Adrián López
Cuando me invitaron a participar en una nota sobre anarquismo y Revolución rusa inmediatamente supe que no debía caer en lugares comunes: no sería opción escribir sobre Majnó o sobre Kronstadt, por la sobrada bibliografía que existe y porque en todo caso serían merecedores de artículos propios. Pero ¿cómo escribir en cinco mil caracteres sobre un proceso histórico, político y social que sucedió hace más de cien años? Cobraba urgencia la pregunta: ¿cómo llegó a mi vida la noticia de que la Revolución rusa también involucró a anarquistas?
Mirada retrospectiva mediante y charlas de por medio, retrocedí a mis veinte años, cuando con un puñado de punkis, cada viernes, feriábamos libros anarcos en alguna plaza de Paraná. Del paño sobresalía uno que le llamábamos «el invendible». Un libro verde, con hojas amarillentas y una R (así, erre mayúscula) invertida en la tapa, titulado La revolución desconocida, de Volin. La vida nos parecía urgente como para detenernos en un libro que anunciaba la necesidad de reconstruir la historia de Rusia para explicar la revolución desde una perspectiva libertaria.
Esta nota me llevó de nuevo a Volin. Anarquista ruso que en sus intentos de escritura universal, con un objeto de estudio amplísimo y total, volvió a hacerme sentir minúsculo.
Cuando me invitaron a participar en una nota sobre anarquismo y Revolución rusa inmediatamente supe que no debía caer en lugares comunes: no sería opción escribir sobre Majnó o sobre Kronstadt, por la sobrada bibliografía que existe y porque en todo caso serían merecedores de artículos propios. Pero ¿cómo escribir en cinco mil caracteres sobre un proceso histórico, político y social que sucedió hace más de cien años? Cobraba urgencia la pregunta: ¿cómo llegó a mi vida la noticia de que la Revolución rusa también involucró a anarquistas?
Mirada retrospectiva mediante y charlas de por medio, retrocedí a mis veinte años, cuando con un puñado de punkis, cada viernes, feriábamos libros anarcos en alguna plaza de Paraná. Del paño sobresalía uno que le llamábamos «el invendible». Un libro verde, con hojas amarillentas y una R (así, erre mayúscula) invertida en la tapa, titulado La revolución desconocida, de Volin. La vida nos parecía urgente como para detenernos en un libro que anunciaba la necesidad de reconstruir la historia de Rusia para explicar la revolución desde una perspectiva libertaria.
Esta nota me llevó de nuevo a Volin. Anarquista ruso que en sus intentos de escritura universal, con un objeto de estudio amplísimo y total, volvió a hacerme sentir minúsculo.
Vsévolod Mijaílovich Eichembaum –Volin– fue protagonista del primer sóviet, en San Petesburgo, en enero-febrero de 1905. No aceptó presidirlo por no formar parte de las filas obreras que espontáneamente lo impulsaron, y rechazó el ofrecimiento afirmando que la organización de los obreros debía estar en manos de los mismos obreros: «Nada de nuevos jefes. Vuestra lucha y emancipación, nadie puede orientarla sino vosotros mismos». Verdaderamente premonitorio. Aquel primer sóviet estuvo integrado por más de un millar de obreros y fue ampliándose a nuevos delegados de fábricas. Editó un periódico, Noticias (Izvestia) del sóviet de los delegados obreros, presidido por Nosar, amigo de Volin, que aceptó un carnet falso de un supuesto obrero ucraniano para pertenecer a las huestes obreras. El nombre de guerra de Nosar sería Jrustáliev. Perseguido por el zar Nicolás, el primer sóviet de la historia rusa se desarticuló al poco tiempo, para volver a organizarse ya sin Nosar, que había sido detenido, y con la infiltración de la socialdemocracia rusa. El nuevo presidente del sóviet sería León Trotski.
Volin sostiene que el aprendizaje de más de doce años de organización de las masas vio sus frutos en febrero de 1917, cuando el hambre de la guerra resultaba insostenible. Entre las milicias se hablaba de ganar la guerra y quedarse con las armas para enfrentar al zar, y en la ciudad más de un cosaco habría entregado sus armas al pueblo para unírsele. Una huelga de ferroviarios resultaría clave para impedir que tropas del frente llegaran a las ciudades y para que el zar no pudiera escapar. La dimisión de Nicolás II abrió el camino para que el Estado se organizara bajo la forma de una monarquía constitucional o una república burguesa, pero también para que triunfara una revolución socialista; con o sin Estado. La solución exigía urgencia, por lo cual el campesinado –85 % de la población rusa– pasó a la acción directa de toma de tierras y en las ciudades se dio lugar a la democracia directa a través de la organización de los consejos obreros, para reorganizar la producción, la distribución y las comunicaciones.
Vale decir que si bien el movimiento revolucionario de las masas mostraba un claro perfil libertario, los obreros y los campesinos no se identificaron necesariamente como anarquistas, era más bien una orientación casi natural de deseo de libertad ante un estado de opresión, de autogestión ante la explotación y de participación política en un régimen autoritario lo que daba las características libertarias –a lo que debemos sumar la acción militante ácrata– y no al revés. Pero ese movimiento de masas tampoco era, por definición, socialista, menos aún hubiera pretendido la centralización y burocratización del poder en un partido único. Sin embargo, la acción de la propaganda de la socialdemocracia y su aparato político se impuso en los sóviets. Los anarquistas veían con sobrada desconfianza la unidad del eslogan «Todo el poder a los sóviets» y «El partido bolchevique al poder», lo entendían como una contradicción ontológica. Tampoco acordaban «anarcos» y «bolches» con las formas de acabar la guerra; los primeros pretendían salirse de cuajo, tomando las armas para el pueblo; los segundos buscaban una salida pacífica, consensuada, con el Estado monopolizando el uso la violencia. El disenso también estaba en el lema «Control obrero de la producción»; los anarquistas planteaban «colectivización de la industria privada».
En un contexto famélico y con vasta experiencia en organización tanto rural como urbana, la acción de las masas sería casi espontánea, y en esa marea revolucionaria la prensa anarquista propondría estos debates apuntando a una revolución social. La dictadura del proletariado, las jerarquías salariales, la militarización y la burocracia del partido fueron críticas que se hicieron presentes, ya en aquel entonces, a una revolución política que supo cobijarse en un Partido Bolchevique ampliamente superador de la capacidad de organización que tuvieron por entonces los anarquistas que, como afirma Carlos Taibo, carecían de instituciones o sindicatos fuertes que pudieran contener las demandas del contexto. Quizás esta es una de las principales diferencias que pueden marcarse con el proceso de la revolución social española, donde la anarcosindicalista CNT agrupaba mayoritariamente al movimiento obrero veinte años antes de que estallara la guerra. En el caso ruso no fue así, y cuando los anarquistas quisieron organizar esas instituciones, el partido bolchevique lo prohibió: clausuró locales libertarios, persiguió y encarceló referentes ácratas y fusiló anarquistas sin escarmiento ni ulterior autocrítica, repitiendo recetas represivas como cualquier estado burgués. Cabal muestra de esto es lo sucedido tras la breve experiencia de la Comuna de Kronstadt, último levantamiento interno contra el poder centralizado de la Rusia soviética, en 1921, aniquilado por el Ejército Rojo.
Finalmente Volin logró interpelarme. Aquel libro fue editado por Proyección en el 77, y habría resistido oculto en un sótano durante la dictadura militar. Conserva en sus páginas amarillas un apasionante y detallado relato de un protagonista de la Revolución rusa, que moriría tuberculoso en el exilio francés antes de que La revolución desconocida empezara a desempolvarse en las imprentas.
[Tomado de http://www.170escalones.com/la-revolucion-desconocida.]
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