Piotr Kropotkin (1842-1921)
Si la próxima
revolución ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores
levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos.
Nuevos fines requieren nuevos métodos.
“¡Pan; la
revolución necesita pan!”
¡Que se
ocupen otros de lanzar circulares con prosa brillante! ¡Que se pongan todos los
galones que puedan soportar sus hombros! ¡Que otros finalmente hagan peroratas
acerca de las libertades políticas!
Nuestra tarea
específica consistirá en obrar de manera tal que, desde los primeros días de la
revolución, y mientras ésta dure, no haya un solo hombre en el territorio
insurrecto a quien le falte el pan, ni una sola mujer que se vea obligada a
hacer cola ante una panadería para recoger el pedazo de pan de salvado que le
quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para
su débil constitución. …Nosotros, “los utopistas”, deberemos ocuparnos del pan
cotidiano. Tenemos la audacia de afirmar que cada uno debe y puede comer tanto
como necesita, que es por medio del pan para todos que vencerá la revolución.
Nosotros
somos los utopistas, ya se sabe. En efecto, somos tan utopistas, que llevamos
nuestra utopía hasta creer que la revolución deberá y podrá garantizar a todos
el alojamiento, el vestido y el pan, lo que disgusta enormemente a los
burgueses rojos o azules, porque saben perfectamente que un pueblo que comiera
satisfactoriamente sería muy difícil de dominar. Pues bien, nosotros
persistimos en ese propósito: es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado,
es menester que la cuestión del pan prive sobre todas las demás. Si se resuelve
en interés del pueblo, la revolución estará bien encaminada; porque para
resolver la cuestión de los alimentos hay que aceptar un principio de igualdad
que se impondrá por encima de cualquier otra solución.
Es evidente,
como ya lo dijo Proudhon, que el menor ataque a la propiedad traerá aparejado
la completa desorganización de todo el régimen basado en la empresa privada y
el salariado. La sociedad misma se verá obligada a tomar en sus manos el conjunto
de la producción y reorganizarla según las necesidades del conjunto de la
población. Pero, como esta reorganización no es posible en un día ni en un
mes; como exige cierto período de adaptación, durante el cual millones de
hombres se verán privados de medios de existencia, ¿qué hacer?
En estas
condiciones no hay más que una solución verdaderamente práctica, y es la
de reconocer lo inmenso de la tarea que se impone y, en vez de buscar remendar
una situación que se habrá hecho insostenible, proceder a reorganizar la
producción según los nuevos principios.
En nuestra
opinión, será necesario, para actuar en forma práctica, que el pueblo
tome inmediatamente posesión de todos los alimentos que haya en las comunas
insurrectas, los inventaríe y proceda en forma tal que, sin derrochar nada,
todos aprovechen los recursos acumulados para atravesar el período de crisis. Y durante ese
tiempo habrá que ponerse de acuerdo con los obreros fabriles, ofreciéndoles las
materias primas que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos
meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador.
Y, por
último, valorizar las tierras improductivas, que no faltan, y mejorar las que
no producen ni la cuarta, ni siquiera la décima parte de lo que producirán
cuando estén sometidas al cultivo intensivo hortícola y de jardinería. Es la
única solución práctica que somos capaces de entrever, y, se lo quiera o no, se
impondrá por la fuerza de las cosas.
…Con ese admirable
espíritu organizador espontáneo que tiene el pueblo en tan alto grado en todas sus
capas sociales, y que raras veces le es permitido ejercitar, surgirá, incluso en
una ciudad tan vasta como París, aun en plena efervescencia revolucionaria, un
inmenso servicio libremente constituido para proveer a cada uno los víveres
indispensables. Que tan sólo el pueblo tenga las manos libres y en ocho días el
servicio de abastecimientos se hará con una regularidad admirable. Es necesario
no haber visto nunca al pueblo laborioso manos a la obra; es necesario haber
tenido toda la vida metidas las narices entre papeles para dudar de ello.
Por otra
parte, aunque hubiera que padecer durante quince días o un mes cierto desorden
parcial y relativo, poco importa. Para las masas siempre será mejor que lo que
hoy existe. Además, en tiempos de revolución se cena, sin quejas, riendo, o más
bien discutiendo, con salame y pan duro. En todo caso, lo que surgiría
espontáneamente, bajo la presión de las necesidades inmediatas, sería
infinitamente preferible a todo lo que se pudiera inventar entre cuatro
paredes, entre libros o en las oficinas de la Administración Municipal.
Por la fuerza
de las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse
de todos los víveres, procediendo de lo simple a lo complejo, para satisfacer
las necesidades de todos los habitantes. Cuanto más pronto se haga, mejor será:
cuanto más miseria se evite, más luchas intestinas se evitarán. Pero, ¿sobre
qué bases podría organizarse el usufructo en común de los alimentos? Ésta es la
cuestión que surge naturalmente.
Los teóricos –para
quienes el uniforme y la escudilla del soldado son lo último en materia de
civilización–, pedirán que se introduzca en seguida la cocina nacional y la
sopa de lentejas. Invocarán las ventajas que tendrá el economizar combustible y
víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el mundo
acudiese a tomar su ración de sopa, de pan y de verduras. No negamos esas
ventajas. Sabemos muy bien que por la humanidad ha realizado economías de
trabajo y combustible renunciando al mortero y luego al horno en que antes
hacía cada uno su pan. Comprendemos que sería más económico hacer sopa para
cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornallas por separado.
También sabemos que hay mil maneras de preparar las papas, pero que éstas no
serían peores porque se cociesen en una sola olla para cien familias a la vez.
Comprendemos
que consistiendo la variedad de cocina, sobre todo en el carácter individual
del sazonamiento por cada mujer de su casa, la cocción en común de un quintal
de papas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos que con
caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien
gustos personales.
Sabemos todo
esto, y sin embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a un ama de
casa a comer las papas cocidas en el depósito comunal, si prefiere cocinarlas
ella misma en su olla, en su hornalla. Y sobre todo, queremos que cada uno
pueda consumir su alimento como lo quiera, en familia, con sus amigos o aun en
un restaurante si lo prefiere. …Imponer el deber de adquirir el alimento ya
cocido, sería tan repugnante para el hombre del siglo XIX como lo son las ideas
de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros pervertidos por el
mando militar o deformados por una educación religiosa.
¿Quién tendrá
derecho a los víveres comunes? Ésta será, por cierto, la primera cuestión que se
plantee. Cada población responderá según su contexto, y estamos convencidos de
que todas las respuestas serán dictadas por el sentimiento de justicia. Mientras
los trabajos no estén organizados, en tanto dure el período de efervescencia y
sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado
involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos, sin excepción
alguna. –Pero al cabo de un mes faltarán los víveres –nos gritan ya los
críticos. –¡Tanto mejor! –les respondemos. Eso probará que, por primera vez en
su vida, el proletario habrá comido hasta saciarse.
En cuanto al
reemplazo de lo que se haya consumido, ¿Por qué medios una ciudad, en plena
revolución social, podría asegurar su alimentación? Es evidente que los
procedimientos a los que se recurra dependerán tanto del carácter de la
revolución en las provincias como el de las naciones vecinas. Si toda la
nación, y mejor aún, si Europa entera, pudiera hacer conjuntamente y de una
sola vez la revolución social y lanzarse en pleno comunismo, se obraría en
consecuencia. Pero si sólo algunas comunas en Europa ensayan el comunismo, será
necesario elegir otros procedimientos. La revolución tomará un carácter
diferente en las diversas naciones de Europa, el nivel alcanzado en relación
con la socialización de los productos no será el mismo.
Pero volvamos
a nuestra ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su
abastecimiento. ¿Dónde encontrará los víveres necesarios, si la nación entera
no ha aceptado aún el comunismo? Tal es el problema que se plantea.
Para los
autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificultad. Inicialmente
introducirían un gobierno fuertemente centralista, armado con todos los órganos
de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese gobierno mandaría hacer la
estadística de cuanto se cosecha en el país, lo dividiría en cierto número de
distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento, en tal cantidad, sea
transportado a tal sitio, sea entregado tal día en tal estación, recibido por
tal funcionario, almacenado en tal almacén, y así sucesivamente. Pues bien,
nosotros afirmamos con plena convicción que tal solución no sólo no sería
deseable, sino que además no podría jamás ser puesta en práctica. Es pura
utopía.
Lo que debe
ofrecerse al campesino es la mercancía que necesita inmediatamente: es la
máquina de la que ahora debe privarse; es la vestimenta, la ropa que lo
resguarda de la intemperie; son la lámpara y el petróleo que reemplazan sus
velas; la pala, el rastrillo, el arado, en fin, todo de lo que hoy se priva el
campesino, no porque no comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de
privaciones y de labor extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él
a causa de su precio. Que la ciudad se dedique a producir esas cosas que le
faltan al campesino, en lugar de fabricar baratijas para adorno de las burguesas.
Que las máquinas de coser hagan ropas de trabajo y domingueras para los
labriegos, en vez de vestidos de novia; que la fábrica construya máquinas
agrícolas, layas y horquillas, en vez de esperar a que nos las manden del
extranjero. Que la ciudad no envíe a los pueblos comisarios ceñidos con fajas
rojas o multicolores notificando al campesino del decreto para entregue sus
alimentos en determinado lugar, sino las haga visitar por amigos, por hermanos,
que les digan: “Tráigannos su producción, y tomen de nuestros almacenes todas
las cosas manufacturadas que necesiten”. Y entonces afluirán de todas partes
los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir, pero enviará el
resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales –por vez primera en
el curso de la historia– verá hermanos y no explotadores.
Posiblemente
se nos dirá que esto exige una transformación completa de la industria.
Ciertamente que sí, en algunas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse
con rapidez, de modo que suministren a los aldeanos ropas, relojes, mobiliario,
herramientas y máquinas sencillas, que la ciudad le hace pagar tan caros en
estos momentos. Ésta es, según nuestro parecer, toda la cuestión: ofrecer al cultivador,
a cambio de sus productos, no pedazos de papel (sea lo que sea lo que lleven
impreso), sino los objetos mismos de consumo que el cultivador necesita.
Si así se hace, los alimentos afluirán a las ciudades. Si no se hace así,
tendremos la escasez en las ciudades, con todas sus consecuencias, la reacción y
la represión.
Todas las
grandes ciudades, compran hoy el trigo, las harinas y la carne, no sólo en las
provincias, sino también en el exterior. Pero durante la revolución ya no se
podrá contar con el extranjero, o, en todo caso, habrá que contar mucho menos. Como
toda nuestra civilización burguesa está basada en la explotación de las “razas
inferiores” y de los países atrasados en su industrialización, el primer
beneficio de la revolución será amenazar esta “civilización”, permitiendo
emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese inmenso beneficio se
manifestará en una disminución cierta y considerable de los alimentos que
afluyen hacia las grandes ciudades de Occidente.
Todo induce a
creer que en un principio podrá disminuir la producción agrícola tanto
en donde ocurra la revolución como fuera de allí. ¿Cómo suplir este vacío?
¡Pues bien! Poniéndose uno mismo a llenarlo.
Es inútil
complicar las cosas, porque la solución es simple. Es preciso que las grandes
ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que llegar
a lo que la biología llamaría “integración de las funciones”. Después de haber
dividido el trabajo, es preciso “integrar”, así es la marcha seguida por la
naturaleza. Por otra parte –y sin hacer filosofía– la fuerza de los
acontecimientos conducirá a ello. Si París se da cuenta de que en ocho meses va
a encontrarse sin trigo, París lo cultivará.
¿La tierra?
No falta. Es principalmente alrededor de las grandes ciudades donde se agrupan
los parques y jardines de los señores, millones de hectáreas que no esperan más
que el trabajo inteligente del cultivador, para rodearlas de llanuras fértiles
y productivas ¿Brazos? Habrá muchos disponibles que ya no deban servir al ocio
y los caprichos de opresores y explotadores.
Disponiendo
de toda la maquinaria del siglo, disponiendo de la inteligencia y del
conocimiento técnico del trabajador, hecho al uso de la herramienta
perfeccionada, teniendo a su servicio a los inventores, a los químicos y a los
botánicos, a los agrónomos, a los horticultores, así como los instrumentos
necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por
último, el espíritu organizador del pueblo, su buen humor, su entusiasmo, la
agricultura de la Comuna anarquista de la ciudad revolucionaria será muy
diferente que la del capitalismo.
[Fragmentos
del libro de Kropotkin, en el capítulo titulado “La alimentación”. Han sido
tomados de la edición en castellano publicada en 2005 por Libros de Anarres,
Buenos Aires. El texto completo está disponible en http://www.fondation-besnard.org/IMG/pdf/Kropotkin_La_Conquista_del_pan_PDF.pdf.]
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