Miquel Amoros
Toda
revuelta contra la dominación no representará el interés general si no se
convierte en una rebelión contra la técnica, una rebelión luddita. La
diferencia entre los obreros ludditas y los modernos esclavos de la técnica
reside en que aquellos tenían un modo de vida que salvar, amenazado por las
fábricas, y constituían una comunidad, que sabía defenderse y protegerse. Por
eso fue tan difícil acabar con ellos. La represión dio lugar al nacimiento de
la policía inglesa moderna y al desarrollo del sistema fabril y del
sindicalismo británico, tolerado y alentado a causa del luddismo. La andadura
del proletariado comienza con una importante renuncia, es más, los primeros
periódicos obreros —cito a L´Artisan, de 1830— elogiarán las máquinas con el
argumento de que alivian el trabajo y que el remedio no está en suprimirlas
sino en explotarlas ellos mismos.
Contrariamente
a lo que afirmaban Marx y Engels, el movimiento obrero se condenó a la
inmadurez política y social cuando renunció al socialismo utópico y escogió la
ciencia, el progreso (la ciencia burguesa, el progreso burgués), en lugar de la
comunidad y el desarrollo individual. Desde entonces la idea de que la
emancipación social no es “progresista” ha circulado por la sociología y la
literatura más que por el movimiento obrero, con la excepción de algunos
anarquistas y seguidores de Morris o Thoreau. Así por ejemplo, tendríamos que
abrir la novela Metrópolis, de Thea Von Harbou, para leer arengas como
ésta: «De la mañana a la noche, a mediodía, por la tarde, la máquna ruge
pidiendo alimento, alimento, alimento. ¡Vosotros sois el alimento! ¡Sois el
alimento vivo! ¡La máquina os devora y luego, exhaustos, os arroja! ¿Por qué
engordáis a las máquinas con vuestros cuerpos? ¿Por qué aceptáis sus
articulaciones con vuestro cerebro? ¿Por qué no dejáis que las máquinas mueran
de hambre, idiotas? ¿Por qué no las dejáis perecer, estúpidos? ¿Por qué las
alimentáis? Cuanto más lo hagáis, más hambre tendrán de vuestra carne, de
vuestros huesos, de vuestro cerebro. Vosotros sois diez mil. ¡Vosotros sois
cien mil! ¿Por qué no os lanzáis, cien mil puños asesinos, contra las
máquinas?». Evidentemente, la destrucción de las máquinas es una
simplificación, una metáfora de la destrucción del mundo de la técnica, del
orden técnico del mundo, y esa es la inmensa tarea histórica de la única
revolución verdadera. Es una vuelta al principio, al saber hacer de los
comienzos que la técnica había proscrito.
No
se trata de un retorno a la Naturaleza, aunque las relaciones de los hombres
con la Naturaleza habrán de modificarse radicalmente y basarse menos en la
explotación que en la reciprocidad, pues al destruir la Naturaleza se destruye
inevitablemente naturaleza humana. Ya no es cuestión de dominarla sino de estar
en armonía con ella. La existencia de los seres humanos no habrá de concebirse
como pura actividad de apropiación de las fuerzas naturales, movimiento,
trabajo. Una sociedad no capitalista, es decir, librada de la técnica, no será
una sociedad industrial pero tampoco una especie de sociedad paleolítica; habrá
de conformarse con la cantidad de técnica que se pueda permitir sin
desequilibrarse. Debe eliminar toda la técnica que sea fuente de poder, la que
destruya las ciudades, la que aísle al individuo, la que despueble los campos,
la que impida la aparición de comunidades, etc., en fin, la que amenace el modo
de vida libre. Todas la civilizaciones anteriores fundadas en la agricultura,
la artesanía y el comercio, han sabido controlar y contener las innovaciones
técnicas. La sociedad capitalista ha sido una excepción histórica, una
extravagancia, un desvío.
Si
quienes se hallan comprometidos en la lucha contra la técnica miran a su
alrededor, constatarán que los estragos tecnológicos despiertan todavía una
débil oposición, parasitada por el ecologismo político o directamente
recuperada por gente al servicio del Estado. Por otra parte, ningún movimiento
de una cierta amplitud, partiendo de conflictos precisos, ha tratado de
organizarse claramente contra el mundo de la técnica. Apenas se redescubren las
grandes aportaciones de la sociología crítica americana, o las de la escuela de
Frankfurt, o la obra de Ellul, no obstante tener muchos años de existencia. La
tarea de actualizar esa crítica y ponerla en relación con la de transformar
radicalmente las bases sobre las que se asienta la sociedad moderna es algo que
todavía no comprenden más que unos pocos. Los más, tratan de combatir al
sistema desde terrenos con cada vez menos peso: el de las reivindicaciones
obreras, el de los derechos de las minorías, el de los centros juveniles, el de
la exclusión social, el del sindicalismo agrario, etc. Sin menospreciar el
compromiso social de nadie, estas luchas tienen un horizonte limitado, no sea
más que porque evitan la cuestión clave, cuando no comparten con el sistema su tecnofilia.
De todas formas, merecen apoyo aquellas que reconstruyen la sociabilidad entre
sus participantes e impiden la creación de jerarquías.
La
acción de quienes se oponen al mundo de la técnica todavía no ha llevado a
grandes cosas, ya que tal oposición es sólo una causa y no un movimiento. Pero
al menos ha servido para incrementar la insatisfacción que la técnica viene
sembrando y para apuntar en la buena dirección. La apología de la técnica pone
en mala posición a sus partidarios cuando deviene demasiado visiblemente
apología del horror. El sistema admite no ser ningún paraíso y se justifica
como el único posible, tanto que no haya nadie que pueda mandarlo al basurero
de la historia. Ahí estamos. El sistema tecnocrático produce ruinas, lo que
favorece la difusión de la crítica y posibilita la acción contra él. La
cuestión principal son los principios más que los métodos. Cualquier proceder
es bueno si es necesario y sirve para popularizar las ideas, sin que ello sea
óbice para ninguna capitulación: se participa en las luchas para hacerlas
mejores, no para degenerar con ellas.
En
ausencia de un movimiento social organizado, las ideas son lo primero, el
combate por las ideas es lo importante, pues ninguna perspectiva puede nacer de
una organización donde reine la confusión respecto a lo que se quiere. Pero la
lucha por las ideas no es una lucha por la ideología, por una satisfecha buena
conciencia. Hay que abandonar el lastre de las consignas revolucionarias que
han envejecido y se han vuelto frases hechas: resulta incongruente cuando no
existe proletariado hablar del poder absoluto de los Consejos Obreros, o de la
autogestión generalizada cuando sería cuestión de desmantelar la producción. El
final del trabajo asalariado no puede significar la abolición del trabajo,
puesto que la tecnología que suprime y automatiza el trabajo necesario sólo es
posible en el reino de la Economía. Las teorías de Fourier sobre la “atracción
apasionada” serían más realistas. Tampoco una acción voluntarista sirve de
mucho, si las masas que consiga agrupar no sepan qué hacer una vez hayan
decidido hacerse cargo, sin intermediarios, de sus propios asuntos. En esa
situación, incluso los éxitos parciales, al abrir perspectivas que no podrán
afrontarse con coherencia y determinación, acabarán con el movimiento mejor aún
que las derrotas.
La
tarea más elemental consistiría en reunir alrededor de la convicción de que el
sistema debe ser destruido y edificado de nuevo sobre otras bases al mayor
número de gente posible, y discutir el tipo de acción que más conviene a la
práctica de las ideas derivadas de dicha convicción. Dicha práctica ha de
aspirar a la toma de conciencia por lo menos de una parte notable de la
población, porque mientras no exista una conciencia revolucionaria
suficientemente extendida no podrá reconstituirse la clase explotada y ninguna
acción de envergadura histórica, ningún retorno de la lucha de clases, será
posible.
[Párrafos
finales del ensayo “¿Dónde Estamos? Algunas
consideraciones sobre el tema de la técnica y las maneras de combatir su
dominio”, incluido en el libro Tecnología y Dominación, que en versión
completa es accesible en https://mega.nz/#!vxoyWDzR!ddSGJMpoEVVW9R7ej68c0tA6kRmQHPvfAHByd-rSuuU
.]
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