Carlos Taibo
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Extracto del libro Anarquismo y revolución rusa.
Los
bolcheviques se concibieron a sí mismos como una vanguardia omnisciente que
debía guiar a masas ignorantes y que, de resultas, era portadora de una sabiduría
que otorgaba certezas. “Nosotros, el partido bolchevique, hemos convencido a
Rusia. La hemos arrancado a los ricos para dársela a los pobres. Ahora debemos
administrar Rusia”, aseveró Lenin. En la esencia de esa vanguardia se hallaba
el hecho de que nunca se equivocaba, toda vez que parecía disfrutar de una
verdad revelada e incuestionable. La consecuencia principal, obvia, no era otra
que el derecho a decidir por los demás. Como quiera, por ejemplo, que los bolcheviques
entendían que la Asamblea Constituyente al cabo disuelta en enero de 1918 era
un órgano “burgués”, o que los mencheviques y los eseristas de derecha tenían
un carácter contrarrevolucionario, podía prescindirse de aquélla e ilegalizar a
éstos aun en ausencia de otro criterio legitimador que el aportado por la convicción
de que las ideas propias eran indiscutibles. Al amparo de percepciones lastradas
por un sectarismo extremo, los bolcheviques se autoatribuyeron la condición de
salvadores de la revolución y reservaron para los demás, inopinadamente, la de contrarrevolucionarios
y la de colaboradores activos de la burguesía y de sus intereses. Quien se
atrevía a contestar, por lo demás, el principio de la dictadura del
proletariado era también, inexorablemente, y de nuevo, un contrarrevolucionario.
La
disposición de una cosmovisión que otorga certezas absolutas y que prefigura
una misión histórica incontestable lo permite todo o, lo que es lo mismo,
cancela cualquier restricción. Las normas morales, el sentido de la justicia,
el respeto por los demás, se convierten en prejuicios burgueses o pequeño-burgueses.
De resutas, cualquier medio puede ser empleado en provecho del fin que se desea
alcanzar. Lenin afirma con rotundidad que “la desenfrenada violencia y el
terrorismo de los bolcheviques no son sino la consecuencia de su fe
supersticiosa en la omnipotencia del poder político y la ultima ratio de su dictadura”.
A duras penas sorprenderá que de aquí surja un discurso permanentemente
maniqueo. Si dirigentes propios –Lenin o Trotski- cometen “errores” como el
vinculado con la decisión de alentar el comunismo de guerra, del que, aun con
ello, los bolcheviques habrían extraído conclusiones muy valiosas, las
decisiones de los rivales, en cambio, constituyen “crímenes contra la
revolución”, de los que sería buena ilustración el apoyo menchevique, antes de
1921, a algo similar a lo que al cabo fue la NEP. “De la misma forma, cuando
los insurrectos de Kronstadt reclamaban ‘todo el poder para los soviets, y no a
los partidos’, la misma consigna que habían levantado Lenin y los revolucionarios
de 1917, no podían ser sino aliados objetivos de la contrarrevolución,
manipulados por los guardias blancos”, puntualiza Skirda. Acaso no es preciso
agregar que a la hora de justificar estas percepciones no se planteó en momento
alguno el horizonte de demandar su opinión a quienes eran objeto de descalificación.
Una de
las concreciones más importantes de esta apuesta fue, del lado bolchevique, un
rechazo palmario de la idea de que la clase obrera estuviese en condiciones de
autodeterminarse: siempre tendría necesidad,antes
bien, de un agente externo que decidiese y ordenase lo que debía hacer. Para
Lenin –no lo olvidemos- los trabajadores, por sí solos, no eran portadores de
conciencia revolucionaria. Necesitaban, por el contrario, que ésta les fuese
transmitida desde fuera. Claude Berger subraya, con buen criterio, que semejante
percepción encajaba a la perfección con la defensa de un capitalismo
monopolista de Estado y con la visión del partido como “conciencia
revolucionaria” de las masas. A los ojos de Lenin, y por lo demás, no había
ninguna “comunidad” revolucionaria preexistente que fuese menester defender, lo
que justificaba la necesidad de crear un Estado nuevo, el “Estado proletario”.
La percepción de Trotski no era muy diferente. Para éste “el proletariado no
puede llegar al poder sino a través de su vanguardia. Esa necesidad se deriva
del nivel cultural insuficiente de las masas y de su heterogeneidad”. Ya señalé
en su momento, por otra parte, que en la percepción de Trotski la dictadura de
los soviets sólo podía hacerse realidad mediante la dictadura del partido.
Los
bolcheviques distinguían, llamativamente, entre stíjinost (espontaneidad) y
soznátelnost (conciencia). El primer concepto parecía vincularse con la falta
de organización y de orientación, y se asentaba en el designio de identificar
una acción en la que se echaba de menos el papel de guía ejercido por el
partido. La idea de “espontaneidad” tenía entonces una clara connotación
negativa, en la medida en que remitía a un movimiento que rechazaba el liderazgo
del partido y, con él, el de la teoría revolucionaria que lo sostenía. Ese
movimiento, de resultas, nunca podría ser revolucionario. A un horizonte tan
desalentador como ése los bolcheviques contraponían el peso de la “conciencia”,
una evaluación de la realidad que, acorde con la cosmovisión propia, acarreaba
un conocimiento expreso de las leyes de desarrollo social enunciadas por el
“marxismo-leninismo”. Fácil es colegir que los bolcheviques consideraron que
buena parte de la acción de los comités de fábrica después de octubre de 1917
se había visto marcada por una lamentable espontaneidad y por una no menos lamentable
falta de conciencia.
En un
salto más, la apuesta bolchevique lo fue al cabo por una dirección unipersonal,
que desde el punto de vista de Lenin era la única fórmula llamada a permitir
una rigurosa unidad de acción. Lo que se reclamaba, entonces, era una sumisión
absoluta a las decisiones del líder. Otto Rühle ha subrayado que con Lenin el maquinismo
llegó a la política: el dirigente bolchevique era el técnico, el inventor de la
revolución, la ejemplificación de la omnipotencia del jefe. En esa condición
Lenin, incapaz de rechazar la política tradicional desplegada por los partidos,
difícilmente podía valorar, en paralelo, qué es lo que suponían los soviets. Su
manera de razonar exigía “autoridad, dirección, fuerza, (...), organización,
encuadramiento, subordinación”. Todo remitía, en suma, a la discusión sobre el
poder, y en esa discusión no había espacio alguno para el designio de liberar a
los trabajadores de su esclavitud mental y física. “No le preocupaban ni la
falsa conciencia de las masas ni la autoalienación de los integrantes de éstas
como seres humanos”, apostilla Rühle. Son muchos los escritos de Lenin en los
cuales éste abunda en esa dimensión de dirección desde arriba, que cancela el
vigor de cualquier capacidad de decisión desde abajo.
El
dirigente bolchevique mostró, por lo demás, un manifiesto empeño en subrayar
que los cuadros del partido debían orientar el trabajo de sus subordinados y educar
a éstos, y recordó al efecto que un modelo pertinente lo aportaban los patrones
de dirección de las empresas capitalistas. Salta a la vista la relación entre
muchas de estas asunciones y las secuelas de las concepciones organizativas
características de los bolcheviques, plasmadas, antes de 1917, en la defensa de
la figura del “revolucionario profesional”, que forma parte de un núcleo
reducido, que ha sido probado un sinfín de veces, que se ha visto endurecido
por las privaciones y que, las más de las veces, ha experimentado un alejamiento
con respecto a muchos principios morales. Pareciera como si el premio a tanto
sacrificio asumiese la forma del derecho a autoatribuirse un conocimiento
preclaro y una capacidad paralela de ordenar a los otros lo que deben ser y
hacer.
En cierto
sentido esa vanguardia autoproclamada que configuraron al cabo los bolcheviques
fue heredera del grupo humano resultante del asentamiento, en Rusia, de una
elite que había recibido una educación occidental. Una elite que se nutría de
gentes que eran extranjeros en su propio país, y que estaban lejos tanto de las
clases populares como de los poderes tradicionales. A duras penas sorprenderá
que, pese a las diatribas de los bolcheviques, el grueso de sus dirigentes se
ajustase a un perfil social mil veces demonizado por ellos mismos: el de la pequeña
burguesía. Marc Ferro sugiere al respecto que echemos una ojeada a una fotografía
que recoge a integrantes del soviet de Petrogrado: el traje y la corbata copan
los puestos de honor. La corbata permite identificar a los cuadros de los partidos
bolchevique, menchevique y socialista revolucionario. La condición de la
mayoría de los dirigentes bolcheviques apenas dejaba margen para la duda. En la
lista de 29 de los máximos responsables del partido en 1917 sólo 6 tienen un origen
humilde. De esos mismos 29 dirigentes, 17 cuentan con estudios superiores y 8
más han cursadoestudios
secundarios. No parece que ese grupo humano fuese una representación cabal – en
otras palabras - de la clase social a la que decía representar.
Ante semejante
escenario difícilmente sorprenderá que los libertarios asumiesen agrias críticas
de las ínfulas de los intelectuales, unas ínfulas ya identificadas, mucho
antes, por el propio Bakunin: “El reino de la inteligencia científica será el
más aristocrático, el más despótico, el más arrogante y el más despreciable de
todos los regímenes”. Es el mismo Bakunin quien prosigue: “De acuerdo con la
teoría del señor Marx, el pueblo no sólo no debe destruir el Estado, sino que
debe fortalecerlo y colocarlo a disposición plena de sus beneficiarios,
guardianes y profesores, los líderes del partido comunista, y señaladamente el señor
Marx y sus amigos, que procederán a liberar a la humanidad a su manera.
Concentrarán las riendas del gobierno en una mano fuerte, porque el pueblo
ignorante exige un guardián firme; establecerán un único banco estatal,
concentrarán en sus manos toda la producción comercial, industrial, agrícola e
incluso científica, y después dividirán a las masas en dos ejércitos –industrial
y agrícola- bajo el mando directo de los ingenieros del Estado, que constituirán
un nuevo y privilegiado estamento científico-político”. Un artículo incluido en
uno de los periódicos efímeramente publicados por los majnovistas planteaba
bien el escenario: “Estáis en el poder en Rusia, ¿pero qué ha cambiado? Las
fábricas y la tierra no se hallan todavía en manos de los trabajadores, sino en
las del jefe - Estado. La esclavitud de los salarios, mal fundamental del orden
burgués, pervive; de resultas, el hambre, el frío y el desempleo son
inevitables. Con la justificación de controlarlo todo para garantizar un futuro
mejor, y con la de defender lo ya ganado, se ha establecido una gigantesca maquinaria
burocrática, se ha abolido el derecho de huelga y las libertades de expresión,
de reunión y de prensa han quedado en el olvido. (...) Aceptamos que vosotros,
personal y subjetivamente, tenéis las mejores intenciones; pero objetivamente, y
por naturaleza, sois representantes de la clase de los burócratas y los funcionarios,
de una banda de intelectuales improductivos”. En relación con estos menesteres
es inevitable recordar, en fin, la obra de Jan Machajski, muy interesado en el
papel que estaban llamados a desempeñar los “intelectuales burócratas”. Para
Machajski, pese a haberse abolido la propiedad privada de los medios de
producción, el monopolio de saber que los intelectuales detentaban, toda vez
que no compartían esa sabiduría con los trabajadores, perpetuaba una elite de
especialistas – de gestores, de ingenieros, de burócratas - que disfrutaba de
un sinfín de privilegios
.
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