Luce Fabbri (1908-200)
Me parece necesario volver sobre el tema para ulteriores precisiones. Las numerosas objeciones que ha suscitado en los medios libertarios la postura discriminatoria entre los dos tipos de Estado, el democrático y el totalitario, revelan la natural preocupación de no perder el carácter revolucionario del movimiento anarquista y de no dejar que se diluya y se hunda en las arenas movedizas del demoliberalismo. Debo decir que no comparto demasiado esa preocupación, porque siento íntimamente hasta qué punto somos distintos de las otras fuerzas políticas, precisamente por el hecho de estar inmersos (espero que no sea una ilusión) en el océano de la común humanidad. En él, los anarquistas son los eternos opositores: siempre habrán de combatir a los gobiernos y nunca deberán afrontar una oposición desde lo alto de un gobierno. Son los «(Vencidos de la historia, tal como es entendida comúnmente, que sin embargo vencen parcialmente con cada aumento de libertad y de justicia, pero nunca están conformes con su victoria y siempre van a parar a la cárcel. Su ideal está siempre «en el horizonte», como dice con una frase muy eficaz Emilio Colombo, en un reciente artículo suyo «La anarquía es el horizonte, no el fin de la historia» (Volontá, 1982. n.º 2 pág. 98), y se sabe que el horizonte es una inmensa circunferencia de la que somos el centro y que cambia de lugar apenas lo hacemos nosotros.
La aceptación de este modo de concebir el anarquismo es la condición de toda visión realista de nuestra posición y de nuestra tarea en los sucesivos momentos que vivimos y que viviremos. No tengo, por tanto, ningún miedo a confusiones pues las diferencias no son de grado sino de esencia. Tampoco creo que haya que temer demasiado al tan despreciado «realismo del mal menor», que todos practicamos en la vida cotidiana como antítesis del «cuanto peor, mejor», y nunca he comprendido por qué he de ser tan vergonzoso. Lo que no quiere decir que convirtamos en centro de nuestra lucha «la defensa de las libertades adquiridas». En todo caso, esta defensa será un punto de partida o una cobertura marginal. Tal vez el disenso entre los «defensores de la democracia) y los «antidemócratas», en nuestro campo, esté justamente aquí, que estos últimos ven como núcleo de un programa de acción aquello que para los primeros es un escalón en que apoyar los pies para la subida. Entre democracia y anarquía no hay antítesis, sino progreso. En efecto, entre el derecho de la mayoría en que se basa la democracia y el libre acuerdo característico de las soluciones libertarias, no existe una diferencia diametral sino una diversidad de grado, ya que para nosotros se trata de canalizar los conflictos por medio de la tolerancia, del reconocimiento de los derechos de la minoría y de los individuos. La coordinación federal y la libre experimentación. Pero la preocupación de evitar el dominio violento de la minoría es común a los unos y los otros. Y contra este peligro el tradicional espíritu democrático en sentido amplio constituye siempre una defensa. ¿Que en las democracias hay un constante peligro totalitario? ¿Quién lo niega? Pero también es cierto que el mismo está inmanente en cualquier sociedad, porque está inmanente en el espíritu humano. En 1936 España demostró, no sólo en su territorio sino en las repercusiones de su crisis en otros países (véanse las vacilaciones del Gobierno de Blum en Francia), que frente a este peligro inmanente las democracias son particularmente vulnerables, precisamente por seguir teniendo al poder como perno organizativo. El factor determinante de la derrota de Franco en el primer momento (esto es, hasta que no se coaligaron todos los gobiernos, por acción o por omisión, contra el pueblo español) han sido los anarquistas, que se transformaron naturalmente en la espina dorsal de la espontaneidad popular. Ellos se movilizaron, mejor o peor, fuera del ámbito de las instituciones democráticas, excepto en el momento en que representantes de la CNT participaron del gobierno, acto que creyeron necesario por exigencia de la guerra, pero cumplido conscientemente en violación de sus propios principios y que sintieron más como una derrota que como una victoria. Y, fuera del estrecho marco democrático, dieron la vida por la revolución, con tal éxito, que se necesitó para aplastarla, la combinación del ataque totalitario por las espaldas y de los ejércitos de Franco ayudados por media Europa, ante la indiferencia cómplice de la otra mitad. Pero todo fue posible gracias al trabajo de organización, de propaganda, de elaboración de ideas y de programas (Congreso de Zaragoza) que se había desarrollado en clima democrático antes de julio de 1936. Y todo comenzó el 19 de ese mes, con la participación de los anarquistas en la defensa de las libertades básicas junto a todas las otras fuerzas antifascistas contra el ejército sublevado.
La ventaja, para nosotros de la democracia, por limitada que sea, está precisamente en el hecho de que defender algunos de sus aspectos no significaba (como frente a un régimen totalitario) defenderla en bloque. Lo que en cambio no hay que confundir es la libertad del pueblo frente al Estado y las numerosas «luchas de liberación nacional», en donde lo nacional que es en el fondo lo estatal, prevalece y, en general, acaba por neutralizar la «liberación». Por desgracia, el nacionalismo y la lucha social ahora tienden a confundirse como quizás en ningún momento de la historia. Para nosotros tal distinción debería ser obvia desde la época de la polémica Mazzini-Bakunin, y sin embargo no lo es. Y sí que desde los tiempos en que el resurgimiento italiano era declaradamente antiabsolutista, hasta los nuestros en que hemos visto a dónde han ido a terminar ciertos movimientos de liberación nacional en África y en otras partes (Israel y la OLP comprendidos), las cosas en este terreno se han hecho mucho más claras. El movimiento anticolonial es justo, y me imagino que un libertario no puede en ninguna parte sentirse indiferente frente a este tipo de reivindicaciones. Pero su papel será siempre el de poner el acento en la fraternidad entre los oprimidos y explotados de la potencia dominante. Esto tendría que ser evidente para cualquier socialista. En cambio, esta escala de valores parece tender a restringirse al campo libertario, que independiza la justicia y la libertad de la idea de patria, por más que esta última se disfrace de antiimperialismo. Esto hace que en las sociedades más o menos democráticas, los anarquistas tengan aún, en este terreno, un papel muy suyo que desempeñar.
¿Reformismo?
Aquellos que piensan que todo los regímenes de base estatal (hasta ahora los únicos existentes) son sustancialmente iguales, ven en quien hace la distinción y procede en consecuencia, una actitud reformista, definida como una mayor adaptación a la sociedad actual, como un repliegue a posiciones atrasadas, aconsejado por la tendencia cómoda y realista al «mar menor». Ahora bien, por lo menos en lo que me concierne, se trata de una cosa muy distinta. Se trata de ocupar los espacios todavía libres (y que hay que mantener libres con nuestra cooperación) para el desarrollo de una renovación que debe comenzar en nosotros para confundirse en torno a nosotros, situando todos los problemas en un terreno inédito de ruptura con la autoridad y la violencia, que son las características del mundo de hoy. Se trata de redescubrir que los hombres son hermanos iguales, pero no uniformes, que viven en función unos de otros, cada uno con su propio mundo individual que defender; se trata de no reconocer el poder (ni político, ni económico) de un hombre sobre otro, en un ámbito que se está transformando más rápidamente de cuanto la razón humana pueda soportar. El hombre no se transforma con el mismo ritmo con que transforma a su alrededor las cosas, y en el torbellino surge la violencia difusa, las ideas se confunden, el individuo desamparado se abandona, por miedo a lo peor a la omnipotencia del Estado como en un tiempo se abandonaba a la omnipotencia de Dios. Es una pendiente que conduce al abismo. Para resistir hay que actuar, hay que construir; al mismo tiempo hay que conocer este mundo nuestro incandescente, participando en su proceso fulminante evolutivo, y hacerlo desde una posición en lo posible autónoma. Es una situación que requiere para la supervivencia misma de la especie, una nueva mentalidad, que no esté ligada a los esquemas tradicionales. Y, en primer lugar, hay que salir del círculo vicioso de la violencia que llama a la violencia, y que es siempre autoritaria. En una sociedad como esta, eso quiere decir tomar entre manos lo que en el mundo actual no es ni violento ni autoritario y hacerlo es el punto de partida de un futuro orientado en sentido libertario, insuflándole un nuevo espíritu. No creo que esto sea reformismo; por lo meno no es reformismo en el sentido tradicional. Los compañeros de la Comunidad del Sur, aquí en Uruguay, no eran reformistas. Y la suya no era una Colonia Cecilia aislada en los bosques, una «isla feliz», sino una célula viva y robusta en el corazón de la ciudad, apta para reproducirse y para servir como punto de referencia. Las colectividades de Aragón y Cataluña, odiadas por el totalitarismo negro y por el rojo, invadida primero por Líster y después destruidas por el fascismo, no eran reformistas. ¿Es reformista decir que hay que estudiar? ¿Que estudiar es la manera actual de armarse? En el mundo del próximo futuro, no existirá ningún trabajo desligado del estudio, ninguna fuerza que no esté basada en nociones sólidas y organizadas. Y «saber» es, cada vez más, condición de libertad. No hablo de mi generación, que no puede dar ahora sino alguno a lo mejor fútiles consejos; hablo de los jóvenes. iBienvenidos los robots, si harán disminuir las horas de trabajo!
Hay necesidad de tiempo libre para la preparación de los hombres y de las mujeres de un inmediato mañana tan exigente. Esto, incluso, si se produce la catástrofe de una guerra. Si los tigres se desgarran y dejan que alguno sobreviva, después se necesitará una mastodóntica Cruz Roja y mucha competencia, en todos los campos. Es verdad que una guerra muy difícilmente dejaría algo para reconstruir. Y hasta en el caso más favorable, la reconstrucción en tales ruinas sería ciertamente precaria, con poquísimas perspectivas de libertad. El problema hoy, no es tanto el de prepararse para una utópica posguerra, como el de evitar la guerra. Con todo, ninguna perspectiva futura está libre de ese tremendo «si»… «Esa condenada y no improbable hipótesis se ha puesto ahora en el horizonte de la humanidad, en calidad de alternativa a las «utopías», del mismo modo que nuestra muerte privada está inexorablemente en nuestro horizonte particular. En ambos casos, está allí su presencia, y de ella se habla y en ella se piensa lo menos posible. Pero la muerte colectiva, si bien más terrible (si morimos todos, también morimos individualmente del todo), no tiene la inexorabilidad de la pequeña muerte personal. La voluntad de los hombres, si es suficientemente intensa y concorde –¿y dónde se debería encontrar mayor concordia que en el instinto de conservación?–, puede evitarla. Algo puede hacerse, incluso no sabiendo cuánto servirá. Sabemos, si, que cuanto más nos acerquemos a la «utopía» libertaria, tanto Ham alejaremos el peligro de la bomba atómica. La batalla perdida en 1914 hay que combatirla ahora, en el último minuto, en condiciones mucho más difíciles. Y la apuesta, esta vez, es total. La humanidad –no sólo nosotros, pobre, pequeño montoncito de levadura– se juega en esto la vida. Mientras se almacenan en todo el mundo las armas más sofisticadas, destinadas a «cerrar las puertas del futuro» (Dante, Inf., X, 108). Incluso sólo para cooperar en el esfuerzo de mantenerlas abiertas se necesita una tensión consciente, basada en el conocimiento de las fuerzas en juego y de su técnica. Y hace falta la palabra nueva, una palabra de libertad y de amor, que parta de un mundo mental ajeno a la trágica mecánica del poder y de la muerte. El Estado totalitario es esencialmente una máquina de guerra (si fuese necesario confirmarlo, bastaría leer a este propósito el extracto del libro de Castoriadis en el n.º 1 de este año de Volontá), y en él aquella palabra es sofocada. ¿No es esencial mantener los espacios donde todavía puede ser gritada? Mas para nada serviría gritar, si no se trabajara en la preparación de aquel mundo nuevo, liberado en la medida de lo posible de la autoridad que genera la guerra. Ahora, luchar creativamente contra el Estado se ha vuelto una cosa muy complicada, por la enorme cantidad de servicios anexados al aparato estatal, que asegura (aunque mal) la asistencia social, la vigilancia de la salud, la observación meteorológica, la lucha contra la contaminación, la distribución de la energía y del agua potable, la organización de los transportes, el correo, las comunicaciones telegráficas, telefónicas radiales, televisivas, la escuela para todos, las jubilaciones… Socializar todo esto sin excesiva burocracia y sin dejar que caiga en mano privadas o, peor aún de organismos o partido que lo utilicen para ejercer el poder, es cosa difícil, que requiere no solo la fuerza que viene del consenso y del número, sino también competencia en cada uno de aquellos campo (además de una buena dosis de paciencia y tolerancia, que no se diría, pero la revolución española lo ha demostrado, son cualidades eminentemente revolucionarias). Es un trabajo de descentralización sobre base federales de un aparato que hay que conocer a fondo, y conocerlo antes que se ofrezca la posibilidad de modificarlo. Ahora bien, la descentralización de los servicios útiles, la lucha por la intervención en ellos de la fuerzas de base, son posibles sólo en una sociedad democrática y constituyen metas parciales positivas, incluso cuando son «reformistas». Y requieren, repito, competencia específica. Se recae siempre en el tema de la necesidad del estudio. Sólo se puede transformar lo que se conoce, y los instrumentos de la transformación se vuelven cada vez más complejos, tan complejos que la generación actual ya está perdiendo pie frente a la que ahora se asoma a la vida de relación. No podemos sustraer, ignorándolo, a lo que Alvin Toffler ha llamado «el shock del futuro». La humanidad podrá afrontarlo únicamente si deja de ser masa, si cada individuo llega a ser él mismo y a conocer en torno a sí el mundo, para darle su respuesta. Y actualmente eso se puede obtener solo al precio del conocimiento y de la elaboración consciente con los semejantes. Pienso que el socialismo libertario (el poco consciente y el mucho inconsciente de sí mismo que existe) es el único que puede colocarse hoy en este terreno.
Los problemas son como las guindas
Sí, uno trae al otro, y queriendo analizarlos, todos arriesgamos salirnos del tema. Pero me parece necesario por lo menos anunciar, para el ineludible análisis futuro, los principales puntos a discutir que nacen de esta concepción de nuestra lucha, que según sean sus diversas fases toma una coloración ora «reformista», ora «revolucionaria». El primer problema es la actitud a tomar frente al trabajo que, queriéndolo o no, ocupa una parte tan importante en nuestra vida individual. ¿Debemos considerarlo como una ingrata necesidad a la que uno se somete sin preocuparse de «servir los intereses del patrón o del Estado» o, a pesar de todo, como una función social, susceptible de ser organizada mañana en beneficio de la entera sociedad y cuyo resultado –cuando no se trata de trabajo inútil o nocivo– contribuye, desde el presente y al menos en parte, a ese objetivo? Creo que esta última posición es la más justa desde nuestro punto de vista: y sin embargo, en la encuesta de «A», de hace algunos meses, fue sostenida sólo por nuestro añorado y querido Pio Turroni. Con éste se vincula el otro problema: ¿es positiva desde nuestro punto de vista la automación (y abarco con este nombre, que está pasando de moda pero que es cómodo toda la metodología postindustrial basada en los nuevos usos de la energía y en la computación, incluyendo los robots)? Y, cualquiera que sea nuestra preferencia, ¿es posible imaginar hoy una sociedad que prescinda de ella? Partiendo de aquí, llegamos pronto al problema derivado, el del tiempo libre y de la desocupación. Del tiempo libre todos tienen miedo, en distintos sentidos: los viejos y nuevos patrones porque genera o puede generar pensamiento, los educadores por el peligro de degeneración, del uso de droga, de la violencia producida por el aburrimiento. La desocupación espanta más porque se ve acompañada por el hambre, mala consejera. Lo que quiere decir que, en los límites de lo posible, en el terreno capitalista o estatal, según los casos, se buscará paliar la desocupación disminuyendo las horas de trabajo. En esta complicadísima cuestión habrá indudablemente variantes, causadas por la explosión demográfica mundial, por la necesidad de producir alimento en una escala enorme, por la elefantiasis de la industria armamentista… Pero por más vueltas que se den, aumentará el tiempo libre. Y éste es, también para nosotros, un gran problema que tiene estrecha relación con el de la educación. ¿Hay que luchar por una educación más libre dentro de la escuela pública o fuera de ella, organizando sistemas paralelos? En el primer caso, ¿cómo luchar? En el segundo, ¿cómo organizar? En este campo, que es el de mi trabajo personal, veo ramificarse los problemas casi al infinito y creo que a cada uno de nosotros le sucederá lo mismo en su campo específico. Todo eso debe estudiarse, actualizando continuamente cuanto ya fue hecho. Se podría continuar con la enumeración de los anillos de la larga cadena que es la problemática de nuestro tiempo desde nuestro punto de vista. Va de suyo que en ninguno de esos campos se puede hacer nada en un Estado totalitario. Lo cual no quiere decir que en este último no sobreviva el anarquismo. Inclusive es posible que la opresión total, al volver más agudos en los espíritus el deseo de libertad, haga surgir, incluso donde menos se pensaría, algo así como un anarquismo instintivo. Sólo que allí donde no existe un ámbito en el que les sea posible a los libertarios dedicarse a crear, sus esfuerzos se deberán agotar en la recuperación de tal ámbito.
Estado democrático y mentalidad democrática
No se trata precisamente de ser partidario de este o aquel Estado (Oriente contra Occidente, Norte contra Sur, países industriales contra el Tercer Mundo, etc.). Puede darse, más bien es seguro, que haya, como alguien ha dicho, más espíritu revolucionario en un Estado totalitario que en uno democrático. Yo digo solamente que entre las reivindicaciones de «Solidaridad» en una lucha que cuesta sudor y sangre, hay muchas que son ya realidad, aun siendo imperfectas y estando en peligro, en los países regidos más o menos en democracia. Lo que es de desear es que en la lucha por la libertad no se pierda la aspiración al socialismo. Si se perdiera, no será por culpa de la democracia, sino del régimen totalitario que ha puesto un falso socialismo en su bandera, cerrando el camino al auténtico socialismo. No se trata, pues, de «jugar la carta democrática», repitiendo el trágico error de Soljenitsin, quien por otra parte no es un socialista. Se trata, y me excuso de repetirme tanto no de defender al régimen democrático, sino de defender en su seno las libertades fundamentales de los ataques de las fuerzas totalitarias y de potenciar en su ámbito todos lo organismos colectivo no ligados al Estado o susceptibles de un proceso de desestatización, de descentralización en sentido libertario y socialista (de ahí que crea que interesen las cooperativas con todos sus defectos, y que hay que participar desde abajo en la vida sindical). Más importante aún es la obra de creación de este campo: comunidades urbanas, colectividades rurales, grupos de barrio funcionalmente coordinados, etc. Es obvio que aquí se me objete que no debemos apoyarnos en una mentalidad que no es la nuestra, sino buscar transformarla en mentalidad libertaria. Naturalmente, nosotros no renunciamos nunca a hacer obra de persuasión y no deberemos renunciar a dar el ejemplo (que cuenta más, pero es más difícil). Pero la mentalidad democrática, fuera del juego de los partido y del poder, no está, después de todo, tan lejos de la nuestra. La separaban de nosotros el catastrofismo insurreccional de un sector de nuestro movimiento por una parte, y por la otra la fe de la gente en los sistemas tradicionales de la democracia representativa, fundamentalmente el voto, dos obstáculos que se van destiñendo (el voto ha perdido gran parte de su credibilidad). De todos modo, como la esencia de la mentalidad libertaria es la tolerancia y nosotros constituimos una fuerza minoritaria, nuestras relaciones con los demás son dictadas por la mayor o menor afinidad y entonces creo que nuestro punto de partida y el ámbito de nuestro trabajo están en las masas que se consideran democráticas. Debemos tender a socializar y federalizar la democracia, a transformarla en directa y socialista. No se trata de ceder al Estado. Nuestra función es la de representar el polo antiestatal. Y es una función difícil, si nos alejamos de la visión simplista de la palingenesia total, del «¡dale al tronco!», pero vale la pena. Es una función permanente, que no ofrece perspectiva de victoria «total», pero vale la pena.
El concepto de revolución
Revolución es una palabra mágica, de la que hay que desconfiar como de toda la magia. Pero es una palabra querida que no debe para pasar al olvido. Hay que vigilar, sí, su uso. Sobre todo, creo que no hay que confundirla con insurrección. Creo ser revolucionaria. Pero para mí la revolución es un cambio profundo en las conciencias y en las cosas. El gran error, creo, consiste en pensar que necesariamente se debe producir antes en las cosas. De esta última convicción viene la función importantísima que en la historia se atribuye –erróneamente– al poder, que puede modificar (aunque menos de lo que se piensa) las cosas y no las conciencias. De esa misma convicción viene la importancia que en la revolución se da al momento insurreccional, que modifica las relaciones del poder. Ese momento a veces falta y a veces viene después, cuando el cambio ya producido ha llevado la situación a su punto de ruptura, provocando en los intereses heridos una resistencia violenta que hace inevitable la violencia contraria. Así, la fase insurreccional está ausente en la revolución española, de la que se habla tan poco (se prefiere –el pour cause– de hablar de guerra civil), y ha sido la consecuencia de una insurrección reaccionaria y conservadora. Y hubo revolución porque estaba ya pronta en los ánimos e incluso en los esquemas de reconstrucción económica de los sindicatos cenetistas, que eran los más fuertes. En realidad, ninguna transformación tiene valor y dura, si no es el producto de una voluntad suficientemente difundida. Cuanto más difundida es tal voluntad, tanto menos violento, o sea, menos autoritario, es el cambio. Lejos de adaptarse a la democracia capitalista, una voluntad revolucionaria semejante quiere tocar zonas profundas y no se conforma con «reformas». Pienso en la revolución cristiana. También ésta existió, si bien no se habla de ella. La misma transformó el mundo romano, para negarse después a sí misma al convertirse en Estado, no sólo por las ambiciones de sus hombres, sino porque las disputas teológicas a partir de San Pablo la habían desnaturalizado y llevado a un terreno favorable al autoritarismo. De este modo el Estado, que era un mal para el cristianismo primitivo, se convirtió en un segundo tiempo en mal necesario (por culpa se decía del pecado original) y, finalmente, en el brazo secular de la Iglesia constituida. Con esto no quiero precisamente propugnar un neocristianismo (hay que estar atentos, a lo que parece, porque se arriesga a cada paso hacerse comprender mal). Digo que el ejemplo puede dar una idea de lo que entiendo por la revolución: me parece la única posición posible para quien rechaza el poder.
Notemos –repitiendo una cosa ya muy dicha– que, por otra parte, quien no lo rechaza no logra nada en el terreno creativo: triunfará en la insurrección o en el golpe de Estado, pero perderá la revolución a través del ejercicio del poder mismo, tanto más radicalmente cuanto más absoluto sea este último. Un paralelo entre el cristianismo después de Constantino y especialmente después de Teodosio y el socialismo después de Lenin y especialmente después de Stalin, es esclarecedor al respecto. La contribución del cristianismo a la historia del espíritu humano se ha efectuado a pesar del Imperio cristiano y de la Iglesia. Algo análogo se puede decir del movimiento de liberación política y social gestado en Inglaterra y en Francia en los siglos X, XVII y XVIII y que desembocó en la Revolución francesa, empantanándose después en los gobiernos y en aquella otra forma de poder representada por la propiedad privada de los medios de producción e intercambio. ¿Qué le pasará al socialismo? Este tiene una función salvadora que cumplir en el mundo de hoy, pero puede hacerlo sólo mediante una libertad sin compromiso con el Estado, es decir, donde sea posible organizar sindicatos independientes y cooperativas que transfieran a la base el control de la producción y del consumo. Y aquí volvemos, para terminar, al argumento central de estas páginas indicado en el título: la democracia. La última revolución húngara fue hecha en nombre de los consejos de fábrica, órganos de un sindicalismo libre, y fue aplastada por el totalitarismo caracterizado entre otras cosas, por el sindicalismo estatal. Donde no existe derecho de huelga, donde el poder económico y la policía están en la mismas manos, todo trabajo creativo en sentido socialista se vuelve desesperadamente difícil, y sólo es posible la rebeldía para obtener aquel espacio vital que, aunque imperfectamente y al precio de luchas, se conserva en los países donde las libertades elementales no han sido suprimidas. Es cierto que el hombre no se salva sino avanzando: pero es también cierto que no se avanza si no se sabe conservar lo que se ha adquirido.
[Tomado de https://revistapolemica.wordpress.com/2014/10/05/sobre-la-democracia-y-la-revolucion.]
Me parece necesario volver sobre el tema para ulteriores precisiones. Las numerosas objeciones que ha suscitado en los medios libertarios la postura discriminatoria entre los dos tipos de Estado, el democrático y el totalitario, revelan la natural preocupación de no perder el carácter revolucionario del movimiento anarquista y de no dejar que se diluya y se hunda en las arenas movedizas del demoliberalismo. Debo decir que no comparto demasiado esa preocupación, porque siento íntimamente hasta qué punto somos distintos de las otras fuerzas políticas, precisamente por el hecho de estar inmersos (espero que no sea una ilusión) en el océano de la común humanidad. En él, los anarquistas son los eternos opositores: siempre habrán de combatir a los gobiernos y nunca deberán afrontar una oposición desde lo alto de un gobierno. Son los «(Vencidos de la historia, tal como es entendida comúnmente, que sin embargo vencen parcialmente con cada aumento de libertad y de justicia, pero nunca están conformes con su victoria y siempre van a parar a la cárcel. Su ideal está siempre «en el horizonte», como dice con una frase muy eficaz Emilio Colombo, en un reciente artículo suyo «La anarquía es el horizonte, no el fin de la historia» (Volontá, 1982. n.º 2 pág. 98), y se sabe que el horizonte es una inmensa circunferencia de la que somos el centro y que cambia de lugar apenas lo hacemos nosotros.
La aceptación de este modo de concebir el anarquismo es la condición de toda visión realista de nuestra posición y de nuestra tarea en los sucesivos momentos que vivimos y que viviremos. No tengo, por tanto, ningún miedo a confusiones pues las diferencias no son de grado sino de esencia. Tampoco creo que haya que temer demasiado al tan despreciado «realismo del mal menor», que todos practicamos en la vida cotidiana como antítesis del «cuanto peor, mejor», y nunca he comprendido por qué he de ser tan vergonzoso. Lo que no quiere decir que convirtamos en centro de nuestra lucha «la defensa de las libertades adquiridas». En todo caso, esta defensa será un punto de partida o una cobertura marginal. Tal vez el disenso entre los «defensores de la democracia) y los «antidemócratas», en nuestro campo, esté justamente aquí, que estos últimos ven como núcleo de un programa de acción aquello que para los primeros es un escalón en que apoyar los pies para la subida. Entre democracia y anarquía no hay antítesis, sino progreso. En efecto, entre el derecho de la mayoría en que se basa la democracia y el libre acuerdo característico de las soluciones libertarias, no existe una diferencia diametral sino una diversidad de grado, ya que para nosotros se trata de canalizar los conflictos por medio de la tolerancia, del reconocimiento de los derechos de la minoría y de los individuos. La coordinación federal y la libre experimentación. Pero la preocupación de evitar el dominio violento de la minoría es común a los unos y los otros. Y contra este peligro el tradicional espíritu democrático en sentido amplio constituye siempre una defensa. ¿Que en las democracias hay un constante peligro totalitario? ¿Quién lo niega? Pero también es cierto que el mismo está inmanente en cualquier sociedad, porque está inmanente en el espíritu humano. En 1936 España demostró, no sólo en su territorio sino en las repercusiones de su crisis en otros países (véanse las vacilaciones del Gobierno de Blum en Francia), que frente a este peligro inmanente las democracias son particularmente vulnerables, precisamente por seguir teniendo al poder como perno organizativo. El factor determinante de la derrota de Franco en el primer momento (esto es, hasta que no se coaligaron todos los gobiernos, por acción o por omisión, contra el pueblo español) han sido los anarquistas, que se transformaron naturalmente en la espina dorsal de la espontaneidad popular. Ellos se movilizaron, mejor o peor, fuera del ámbito de las instituciones democráticas, excepto en el momento en que representantes de la CNT participaron del gobierno, acto que creyeron necesario por exigencia de la guerra, pero cumplido conscientemente en violación de sus propios principios y que sintieron más como una derrota que como una victoria. Y, fuera del estrecho marco democrático, dieron la vida por la revolución, con tal éxito, que se necesitó para aplastarla, la combinación del ataque totalitario por las espaldas y de los ejércitos de Franco ayudados por media Europa, ante la indiferencia cómplice de la otra mitad. Pero todo fue posible gracias al trabajo de organización, de propaganda, de elaboración de ideas y de programas (Congreso de Zaragoza) que se había desarrollado en clima democrático antes de julio de 1936. Y todo comenzó el 19 de ese mes, con la participación de los anarquistas en la defensa de las libertades básicas junto a todas las otras fuerzas antifascistas contra el ejército sublevado.
La ventaja, para nosotros de la democracia, por limitada que sea, está precisamente en el hecho de que defender algunos de sus aspectos no significaba (como frente a un régimen totalitario) defenderla en bloque. Lo que en cambio no hay que confundir es la libertad del pueblo frente al Estado y las numerosas «luchas de liberación nacional», en donde lo nacional que es en el fondo lo estatal, prevalece y, en general, acaba por neutralizar la «liberación». Por desgracia, el nacionalismo y la lucha social ahora tienden a confundirse como quizás en ningún momento de la historia. Para nosotros tal distinción debería ser obvia desde la época de la polémica Mazzini-Bakunin, y sin embargo no lo es. Y sí que desde los tiempos en que el resurgimiento italiano era declaradamente antiabsolutista, hasta los nuestros en que hemos visto a dónde han ido a terminar ciertos movimientos de liberación nacional en África y en otras partes (Israel y la OLP comprendidos), las cosas en este terreno se han hecho mucho más claras. El movimiento anticolonial es justo, y me imagino que un libertario no puede en ninguna parte sentirse indiferente frente a este tipo de reivindicaciones. Pero su papel será siempre el de poner el acento en la fraternidad entre los oprimidos y explotados de la potencia dominante. Esto tendría que ser evidente para cualquier socialista. En cambio, esta escala de valores parece tender a restringirse al campo libertario, que independiza la justicia y la libertad de la idea de patria, por más que esta última se disfrace de antiimperialismo. Esto hace que en las sociedades más o menos democráticas, los anarquistas tengan aún, en este terreno, un papel muy suyo que desempeñar.
¿Reformismo?
Aquellos que piensan que todo los regímenes de base estatal (hasta ahora los únicos existentes) son sustancialmente iguales, ven en quien hace la distinción y procede en consecuencia, una actitud reformista, definida como una mayor adaptación a la sociedad actual, como un repliegue a posiciones atrasadas, aconsejado por la tendencia cómoda y realista al «mar menor». Ahora bien, por lo menos en lo que me concierne, se trata de una cosa muy distinta. Se trata de ocupar los espacios todavía libres (y que hay que mantener libres con nuestra cooperación) para el desarrollo de una renovación que debe comenzar en nosotros para confundirse en torno a nosotros, situando todos los problemas en un terreno inédito de ruptura con la autoridad y la violencia, que son las características del mundo de hoy. Se trata de redescubrir que los hombres son hermanos iguales, pero no uniformes, que viven en función unos de otros, cada uno con su propio mundo individual que defender; se trata de no reconocer el poder (ni político, ni económico) de un hombre sobre otro, en un ámbito que se está transformando más rápidamente de cuanto la razón humana pueda soportar. El hombre no se transforma con el mismo ritmo con que transforma a su alrededor las cosas, y en el torbellino surge la violencia difusa, las ideas se confunden, el individuo desamparado se abandona, por miedo a lo peor a la omnipotencia del Estado como en un tiempo se abandonaba a la omnipotencia de Dios. Es una pendiente que conduce al abismo. Para resistir hay que actuar, hay que construir; al mismo tiempo hay que conocer este mundo nuestro incandescente, participando en su proceso fulminante evolutivo, y hacerlo desde una posición en lo posible autónoma. Es una situación que requiere para la supervivencia misma de la especie, una nueva mentalidad, que no esté ligada a los esquemas tradicionales. Y, en primer lugar, hay que salir del círculo vicioso de la violencia que llama a la violencia, y que es siempre autoritaria. En una sociedad como esta, eso quiere decir tomar entre manos lo que en el mundo actual no es ni violento ni autoritario y hacerlo es el punto de partida de un futuro orientado en sentido libertario, insuflándole un nuevo espíritu. No creo que esto sea reformismo; por lo meno no es reformismo en el sentido tradicional. Los compañeros de la Comunidad del Sur, aquí en Uruguay, no eran reformistas. Y la suya no era una Colonia Cecilia aislada en los bosques, una «isla feliz», sino una célula viva y robusta en el corazón de la ciudad, apta para reproducirse y para servir como punto de referencia. Las colectividades de Aragón y Cataluña, odiadas por el totalitarismo negro y por el rojo, invadida primero por Líster y después destruidas por el fascismo, no eran reformistas. ¿Es reformista decir que hay que estudiar? ¿Que estudiar es la manera actual de armarse? En el mundo del próximo futuro, no existirá ningún trabajo desligado del estudio, ninguna fuerza que no esté basada en nociones sólidas y organizadas. Y «saber» es, cada vez más, condición de libertad. No hablo de mi generación, que no puede dar ahora sino alguno a lo mejor fútiles consejos; hablo de los jóvenes. iBienvenidos los robots, si harán disminuir las horas de trabajo!
Hay necesidad de tiempo libre para la preparación de los hombres y de las mujeres de un inmediato mañana tan exigente. Esto, incluso, si se produce la catástrofe de una guerra. Si los tigres se desgarran y dejan que alguno sobreviva, después se necesitará una mastodóntica Cruz Roja y mucha competencia, en todos los campos. Es verdad que una guerra muy difícilmente dejaría algo para reconstruir. Y hasta en el caso más favorable, la reconstrucción en tales ruinas sería ciertamente precaria, con poquísimas perspectivas de libertad. El problema hoy, no es tanto el de prepararse para una utópica posguerra, como el de evitar la guerra. Con todo, ninguna perspectiva futura está libre de ese tremendo «si»… «Esa condenada y no improbable hipótesis se ha puesto ahora en el horizonte de la humanidad, en calidad de alternativa a las «utopías», del mismo modo que nuestra muerte privada está inexorablemente en nuestro horizonte particular. En ambos casos, está allí su presencia, y de ella se habla y en ella se piensa lo menos posible. Pero la muerte colectiva, si bien más terrible (si morimos todos, también morimos individualmente del todo), no tiene la inexorabilidad de la pequeña muerte personal. La voluntad de los hombres, si es suficientemente intensa y concorde –¿y dónde se debería encontrar mayor concordia que en el instinto de conservación?–, puede evitarla. Algo puede hacerse, incluso no sabiendo cuánto servirá. Sabemos, si, que cuanto más nos acerquemos a la «utopía» libertaria, tanto Ham alejaremos el peligro de la bomba atómica. La batalla perdida en 1914 hay que combatirla ahora, en el último minuto, en condiciones mucho más difíciles. Y la apuesta, esta vez, es total. La humanidad –no sólo nosotros, pobre, pequeño montoncito de levadura– se juega en esto la vida. Mientras se almacenan en todo el mundo las armas más sofisticadas, destinadas a «cerrar las puertas del futuro» (Dante, Inf., X, 108). Incluso sólo para cooperar en el esfuerzo de mantenerlas abiertas se necesita una tensión consciente, basada en el conocimiento de las fuerzas en juego y de su técnica. Y hace falta la palabra nueva, una palabra de libertad y de amor, que parta de un mundo mental ajeno a la trágica mecánica del poder y de la muerte. El Estado totalitario es esencialmente una máquina de guerra (si fuese necesario confirmarlo, bastaría leer a este propósito el extracto del libro de Castoriadis en el n.º 1 de este año de Volontá), y en él aquella palabra es sofocada. ¿No es esencial mantener los espacios donde todavía puede ser gritada? Mas para nada serviría gritar, si no se trabajara en la preparación de aquel mundo nuevo, liberado en la medida de lo posible de la autoridad que genera la guerra. Ahora, luchar creativamente contra el Estado se ha vuelto una cosa muy complicada, por la enorme cantidad de servicios anexados al aparato estatal, que asegura (aunque mal) la asistencia social, la vigilancia de la salud, la observación meteorológica, la lucha contra la contaminación, la distribución de la energía y del agua potable, la organización de los transportes, el correo, las comunicaciones telegráficas, telefónicas radiales, televisivas, la escuela para todos, las jubilaciones… Socializar todo esto sin excesiva burocracia y sin dejar que caiga en mano privadas o, peor aún de organismos o partido que lo utilicen para ejercer el poder, es cosa difícil, que requiere no solo la fuerza que viene del consenso y del número, sino también competencia en cada uno de aquellos campo (además de una buena dosis de paciencia y tolerancia, que no se diría, pero la revolución española lo ha demostrado, son cualidades eminentemente revolucionarias). Es un trabajo de descentralización sobre base federales de un aparato que hay que conocer a fondo, y conocerlo antes que se ofrezca la posibilidad de modificarlo. Ahora bien, la descentralización de los servicios útiles, la lucha por la intervención en ellos de la fuerzas de base, son posibles sólo en una sociedad democrática y constituyen metas parciales positivas, incluso cuando son «reformistas». Y requieren, repito, competencia específica. Se recae siempre en el tema de la necesidad del estudio. Sólo se puede transformar lo que se conoce, y los instrumentos de la transformación se vuelven cada vez más complejos, tan complejos que la generación actual ya está perdiendo pie frente a la que ahora se asoma a la vida de relación. No podemos sustraer, ignorándolo, a lo que Alvin Toffler ha llamado «el shock del futuro». La humanidad podrá afrontarlo únicamente si deja de ser masa, si cada individuo llega a ser él mismo y a conocer en torno a sí el mundo, para darle su respuesta. Y actualmente eso se puede obtener solo al precio del conocimiento y de la elaboración consciente con los semejantes. Pienso que el socialismo libertario (el poco consciente y el mucho inconsciente de sí mismo que existe) es el único que puede colocarse hoy en este terreno.
Los problemas son como las guindas
Sí, uno trae al otro, y queriendo analizarlos, todos arriesgamos salirnos del tema. Pero me parece necesario por lo menos anunciar, para el ineludible análisis futuro, los principales puntos a discutir que nacen de esta concepción de nuestra lucha, que según sean sus diversas fases toma una coloración ora «reformista», ora «revolucionaria». El primer problema es la actitud a tomar frente al trabajo que, queriéndolo o no, ocupa una parte tan importante en nuestra vida individual. ¿Debemos considerarlo como una ingrata necesidad a la que uno se somete sin preocuparse de «servir los intereses del patrón o del Estado» o, a pesar de todo, como una función social, susceptible de ser organizada mañana en beneficio de la entera sociedad y cuyo resultado –cuando no se trata de trabajo inútil o nocivo– contribuye, desde el presente y al menos en parte, a ese objetivo? Creo que esta última posición es la más justa desde nuestro punto de vista: y sin embargo, en la encuesta de «A», de hace algunos meses, fue sostenida sólo por nuestro añorado y querido Pio Turroni. Con éste se vincula el otro problema: ¿es positiva desde nuestro punto de vista la automación (y abarco con este nombre, que está pasando de moda pero que es cómodo toda la metodología postindustrial basada en los nuevos usos de la energía y en la computación, incluyendo los robots)? Y, cualquiera que sea nuestra preferencia, ¿es posible imaginar hoy una sociedad que prescinda de ella? Partiendo de aquí, llegamos pronto al problema derivado, el del tiempo libre y de la desocupación. Del tiempo libre todos tienen miedo, en distintos sentidos: los viejos y nuevos patrones porque genera o puede generar pensamiento, los educadores por el peligro de degeneración, del uso de droga, de la violencia producida por el aburrimiento. La desocupación espanta más porque se ve acompañada por el hambre, mala consejera. Lo que quiere decir que, en los límites de lo posible, en el terreno capitalista o estatal, según los casos, se buscará paliar la desocupación disminuyendo las horas de trabajo. En esta complicadísima cuestión habrá indudablemente variantes, causadas por la explosión demográfica mundial, por la necesidad de producir alimento en una escala enorme, por la elefantiasis de la industria armamentista… Pero por más vueltas que se den, aumentará el tiempo libre. Y éste es, también para nosotros, un gran problema que tiene estrecha relación con el de la educación. ¿Hay que luchar por una educación más libre dentro de la escuela pública o fuera de ella, organizando sistemas paralelos? En el primer caso, ¿cómo luchar? En el segundo, ¿cómo organizar? En este campo, que es el de mi trabajo personal, veo ramificarse los problemas casi al infinito y creo que a cada uno de nosotros le sucederá lo mismo en su campo específico. Todo eso debe estudiarse, actualizando continuamente cuanto ya fue hecho. Se podría continuar con la enumeración de los anillos de la larga cadena que es la problemática de nuestro tiempo desde nuestro punto de vista. Va de suyo que en ninguno de esos campos se puede hacer nada en un Estado totalitario. Lo cual no quiere decir que en este último no sobreviva el anarquismo. Inclusive es posible que la opresión total, al volver más agudos en los espíritus el deseo de libertad, haga surgir, incluso donde menos se pensaría, algo así como un anarquismo instintivo. Sólo que allí donde no existe un ámbito en el que les sea posible a los libertarios dedicarse a crear, sus esfuerzos se deberán agotar en la recuperación de tal ámbito.
Estado democrático y mentalidad democrática
No se trata precisamente de ser partidario de este o aquel Estado (Oriente contra Occidente, Norte contra Sur, países industriales contra el Tercer Mundo, etc.). Puede darse, más bien es seguro, que haya, como alguien ha dicho, más espíritu revolucionario en un Estado totalitario que en uno democrático. Yo digo solamente que entre las reivindicaciones de «Solidaridad» en una lucha que cuesta sudor y sangre, hay muchas que son ya realidad, aun siendo imperfectas y estando en peligro, en los países regidos más o menos en democracia. Lo que es de desear es que en la lucha por la libertad no se pierda la aspiración al socialismo. Si se perdiera, no será por culpa de la democracia, sino del régimen totalitario que ha puesto un falso socialismo en su bandera, cerrando el camino al auténtico socialismo. No se trata, pues, de «jugar la carta democrática», repitiendo el trágico error de Soljenitsin, quien por otra parte no es un socialista. Se trata, y me excuso de repetirme tanto no de defender al régimen democrático, sino de defender en su seno las libertades fundamentales de los ataques de las fuerzas totalitarias y de potenciar en su ámbito todos lo organismos colectivo no ligados al Estado o susceptibles de un proceso de desestatización, de descentralización en sentido libertario y socialista (de ahí que crea que interesen las cooperativas con todos sus defectos, y que hay que participar desde abajo en la vida sindical). Más importante aún es la obra de creación de este campo: comunidades urbanas, colectividades rurales, grupos de barrio funcionalmente coordinados, etc. Es obvio que aquí se me objete que no debemos apoyarnos en una mentalidad que no es la nuestra, sino buscar transformarla en mentalidad libertaria. Naturalmente, nosotros no renunciamos nunca a hacer obra de persuasión y no deberemos renunciar a dar el ejemplo (que cuenta más, pero es más difícil). Pero la mentalidad democrática, fuera del juego de los partido y del poder, no está, después de todo, tan lejos de la nuestra. La separaban de nosotros el catastrofismo insurreccional de un sector de nuestro movimiento por una parte, y por la otra la fe de la gente en los sistemas tradicionales de la democracia representativa, fundamentalmente el voto, dos obstáculos que se van destiñendo (el voto ha perdido gran parte de su credibilidad). De todos modo, como la esencia de la mentalidad libertaria es la tolerancia y nosotros constituimos una fuerza minoritaria, nuestras relaciones con los demás son dictadas por la mayor o menor afinidad y entonces creo que nuestro punto de partida y el ámbito de nuestro trabajo están en las masas que se consideran democráticas. Debemos tender a socializar y federalizar la democracia, a transformarla en directa y socialista. No se trata de ceder al Estado. Nuestra función es la de representar el polo antiestatal. Y es una función difícil, si nos alejamos de la visión simplista de la palingenesia total, del «¡dale al tronco!», pero vale la pena. Es una función permanente, que no ofrece perspectiva de victoria «total», pero vale la pena.
El concepto de revolución
Revolución es una palabra mágica, de la que hay que desconfiar como de toda la magia. Pero es una palabra querida que no debe para pasar al olvido. Hay que vigilar, sí, su uso. Sobre todo, creo que no hay que confundirla con insurrección. Creo ser revolucionaria. Pero para mí la revolución es un cambio profundo en las conciencias y en las cosas. El gran error, creo, consiste en pensar que necesariamente se debe producir antes en las cosas. De esta última convicción viene la función importantísima que en la historia se atribuye –erróneamente– al poder, que puede modificar (aunque menos de lo que se piensa) las cosas y no las conciencias. De esa misma convicción viene la importancia que en la revolución se da al momento insurreccional, que modifica las relaciones del poder. Ese momento a veces falta y a veces viene después, cuando el cambio ya producido ha llevado la situación a su punto de ruptura, provocando en los intereses heridos una resistencia violenta que hace inevitable la violencia contraria. Así, la fase insurreccional está ausente en la revolución española, de la que se habla tan poco (se prefiere –el pour cause– de hablar de guerra civil), y ha sido la consecuencia de una insurrección reaccionaria y conservadora. Y hubo revolución porque estaba ya pronta en los ánimos e incluso en los esquemas de reconstrucción económica de los sindicatos cenetistas, que eran los más fuertes. En realidad, ninguna transformación tiene valor y dura, si no es el producto de una voluntad suficientemente difundida. Cuanto más difundida es tal voluntad, tanto menos violento, o sea, menos autoritario, es el cambio. Lejos de adaptarse a la democracia capitalista, una voluntad revolucionaria semejante quiere tocar zonas profundas y no se conforma con «reformas». Pienso en la revolución cristiana. También ésta existió, si bien no se habla de ella. La misma transformó el mundo romano, para negarse después a sí misma al convertirse en Estado, no sólo por las ambiciones de sus hombres, sino porque las disputas teológicas a partir de San Pablo la habían desnaturalizado y llevado a un terreno favorable al autoritarismo. De este modo el Estado, que era un mal para el cristianismo primitivo, se convirtió en un segundo tiempo en mal necesario (por culpa se decía del pecado original) y, finalmente, en el brazo secular de la Iglesia constituida. Con esto no quiero precisamente propugnar un neocristianismo (hay que estar atentos, a lo que parece, porque se arriesga a cada paso hacerse comprender mal). Digo que el ejemplo puede dar una idea de lo que entiendo por la revolución: me parece la única posición posible para quien rechaza el poder.
Notemos –repitiendo una cosa ya muy dicha– que, por otra parte, quien no lo rechaza no logra nada en el terreno creativo: triunfará en la insurrección o en el golpe de Estado, pero perderá la revolución a través del ejercicio del poder mismo, tanto más radicalmente cuanto más absoluto sea este último. Un paralelo entre el cristianismo después de Constantino y especialmente después de Teodosio y el socialismo después de Lenin y especialmente después de Stalin, es esclarecedor al respecto. La contribución del cristianismo a la historia del espíritu humano se ha efectuado a pesar del Imperio cristiano y de la Iglesia. Algo análogo se puede decir del movimiento de liberación política y social gestado en Inglaterra y en Francia en los siglos X, XVII y XVIII y que desembocó en la Revolución francesa, empantanándose después en los gobiernos y en aquella otra forma de poder representada por la propiedad privada de los medios de producción e intercambio. ¿Qué le pasará al socialismo? Este tiene una función salvadora que cumplir en el mundo de hoy, pero puede hacerlo sólo mediante una libertad sin compromiso con el Estado, es decir, donde sea posible organizar sindicatos independientes y cooperativas que transfieran a la base el control de la producción y del consumo. Y aquí volvemos, para terminar, al argumento central de estas páginas indicado en el título: la democracia. La última revolución húngara fue hecha en nombre de los consejos de fábrica, órganos de un sindicalismo libre, y fue aplastada por el totalitarismo caracterizado entre otras cosas, por el sindicalismo estatal. Donde no existe derecho de huelga, donde el poder económico y la policía están en la mismas manos, todo trabajo creativo en sentido socialista se vuelve desesperadamente difícil, y sólo es posible la rebeldía para obtener aquel espacio vital que, aunque imperfectamente y al precio de luchas, se conserva en los países donde las libertades elementales no han sido suprimidas. Es cierto que el hombre no se salva sino avanzando: pero es también cierto que no se avanza si no se sabe conservar lo que se ha adquirido.
[Tomado de https://revistapolemica.wordpress.com/2014/10/05/sobre-la-democracia-y-la-revolucion.]
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