de la sociedad primitiva, cuya maquinaria social
funciona en ausencia de toda relación de poder, y aquella “de Estado”, cuyo
funcionamiento implica el ejercicio del poder, por mínimo que sea. La desventura,
por ende, será la destrucción de esta primera maquinaria.[14]
Esto nos ofrece las primeras líneas para comprender lo que nuestro
autor entiende por sociedades primitivas, aunque no señala nada que no hayamos
nombrado hasta ahora. Quizás la definición más completa se encuentra en la
polémica que sostuvo Pierre Clastres con Pierre Birnhaum, historiador y
sociólogo francés:
«¿Qué es una sociedad primitiva? Es una sociedad indivisa, homogénea,
que ignora la diferencia entre ricos y pobres y a fortiriori está
ausente de ella la oposición entre explotadores y explotados. Pero esto no es
lo esencial. Ante todo está ausente la división política en dominadores y
dominados, los ‘jefes’ no existen para mandar, nadie está destinado a obedecer,
el poder no está separado de la sociedad que, como totalidad única, es la
exclusiva detentadora.»[15]
Nadie
está destinado a obedecer, es decir, el ser primitivo es un
“ser-para-la-libertad”. En otras palabras, los salvajes representan la
naturaleza del hombre que se manifiesta en la libertad: el ser social de los
salvajes concibe la libertad como parte de sí mismo. La Boétie, mecánico cuya
referencia para el estudio de la maquinaria social es su propio movimiento,
carece de un referente que justifique que el hombre es un ser libre por
naturaleza y que la sociedad de la servidumbre es histórica. No obstante, a
partir de la contrapartida de esta sociedad es que existe la posibilidad lógica
de una sociedad que ignore la servidumbre ¿Es el Discurso pura especulación? En
ningún caso. La Boétie no sólo plantea el problema del Estado (del tirano, en
su caso) en términos de “accidente” y “necesidad”, sino también a partir del
“deseo” y la “voluntad”: si la jerarquía es posible sólo en cuanto es sostenida
por los súbditos, si el tirano sólo es tirano gracias al pueblo que lo mantiene
en su lugar, entonces basta con dejar de sostenerlo para ser libres. De tal
forma, la libertad no es un objetivo, ni tiene la forma de la escatología. Es,
más bien, una posibilidad en cuanto le es propia al hombre y, ya que ser libre
es posible, entonces la servidumbre no es el estado natural de los individuos,
no es su momento primero. Es en la servidumbre cuando los hombres viven
extraviados de su libertad originaria:
«¿Cómo podríamos dudar de que somos todos naturalmente
libres, puesto que somos todos compañeros? Y ¿podría caber en la mente
de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la naturaleza haya
querido que algunos fueran esclavos? (…) Queda, pues, por decir, que la
libertad es natural y que, en mi opinión, no sólo nacemos con nuestra
libertad, sino también con la voluntad de defenderla.»[16]
Pero ¿Qué pasa con la voluntad de defender la libertad? ¿No existe
también la voluntad de servir al tirano? Dicha defensa de la libertad es con
la que se nace, es decir, es propia de las primeras sociedades. Tras la desventura,
sólo sería posible recuperarla, mas el retorno es imposible: el hombre, al
perder su libertad, pierde, también, su humanidad. Se desnaturaliza: no puede
ser un ángel ni un animal, no está ni más allá ni más acá de lo humano: pierde
su nombre, ya no es posible identificarlo una vez que pierde su esencia. Es el
“innombrable”, conforme interpreta Pierre Clastres. Por eso la pregunta que
plantea el Discurso no interroga la defensa, sino más bien las razones por las
que persiste esta renuncia a la libertad. Al respecto, La Boétie señalará que
el primer rasgo necesario para la servidumbre es la costumbre: ella es como el
veneno que bebía Mitrídates, quien, ingiriendo pequeñas dosis, logró habituarse
a él. La servidumbre es un amargo veneno que “el innombrable” bebe sin
problemas.
A
pesar de esto, es posible referirse a la defensa de la libertad con la que
nacen los hombres, esto es, a las sociedades primitivas y su principio conservador:
“Las sociedades primitivas son conservadoras porque desean conservar su
ser-para-la-libertad”.[17] En este sentido, ellas impiden las relaciones de
poder para impedir que el deseo de sumisión se realice, reprimiendo con esto el
“mal deseo”: consideran que no hay nada que cambiar de su ser indiviso. Esto
implica que no es necesaria la experiencia del Estado para rechazarlo. Desde
siempre, las sociedades primitivas enseñan que todos son iguales, que “nadie
puede más que otro”, porque “nadie detenta el poder”, y que, por
lo tanto, “la desigualdad es falsa”.
Es un conjuro radical al Mal absoluto que representa el Estado y
que es capaz de abandonar, o incluso matar, al jefe si es que éste quisiera
ejercer el poder más allá de su deber hacia la sociedad, para la cual no existe
nada más ajeno que la idea de obedecer o mandar. De ahí la claridad que nos
ofrece el concepto acuñado por Eduardo Grüner para referirse a la libertad y
jefatura “sin poder” de los primitivos: es una “revolución anticipada”, “la más
radical de todas, puesto que no se limita a luchar contra un poder opresor ya
existente, sino que apunta a impedir su propio surgimiento. Una
revolución, admitámoslo, como ninguna, no importa cuán ‘radicalizadas’ hayan
sido, de las que se hicieron históricamente en nuestras sociedades con Estado”.[18] Revolución radical fuera de la
historia que permite la no aparición del Estado ¿Cómo se daba entonces, en la
experiencia etnológica, la constatación de esta revolución, de este
funcionamiento libre y de estas jefaturas impotentes?[19]
III. Revolución contra el Mal absoluto
El
funcionamiento de la sociedad primitiva insiste en su carácter radicalmente
otro para concebir la esencia de la política y de la organización social. A
diferencia de la concepción occidental de la política, que desde la aurora
griega sostiene que es impensable una sociedad sin la división entre los que
mandan y los que obedecen, en las sociedades salvajes no se puede aislar la
esfera de lo político con la esfera de lo social, lo que no implica que, tal
como lo señalaron los primeros europeos, sea imposible hablar de verdaderas
sociedades, de una suerte de región infrasocial, de una no-sociedad, sino más
bien que son sociedades homogéneas en su ser, indivisas, dado que el poder no
está separado de la sociedad ¿Significa que no hay jefes, entonces? En ningún
caso. Significa, por el contrario, que la relación entre el jefe y la comunidad
acontece de otra forma, pues no es el jefe quien posee el poder, sino la
sociedad en su conjunto. Pierre Clastres, en relación a esto, explicará que el
jefe indígena no se sitúa dentro de una dinámica jerárquica, pues está
desprovisto de poder. No obstante, esto no implicará que el jefe no sirva para
nada, por el contrario, lo que ocurre es que es la comunidad quien le asigna un
cierto número de tareas, transformándolo en una suerte de funcionario no
remunerado de la sociedad. El jefe sin poder, por ende, tiene que ocuparse de
la voluntad colectiva de conservarse como totalidad única, es decir, que ella
mantenga su autonomía y especificidad respecto a las otras comunidades. El
líder primitivo es el hombre que habla en nombre de la sociedad, sobre todo en
los acontecimientos que tienen relación a las otras comunidades, divididas en
amigos y enemigos. Sobre esto último, cabe señalar que aunque el jefe tenga la
intención de llevar por su cuenta una política de alianza u hostilidad hacia
otra comunidad, él no puede imponerla por ningún medio a la comunidad, puesto
que está desprovisto de poder. Él sólo tiene un deber: ser portavoz y comunicar
a los otros el deseo y la voluntad de la sociedad. El jefe, por lo tanto,
deberá tener ciertas habilidades (que son, finalmente, por las cuales es escogido),
como el talento diplomático o el coraje.
Esto significaría que el poder, lejos de situarse en el jefe
indígena, se encuentra en el cuerpo social. Ya hemos visto que no hay poder si
no existe su ejercicio, de tal forma que habría que señalar que quien detenta y
ejerce el poder es la misma sociedad como unidad indivisa, con el propósito de
impedir que se instaure la división de la sociedad. Pero, de todos modos,
cabría preguntarse: en términos prácticos ¿Cómo se ejerce el poder? Pierre
Clastres, durante la misión con los indios Guayaki del Paraguay, pudo constatar
tempranamente la naturaleza esencial del poder político en la relación de
Jyvukugi y los Aché, es decir, la relación entre el jefe y la tribu en torno a
la palabra. Así, en efecto, lo describe en su Crónica:
«Los indios, escuchando a Jyvukugi, parecían ignorar todo lo que
les decía. (…) Ellos se consideraban rea lmente informados sólo a partir del
momento en que obtenían el saber de la propia boca de Jyvukugi: como si su sola
palabra pudiese garantizar el valor y la verdad de cualquier otro discurso.»
Extraño diálogo, repetición inútil. Los indios ya saben lo que el
Jyvukugi habla, mas hacen como si ignoraran las palabras del jefe. Sin embargo,
esta descripción es la que conlleva a Clastres a concluir lo siguiente:
«Yo aprendía ahí, simplemente, la naturaleza esencial del poder
político entre los indios, la relación real entre la tribu y su jefe. En
cuanto líder de los Aché, Jyvukugi debía hablar, era eso lo que
esperaban de él y a esa espera él respondía, de tapy en tapy, que
va a “informar” a las personas. Por primera vez, yo podía observar directamente
–pues funcionaba, transparentemente, frente a mis ojos– la institución política
de los indios.»[20]
Jefatura
sin autoridad, “poder” casi impotente: la condición del Jyvukugi articula una
dimensión totalmente distinta de la alianza indisoluble de la palabra y el
poder, vínculo metahistórico que señala que es imposible pensar el uno sin el
otro. Mientras que el estatuto de la palabra en las sociedades divididas, que
van desde los despotismos más arcaicos hasta los Estados totalitarios más
modernos, es la marca primordial para dividir poder y sociedad, en cuanto toda
toma de poder es, al mismo tiempo, adquisición de la palabra, es la
constitución de un derecho exclusivo del jefe, el mundo salvaje plantea que el
jefe tiene el deber de la palabra, es una exigencia que él tenga dominio sobre
las palabras, es una obligación que hable.
¿Qué palabras? ¿Qué dice el jefe? El contenido de su discurso
consiste, por lo general, a una celebración de las normas de vida tradicionales
y ancestrales. Pero, aunque se trata de un acto ritualizado, mientras el jefe
habla, no hay silencio, nadie lo escucha, todos continúan con sus ocupaciones,
es decir, nadie presta atención al jefe, su discurso no se enuncia para ser
escuchado, pues, en realidad, no dice nada, o por lo menos, nada que toda la
comunidad ya sepa ¿Para que habla, entonces, si no dice nada?:
«Vacío, el discurso del jefe lo es porque está separado del poder:
el jefe está separado de la palabra porque está separado del poder.»[21]
Las razones de esta separación responden a la misma filosofía
política “salvaje”, como observa Pierre Clastres en su Crónica, la cual separa
radicalmente el poder y la violencia. Según observa nuestro autor, Jyvukugi,
para probar que él es digno de ser jefe, debe demostrar que él no ejercerá la
coerción como elemento de su palabra:
«Yo, Jyvukugi, soy su beerugi, o su jefe. Estoy feliz de
serlo, pues los Aché necesitan de un guía, y yo quiero ser ese guía (…) ¿Voy a
imponer a la fuerza este reconocimiento, entrar en lucha con ustedes, confundir
mi deseo con la ley del grupo, a fin de que ustedes hagan lo que yo quiero? No,
pues esta violencia no me serviría de nada: ustedes acusarían esta subversión,
cesarían, al mismo instante, de verme como su beerugi (…)».[22]
Jefatura y poder son contradictorios en el mundo salvaje: si la
comunidad ve que el jefe adquiere poder, dejará de reconocerlo como tal. Por
eso, su palabra no puede aludir al poder: ella es, en cambio, una deuda
infinita que debe a la tribu y que es “la garantía que prohíbe al hombre de
palabra convertirse en hombre de poder”.[23] ]24]
Deber a la tribu. Este
particular lugar del jefe significará que él es quien debe obedecer las normas
de la comunidad, y no la comunidad la que debe obedecer a sus órdenes, pues no
hay nada más ajeno para el ser primitivo que la idea de obedecer ¿Sociedad
anómica? En ningún caso, pues se reconoce que en la sociedad primitiva existen
marcadas normas de comportamiento ¿Significa entonces que hay una reprobación
social que hace que los miembros de la tribu no se comporten de cualquier
manera? La pregunta, en realidad, debería plantearse del siguiente modo ¿Qué
ocurre con las normas de comportamiento en una sociedad que no separa el poder
de su cuerpo social? Clastres señalará que son normas sustentadas por toda la
sociedad, y no impuestas por un grupo particular. Esto se traducirá en que son
normas que todo el mundo respeta, pues su propósito es la mantención. De tal
forma que las normas no constituyen una cuestión de poder, ya que son
adquiridas e interiorizadas por vía de la educación de los hijos.[25]
IV.
Final: Revolución accidentada
Definir
el estatuto de la jefatura en las sociedades primitivas es el primer paso para
abarcar las concepciones que determinan su cuerpo social, ya que es el espacio
donde se articulan sus fundamentos políticos. Estos fundamentos, justamente,
serán los que configurarán el modo en que los Salvajes desarrollarán sus principales
actividades comunitarias, haciendo que éstas se tornen políticas (lo político
será lo “infra” en el cuerpo social).
Esta
filosofía política indígena será lo determinante para la actividad económica
(la economía se vuelve política), de tal forma que sea una economía contra la
producción: pese a que haya abundancia, el trabajo tendrá un lugar secundario
dentro de los quehaceres diarios, evitando que el desarrollo económico se
convierta en una instancia que divida la vida comunitaria. Asimismo, la guerra,
constitutiva de las sociedades primitivas y estado permanente de éstas,
funcionará como un momento de dispersión del poder, evitando que las
comunidades aledañas se unifiquen. Será, en otras palabras, una guerra
centrífuga cuyo propósito es definir y reforzar el Nosotros Indiviso de la
comunidad. El jefe guerrero sólo tendrá la posibilidad de organizar a otros
hombres durante el combate: fuera de la campaña, no será reconocido como tal
(la desgracia del guerrero).
De
igual forma, la religiosidad adquirirá una dimensión política, posibilitando
la eclosión del pensamiento y contrarrestando la relevancia de los mitos en la
sociedad. No obstante, la relevancia de la religiosidad y del profetismo
dentro de las sociedades salvajes nos indican que esta área debe ser estudiada
con mucha atención, dado que, por una parte, es el momento en que los hombres
se relacionan con los dioses (las ñe’ é porã, en el caso de los
tupi-guaraníes: Bellas Palabras que son palabras colectivas, repartidas equitativamente
en la comunidad), y, por otra, es la instancia donde aparecen otras figuras que
se anteponen al jefe indígena, como el chamán o el profeta, siendo este último
aquél que domina de un modo particular la palabra y el conocimiento de los
dioses.
¿Habría que preguntarse por
un origen del Estado en el campo profético? Acá, la apropiación de la palabra
vuelve a estar en discusión ¿Qué dicen las palabras del profeta? ¿Cómo las
apropia la comunidad? ¿Qué ocurre entre lo que dicen los mitos y lo que
sostienen las normas sociales? Sin duda, es necesario rastrear el tránsito de
las palabras y de las relaciones de poder para indagar el momento en que falló
la revolución anticipada de las sociedades primitivas, pues este fallo es el
que permitió la emergencia de lo Uno, del Estado como paradigma del poder
político separado de la sociedad.
Será necesario pensar en las
perspectivas que debemos adoptar para estudiar las condiciones de la no
aparición del Estado o Mal Absoluto, pues, parafraseando a nuestro malogrado
autor, “quizá la solución del misterio sobre el momento del nacimiento del
Estado permita esclarecer también las condiciones de posibilidad (realizables o
no) de su muerte”.[26]
Notas
1. Pierre Clastres (2008) La sociedad contra el Estado. La
Plata: Terramar. Pág. 170.
2. Eduardo Grüner (2007)
“Pierre Clastres, o la rebeldía voluntaria”, en Miguel Abensour (ed.) El espíritu de las leyes salvajes: Pierre
Clastres o una nueva antropología política. Buenos Aires :
Del Sol. Pág. 8.
3. Miguel Abensour (2007)
“El Contra Hobbes de Pierre Clastres”, en Miguel Abensour (ed.), op.cit. Pág. 190.
4. Pierre Clastres (2012) Entretein avec l’anti-mythes. Paris:
Sens & Tonka. Pág. 14.
5. Pierre Clastres (1987) Investigaciones de antropología política.
México: Gedisa. Pág. 116.
6. Citado en Pierre Clastres
(2008) La sociedad contra el Estado.
Pág. 161.
7. Pierre Clastres (1987) Investigaciones de antropología política.
Pág . 62.
8. Pierre Clastres. Op.cit. Pág. 119.
9. Etienne de La Boétie
(2009) Discurso de la servidumbre
voluntaria. La Plata: Terramar. Pág. 45.
10. Pierre Clastres. Ibid. Pág. 119.
11. Pierre Clastres. Ibid. Pág. 121.
12. Pierre Clastres. Ibid.
13. Pierre Clastres (2009) Arqueología de la violencia: la guerra en
las sociedades primitivas. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Pág. 74.
14. Pierre Clastres (1987) Investigaciones de antropología política.
Pág. 123.
15. Pierre Clastres. Op.cit. Pág. 158.
16. Etienne de La Boétie. Op.cit. Pág. 52.
17. Pierre Clastres. Op.cit. Pág. 128.
18. Eduardo Grüner (2007)
“Pierre Clastres, o la rebeldía voluntaria”. Pág. 10.
19. En efecto, sabemos que
las conclusiones de Clastres no provienen sólo de la teoría, sino también de
sus numerosos estudios de campo, escritos gracias a largas, y también breves,
estadías junto a diversos grupos indígenas de América del Sur. Ver,
específicamente, el estudio de campo que realizó durante su estadía con los
Yanomami, al sur de Venezuela, a quienes considera el último círculo de
postrera libertad, de ocio y abundancia, de drogas y de guerra. Idea de libertad
primitiva muy distinta a la nuestra (Clastres, 1987).
20. Pierre Clastres (1995) Crônica das índios guayaki, o que sabem os aché, caçadores
nômades do Paraguai. Rio
de Janeiro : Editora 34. Pág. 67.
21. Pierre Clastres (2008) La sociedad contra el Estado.
Pág. 133.
22. Pierre Clastres (1995) Crônica das índios guayaki. Pág. 68
23. Pierre Clastres (2008) La sociedad contra el Estado.
Pág. 134.
24. El caso de Fusiwe, entre
los indios Yanomami, y de Jerónimo, entre los Apaches, son claros ejemplos de
esta escisión entre palabra y poder: ambos quisieron impulsar a sus comunidades
a combatir, aún cuando nadie lo deseaba. El resultado era de esperar: Fusiwe
muere por las flechas de sus enemigos en una batalla dónde combatía solo, y
Jerónimo no pudo reclutar más de dos o tres individuos, sin tener mucho éxito
en sus campañas (Clastres, 1987).
25. Pierre Clastres (2012) Entretein avec l’anti-mythes. Pag.
23.
26. Pierre Clastres (1987) Investigaciones de antropología política.
Pág. 116.
[Publicado originalmente en
la revista Erosión # 5, Santiago de
Chile, primavera de 2015. Número completo accesible en https://erosion.grupogomezrojas.org/erosion-5-primavera-2015.]
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