Tomás Ibáñez
París
en 1968; Berlín y la plaza Tienanmen en
1989; Seattle en 1999; Atenas en 2008;
la plaza Tahir en 2011, un poco más tarde ese mismo año la plaza del Sol y la
de Catalunya, seguidas por Wall Street…
Periódicamente,
sin que se manifieste regularidad alguna en cuanto a la frecuencia del
fenómeno, ni que consigamos captar la más mínima regla de sucesión temporal, el
horizonte social se quiebra de relámpagos que nadie había previsto un instante
antes. Repentinamente, ya sea aquí mismo, o un poco más lejos, o en las
antípodas, la triste y gris sumisión cotidiana se rompe y se transforma en
potentes vientos de revuelta. Asistimos
entonces a unas imprevisibles explosiones populares que animan nuestros
corazones y que logran sacudir, o incluso resquebrajar en algunas ocasiones,
los pilares de las instituciones dominantes.
El
hecho mismo de que cada nueva explosión social nos coja desprevenidos debería
hacernos reflexionar, tanto más cuanto que vamos a seguir experimentando sorpresas
durante largo tiempo ¿o es que alguien
se atrevería a aventurar con alguna precisión dónde y cuándo surgirá el
próximo episodio que dejará su huella en la larga historia de las revueltas?
Desengañémonos, sea cual sea nuestra perspicacia política el próximo episodio
nos sorprenderá de nuevo y nos confrontará una vez más con el misterio de esta
alternancia irregular y aparentemente caprichosa entre largas fases de
desesperante atonía social y breves periodos de embriagadora efervescencia.
Se
trata de un misterio que encuentra sin embargo alguna luz en las metáforas que
solemos usar para representarnos las erupciones sociales. Una de las que acuden
con mayor frecuencia a nuestra mente es la de un volcán que sólo proyecta por
intermitencia el magma incandescente que arde continuamente en sus entrañas.
Otras metáforas de las insurrecciones sociales aluden a los terremotos que
sacuden repentinamente un suelo hasta entonces inerte, o remiten a los
imparables tsunamis que se abalanzan bruscamente sobre las costas. Se trata, al
igual que ocurre con los volcanes, de fenómenos ciertamente episódicos y
escasamente previsibles, al menos con exactitud, pero que, sin embargo, hunden
sus raíces en un movimiento continuo como es el del lento desplazamiento de las
placas geológicas.
En
todas estas metáforas que evocan las revueltas populares encontramos la idea
fuerza de una continuidad de fondo, sorda y secreta, que da lugar sin embargo a manifestaciones
episódicas, ensordecedoras y espectaculares. En realidad, la discontinuidad
sería tan solo una apariencia, similar a la que evoca el curso del Guadiana: la
sorpresa que experimentamos cuando el rio reaparece ante nuestra mirada no resulta sino de nuestra ignorancia o de
nuestro olvido del recorrido subterráneo.
Nuestras
metáforas más habituales sugieren que las explosiones sociales constituyen la
brusca manifestación de un fuego que arde permanentemente en los más profundos
pliegues de la historia, y que representan el resurgir episódico, incluso
cíclico, de esa incandescencia a la que nos gusta imaginar bajo los rasgos de
una aspiración colectiva a la libertad y de una resistencia subterránea contra
el dominio.
Desde
este punto de vista la metáfora del volcán no podría ser más sugerente. En
efecto, tanto si son distantes como si se hallan cercanas en el tiempo las
diversas erupciones de un volcán provienen de un mismo substrato que las
alimenta todas, y que les confiere un carácter común por debajo de los
numerosos aspectos que las diferencian. Lo mismo ocurriría con las erupciones
sociales, más allá de su indudable diversidad todas descansarían sobre un
zócalo común, y serían alimentadas por una misma dimensión de la condición
humana: la revuelta milenaria contra la opresión, la humillación o la
injusticia. En la medida en que todas las revueltas implican por definición un rechazo de las
condiciones contra las que se alzan y, simultáneamente, una exigencia de
transformación de esas condiciones, está claro que todas participan de una
forma común y parecen compartir un mismo origen que recibe a menudo el nombre
de descontento popular.
Una
idea ampliamente difundida nos dice que las energías sociales necesarias para
hacer surgir potentes movimientos de revuelta social se encuentran en estado
latente en el cuerpo social, y que se liberan bruscamente cuando la voluntad de
cambio, estimulada por un empeoramiento de las condiciones de vida o por el
activismo militante, consigue crear situaciones de enfrentamiento directo.
Cuando estas energías sociales irrumpen a la superficie el gran reto que deben
afrontar los militantes consiste en conseguir
que los movimientos de revuelta
cristalicen, impidiendo que se diluyan velozmente. Se trata de lograr estabilizar
sus potencialidades, consolidarlos, anclarlos en el espacio y en el tiempo para
transformarlos así en trampolines que
permitan llegar más lejos en el siguiente salto.
No
obstante, en contraposición a las concepciones vehiculadas por las mencionadas
metáforas, cabe preguntarse si las revueltas populares no constituirían más
bien “creaciones” sociales en el sentido
fuerte del término “creación”, es decir, “acontecimientos” que se crean ex-novo
en el campo histórico social y que, por ser precisamente “acontecimientos”, no
están totalmente pre-contenidos en las
condiciones que anteceden a su existencia.
En
efecto, si reflexionamos sobre lo ocurrido en Mayo 68, o sobre las ocupaciones
de las plazas de Madrid o de Barcelona a partir del 15 de Mayo de 2011, vemos
que las energías sociales que se despliegan en las grandes revueltas sociales
no prexisten necesariamente al inicio de las movilizaciones. Es, más bien, como si surgiesen desde el
interior de las propias movilizaciones y fuesen acompasando el posterior
desarrollo de las luchas. Estas energías se constituyen en el seno mismo de las
situaciones de enfrentamiento y es probablemente por eso por lo cual las
grandes erupciones sociales tienen un carácter imprevisible y se presentan bajo
los rasgos de la espontaneidad.
Pero
cuidado, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no
implica en absoluto una denegación de causalidad. Obviamente, es necesario que
se encuentren efectivamente reunidas ciertas condiciones antecedentes para que
estallen revueltas importantes. En este mismo orden de cosas, el hecho de que
revueltas similares estallen casi al mismo tiempo en regiones del globo
relativamente distantes (véanse las múltiples revueltas del año 1968, o
aquellas, en cascada, de los países árabes) indica claramente la presencia en
todas esas regiones de condiciones previas suficientemente parecidas. Negarlo
conduciría a atribuir esta casi simultaneidad al solo efecto de un fenómeno de
contagio y de reacción mimética, lo cual no parece muy plausible.
Asimismo,
hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no
significa que se pueda prescindir del trabajo de agitación
política y social, de la actividad de difusión de las ideas subversivas, o de
la labor de preparación del terreno para futuras revueltas. Todo esto es
imprescindible aun sabiendo que cuando estallen las revueltas estas sacarán su
fuerza de ciertas características de su propio desarrollo más que de la previa
preparación del terreno.
En
este mismo orden de ideas, también es cierto que cada nueva revuelta encuentra
elementos valiosos en la larga memoria de las revueltas anteriores, porque
aunque las erupciones populares sean discontinuas parece que un hilo rojo
las conecte entre sí. Sin duda, la marca dejada en el imaginario por las
luchas anteriores alimenta las revueltas posteriores, sin embargo, por profunda
que sea esta marca no basta para
activarlas. Las personas no se lanzan al combate apoyándose sobre las huellas
dejadas por las luchas pasadas sino que lo hacen porque reaccionan contra lo
que perciben como una injusticia, una agresión o un abuso en el momento
presente. En su inicio la movilización siempre nace como replica a una
situación que ya no se soporta o ante un hecho que no se acepta, y solo
posteriormente la dinámica que se
instaura en este movimiento inicial le permitirá adquirir, o no, la amplitud
suficiente para alcanzar el rango de acontecimiento histórico. El imaginario y
la memoria se incorporan eventualmente al movimiento durante su desarrollo
aportándole valiosos ingredientes, pero no lo crean ni presiden
a su eclosión.
Dando
por supuesto que las causas de la revuelta deben estar efectivamente presentes
para que esta pueda estallar, aún permanece el interrogante sobre las razones
por las cuales, aun estando presentes esas causas, la revuelta puede no llegar
a producirse, o por lo contrario puede alcanzar una amplitud extraordinaria, o
también, puede extinguirse rápidamente.
Algunas de esas razones son fáciles de adivinar. Así por ejemplo, es obvio que
la intensidad del control que ejerce un sistema de dominio en unas
circunstancias históricas determinadas puede explicar que la revuelta no llegue
ni siquiera a manifestarse, también es obvio que la contundencia de la
represión puede hacer que esta se extinga rápidamente, y está claro por fin que
la intensidad del descontento puede explicar su expansión, pero otros factores
intervienen igualmente para propulsar o para inhibir la fuerza de la revuelta.
Para intentar acotarlos puede ser útil distinguir entre dos grandes tipos de
rebeliones.
Un
primer tipo de rebelión es inherente al propio funcionamiento del sistema. En
efecto, las luchas que transforman el descontento social en un enfrentamiento
directo pueden ser masivas, duras, violentas, y, en el mejor de los casos,
pueden hacer retroceder el poder político, arrancar ciertas concesiones a los
poderes económicos, o incluso modificar el tablero político haciendo caer
gobiernos y propiciando la convocatoria de elecciones, pero estas luchas solo
son la expresión de la conflictividad social inherente al sistema, y se
inscriben en la lógica de su propio funcionamiento. Un funcionamiento que esta
hecho de una tensión y de una lucha permanente entre dominados y dominantes,
con constantes reajustes de las relaciones
de fuerza que presiden á la creación y a la distribución de las riquezas o a la
toma de decisiones políticas. La revuelta se presenta entonces como un momento
particularmente agudo de un conflicto de
intereses que se encuentra en la base misma de nuestro tipo de sociedad y su
desenlace toma la forma de una redistribución de los intereses en juegos que
puede beneficiar o perjudicar a los actores de la revuelta según sea el
resultado final de la fase de confrontación directa.
Una
metáfora que ilustra bastante bien el juego reglado de las luchas sociales
ancladas sobre los conflictos de intereses es la del flujo y el reflujo de las
olas en las playas. La ola se rompe sobre la playa, retrocede unos metros y se
adelanta nuevamente, incansablemente. El flujo y el reflujo de las olas sobre
la playa, o el de las mareas si cambiamos de escala, es una imagen apreciada
por quienes gustan hablar de fases de
repliegue y de ofensiva del movimiento obrero. Es bien cierto que los avances y
los retrocesos de ciertas luchas sociales miman el ir y venir de las olas y de
las mareas, exceptuando su regularidad, pero esta imagen connota también
la idea de una monótona repetición incapaz de trastocar el orden profundo de
las cosas.
En
este tipo de revuelta, que se expresa mediante la huelga o la manifestación
callejera, el objetivo que se persigue consiste en dar la máxima visibilidad a
un desacuerdo, en expresar colectivamente una exigencia, y en forzar un cambio
que vaya en la dirección de satisfacer lo que se reclama. Toda la lucha se
vuelca en la resolución del problema bien preciso que la ha provocado y se
agota en ese objetivo. En este tipo de movimiento la expansión o no de la
revuelta sólo depende, por una parte, de la intensidad del descontento social
que la espolea y, por otra parte, de la intensidad de la represión ejercida
para contenerla y eliminarla. Así, por ejemplo, la radicalidad y la amplitud de
las movilizaciones que sacuden Grecia estos últimos meses dan la medida del
altísimo nivel alcanzado por el descontento popular y solo la represión impide
por ahora que consigan lo que exigen.
Sin
embargo ocurre algunas veces que las luchas
surgidas del descontento social propician el despliegue de una
creatividad social que cuestiona y que hace tambalear la lógica misma del
sistema. Se dibuja entonces un segundo tipo de movimiento de revuelta que se
aparta del juego más o menos reglado de la conflictividad social suscitada por
los conflictos de intereses. Podemos reconocer este segundo tipo de movimiento
en los acontecimientos de Mayo 68, en el
movimiento del 15 M, o, muy parcialmente, en la plaza Tahir, por citar tan solo
algunos ejemplos.
Cuando
se dibuja un movimiento de este tipo, vemos cómo las muchedumbres que invaden
las calles y los lugares públicos no lo hacen
sólo para protestar contra tal o cual agravio, o para exigir tal o cual
medida, sino también para instituirse, o mejor, para auto-instituirse como un nuevo sujeto político.
Este proceso de auto-institución que toma lugar en el seno mismo de las movilizaciones
requiere que las personas se organicen, conversen, elaboren colectivamente un
discurso político que les sea propio y que construyan en común los elementos
necesarios para mantener en pie la movilización y para desarrollar su acción
política. Eso exige que se haga trabajar la imaginación para crear espacios,
construir condiciones, elaborar procedimientos que den a las personas la
posibilidad de elaborar, por sí-mismas y colectivamente, su propia agenda al
margen de consignas venidas de lugares exteriores al propio lugar de las
movilizaciones.
Este
trabajo de creación de un nuevo sujeto político toma entonces la delantera
sobre las reivindicaciones particulares que han suscitado la movilización. De
hecho, el paso de un tipo de movimiento al otro parece producirse cuando las
situaciones iniciales de confrontación consiguen sustraer determinados espacios
a los dispositivos de poder que los controlan, logran desbordar lo instituido,
alcanzan a liberar un trozo de la realidad del poder que lo ha investido,
creando de esta forma un vacío de poder en determinadas esferas sociales. En
este tipo de situación se forman nuevas energías sociales que se añaden a las
que provienen del descontento social inicial, estas energías se
retro-alimentan, pierden intensidad por momentos para, en el instante
siguiente, volver a crecer con más fuerza al igual que ocurre con las
tormentas. El hecho de subvertir los funcionamientos habituales y los usos
establecidos, de ocupar los espacios, de transformar los lugares de paso en
lugares de encuentro y de palabra, todo eso activa una creatividad colectiva
que inventa en cada instante nuevas
maneras de extender la subversión y de hacerla proliferar.
Los
espacios liberados engendran nuevas relaciones sociales que crean a su vez nuevos
vínculos sociales, las personas se transforman, y se politizan, en muy pocos
días, no superficialmente sino profundamente, con una rapidez increíble. De
hecho, son las realizaciones concretas que se consiguen llevar a cabo, en el
aquí y ahora de la lucha, las que consiguen motivar a las personas, las que
logran incitarlas a ir más lejos, y les hacen ver que otros modos de vivir son
posibles. Pero para que estas realizaciones puedan crearse es necesario que las
personas se sientan protagonistas, que decidan por ellas-mismas, y es cuando
son realmente protagonistas, y cuando se sienten realmente como tales, cuando
se implican totalmente, lanzando todo su cuerpo en el desarrollo de la lucha y
consiguiendo que el movimiento de revuelta se amplifique mucho más allá de lo
que dejaba presagiar el descontento instigador de los primeros enfrentamientos.
Aun
suponiendo que el análisis esbozado hasta aquí encierre algunos elementos
razonablemente aceptables, éste no nos proporciona receta alguna para transitar
desde el primer tipo de movimiento hasta ese segundo tipo que se corresponde
más íntimamente con las concepciones y con los deseos anarquistas. Tampoco nos
ofrece la menor indicación sobre las condiciones que deberíamos arbitrar para
hacer que estos movimientos perduren en el tiempo. Todo parece indicar, al
contrario, que su carácter volátil y efímero va a acentuarse a medida que se
ensancha el ciberespacio y que proliferan las redes sociales basadas en los
intercambios electrónicos.
Ya
en el 2006 subrayaba en la revista francesa Réfractions qué: «… las luchas
actuales tienen un carácter episódico y discontinuo. Efímeras y ampliamente
imprevisibles las movilizaciones de masa surgen como unas erupciones que no
resulta fácil descifrar… hoy en día los principales núcleos activistas surgen,
puntualmente y sin estabilidad temporal, a partir de la esfera de los no
organizados o de los débilmente organizados, de los no militantes o, a lo sumo,
de los militantes intermitentes. »
Seis
años después estas características se han acentuado aun más, y podemos
arriesgarnos a aventurar que las grandes movilizaciones populares van a
multiplicarse por el mundo, van a sucederse a un ritmo mucho más apresurado y
que van a ser cada vez más imprevisibles. Una de las causas principales de esta
proliferación y de esta aceleración se encuentra probablemente en el hecho de
que la conexión permanente entre centenares de millares de personas, mediante
Facebook y Twitter entre otras redes, dibuja los contornos de una multitud
virtual que puede materializarse en cualquier momento con una rapidez inaudita.
No
obstante, si las movilizaciones surgen con celeridad también se disuelven casi
tan rápidamente como se constituyen. Es como si aquello mismo que hace posible
la rápida creación de un movimiento de masa impidiese al mismo tiempo su
estabilización y su consolidación sobre la larga y la mediana duración. Pero
esto no debería sorprendernos porque la rapidez con la cual se forma hoy en día
una movilización masiva se debe en parte al hecho de que se constituye sin
infraestructuras previas, sin ningún anclaje fijo en el espacio, sin que exista
un corpus de experiencias compartidas y una historia común. Se constituye en la
fluidez de lo que se podría llamar lo inmaterial, llevado por las ondas por así
decirlo, y esto mismo que favorece su rápida constitución se vuelve contra sus
posibilidades de perdurar.
No
hace mucho tiempo las grandes concentraciones tenían que ser convocadas por
estructuras organizativas estables, sindicatos o partidos, arraigadas en el
territorio y avaladas por una antigüedad suficiente, una vez lanzada esa
convocatoria debía ser difundida por los militantes y los simpatizantes de
estas organizaciones. Hoy la convocatoria puede provenir de otros lugares, y
recurrir á otras cajas de resonancia que se revelan igual de eficaces y mucho
más eficientes.
Pese
a la enorme incertidumbre y a las fuertes dudas que siempre acompañan cualquier
apuesta sobre el futuro, sigo convencido de que el ritmo de las revueltas va a
ser cada vez más espasmódico, cada vez más imprevisible, y que éstas serán sin
duda de muy corta duración porque las características de las sociedades
actuales —velocidad, comunicación, conectividad, etc.— facilitan la eclosión de
los movimientos de rebelión al mismo tiempo que
los condenan a ser efímeros. Si este panorama político se confirmase,
deberíamos afrontar con cierta urgencia al menos dos interrogantes.
El primero hace referencia a nuestra capacidad
de adaptación a nuevas formas de lucha que desafían, por un lado, buen número
de esquemas laboriosamente elaborados durante
cerca de dos siglos de lucha por un cambio social radical y libertario,
pero que, por otro lado, parecen congeniar con algunos de los principios
libertarios más genuinos y demostrar su validez. ¿Cómo redefinir en este nuevo
contexto la función de nuestras organizaciones, las modalidades de nuestras
intervenciones, nuestro tipo de inserción en las revueltas, los ritmos de
nuestros compromisos?
La
segunda cuestión consiste en saber si las nuevas características de las
revueltas sociales van a disminuir o a
incrementar las posibilidades de poner en jaque el actual sistema social y
forzar su transformación radical. ¿Estas nuevas características van a brindar
un respiro a las fuerzas que controlan el sistema, van a permitirles afrontar
los movimientos de revuelta en mejores condiciones, o, al contrario, van a
crearles más dificultades, sembrar el desconcierto en sus actuaciones, y
hacerles correr mayores riesgos de desestabilización?
El
hecho de que debamos celebrar o lamentar en un futuro cercano la emergencia de estos
nuevos movimientos dependerá, por supuesto, de las respuestas que reciban estos
dos interrogantes, pero sean cuales sean las respuestas, todo parece indicar
que las nuevas características de las revueltas van a definir durante un tiempo
probablemente largo el contexto en el que se desarrollarán nuestras luchas.
[Tomado
de http://librepensamiento.org/archivos/3689.]
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