Emilia Moreno
¡A ver esos tacones, que se clavan en el cerebro! es el lema de una veterana feminista al ver a sus alumnas que, en los albores de su pubertad, comienzan a avanzar por el camino de la moda juvenil, ilusionadas de sentirse “mujeres” y convencidas de que el modo de demostrarlo es torturarse a diario con tacones cada vez más altos, renovar el vestuario continuamente siguiendo los dictados de Inditex y maquillarse y modificar su pelo, ocultando sus rasgos, su belleza natural, con el mandato subliminal de que han de ocultar “sus defectos” por medio del gasto ingente de productos que perjudican su salud y les hacen perder el tiempo inútilmente.
Muchas veces, viendo a adolescentes tratando de seguir a sus amigos —equipados con cómodos vaqueros, deportivas y camisetas—, imbuidas en ropa imposible, sobre tacones de 10 o 12 centímetros y con toneladas de maquillaje y tintes oxigenados, no puedo dejar de pensar en la escena de la siesta durante la fiesta en los Doce Robles en “Lo que el viento se llevó”, en el que las mujeres sureñas que encarnaban la delicadeza y la pureza, embutidas en corsés que las asfixiaban y midiendo los centímetros de carne a exhibir, eran obligadas a retirarse a “descansar”, mientras los hombres disfrutaban relajadamente de charla, tabaco y alcohol; escena costumbrista que sin duda reflejaba las herramientas —corsé y sales, siestas y sombrillas— que el patriarcado imponía para controlar a las mujeres.
¡A ver esos tacones, que se clavan en el cerebro! es el lema de una veterana feminista al ver a sus alumnas que, en los albores de su pubertad, comienzan a avanzar por el camino de la moda juvenil, ilusionadas de sentirse “mujeres” y convencidas de que el modo de demostrarlo es torturarse a diario con tacones cada vez más altos, renovar el vestuario continuamente siguiendo los dictados de Inditex y maquillarse y modificar su pelo, ocultando sus rasgos, su belleza natural, con el mandato subliminal de que han de ocultar “sus defectos” por medio del gasto ingente de productos que perjudican su salud y les hacen perder el tiempo inútilmente.
Muchas veces, viendo a adolescentes tratando de seguir a sus amigos —equipados con cómodos vaqueros, deportivas y camisetas—, imbuidas en ropa imposible, sobre tacones de 10 o 12 centímetros y con toneladas de maquillaje y tintes oxigenados, no puedo dejar de pensar en la escena de la siesta durante la fiesta en los Doce Robles en “Lo que el viento se llevó”, en el que las mujeres sureñas que encarnaban la delicadeza y la pureza, embutidas en corsés que las asfixiaban y midiendo los centímetros de carne a exhibir, eran obligadas a retirarse a “descansar”, mientras los hombres disfrutaban relajadamente de charla, tabaco y alcohol; escena costumbrista que sin duda reflejaba las herramientas —corsé y sales, siestas y sombrillas— que el patriarcado imponía para controlar a las mujeres.
Pero esa dictadura, que tenía entre sus mejores guardianes a las mismas mujeres, que al igual que en los harenes musulmanes tejían un entramado sutil de poderes dentro de su estrecha cárcel, fue denunciada, cuestionada y erradicada de nuestra sociedad occidental gracias a la lucha de otras mujeres, pioneras que osaron no usar corsé, acortar las faldas, cortarse el pelo, usar pantalones, ponerse blusas holgadas... en suma, liberar sus cuerpos de la tiranía que les impedía moverse en libertad y desenvolverse con autonomía en el ámbito de lo público en el que pretendían irrumpir, las dejaran o no.
¿Cómo hemos vuelto a tal sumisión, cómo se ha conseguido que el culto al cuerpo domeñe a las mujeres nuevamente? Una no demasiado profunda reflexión nos permite ver que la misma deriva que ha conseguido convertir a la clase trabajadora en consumidora, el derecho a la educación en la obligación de pasar por centros de adoctrinamiento que anulan el espíritu crítico y fomentan el pensamiento único, y la necesidad de organización social para cubrir las necesidades básicas en un negocio cuyo único objetivo es el lucro, ha conseguido que las mujeres hayan acatado esa nueva religión, que adora un modelo femenino distorsionado, cuyo cuerpo es maltratado y manipulado hasta convertirlo en un maniquí vacuo para más disfrute y solaz del hombre, mejor control del patriarcado y mayor beneficio del capitalismo. Ese capitalismo, que se adapta y reinventa según sus necesidades una y otra vez —comprobado que el enfrentamiento y la violencia directa son poco eficaces y encuentran nuestra rotunda oposición— ha acudido a la manipulación como una de sus principales herramientas, haciéndonos creer que es nuestra voluntad y no una imposición las decisiones que tomamos.
Ante la amenaza de una ley del aborto salimos todas a la calle y gritado con una sola voz que nuestro cuerpo es nuestro, criticando a la rancia Iglesia Católica que conspira para que ministros opusdeistas legislen. Sin embargo, la publicidad de alcanzar “la imagen perfecta” hace que consintamos que se nos practiquen cirugías intrusivas que dañan esos mismos cuerpos, convencidas que es nuestra decisión y no de las corporaciones médicas que se enriquecen a nuestra costa. Nos indignamos ante fotografías de mujeres ocultas tras el burka en actos institucionales de los países árabes, y vemos con normalidad las del grupo de las élites políticas, en las que en la imagen anodina de trajes grises o azules y mocasines destacan el colorido atuendo de las escasas mujeres que alcanzan tan alto estatus, criticando su poca representatividad, y sin reparar en las horas que han tenido que dedicar al maquillaje, peluquería, manicura... antes de acudir a una cumbre; por no hablar de lo incómodos que en la mayoría de los casos resultan los atuendos. Me pregunto si más de una no habrá pensado en alguna ocasión, cuando las prisas aprietan, que ojalá pudiera ponerse un burka y no tener que estar dos horas maquillándose, y aún así seguro que jurarán ante sus santas biblias que son ellas quienes quieren “arreglarse”. ¡Qué gran palabra! Y que nadie las obliga.
Alzamos nuestra voz en apoyo de las compañeras musulmanas, cuya religión fanática y totalitaria les obliga a cubrirse de pies a cabeza, impidiéndoles moverse libremente, ocultando su rostro y su cuerpo, tras el que también se quiere ocultad su trabajo, su mente, su identidad; y vemos con normalidad el que cada día se sexualice más el cuerpo de nuestras hijas, imponiéndoles desde la más tierna infancia modelos de trajes de baño que imitan a los de las adultas, provocativos, tapándoles un pecho que no tienen, y seguras de que son las niñas y no la presión de las multinacionales de la moda las que lo eligen. Y sin ser conscientes de que estas decisiones están determinando preferencias posteriores, en las que se dará tanta importancia, si no más, al cuerpo y a su atuendo, a la hora de desenvolverse en la vida, social y laboralmente. Nos indignamos ante modelos esqueléticas y ropa de la talla 36 en las tiendas de supermoda, pero nos apuntamos a la primera dieta que nos asegure una apariencia “esbelta”, viviendo en un absurdo tiovivo de calorías, en el que vemos nuestro cuerpo como el enemigo que se niega a adaptarse a los cánones de perfección universal dictado por un patriarcado cada vez más exigente y manipulador de nuestro cuerpo... ¿Y nuestras mentes?
Y en esa deriva inexorable ha encontrado el patriarcado el mejor medio de controlar a las mujeres occidentales, dotadas de libertad formal para decidir, pero faltas de la real que les permita acceder a los lugares que sí tienen abiertos sin problemas los hombres, salvo que cumplan los cánones y premisas que les tienen marcados, pero eso sí, sutilmente... porque nunca se contratará a una mujer que ha de atender al público si está gorda, no se maquilla, no viste a la última y con modelitos hasta provocativos a la vez que discretos... Pero eso no es discriminación, eso es que no sabe cuidarse... ¿verdad, compañero?
[Publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 306, Madrid, noviembre 2016. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro306noviembre.pdf.]
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