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domingo, 24 de septiembre de 2017

Los bolcheviques rusos de 1917: Una vanguardia con pretensión de saberlo todo



Carlos Taibo

* Extracto del libro Anarquismo y revolución rusa.

Los bolcheviques se concibieron a sí mismos como una vanguardia omnisciente que debía guiar a masas ignorantes y que, de resultas, era portadora de una sabiduría que otorgaba certezas. “Nosotros, el partido bolchevique, hemos convencido a Rusia. La hemos arrancado a los ricos para dársela a los pobres. Ahora debemos administrar Rusia”, aseveró Lenin. En la esencia de esa vanguardia se hallaba el hecho de que nunca se equivocaba, toda vez que parecía disfrutar de una verdad revelada e incuestionable. La consecuencia principal, obvia, no era otra que el derecho a decidir por los demás. Como quiera, por ejemplo, que los bolcheviques entendían que la Asamblea Constituyente al cabo disuelta en enero de 1918 era un órgano “burgués”, o que los mencheviques y los eseristas de derecha tenían un carácter contrarrevolucionario, podía prescindirse de aquélla e ilegalizar a éstos aun en ausencia de otro criterio legitimador que el aportado por la convicción de que las ideas propias eran indiscutibles. Al amparo de percepciones lastradas por un sectarismo extremo, los bolcheviques se autoatribuyeron la condición de salvadores de la revolución y reservaron para los demás, inopinadamente, la de contrarrevolucionarios y la de colaboradores activos de la burguesía y de sus intereses. Quien se atrevía a contestar, por lo demás, el principio de la dictadura del proletariado era también, inexorablemente, y de nuevo, un contrarrevolucionario.

La disposición de una cosmovisión que otorga certezas absolutas y que prefigura una misión histórica incontestable lo permite todo o, lo que es lo mismo, cancela cualquier restricción. Las normas morales, el sentido de la justicia, el respeto por los demás, se convierten en prejuicios burgueses o pequeño-burgueses. De resutas, cualquier medio puede ser empleado en provecho del fin que se desea alcanzar. Lenin afirma con rotundidad que “la desenfrenada violencia y el terrorismo de los bolcheviques no son sino la consecuencia de su fe supersticiosa en la omnipotencia del poder político y la ultima ratio de su dictadura”. A duras penas sorprenderá que de aquí surja un discurso permanentemente maniqueo. Si dirigentes propios –Lenin o Trotski- cometen “errores” como el vinculado con la decisión de alentar el comunismo de guerra, del que, aun con ello, los bolcheviques habrían extraído conclusiones muy valiosas, las decisiones de los rivales, en cambio, constituyen “crímenes contra la revolución”, de los que sería buena ilustración el apoyo menchevique, antes de 1921, a algo similar a lo que al cabo fue la NEP. “De la misma forma, cuando los insurrectos de Kronstadt reclamaban ‘todo el poder para los soviets, y no a los partidos’, la misma consigna que habían levantado Lenin y los revolucionarios de 1917, no podían ser sino aliados objetivos de la contrarrevolución, manipulados por los guardias blancos”, puntualiza Skirda. Acaso no es preciso agregar que a la hora de justificar estas percepciones no se planteó en momento alguno el horizonte de demandar su opinión a quienes eran objeto de descalificación.

Una de las concreciones más importantes de esta apuesta fue, del lado bolchevique, un rechazo palmario de la idea de que la clase obrera estuviese en condiciones de autodeterminarse: siempre tendría necesidad,antes bien, de un agente externo que decidiese y ordenase lo que debía hacer. Para Lenin –no lo olvidemos- los trabajadores, por sí solos, no eran portadores de conciencia revolucionaria. Necesitaban, por el contrario, que ésta les fuese transmitida desde fuera. Claude Berger subraya, con buen criterio, que semejante percepción encajaba a la perfección con la defensa de un capitalismo monopolista de Estado y con la visión del partido como “conciencia revolucionaria” de las masas. A los ojos de Lenin, y por lo demás, no había ninguna “comunidad” revolucionaria preexistente que fuese menester defender, lo que justificaba la necesidad de crear un Estado nuevo, el “Estado proletario”. La percepción de Trotski no era muy diferente. Para éste “el proletariado no puede llegar al poder sino a través de su vanguardia. Esa necesidad se deriva del nivel cultural insuficiente de las masas y de su heterogeneidad”. Ya señalé en su momento, por otra parte, que en la percepción de Trotski la dictadura de los soviets sólo podía hacerse realidad mediante la dictadura del partido.

Los bolcheviques distinguían, llamativamente, entre stíjinost (espontaneidad) y soznátelnost (conciencia). El primer concepto parecía vincularse con la falta de organización y de orientación, y se asentaba en el designio de identificar una acción en la que se echaba de menos el papel de guía ejercido por el partido. La idea de “espontaneidad” tenía entonces una clara connotación negativa, en la medida en que remitía a un movimiento que rechazaba el liderazgo del partido y, con él, el de la teoría revolucionaria que lo sostenía. Ese movimiento, de resultas, nunca podría ser revolucionario. A un horizonte tan desalentador como ése los bolcheviques contraponían el peso de la “conciencia”, una evaluación de la realidad que, acorde con la cosmovisión propia, acarreaba un conocimiento expreso de las leyes de desarrollo social enunciadas por el “marxismo-leninismo”. Fácil es colegir que los bolcheviques consideraron que buena parte de la acción de los comités de fábrica después de octubre de 1917 se había visto marcada por una lamentable espontaneidad y por una no menos lamentable falta de conciencia.

En un salto más, la apuesta bolchevique lo fue al cabo por una dirección unipersonal, que desde el punto de vista de Lenin era la única fórmula llamada a permitir una rigurosa unidad de acción. Lo que se reclamaba, entonces, era una sumisión absoluta a las decisiones del líder. Otto Rühle ha subrayado que con Lenin el maquinismo llegó a la política: el dirigente bolchevique era el técnico, el inventor de la revolución, la ejemplificación de la omnipotencia del jefe. En esa condición Lenin, incapaz de rechazar la política tradicional desplegada por los partidos, difícilmente podía valorar, en paralelo, qué es lo que suponían los soviets. Su manera de razonar exigía “autoridad, dirección, fuerza, (...), organización, encuadramiento, subordinación”. Todo remitía, en suma, a la discusión sobre el poder, y en esa discusión no había espacio alguno para el designio de liberar a los trabajadores de su esclavitud mental y física. “No le preocupaban ni la falsa conciencia de las masas ni la autoalienación de los integrantes de éstas como seres humanos”, apostilla Rühle. Son muchos los escritos de Lenin en los cuales éste abunda en esa dimensión de dirección desde arriba, que cancela el vigor de cualquier capacidad de decisión desde abajo.

El dirigente bolchevique mostró, por lo demás, un manifiesto empeño en subrayar que los cuadros del partido debían orientar el trabajo de sus subordinados y educar a éstos, y recordó al efecto que un modelo pertinente lo aportaban los patrones de dirección de las empresas capitalistas. Salta a la vista la relación entre muchas de estas asunciones y las secuelas de las concepciones organizativas características de los bolcheviques, plasmadas, antes de 1917, en la defensa de la figura del “revolucionario profesional”, que forma parte de un núcleo reducido, que ha sido probado un sinfín de veces, que se ha visto endurecido por las privaciones y que, las más de las veces, ha experimentado un alejamiento con respecto a muchos principios morales. Pareciera como si el premio a tanto sacrificio asumiese la forma del derecho a autoatribuirse un conocimiento preclaro y una capacidad paralela de ordenar a los otros lo que deben ser y hacer.

En cierto sentido esa vanguardia autoproclamada que configuraron al cabo los bolcheviques fue heredera del grupo humano resultante del asentamiento, en Rusia, de una elite que había recibido una educación occidental. Una elite que se nutría de gentes que eran extranjeros en su propio país, y que estaban lejos tanto de las clases populares como de los poderes tradicionales. A duras penas sorprenderá que, pese a las diatribas de los bolcheviques, el grueso de sus dirigentes se ajustase a un perfil social mil veces demonizado por ellos mismos: el de la pequeña burguesía. Marc Ferro sugiere al respecto que echemos una ojeada a una fotografía que recoge a integrantes del soviet de Petrogrado: el traje y la corbata copan los puestos de honor. La corbata permite identificar a los cuadros de los partidos bolchevique, menchevique y socialista revolucionario. La condición de la mayoría de los dirigentes bolcheviques apenas dejaba margen para la duda. En la lista de 29 de los máximos responsables del partido en 1917 sólo 6 tienen un origen humilde. De esos mismos 29 dirigentes, 17 cuentan con estudios superiores y 8 más han cursadoestudios secundarios. No parece que ese grupo humano fuese una representación cabal – en otras palabras - de la clase social a la que decía representar.

Ante semejante escenario difícilmente sorprenderá que los libertarios asumiesen agrias críticas de las ínfulas de los intelectuales, unas ínfulas ya identificadas, mucho antes, por el propio Bakunin: “El reino de la inteligencia científica será el más aristocrático, el más despótico, el más arrogante y el más despreciable de todos los regímenes”. Es el mismo Bakunin quien prosigue: “De acuerdo con la teoría del señor Marx, el pueblo no sólo no debe destruir el Estado, sino que debe fortalecerlo y colocarlo a disposición plena de sus beneficiarios, guardianes y profesores, los líderes del partido comunista, y señaladamente el señor Marx y sus amigos, que procederán a liberar a la humanidad a su manera. Concentrarán las riendas del gobierno en una mano fuerte, porque el pueblo ignorante exige un guardián firme; establecerán un único banco estatal, concentrarán en sus manos toda la producción comercial, industrial, agrícola e incluso científica, y después dividirán a las masas en dos ejércitos –industrial y agrícola- bajo el mando directo de los ingenieros del Estado, que constituirán un nuevo y privilegiado estamento científico-político”. Un artículo incluido en uno de los periódicos efímeramente publicados por los majnovistas planteaba bien el escenario: “Estáis en el poder en Rusia, ¿pero qué ha cambiado? Las fábricas y la tierra no se hallan todavía en manos de los trabajadores, sino en las del jefe - Estado. La esclavitud de los salarios, mal fundamental del orden burgués, pervive; de resultas, el hambre, el frío y el desempleo son inevitables. Con la justificación de controlarlo todo para garantizar un futuro mejor, y con la de defender lo ya ganado, se ha establecido una gigantesca maquinaria burocrática, se ha abolido el derecho de huelga y las libertades de expresión, de reunión y de prensa han quedado en el olvido. (...) Aceptamos que vosotros, personal y subjetivamente, tenéis las mejores intenciones; pero objetivamente, y por naturaleza, sois representantes de la clase de los burócratas y los funcionarios, de una banda de intelectuales improductivos”. En relación con estos menesteres es inevitable recordar, en fin, la obra de Jan Machajski, muy interesado en el papel que estaban llamados a desempeñar los “intelectuales burócratas”. Para Machajski, pese a haberse abolido la propiedad privada de los medios de producción, el monopolio de saber que los intelectuales detentaban, toda vez que no compartían esa sabiduría con los trabajadores, perpetuaba una elite de especialistas – de gestores, de ingenieros, de burócratas - que disfrutaba de un sinfín de privilegios
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