Fernando
Hernández H.
… La
presencia femenina en un espacio tan tradicionalmente masculino ha sido vista
por algunos como un logro, una conquista necesaria en el proceso de
emancipación de las mujeres. Para la profesora del CSIC Valentina Fernández
Vargas, por lo menos, se trata de una «conquista enorme», una verdadera ruptura
sociológica que se ha traducido en «la desaparición del reparto de papeles del
hombre como guerrero y la mujer como madre y esposa de guerreros. Una militar
tiene la obligación, llegado el caso, de matar. Ésa es la gran ruptura».
Sin
defender la imposición de barreras a la incorporación de las mujeres al
ejército, cabe preguntarse, sin embargo, qué puede tener de positivo ingresar
en una institución en la que el asesinato no sólo es legal, sino obligado, y
que constituye el epítome de los valores patriarcales. Si más arriba Victoria
Sau criticaba un modelo de masculinidad dominante definido por la agresividad,
como parte de un sistema histórico patriarcal que ha llegado hasta nuestros
días... ¿qué puede decirse de la principal institución legitimadora de la violencia?
Una institución edificada sobre el concepto de Enemigo, de la exclusión
violenta del Otro, regida por la lógica binaria del militarismo, tan amiga de
disciplinas y jerarquías como hostil al diálogo y a las mediaciones. Una
institución, en fin, culpable de las guerras de las que tan mal paradas han salido
siempre las mujeres, en proporción inversa a su escasa participación en la
organización y ejecución de las mismas.
Algunas
lecturas de la actual presencia femenina en el ejército desvelan precisamente
ese profundo carácter patriarcal mal que bien disimulado tras una fachada de
progresía y aires nuevos. Reina Ruiz, del grupo de mujeres del Movimiento de
Objeción de Conciencia, encontró en su día varios factores que explicaban la
apertura del ejército a las mujeres —con el primer paso legal dado en 1988— que
el tiempo ha ido verificando. Uno de ellos era el escaso prestigio social de la
institución militar, de resonancias claramente franquistas, algo bastante
evidente durante los primeros años de la democracia en España. Basta para ello
repasar las diferentes citas del «manual de formación militar y moral» del
soldado recogidas al principio de este capítulo, y pensar en que todavía en
1978 —en plena Transición— los soldados eran adoctrinados en semejante pensamiento.
Un prestigio que se veía además erosionado por la incipiente contestación de
objetores de conciencia e insumisos, que con el tiempo llegarían a cuestionar y
hacer inviable el modelo de reclutamiento forzoso:
«En el
intento por mejorar la dañada imagen, tanto de la profesión militar como del
ejército en sí, éste no duda en utilizar a la mujer para ofrecer una nueva
fachada, más democrática, más europea, más acorde con los tiempos que corren.
Al mismo tiempo, abre sus puertas a un importante colectivo —el 52 por ciento
de la población— que podría resolver el mencionado problema de la carencia de
existencias.»
En el
texto al que pertenece esta cita, publicado en 1990, Reina Ruiz no concedía
demasiada importancia a un hipotético problema de carencia de efectivos en un
futuro próximo para el ejército español. Normal. Ni ella ni nadie, y mucho
menos los Gobiernos socialistas de aquel tiempo, podían imaginarse que apenas
seis años después el servicio militar caería herido de muerte por el imparable
aumento de objetores de conciencia e insumisos, como una expresión más del descrédito
social en el que había caído por anacrónico e impopular. Una vez decidido el
fin de la mili en 1996 por el primer Gobierno Aznar, se abrió un delicado
período de transición durante el cual fue necesario compensar el drástico
descenso de los mozos de reemplazo con la incorporación de tropa profesional. Y
fue precisamente a partir de ese momento cuando el ingreso de las mujeres se
tornó tan necesario como urgente. Hasta el punto de que, hacia 1998, no fueron
pocas las voces que apuntaron que la afluencia femenina había salvado el proceso
de profesionalización de las fuerzas armadas; en la tercera convocatoria de
plazas de aquel año, casi el 20% de los solicitantes fueron mujeres, con un
incremento del 61,8% respecto al año anterior.
Durante
aquellos primeros años, sin embargo, la incorporación femenina era todavía tan
exigua, en términos absolutos, que poco pudo hacer para parchear el problema de
la bajísima ratio de aspirantes por plaza. Más efectividad tuvo si cabe la
manipulación de sus imágenes con el fin de embellecer el aspecto de las nuevas
fuerzas profesionales y estimular de esa forma el ingreso de los varones, una
táctica patriarcal cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. La
abrumadora presencia de atractivas y sonrientes militares en carteles y
folletos del Ministerio de Defensa —en los que dilapidó una fortuna— no podía
contrastar más con su verdadero peso en la composición del contingente. La
imagen de las mujeres, irónicamente, sirvió de cebo para atraer a unos
potenciales soldados mayoritariamente masculinos, y sobre todo para maquillar
la imagen del ejército y desembarazarlo de su aureola carca y franquista. La
institución patriarcal por excelencia no sólo recurrió a las mujeres para parchear
sus efectivos, sino que manipuló además su imagen con el mismo fin, reflejando
con fidelidad, lejos de combatirla, la situación general de discriminación que
socialmente seguían padeciendo.
Transcurrido
un número suficiente de años para efectuar un balance, el resultado de todo
este proceso no ha podido menos que decepcionar a sus impulsores. El boom de la
incorporación de las mujeres al ejército parece haber tocado techo. Si en el
año 2001 ingresaron unas dos mil mujeres, entre enero y septiembre del año siguiente
sólo lo habían hecho poco más de la mitad. Fuentes militares atribuían el dato,
entre otras razones, a la dificultad de conciliar la vida en el ejército con la
maternidad. La teniente que en 1998 acudió a los tribunales para defender los
derechos laborales que legalmente le correspondían como madre en período de
lactancia, y cuyo caso saltó varios años después a la prensa, confirmaría sin duda
esa versión. El general que representaba al Ministerio de Defensa, su oponente
en el juicio, no dudó en acusarla de «falta de espíritu militar», señalando que
por encima del derecho a la protección familiar —que consideraba de «segundo
orden»— estaba «el derecho y el deber de defender a España». Además, cuando una
vez agotada la vía judicial la teniente trasladó su problema a una diputada, el
mismo general la acusó de «deslealtad»: como si hubiera traicionado el pacto de
silencio de una mafia.
¿Una
manifestación más del discurso patriarcal presente en una institución famosa
por su insensibilidad y por su obsesión por la jerarquía y la disciplina? Ojalá
todas fueran de ese tipo. En mayo de 2000, en el campamento de El Piornal, en
Cáceres, la soldada de infantería Dolores Quiñoa fue obligada a desnudarse y
violada por su teniente. Probablemente el suceso jamás habría trascendido si sus
indignados compañeros de unidad, saltándose el reglamento militar, no se
hubieran amotinado como protesta, dándose de baja uno a uno para solidarizarse
con ella. Aquel acto de rebelión colectiva animó a Quiñoa a presentar una
denuncia contra el oficial. Pese a todo, sólo la filtración del incidente a la
televisión y a la prensa, en noviembre de 2002, con la consiguiente expectación
suscitada, hizo posible la tramitación de la denuncia, que hasta entonces había
quedado bloqueada por la burocracia judicial militar. Si algo demuestra este
caso es que la propia estructura del ejército es el lugar ideal, en tanto
compartimento estanco cerrado a la sociedad —a la mirada y a la crítica del
público— para que se produzcan abusos de este tipo y para que sus perpetradores
salgan impunes. Frente al silencio ordenado bajo amenazas por el teniente
violador, invocando el sagrado deber de la disciplina y el acatamiento de la
autoridad, la soldado Quiñoa sólo pudo contar con la desobediencia y la
rebelión solidaria de sus propios compañeros, valores completamente ajenos al
universo patriarcal y militarista.
Otro de
los síntomas de que el proceso de incorporación femenina, por debajo de las
triunfalistas declaraciones de los responsables de Defensa durante los primeros
años, está acusando graves dificultades, es un preocupante dato que sólo se ha
sabido en fechas muy recientes. Entre 1991 y 2000, 1.072 mujeres militares
solicitaron baja por depresión, la gran mayoría en el Ejército de Tierra, en el
que durante el período 1996-2000 llegaron a darse de baja hasta 897 mujeres. Además, del total de bajas, 481 se dieron
solamente en un año, el 2000: casi una de cada cinco. Las motivaciones son
múltiples. La Oficina del Defensor del Soldado ha llamado la atención sobre las
penosas condiciones laborales, a salvo de cualquier fiscalización. No por
casualidad los militares carecen de los derechos de sindicación, manifestación
y huelga, contradictorios con la sumisión y la disciplina como valores sumos
del estamento. Otras bajas de mujeres están relacionadas con problemas de acoso
sexual por parte de sus mandos, una órbita en la que son una ínfima minoría,
con un 1,5% del total. Dado el carácter cerrado de la institución, no sería
extraño que se estuviera produciendo algo parecido a lo ocurrido con el
ejército belga, uno de los primeros en profesionalizarse en Europa, tras el británico.
Un informe secreto publicado en el año 2000 desveló que nueve de cada diez
mujeres militares sufrían acoso sexual. De las encuestadas, un 92,5% confesaba
haber sufrido este tipo de acoso por parte de sus compañeros, un 36% declaraba
haber sido víctima de tocamientos y un 1,3% denunciaba haber sido violada.
¿Es
posible un ejército sin discriminación sexual, sin acoso, sin violaciones
dentro de sus propias filas? El hermetismo de la institución, impermeable a
todo control público, hace pensar lo contrario. En todo caso, conviene no
perder de vista la finalidad última del organismo militar, su proyección hacia
fuera: la perpetuación de la cultura de la violencia como único medio de
resolución de los conflictos, perjudicial tanto para los hombres como para las
mujeres. Por lo que se refiere al joven ejército profesional español, cabe preguntarse
quién ha salido realmente beneficiado de la «enorme conquista» que, según
algunos, ha significado el ingreso de las mujeres en el mismo. De momento, esto
es seguro, el propio ejército. En cuanto a las mujeres, y recogiendo la
anterior cita de Valentina Fernández Vargas... ¿qué ventaja puede haber en
adquirir el derecho a la obligación de matar? Ninguna. Ni para las mujeres ni
para los hombres. Lo deseable sería no solamente que ellas no se incorporaran a
una institución esencialmente patriarcal y militarista, sino que ellos ,
cuestionando y redefiniendo el modelo de masculinidad en que han sido educados,
desertaran de la misma, la vaciaran por dentro.
[Texto
extraído de la obra Miseria del militarismo. Una crítica del discurso de lla
guerra, que en su edición completa está disponible en https://dl.dropboxusercontent.com/u/76330204/Miseria%20del%20militarismo.pdf.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.