Félix
García M.
No es nada sencillo definir las señas de
identidad del anarquismo, que por definición tiende a ser abierto, con
fronteras algo borrosas. No obstante es importante ofrecer unas referencias
para delimitar cuál es nuestra propuesta sin entenderlas como cierres que
excluyen y separan. Para ello, podemos recurrir a los tres nombres con los que
se ha llamado a la tradición anarquista: anarquistas, libertarios y ácratas,
subrayando la oposición al gobierno, le defensa radical de libertad y la
oposición al poder. Todo ello realizado mediante actuaciones que prefiguran el
mundo nuevo hacia el que pretendemos avanzar.
Introducción
Es posible que estemos ante una pregunta
que, en el fondo, no deja de estar mal planteada, sobre todo porque
habitualmente la palabra identidad está vinculada a la necesidad de diferenciar
a individuos o colectivos de otros individuos y colectivos, estableciendo
fronteras claras, o bastante claras, entre «ellos» y «nosotros»: quienes se
ajustan a determinados rasgos son de los «nuestros» y quienes no se ajustan son
de los «otros». El asunto tiene su interés, pues viene bien dejar claro quiénes
somos, qué es lo específico que nos define, que además es lo que podemos
aportar a la comunidad en general, incluidos los otros. Se convierte así,
además, en el hilo argumental que permite dar un nivel fundamental de
coherencia a nuestra identidad en el decurso temporal; esto es, nos permite
escribir una biografía, un «relato» (grafía) de nuestra vida (bio).
El problema es que la insistencia en las
identidades puede dar lugar a algunos inconvenientes con graves consecuencias.
El primero de ellos es precisamente el insistir tanto en esas señas de
identidad que se conviertan en pesadas losadas que nos impidan escribir relatos
que, manteniendo una coherencia temporal, sepan estar a la altura de las
cambiantes circunstancias. Suele ejemplificarse esta deriva con la figura de
los celosos guardianes de las tradiciones propias que se oponen con rigor a
todo cambio o modificación en la interpretación de las esencias identitarias.
Sobrados ejemplos hay en la historia y en la actualidad.
El segundo es tender a trazar, a partir de
esas mismas esencias irrenunciables, fronteras nítidas y tajantes. Se utiliza
entonces como motor de medidas excluyentes, que refuerzan una dinámica social
determinada por el enfrentamiento entre amigos y enemigos. Suele decirse que,
en nuestra cultura occidental, la Inquisición aparecida en el siglo XII, es el
ejemplo perfecto de una práctica, en este caso religiosa y política, de
señalamiento de los herejes, los heterodoxos, para separarlos de los ortodoxos,
recurriendo a la muerte física si fuera necesario. Desgraciadamente no es el
único caso y en la historia del siglo XX hemos tenido ejemplos espectaculares
como las purgas dirigidas por Stalin o las matanzas organizadas por los Jemeres
Rojos dirigidos por Pol-Pot, por mencionar solo los dos más llamativos. Otros
ejemplos son menos dramáticos, pero obedecen a la misma actitud de trazar
fronteras para decir quiénes está claramente fuera. Hay quienes diseñan
políticas lingüísticas cuyo objetivo es precisamente imponer una lengua
identitaria; hay quienes dicen, con fina ironía, que quien se mueva no sale en
la foto; o hay revistas que excluyen algún artículo porque no se ajusta a las
líneas programáticas de la organización.
Las identidades son, por tanto, algo tan
necesario para poder reconocernos a nosotros mismos y para poder actuar con un
sentido de la coherencia, como peligroso, dados los daños colaterales que
pueden provocar.
En el caso del anarquismo, el asunto
adquiere un nivel de complejidad que quedaba perfectamente recogido en el
título de un valioso libro: Ni Dios, ni amo, ni CNT. No bastaba luchar
contra los enemigos oficiales del pensamiento libre, Dios y el Estado, sino que
convenía mantener la lucha contra la previsible emergencia de otros dioses
menores, algunos de ellos en el seno de la propia familia anarquista. Y es de
esto de lo que hablo a continuación, de cómo establecer algunas señas de
identidad que puedan servir de referencia para mantener un discurso y una
práctica reconocibles que no se conviertan en señas de exclusión destructivas,
que se puedan utilizar para «silenciar», «excluir» o incluso «aniquilar» a los
enemigos externos o a los internos, ni tampoco en momias egipcíacas que agosten
la libertad de pensamiento y de creación.
El
anarquismo y los anarquismos
En cierto sentido, acompaña al anarquismo
una cierta indefinición intrínseca de los límites que acotan lo que debemos
entender por tal. Es intrínseca porque algo que acompaña a esta corriente de
pensamiento es precisamente el negar los argumentos de autoridad y exigir la
libertad de pensamiento crítico de las personas, lo que deja fuera la posibilidad
de ofrecer o imponer definiciones que restrinjan la amplitud y radicalidad con
las que el enfoque libertario aborda los problemas sociales, económicos y
políticos.
Si se puede poner fecha de nacimiento al
anarquismo en sentido estricto, como propuesta política, muy posiblemente la
más adecuado sea mencionar a Proudhon, con algunos antecedentes inmediatos como
Godwin. Eso sí, al poco de que Proudhon utilizara el término «anarquista» ya
empezaron a surgir denominaciones diferentes de propuestas que reclamaban el
nombre de anarquismo (algunos con adjetivos y otros sin adjetivos) y que eran
discutidas por los propios anarquistas. Kropoktin, en 1910, escribió un
importante artículo para The Encyclopedia Britannica, y en él distinguía
entre anarquismo como tendencia hacia la organización de la sociedad sin
gobernantes y gobernados, tendencia que ha estado siempre presente desde la
Grecia clásica, también en otros continentes, y el anarquismo como doctrina ya
elaborada, cuya primera expresión teórica ya elaborada se da en Godwin, siendo
Proudhon quien le da el nombre por primera vez.
Pues bien, ya en esta tendencia, de algún
modo aparecen diversas formas de entender la práctica y la teoría de la
política anarquista, que a la vez no es solo una concepción de la política sino
una visión global del mundo y del ser humano. Es más, las diversas formas de
entender el anarquismo han entrado en confrontación en distintos momentos, y se
han producido igualmente expulsiones y condenas, algo que, en principio no
sería muy coherente con el propio anarquismo
Sin quedarnos en la vaga apelación a un
anarquismo presente desde siempre en la humanidad, lo que sigue es un intento
de fijar algunas ideas básicas que podemos y debemos tener en cuenta para
presentar el anarquismo como una propuesta de intervención política. Dado que
no tiene sentido alguno pretender que se puedan dar algo parecido a unos
criterios de otorguen certificados de homologación anarquista, lo que sigue es
más bien eso, una reflexión sobre las señas de identidad entendidas como
parecidos de familia, que deben ser comprendidos y utilizados con flexibilidad,
pero que también permiten saber quiénes están completamente fuera, quienes
estarían dentro de la familia y quienes se moverían en los terrenos
fronterizos. Para ello voy a utilizar los tres nombres con los que se ha
conocido a los anarquistas en su historia, aunque mantengo el de anarquistas
como el que debe ser usado preferentemente, pues es el más usado en ese
sentido. Por otra parte, escribo considerándome a mí mismo dentro de la
familia. Evidentemente no he pedido a nadie el certificado de homologación que
me autoriza a considerarme uno de los nuestros.
Anarquistas
Sin duda, es la palabra clave, la más
frecuente y quizá la más usada cuando una persona pretende dejar claro de
entrada en qué campo se encuentra, pues todo indica que es la que nadie más
utiliza, excepto nosotros mismos. Es la afirmación radical que marca su
etimología: no al gobierno, pues no queremos jefes que, desde posiciones de
poder, impongan su voluntad al resto de las personas. Es precisamente la que
dio Proudhon por primera vez haciendo ver que no era ni monárquico ni
republicano, por más adjetivos que se pusieran a ambos términos. Él era un
anarquista porque ese adjetivo indicaba con claridad que estaba en contra de
ser «gobernado».
En eso el anarquismo está cercano a los
liberales, incluso a los neoliberales y también a la doctrina social cristiana:
mantiene una desconfianza profunda respecto al gobierno, incluso cuando adopta
la configuración de Estado de bienestar. No se buscan burocracias encargadas de
gestionar la felicidad de los seres humanos, por encima de su voluntad. Como
tampoco se quieren vanguardias conscientes del proletariado. Es un no muy
radical al Estado en el que se ve sobre todo una fuente de control y coerción.
Del mismo modo que, como señalaba Pierre
Clastres, las sociedades llamadas primitivas mostraban un esfuerzo constante
por evitar la cristalización de un Estado que conllevaba la acumulación y
concentración del poder en unas pocas manos, las sociedades con Estados, que
son prácticamente todas desde la producción de excedentes posterior a la
agricultura, son sociedades en las que el Estado, en diversas configuraciones,
va más allá de las tareas necesarias de organizar el trabajo y la convivencia
colectivas y se convierte en fin en sí mismo, cuya función es garantizar el
poder, esto es, la capacidad de imponer unas normas y comportamientos al
conjunto de la población que favorecen a unas élites y perjudican al resto.
El mundo moderno y contemporáneo ha sido
testigo de un crecimiento constante del Estado que, a pesar de los esfuerzos
para lograr evitar la concentración de poder, especialmente en el mundo
«occidental» tras las revoluciones democráticas del siglo XVII, ha producido
muy al contrario un incremento del peso del Estado y una sofisticación de sus
mecanismos de control.
Aquí y ahora, la esencia de todos los
gobiernos sigue siendo desempoderar fácticamente a los ciudadanos e inocular en
su conciencia la necesidad que tienen de gobiernos fuertes para garantizar la
gobernanza. Eso indica, desde mi punto de vista, que el anarquismo es muy
necesario para contrarrestar esta estatalización agobiante.
Libertarios
En este caso apelamos a un adjetivo que
tiene la ventaja de gozar de más aceptación popular, dada la importancia que la
libertad tiene en las sociedades en las que está arraigada la democracia
parlamentaria pues esta sitúa la libertad en el quicio de su configuración y
también de su legitimación. Parece que suscita menos rechazo decir que somos
«libertarios», sobre todo porque vivimos en sociedades que han exacerbado hasta
extremos algo contradictorios la libertad de los individuos, que tiene su
expresión más genuina, y más auto-contradictoria, en la libertad de elegir a
sus gobernantes cada ciertos años y en la libertad de vender y comprar, sobre
todo comprar, en el mercado global.
No obstante, en este caso, la libertad del
anarquismo es completamente distinta de la del liberalismo democrático: nuestra
libertad no termina donde empieza la libertad de los demás, sino más bien al
contrario. Parte de la tradición filosófica hegeliana, e incluso de algunas
versiones de la liberal, como la propuesta por Adam Smith, en las que lo
importante en la vida social de los seres humanos es la lucha por el
reconocimiento, siguiendo la estela de la dialéctica entre al amo y el esclavo.
Rechaza completamente la tradición filosófica que tiene en Hobbes a uno de sus
máximos representantes, quien consideraba que los seres humanos se comportaban
entre sí como lobos en estado de permanente combate
La libertad defendida en el anarquismo se
sitúa en las antípodas de la libertad tal y como se entiende en las sociedades
dominadas por el individualismo competitivo que plantea la lucha como medio de
selección evolutiva que promueve el triunfo de las personas más fuertes. Es
justo lo contrario, una libertad que se enriquece con la libertad de los demás,
con quienes, por encima del conflicto, busca la cooperación y el apoyo mutuo,
genuino motor del progreso evolutivo. Nuestra libertad comienza donde comienza
la libertad de los demás y solo tiene valor real cuando es reconocida por otros
seres libres. Sin renunciar a seguir defendiendo la libertad individual, en la
que no tiene cabida la coerción, tiene claro que el puro hecho de decidir
libremente no es fuente de legitimidad, puesto que importa también el objeto de
la libre elección que solo libera en la medida en que se vincula a un proyecto
solidario y comunitario.
Por eso nuestro enfoque está muy lejos del
que dan los liberales. Como decía Diego Paredes Goicochea hablando de la
dimensión política del anarquismo, Bakunin criticaba el supuesto liberal de una
libertad individual previa a los vínculos sociales. Frente a esto, Bakunin
sostiene que la libertad anarquista sólo es posible gracias al trabajo y al
poder colectivo de la sociedad, pues los seres humanos solo realizamos nuestra
plenitud personal, que incluye la libertad individual, completándonos con todos
los individuos que nos rodean.
Ácratas
La crítica a la democracia representativa,
habitual entre los anarquistas, responde a otra dimensión fundamental de su
manera de entender la convivencia social y la organización de la misma.
Posiblemente una de las exposiciones más claras la planteó Ricardo Mella en su
folleto La ley del número. En cierto sentido, los anarquistas recogen
las aspiraciones implícitas en las revoluciones contemporáneas que inauguran
las nuevas democracias, siguiendo los rasgos fundamentales de la democracia
ateniense: se busca la participación de todos, la soberanía popular y la
división de poderes. Así enfocado, podríamos considerar al anarquismo como la
teoría política más radicalmente comprometida con la democracia, es decir, con
el poder ejercido por el pueblo en general, pero no haría justicia al fondo de
nuestra filosofía política.
Somos a á-cratas, es decir, personas que
renuncian a la búsqueda y ejercicio del poder. No queremos que nadie nos
imponga lo que debemos hacer ni tampoco pretendemos imponérselo a nadie, si
bien nuestra práctica no siempre ha sido coherente con esa convicción, como
bien criticaba Vernon Richards al valorar la actuación de los anarquistas en la
revolución de 1936-37 en España. La tentación de imponer por la fuerza el
propio modelo es fuerte, pero estar en contra del poder se mantiene.
Es por eso por lo que hay cierta renuencia
frente a la democracia, más todavía hacia la puramente parlamentaria en la que
todo el juego termina reducido a una lucha por la conquista del poder, avalado por
la mayoría, para desde allí imponer a las minorías la propia concepción de la
sociedad y las propuestas específicas para resolver las problemas que la
sociedad tiene. Se podría decir que jugamos en otro campo y por eso no
participamos en procesos electorales con partidos políticos. Lo nuestro es,
sobre todo, el empoderamiento de las personas en la sociedad, reforzado con
lazos de solidaridad y modelos autogestionarios de organización; es profundizar
la división de poderes hasta lograr su completa disolución, de tal modo que
nadie siga percibiendo situaciones de opresión y nadie esté facultado para
imponer y oprimir. De ahí la importancia que tiene el asambleísmo en el sentido
de propiciar y potenciar debates abiertos sobre las propuestas políticas, procurando
llegar a consensos y evitando las votaciones que tras la victoria del sector
mayoritario, «legitiman» la imposición coercitiva de su solución a la fuerza,
apelando además a que solo el Estado posee está legitimado para usar la
violencia. Olvidan así otra lección importante aportada por Bakunin: los
problemas resueltos a la fuerza siguen siendo problemas.
Para los anarquistas, lo importante, por
tanto, es el esfuerzo permanente para que el poder, que siempre está presente
en las relaciones humanas, se mantenga en los límites del empoderamiento, sin
dar paso a que unos se apoderen del mismo de manera asimétrica y tengan la
capacidad de determinar la conducta del resto de la población. Como bien señala
Uri Gordon, al hablar del anarquismo actual, la democracia, tal y como se
entiende aquí y ahora, no es en nuestro campo de acción; estamos más
interesados por la acracia.
Una
estrategia compartida: la prefiguración
Renunciar a luchar por el poder no
significa renunciar a la presencia política en la sociedad, sino más bien
entender esa presencia, y la política en general, en un sentido más amplio y
más rico. Retomamos una visión que hunde sus raíces en la Grecia clásica y que
se mantiene viva en pensadores contemporáneos como Hanna Arendt o Abensour:
como acabo de exponer, el objetivo es situarse en la esfera de la sociedad
civil, socializando el poder por fragmentación y difusión horizontal y evitando
la deriva totalitaria que convierte el poder en dominación. En definitiva se
trata de hacer presente en la vida social formas de organización y convivencia
alternativas que por un lado contradicen las dominantes, basadas en exceso de
la opresión y la explotación y reproductoras de ambas, y por otro lado ponen de
manifiesto que es posible vivir de otra manera, alcanzando los objetivos que
todas sociedad básicamente se plantea: garantizar una convivencia pacífica en
la que todas las personas ven satisfechas sus necesidades fundamentales y
pueden desarrollar sus propios proyectos personales de una vida plena.
Mostramos con nuestra práctica concreta,
en diferentes ámbitos (escuelas, cooperativas de vivienda, sindicatos, ateneos,
radios…), que la propuesta autogestionaria, en la que no hay jerarquías ni
acumulación del poder, sino otra manera de organizarse, es enriquecedora,
eficaz y eficiente. Prefiguramos aquí y ahora ese mundo nuevo que llevamos en
nuestros corazones, que no es la ilusión ilusa de los impotentes, sino la
ilusión ilusionada que dota de sentido a la vida humana desde la infancia hasta
la madurez. Los elementos utópicos del proyecto revolucionario no se quedan
como ideas reguladoras que nos vienen de un futuro que no existe, sino que se
incorporan, se encarnan de manera profunda en el presente.
Rompemos de este modo un esquema simplista
del progreso, instalado en el tiempo cronológico y homogéneo, válido para
transacciones comerciales y cálculos de costes y beneficios, tiempo que,
erróneamente adosado a la idea de progreso, justifica brutales sacrificios en
el presente por un hipotético futuro arcádico que siempre se pospone al mañana,
ese mañana que por definición nunca existe. Reivindicamos el presente denso, la
totalidad concreta del aquí y el ahora en la que irrumpe el tiempo del kairós
griego, un tiempo cualitativo, heterogéneo, el tiempo mesiánico de los
profetas, que, como decía Benjamin, concibe el presente como el tiempo-ahora en
el que se introducen, esparciéndose, astillas del tiempo mesiánico de la
reconciliación, el reconocimiento y la justicia. Queremos el pan y las rosas ya
y no estamos dispuestos a seguir esperando indefinidamente. Queremos una
experiencia vital de lo que implica vivir de otro modo, orientados por
criterios que ponen patas arriba una sociedad demasiado resignada a aplazar
indefinidamente el logro de una vida mejor. Una sociedad tan apegada a hacer
cálculos tácticos sobre los acontecimientos que se olvida de vivir con
plenitud.
Solo desde esa perspectiva se puede
entender y poner en práctica la estrategia de la acción directa tan propia del
anarquismo, no solo por exigir la participación activa de las personas en la
lucha por la liberación y su protagonismo que ni delega ni aplaza, sino que ir
directamente al corazón del problema. Sólo con esa concepción del presente
adquiere toda su potencia transformadora acciones como la toma de las plazas y
calles, la ocupación de casas vacías o la no-violencia activa. Son
intervenciones en las que van de la mano la breve cita del Deuteronomio que
encabeza La filosofía de la miseria de Proudhon, «destruam et edificabo», de la
que el joven Bakunin daba una versión muy sugerente: «La pasión de la
destrucción es al mismo tiempo una pasión creadora».
Cierto es que esta tensión entre el
destruir y el crear puede derivar en versiones de la prefiguración que,
cargadas de cólera apocalíptica, se decanta por la propaganda por el hecho,
entendida como estallido violente cuyo fin es conmover catárticamente a la
sociedad. El mismo Bakunin se dejó llevar por esa práctica en su Catecismo
Revolucionario. No en vano Alberto Eiriz, en una reciente y muy buena
edición de esa obra, añade el subtítulo de El libro maldito de la Anarquía. Sin
erigirnos en jueces de esos estallidos de las víctimas que jalonan la historia
de la humanidad, cobrándose su miseria en sangre purificadora, no cabe la menor
duda de que han hecho un flaco servicio al anarquismo, en la medida en que, de
la mano de literatos como Conrad y de fieles servidores del orden establecido,
han consagrado en el imaginario social la sesgada e injusta imagen del
anarquista como personaje asocial profundamente violento.
Consolidar esa imagen de los anarquistas,
aun contando con la colaboración directa de bastantes anarquistas que
practicaron una violencia extrema, exige centrarse intencionadamente en los
casos en los que seres humanos concretos son las víctimas directas de la
violencia anarquista. Sin embargo, nada se dice de la violencia brutal y
sistemática del Estado, muy próxima a las prácticas terroristas. Es más, se
silencia lo que promovían los propios medios anarquistas: paz a los seres
humanos y guerra a las instituciones. Los anarquistas andaluces, quizá más
sensibles a esta idea de la prefiguración que aquí mantengo, preferían
ejemplificar su insurreccionalismo con la quema de los edificios en los que se
asentaban los ejecutores del poder de los opresores. Nada había en esa cólera
popular de arcaico, primitivo o prepolítico, sino una clara táctica orientada a
golpear en los cimientos del poder social, político y económico. Era una
propaganda por el hecho con función simbólica y también catártica, pero también
acción que prefiguraba la sociedad que se buscaba.
Breve
conclusión
Zanjar plenamente lo que debemos y podemos
entender por anarquismo no es tarea sencilla. Si no fuera porque obviamente es
necesario poner algunos mojones orientadores que permitan orientar las
discusiones y sobre todo las prácticas en el seno de organizaciones que, como
la CGT, proclaman su pertenencia a la familia anarquista, quizá no merecería la
pena el esfuerzo que requiere alcanzar esas señas de identidad. No obstante, el
interés por el tema seguiría siendo elevado, pero ya con otra función, la
propia de una reflexión anarquista que se mantiene siempre abierta a revisar su
propia manera de entender el fondo de los problemas sociales y la manera más
acertada de ofrecer alternativas tácticas y estratégicas que permitan mantener
la capacidad de enfrentamiento contra la injusticia realmente existente y
mostrar la posibilidad real de vivir de otra manera.
[Tomado de http://www.radioklara.org/radioklara/?p=5579.]
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