Revista Argelaga
El reino
totalitario de la economía global se descompone y numerosos son los indicios
que hacen visible el proceso de desguace abierto por las maniobras tendentes a
garantizar el suministro mundial de petróleo, adaptarse al cambio climático o
controlar la población: el estallido de la burbuja inmobiliaria, el capitalismo
verde, el perfeccionamiento técnico de la vigilancia, el fin brutal de la
llamada “primavera árabe”, la proclamación del Estado Islámico, las guerras
periféricas, la decadencia de la socialdemocracia, la crisis de los refugiados,
el auge de la extrema derecha y del ciudadanismo, el referéndum en el Reino
Unido para salir de la Unión Europea, la veloz involución turca tras el golpe
de Estado y, last but not least, el reciente triunfo de Trump en las elecciones
presidenciales de los Estados Unidos. Hechos diversos pero innegablemente
relacionados por un hilo conductor que se está haciendo visible.
Aunque el
espectáculo se haya fusionado con la realidad hasta el punto de hacerla
irreconocible, las ataduras que mantenían firme la unión han empezado a
soltarse, dejando que afloren contradicciones con vías de escape variables,
puesto que dependen de condiciones locales. La democracia liberal es un fantasma.
La olla donde se cocían los lugares comunes de la corrección política se ha
derramado, por lo que ya no hay “líneas rojas” en el espectáculo y con tal de
que prosiga, todo vale. El espectáculo se ha desbocado. Las consecuencias inesperadas
de treinta años de progresión y dominio absoluto del capitalismo se presentan
confusamente en forma de crisis aparente, espectáculo de la ruptura que,
evidentemente, no se orienta hacia la causa de la libertad y la conciencia. El
régimen absoluto de la mercancía no tiene nada que temer por ese lado: el
proletariado ha ido de derrota en derrota hasta su desclasamiento final. Cuando
el espectáculo integrado flojea, nada ocurre de acuerdo con sus reglas
acostumbradas, pero nada es fruto del azar, las cosas son como es lógico que
sean, dada la realidad que simplemente comienza a manifestarse de forma una
pizca más verídica.
De la
crisis, en parte real, en parte simulada, emergen extravagantes figuras, nuevas
expresiones políticas y programas involutivos con alto contenido nacionalista,
xenófobo, racista y autoritario, signos de un fenómeno bautizado en los medios espectaculares
como “furia populista”. Todas sus variantes convergen hacia regímenes regresivos
que apelan a los instintos y pulsiones más sórdidas de las masas, cuando no al
miedo, poderoso factor de domesticación y servidumbre. Las elites llevan la
delantera, por eso los antagonismos son desplazados hacia objetivos espurios.
Se reconstruye la figura del enemigo
frente al
cual conseguir la adhesión de la mayoría abstracta – la nación, la gente, la
ciudadanía, el pueblo - que no es el mismo en todos los lugares. En unos es
mayormente el “terrorista”, el “violador” o el “traficante”; en otros, a
escoger entre la amenaza rusa, el expansionismo chino, el fundamentalismo
islámico, el emigrante indocumentado, la derecha o la izquierda neoliberal, el
neofascismo... Ante un espectáculo disperso, un enemigo polimorfo. El
capitalismo no tiene otra forma de superar sus contradicciones que jugando con
ellas. El derecho penal del enemigo contribuye. No cabe duda de que, habiendo
experimentado los límites demasiado cortos de un crecimiento exponencial y un
desarrollismo “sostenible”, ahora que la jerarquía económico-militar se encuentra
en pleno proceso de reordenación planetaria, las potencias en competición
apuestan por un desarrollismo sin trabas ecológicas a la sombra de un Estado policial
proteccionista.
La
economía de mercado ha dejado de apoyarse en un sistema unificado de dominio, y
la forma espectacular integrada que le correspondía ha entrado en quiebra. Las
masas perjudicadas por la mundialización se resisten a desempeñar el rol que se
les asignaba en el juego de las apariencias, pues no se sienten bien
representadas por los actuales dirigentes. En consecuencia, la dictadura de la
mercancía ya no puede defenderse de manera unitaria, mediante la fidelidad a la
casta político-social tradicional, apoyada por las elites financieras a través
de los medios de comunicación (todos en poder de los bancos).
No
obstante, el espectáculo de la descomposición no es la descomposición del
espectáculo. El empobrecimiento galopante, los distintos actores en escena y la
profusión de soluciones imposibles están dando lugar a un espectáculo
desordenado. El espectáculo se está diversificando frenéticamente para volver a
ser creíble, incluso al precio de ponerse en evidencia: su autonegación forma
parte de su naturaleza. Por desgracia, para un público educado íntegramente en
la sumisión a la pantalla y al supermercado desde hace al menos cuatro o cinco generaciones,
la negación del espectáculo no es más que su sustitución por otro. Las masas,
que han dejado de creer en sus líderes habituales, sin tradiciones
emancipadoras a las que acogerse, sin memoria de las luchas pasadas, sin
experiencia en la que basar su opinión y sin mecanismos para manifestarla,
solamente desean seguir a quien les asegure su adicción al consumo con plenitud
y seguridad. En su insubordinación, no pretenden más que una obediencia mejor
recompensada. Por eso, el espectáculo del líder providencial, de la fórmula
milagrosa y del partido de la salvación, se impone. Las redes “sociales” ayudan
lo suyo. Donde no existe la voluntad de abolir la esclavitud, a lo máximo que
se aspira es a un cambio de amos, a poder ser, tecnológicamente asistido, lo
que no es óbice para que se produzcan movimientos cuyos componentes tratan
realmente de escapar al consumismo y la informatización de la vida
prescindiendo de guías y timoneles. Sin duda en ese rechazo espontáneo del
espectáculo se hallan elementos de cultura contestataria, algo necesario para
la constitución de una comunidad de combate.
Es el fin
del ciclo industrialista iniciado en la posguerra mundial, que la
contaminación, el agotamiento de recursos, la neurosis consumista, la deuda de
los Estados y la desigualdad exacerbada no paraban de anunciar. Estamos
asistiendo a la irrupción social en plena confusión de los sectores damnificados
y olvidados por la economía autónoma, clases medias asalariadas empobrecidas,
agricultores agobiados, trabajadores precarios urbanos, jubilados con escasa
pensión, hipotecados sin fondos, minorías étnicas o religiosas marginadas, comunidades
agrarias machacadas con planes desarrollistas, inmigrantes que huyen del hambre,
refugiados de guerras civiles, etc. Los intereses de todos ellos son distintos
y no tienen intención de ir demasiado lejos, pero confluyen en el rechazo del
sistema tal como es en la actualidad: rechazo de la política, de las elites
financieras, de las metrópolis, de los medios informativos, de la libre
circulación de personas... pero no del espectáculo. El ganador es el que
consigue una mayor audiencia.
Como
nadie puede erigir su interés particular en interés de todos, ni puede evitar
su transformación en imagen, el empuje de cada sector puede ser neutralizado al
contraponerse una representación con las demás, antiguas o recién llegadas. De
una u
otra forma, el resultado no es otro que la exhibición deleznable, la impostura
ceremonial, el enroque fronterizo, la desmovilización y la deriva autoritaria.
Esto es, el populismo aislacionista, el integrismo liberal o el ciudadanismo de
izquierda combinados, tanto da, los tres siguen siendo el sistema. La democracia
directa, la confraternización universal, la solidaridad comunitaria y el ardor
combativo, quedan como al principio, ausentes, salvo en algunos casos
afortunados que duran lo que duran: Kabilia, Rojava, Oaxaca, el Valle del
Cauca, el pueblo mapuche, los suburbios brasileños... En el resto del mundo, el
espectáculo quiere que las figuras de la descomposición sean todavía el objeto
mayor de deseo dentro de una sociedad sometida. Sin embargo, la aparición de
resistencias constantes indica que, sin demasiada memoria y, por consiguiente,
con poca lucidez, la lucha por la emancipación continua
Los
nuevos aires de la industrialización del mundo son cada vez más espesos y contaminados,
consecuencia de la desagregación del capitalismo global que, a pesar de los
pesares, sigue empeñado en huir hacia adelante. Hoy en día, no podríamos
calificar sino de desorden general el estado en el que se encuentra. Cada vez
son más los que cuestionan la necesidad de las exigencias que emanan de sus
altas esferas, pero sin querer salirse de su ámbito. No existen lazos de unión
lo bastante fuertes como para mantener una semblanza de orden creíble, pero
todo el mundo teme al caos. En tales circunstancias, la división se profundiza,
cada elemento busca salvarse por sí mismo y se distancia de los demás, aunque
sin dar nunca el paso decisivo. Los cimientos que soportaban el peso del sistema
neoliberal al completo ya no se sostienen, las leyes que le servían de base han
perdido vigencia, pero a pesar de la amenaza de hundimiento los inquilinos no
tienen fuerza suficiente para cambiarlas. El orden mundial ha dejado de existir
unificado y cada fragmento intenta seguir por su cuenta sin poder lograrlo. La
situación final es la de un desconcierto interno que gracias a un relativo
estancamiento del derrumbe conserva las apariencias de firmeza. Un poder
socavado desde dentro que ya no puede justificarse como un bien necesario, se
justifica, a lo sumo, como un mal menor, como algo a lo que aferrarse ante un
futuro que se vislumbra inevitablemente peor. Por suerte, hay minorías que no
comulgan con esas ruedas de molino.
Dada la
dificultad de formarse a partir de la crisis una fuerza histórica capaz de
oponerse con razones y efectivos suficientes a las fuerzas del orden
descoyuntado, si una indignación violenta y un espíritu colectivista no lo
remedian, la perspectiva que se contempla no puede ser otra que la de una
adaptación de las masas a las condiciones catastróficas en constante progresión.
Nuevas demagogias salvacionistas, bien en la línea del tranquilizador “aquí no
ha pasado nada que no pueda arreglarse”, bien en la de la prédica apocalíptica
del “o nosotros, o el diluvio”, van a ocupar el espacio sonoro de la incomunicación.
Flamantes showmen de la política nos obligarán a apretarse el cinturón y
maestros posmodernos nos enseñarán técnicas de acoplamiento al desastre
mientras permanecemos sordos, ciegos y, por encima de todo, dormidos, ante todo
lo que ocurre a nuestro alrededor. Por el bien de la dominación, el espectáculo
debe proseguir, a no ser que el ruidoso resplandor de la miseria contemporánea
nos alcance, nos despierte, nos ilumine y nos meta en cólera.
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