Mario Castillo
En 1998, los economistas cubanos Pedro Monreal y Julio Carranza se preguntaban “¿Han cambiado tanto las cosas con la globalización hasta el punto en que la renuncia a cambios estructurales profundos en los países subdesarrollados sea una condición para su desarrollo? (…) no debe aceptarse la noción vigente en muchos países del Tercer Mundo de que la única alternativa posible sea la adopción de un modelo de crecimiento apoyado en un desarrollo exportador de los sectores primarios”.
En 1998, los economistas cubanos Pedro Monreal y Julio Carranza se preguntaban “¿Han cambiado tanto las cosas con la globalización hasta el punto en que la renuncia a cambios estructurales profundos en los países subdesarrollados sea una condición para su desarrollo? (…) no debe aceptarse la noción vigente en muchos países del Tercer Mundo de que la única alternativa posible sea la adopción de un modelo de crecimiento apoyado en un desarrollo exportador de los sectores primarios”.
Veinte años después la llamada izquierda latinoamericana gobernando, ha aceptado aquella noción y ha ido mucho más allá: además de construir un regio dispositivo policíaco-militar-jurídico, logrando establecer un blindaje protector a esa “única alternativa” impuesta por los poderes del imperialismo global; han desarrolla una práctica y un discurso legitimador del viejo extractivismo y la depredación de la naturaleza iniciada en los tiempos coloniales Ello permite afirmar, parafraseando a Eduardo Galeano, que las venas abiertas de América Latina continúan igual de abiertas, pero el desangramiento lo están administrando ahora los antiguos revolucionarios, lectores entusiastas del escritor uruguayo, para sostener una nueva potencia imperial como China, que dice ser socialista.
Desde 1997 James O´Connor, sociólogo norteamericano iniciador del llamado marxismo ecológico, le sugería a los noveles movimientos sociales que “(…) la lucha es mucho más que por democratizar el Estado, es por la democratización dentro de los departamentos del Estado encargados de regular el suministro de las condiciones de producción. Sin esta perspectiva los ´nuevos movimientos sociales´ se quedarán a la altura de los movimientos anarco-comunalistas que se autodestruirán”.
La inmensa mayoría de los movimientos y partidos de izquierda de aquellos años atendieron al detalle las advertencias del doctor O´Connor, llegaron a la cima de las pirámides burocráticas de esos Estados y hoy tienen de enemigos a esos movimientos “anarco-comunalistas que, por cierto, no se han “autodestruido”, sino que han sido criminalizados y reprimidos en muchos casos, por órdenes de esos antiguos compañeros que se retiraron a hacer revolución en las oficinas de los Estados.
Pero no fue sólo por la influencia de académicos como O´Connor que la mayoría de las izquierdas latinoamericanas tomaron ese camino. Un factor más decisivo ha sido la persistencia del viejo mito de El Dorado y sus derivaciones, que concibe a nuestros países pobres levitando sobre unas riquezas inmensas en el subsuelo, que sólo hay que extraerlas y venderlas al mejor postor. A ese mito la izquierda gobernante actual le agregó un renglón: si la extracción y procesamiento está administrado desde los “departamentos del Estado” por los revolucionarios para implementar programas sociales dirigidos a los sectores más desfavorecidos, entonces ya estamos en el socialismo del siglo XXI. Bajo esa cobertura se han implementado los conocidos programas Hambre Cero en Brasil, PANES en Uruguay, Programa Familias de Argentina, pero también el Impuesto Directo a los Hidrocarburos en Bolivia, y el caso más mediático: las Misiones en Venezuela. Todos estos programas han hecho una contribución significativa a la reducción de pobreza extrema en nuestra región y son fundamentales para sostener el declinante perfil de izquierda de esos gobiernos.
Pero en la base de esos programas está un crecimiento exponencial del extractivismo exportador minero y petrolero. Así la CEPAL en un informe de 2009 indica que las exportaciones salidas de minas y canteras en los países del MERCOSUR ampliado (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay) pasaron de $20 mil millones en 2004 a 46 mil millones en 2007. El caso de Argentina resalta, pues sin ser un país con antecedentes significativos en producción minera, con los gobiernos de los Kirchner la transformación ha sido muy significativa. De 2003 a 2006 los proyectos de emprendimientos mineros crecieron un 800% y las inversiones acumuladas crecieron 490%, y ello sobre la base de las normatividades legales que se habían diseñado en la noche neoliberal del gobierno Menem. El Brasil bajo el gobierno del PT se está convirtiendo también en otra potencia minera. El Mineral Yearbook de Latinoamérica y Canadá, elaborado por el Servicio Geológico de los EE.UU., ya estimaba en 2008 que para 2013 ese país duplicaría la producción de aluminio, y triplicaría la de cobre. Según el informe de la CEPAL de 2009, las exportaciones provenientes de minas y canteras en Brasil que superaban los $6 mil millones en 2003, treparon a más de $21 mil millones en 2007. Por su parte, el Estado venezolano se está adentrando también a grandes pasos en la dinámica del extractivismo y la megaminería, y en ello no tiene ninguna trascendencia quien esté gobernando en ese país, pues tanto la MUD como el PSUV ofrecen exactamente lo mismo en este renglón como en otros no menos significativos.
Por su parte, el Estado cubano y la sociedad bajo su dominio hace 4 décadas desandan el recorrido que hoy hacen los autodenominados gobiernos progresistas en la región. Gracias a su relación privilegiada con la potencia imperial de la URSS, Cuba experimentó muchos de los vértigos estadísticos que hoy experimenta la región en los rubros de renglones primarios exportables, producto de un tipo de relación muy similar a la que hoy se está desarrollando con la nueva potencia imperial de China. Por eso tal vez en la cinematografía latinoamericana no exista paralelos para un filme cubano como Polvo Rojo (1981) del realizador y ex militante comunista Jesús Díaz, drama histórico que narra los avatares personales y colectivos de la recuperación y puesta en marcha de la fábrica de níquel de Moa, expropiada a los yanquis en 1960.
Después de pasado el entusiasmo de los gigantescos y frágiles planes de mecanización centralizada de la producción masiva del azúcar, la ganadería o la pesca; después de ver el auge y decadencia de los devastadores planes plantacionistas citrícolas, los megaproyectos arroceros, los cancelados planes nucleares de Juraguá, etc., los gobernantes cubanos redescubren ahora, al impulso contagioso de sus acólitos latinoamericanos, un nuevo escenario para reimpulsar y ampliar la actividad minera en el país, que acompañe los exitosos emprendimientos cubanos de manipulación genética de las expresiones de la vida.
Ahora nuevamente vuelven a mencionarse aquellos lugares que sólo se nombran como parte del territorio disponible para la depredación de la naturaleza, como simple recurso natural. Sitios que fueron abandonados a su suerte por más de 25 años: Santa Lucía de Pinar del Rio, Cuerpo 70, Mella, El Hierro, Las Uniones, Juan Manuel, El Cangre, El Júcaro de Bahía Honda, Río del Callejón, Lela, Meseta de San Felipe, Sierra de Cajálbanas, etc. Pero la nueva ofensiva de la megaminería en Cuba ya tiene un punto de arranque preciso: Castellanos, la nueva gigantesca planta para la producción de plomo y zinc para exportación en el norte de Pinar del Río. Frente a este nuevo ciclo depredador, ahora se reducen al mínimo las posibilidades de articular y potenciar aquella Cuba verde que emergió dramáticamente desde el subsuelo popular en los 90, la que nos permitió sobrevivir al desastre al que nos condujeron los operadores de la megamáquina estatal cubana, dándonos la oportunidad de tener un adelanto de lo que sería una sociedad moderna en colapso, algo que los incondicionales entusiastas de turno olvidan con dramática facilidad.
Pero no es sólo de los tópicos habituales del ambientalismo de lo que estamos hablando. Nos estamos refiriendo al imaginario social que se va instalando a medida que avanzan estos emprendimientos mineros, y de cómo las instancias sociales y la disposición mental colectiva tienden a debilitarse. Se naturalizan las lógicas extractivistas de exportación de naturaleza arrasada como la vía más razonable para alcanzar la supuesta prosperidad nacional, más allá de los 10 años que están planeados los trabajos de una mina como Castellanos, dejándonos como residuos no sólo una segura e inmensa piscina de material estéril (y tóxico), sino también unos intereses establecidos lo suficientemente fuertes, y protegidos ya legalmente, como para que se impongan sobre el resto de la sociedad y sobre los afectados.
No es casual que desde 2006 no se celebre en Cuba un Fórum Nacional de Ciencia y Técnica, y que pierda más fuerzas el movimiento de innovadores y racionalizadores que existió hasta hace una década atrás. Tampoco es una eventualidad que ya no se celebren aquellos Congresos de Cultura y Desarrollo, intenso espacio de análisis plural y monitoreo sobre los derroteros de la interacción entre la economía y los procesos socioculturales. Ya fue enterrado (y sin honores algunos) el proyecto de municipalización de las universidades, un potencial espacio para crear capacidades intelectuales para la gestión del desarrollo y sus diferentes vías en las localidades y regiones del país. Para los planes y plazos de los entusiastas de la mina Castellanos nada de lo anterior es útil mantenerlo ni depurarlo de sus orígenes caudillistas. Somos nosotros los que queremos un mundo menos autoritario, menos consumista, con menos material estéril, industrial -y humano-, los que deberemos hacernos cargo de esos asuntos.
[Tomado del boletín ecológico El Guardabosques # 7, julio agosto 2017, accesible en https://elguardabosquescuba.wordpress.com.]
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