Emily Avendano (El Estímulo)
La
resistencia no es exclusiva de los más grandes. Su músculo se fortalece con
niños. Nadie se pregunta por qué están allí. Se cuelan entre la masa y también
asumen la vanguardia. Han aprendido a preparar bombas molotov y a devolver
lacrimógenas. La razón es única y compartida: tienen el estómago vacío.
Una
espiral de gas lacrimógeno se dibuja en el cielo. La batalla tiene lugar unos
pocos metros más abajo, en la avenida Sur de Altamira. Cada tanto estalla un
ruido seco: el de los propulsores de bombas. Pese a que tienen 13 y 15 años de
edad no se arredran. “Cuando bajemos eso va a estar rudo”, dice el más grande.
Mientras al pequeño le pican los pies por salir corriendo a meterse en la
candela. Cada vez que trata de acercarse al enfrentamiento entre manifestantes
y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) chocan las metras que tiene guardadas
en el bolsillo de su mono escolar. El mayor también viste con el pantalón del
uniforme; pero no están en clases. Son uno más en la pelea. Nadie los detiene a
pesar de sus edades, ellos mismos no permitirían que lo hicieran.
“Estamos
aquí porque queremos un cambio y un país mejor. Para eso es que hay que luchar,
y este Presidente no nos quiere ayudar. Queremos un cambio”, insiste el de 13.
Se niegan a dar sus nombres. Explican que son de El Paraíso y llegaron hasta
Altamira en un autobús. Están preparados. El de 15 tiene un guante grueso en la
mano derecha —la que usa para devolver las bombas— y un pedrusco agarrado
firmemente en la izquierda. Usa además gorra, lentes y tapabocas. El de 13
lleva casco, pero no guantes. Necesita las manos libres. Se defiende con una
china. Allí, todavía más cerca de la avenida Francisco de Miranda que del
enfrentamiento, ya la tiene cargada. Para eso son las metras.
A
ellos se les unió un tercero que dice ser de José Félix, en Petare. Dice que
también tiene 13 años, aunque a duras penas supera el metro de altura. Parece
de siete. Él no tiene nada que lo proteja. Ni siquiera la mezcla de bicarbonato
con agua, que sirve para contrarrestar el ardor de los gases. No le hizo falta.
Al rato se le ve con la cara cubierta con un trapo a guisa de capucha saliendo
de entre la muchedumbre. Había conseguido un escudo de madera y corría de la
avenida Del Ávila a la Sur gritando: “¡Vienen de aquel lado!”. Hablaba de los
guardias. El aviso sirvió para que quienes se concentraban más arriba pudieran
moverse y sortear la humareda tóxica.
No
es una rareza que menores de edad participen en las manifestaciones. Una
estudiante de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) a la que también le
gusta estar al frente dice que los ve todo el tiempo. “Yo he hablado con ellos.
Uno de los grupos se hace llamar la resistencia del 23 de Enero y son puros
carajitos. El que parece ser su líder tendrá 16 años. Los demás tienen 12 o 14.
He visto chamitos así en la avenida Victoria, El Paraíso, Chacao. Tienen
hambre, y esta es su manera de descargar su rabia”. Libia Álvarez, paramédico
de la Cruz Verde, también ha visto niños lanzando piedras a la GNB por los
lados de El Sambil y el CCCT. “Por lo general están allí pidiendo algo de
comer, andan descalzos y en muy malas condiciones de higiene”.
Un
grupo de manifestantes del este de la ciudad incluso se unió para regalarles
zapatos, camisas y morrales a chamos de entre 15 y 18 años que constantemente
ven en Las Mercedes y Altamira. “Son de zonas populares. Cuando hablamos con
ellos lo que nos dicen es: ‘Los sifrinitos tienen como irse. Nosotros no.
Tenemos que echarle bolas aquí”.
Prepara la “morrocoy”
Ese
3 de mayo de 2017 en Altamira ninguno dijo vivir en la calle. Los chamos
reconocieron que estaban allí escapados de sus padres. Uno de 16 años de Pinto
Salinas también se movía entre una avenida y la otra del sur de Altamira. Llegó
hasta el lugar a pie con la intención expresa de participar en la
manifestación. “Nadie sabe que estoy aquí y no me da miedo. Lo hago porque es
una lucha, porque no tengo comida. Ahora estoy con los convives —compinches de
guarimba— y ellos son los que me regalan un poquito”.
De
nuevo una nube venenosa se cierne sobre la avenida Sur, pero ni él ni sus
compañeros corren. Están aclimatados. “Tranquilos, tranquilos. No corran”,
advierten a la masa. Un grito aumenta la tensión: “¡Médico! Hay un herido”. La
exhortación resuena con fuerza. De repente entre la multitud una moto que lleva
a alguien inconsciente. La escena, aunque de terror, al final se repite muchas
veces. En algunas oportunidades no son motos, sino dos combatientes llevando a
cuestas a un asfixiado; o a alguien cojeando por el impacto de una bomba.
Comienza
un murmullo. Parecen ser cacerolas, pero no lo son. El metal suena diferente.
Poco a poco aumenta en decibeles. Es el tronar del muro que resguarda el
terreno de Altamira Sur. El ruido no molesta. Es un llamado al aguante. Se hace
más fuerte a medida que se dibujan líneas de gas sobre las cabezas de los
manifestantes. Es entonces cuando Carlos Véliz se deja ver. Es de Guatire y
tiene 16 años. “Estoy aquí porque quiero defender mi futuro. Si no lo hacemos
ahorita después no habrá nada. Solamente una dictadura y cómo voy a hacer yo”.
Carlos tiene una misión en la batalla aunque no sepa muy bien cómo
pronunciarla: “Mi función es lanzar piedras y las bombas… ¿morrocoy? Esa vaina.
Lo aprendí aquí. Se hacen con un poquito de gasolina y tierra para que se
expanda”.
Es
un trabajo de relevos. Mientras algunos emergen con la cara roja y sudorosa,
otros bajan a las cercanías de la autopista Francisco Fajardo a continuar el
enfrentamiento. Marco Murillo, de 14 años, apareció con la cara constreñida,
arrugada, los puños apretados y los hombros cuadrados. Vive en la carretera
Petare-Guarenas y también llegó caminando. “No me gusta cómo está el país. Uno
aguantando colas”. Él no sabe hacer molotov, pero sí sabe lanzarlas. Su trabajo
además es devolver las lacrimógenas a los guardias, o llevar las bombas a los
“escuderos”. “Mi única protección son los guantes y la máscara, pero se le dañó
el filtro”. Ese día tenía un solo guante y en la mano desnuda llevaba una
piedra.
Junior
Ortiz, de 12 años, jugaba con una roca. La lanzaba de arriba abajo para
atraparla con la misma mano. Su única protección era un casco y como él mismo
dijo: su fuerza. “Tiro piedras como puedo y aguanto como puedo también”. Afirma
que participa porque está luchando por su país y porque le gusta la adrenalina.
Llegó desde la Urbanización Simón Rodríguez —cerca del Teleférico Waraira
Repano—, con su papá y un tío, aunque siempre se le veía solo.
En la avenida Victoria
Estaban
en la avenida Victoria cuando la represión arreció el 1° de mayo. Eran dos,
ambos dijeron llamarse José y ser hermanos. Rondan siempre entre las calles
Internacional y El Progreso. Uno aseguró tener trece años y el otro afirmó que
tenía once. Llegaron justo después de una de las rondas de gases lacrimógenos
que lanzó la PNB a los manifestantes.
Estaban
alzados. Los dos con piedras en las manos. El más grande cargaba su china con
una roca cada vez que escuchaba una detonación.
—¿No
son muy chiquitos para estar aquí?
—Eso
no importa.
—¿Y
por qué vinieron?
—Porque
tenemos hambre.
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