Revista Ekintza Zuzena
La censura tiene múltiples mecanismos, y uno de los más habituales es la autocensura. La clásica, y la que más se ha denunciado y trabajado en entornos politizados, es la que responde al miedo a la represión legal o económica por parte de instituciones de autoridad. Pero en la que nos gustaría centrarnos aquí es en la autocensura motivada por lo colectivo, sin que haya, a priori, una figura de poder que nos impida expresarnos. Esa autocensura puede responder a diferentes motivos: estrategia comunicativa, intereses económicos, buenrollismo, necesidad de un discurso colectivo, incomodidad ante el hecho de sentirnos juzgadas, miedo a herir sensibilidades, inseguridades propias…
La censura tiene múltiples mecanismos, y uno de los más habituales es la autocensura. La clásica, y la que más se ha denunciado y trabajado en entornos politizados, es la que responde al miedo a la represión legal o económica por parte de instituciones de autoridad. Pero en la que nos gustaría centrarnos aquí es en la autocensura motivada por lo colectivo, sin que haya, a priori, una figura de poder que nos impida expresarnos. Esa autocensura puede responder a diferentes motivos: estrategia comunicativa, intereses económicos, buenrollismo, necesidad de un discurso colectivo, incomodidad ante el hecho de sentirnos juzgadas, miedo a herir sensibilidades, inseguridades propias…
Partimos de la premisa de que las relaciones sociales que se dan en las sociedades patriarcales y capitalistas son insanas e injustas y de que el Estado no sólo no corrige esa desviación sino que la refuerza. La necesidad de transformar esas relaciones de forma no autoritaria pasa por la búsqueda de formas de relacionarnos justas y solidarias, y uno de los principales mecanismos por los que han apostado los colectivos para trasladar esos valores a la sociedad es la presión de grupo, entendida como el rechazo colectivo de ciertas conductas o valores nocivos con el objetivo de erradicarlos. Cuando se descarta la coacción o la represión mediante la fuerza, las relaciones se enriquecen, pero también aumenta su complejidad. Si un individuo o grupo tiene un comportamiento que no se corresponde o va en contra de las normas sociales acordadas en cierta comunidad, es el rechazo de la propia comunidad, o el exilio de la misma, la forma más habitual de resolver el conflicto. Este mecanismo, aunque sea una respuesta natural, no deja de ser una forma de coacción, y hay que tener en cuenta que si los valores, ideas, etc. no son realmente asumidos y defendidos, de una forma lo más libre y reflexionada posible, lo que se produce es el desarrollo de autocensura y de doble moral. Se acata, pero no se cumple o no se cree.
Nosotros somos los políticamente incorrectos
Cuando planteamos nuestras ideas fuera del entorno al que habitualmente están dirigidas, nos damos cuenta de que muchas de ellas se encuentran fuera de la lógica imperante y asumida por gran parte de la sociedad. Estos discursos, en la radicalidad de muchas cuestiones, no se corresponden con los valores o las prácticas desarrolladas por la mayoría de la gente. El desmantelamiento del sistema de producción industrial, la abolición de las cárceles o la confrontación con el Estado, por poner algunos ejemplos, son ideas que generan rechazo fuera de determinados entornos. Aunque a veces no tenemos en cuenta la propia alienación asociada a la endogamia militante, a los discursos megalómanos y mesiánicos y a la ideologización, generalmente, asumimos que ese rechazo es debido a la alienación del resto de la sociedad y el conformismo que el propio sistema reproduce y potencia, y a unas relaciones sociales viciadas que dificultan el desarrollo de planteamientos alternativos al discurso oficial. En este sentido, es la presión de grupo la que actúa en gran medida contra la disidencia.
Las herramientas de comunicación tienden cada vez más a la inmediatez y la brevedad, al tiempo que se trivializa y se manipula con mayor descaro la información. La saturación de datos genera confusión y pérdida de referentes. A medida que se ahonda en la degradación comunicativa y cultural de la sociedad en que vivimos, la imagen va desplazando a la realidad, la apariencia al ser. Y la profundización de esta tendencia [1] , en la que la apariencia tiene un papel fundamental en nuestras vidas, condiciona profundamente el desarrollo y la manifestación de nuestros pensamientos e ideas. El poder establecido ha jugado con esa baza y mediante el bombardeo mediático, la fabricación o moldeado de la “opinión pública”, el marketing ideológico y otras malas artes, ha generado un estrecho marco de lo políticamente correcto, fuera del cual todo lo que se plantee es fácilmente ninguneado o silenciado.
Lo políticamente correcto en el discurso alternativo
En consecuencia, cuanto más alejado se encuentre un discurso del oficial más difícil es transmitirlo. Esta sensación de incomprensión fomenta el aislamiento y tendemos a crear un discurso interno, para “iniciados”, que se retroalimenta, en el que los parámetros de lo políticamente correcto son otros.
En la búsqueda de un pensamiento lo más libre que se pueda, dentro de los márgenes de la propia socialización, traspasar las barreras de lo políticamente correcto es algo, en principio, positivo. Transgresor y necesario en el caso de la cultura dominante. Pero también puede ser sano cuestionarnos y replantearnos esas barreras respecto al pensamiento que se pretende alternativo.
Desde posiciones antagonistas somos creadores de discursos alternativos y tratamos de dotarlos de la mayor consistencia posible. Sin embargo, su carácter minoritario, sus posibles limitaciones o problemas, así como los ataques o cuestionamientos que puedan recibir, hacen que muchas veces nos resistamos a profundizar o visibilizar las cuestiones que pueden dañar esa imagen de unidad, de pensamiento colectivo. O incluso, rizando el rizo, exteriorizamos una imagen de autocrítica o de cuestionamiento continuo de nuestros planteamientos, cuando en realidad dichas críticas no están realmente interiorizadas o no tienen una plasmación práctica real.
A veces es más fácil asumir un discurso preestablecido que trabajar las aristas de una determinada cuestión. Por un lado, porque en muchos casos ni siquiera somos capaces de dar una respuesta satisfactoria a las contradicciones que se pueden plantear. Las propias carencias en nuestros discursos y la especialización de los colectivos en temáticas específicas generan la sensación de que uno no puede cuestionar algo a quien lleva más tiempo trabajándoselo, bien por carencias formativas o por miedo a no saber defender la propia postura. Y, por otro lado, porque plantear dichas objeciones puede generar un conflicto en un entorno que ya de por sí goza de poca salud. El conflicto asusta y es muy desgastante. Cuando se plantean diferencias importantes entre colectivos o personas en un ámbito alternativo, surgen a menudo muchas miserias: falta de comunicación, lucha de egos, rencillas personales, etc. Hay además ciertos temas que han generado conflictos en el pasado, y existe el temor a que se repitan. A ello se suma que, tras largos procesos de debate, da la sensación de que ya se ha dicho todo sobre determinados temas. Finalmente, cuestionar o contradecir la postura general suele generar hartazgo en las personas que ya le han dado muchas vueltas a esos temas.
Dependiendo del entorno en el que tratemos de comunicarnos hay establecidos una serie de posturas e ideas que definen los límites de lo políticamente correcto. Esos límites tienen aspectos positivos y negativos. Por un lado, son necesarios, ya que permiten que partamos de unas premisas y códigos comunes desde las que avanzar en el desarrollo de nuestras posturas. Pero cuando se convierten en tabús o se utilizan para reforzar acríticamente una identidad política entorpecen el debate de ideas, y dificultan los cambios que pueda ser necesario acometer. Es decir, no se da pie a que en un debate sincero se pueda producir un intercambio enriquecedor entre las personas.
En esta línea, hemos desarrollado una tendencia a considerar ciertas ideas o comportamientos como supuestamente “intocables” “sobreentendidos” o “naturales” para una persona que se diga de izquierdas, radical, libertaria, etc. Este determinismo añade una nueva dificultad a la crítica de determinados aspectos, ya que no es posible hacerlo sin correr el riesgo de ser puesto uno mismo en cuestión (por machista, especista, retrógrado, antivasco, etc.). Esto no quiere decir, por supuesto, que de alguna manera no haya que establecer una “corrección política” basada en una ética asumida colectivamente. La utilización de un lenguaje y una simbología que no denigre, estigmatice o discrimine a otros individuos o grupos sociales debería ser una base sobre la que se asienten nuestras relaciones. Sin embargo, la dificultad de identificar lo que es apropiado o no, dentro de la amalgama de sensibilidades que componen nuestra vida política, puede derivar en un asfixiante autocontrol de todo lo que planteamos.
Las emociones
Las formas en que el grupo ejerce presión sobre los individuos es un aspecto que deberíamos abordar detenidamente. Estas se ven muchas veces afectadas por componentes emocionales o sentimentales. Las emociones son una parte importante de nuestras relaciones colectivas. En este sentido, la utilización de lo emocional puede ser un mecanismo muy potente de manipulación y condicionamiento, tanto en la política como en otros ámbitos de nuestras relaciones.
La creación de un entorno en el que además de relaciones políticas se dan relaciones afectivas genera unos miedos añadidos que pueden contribuir a la autocensura. Al miedo al rechazo político se suma el miedo al rechazo personal y a la pérdida de un determinado estatus social. La degradación en los vínculos personales que conllevan las sociedades cada vez más individualistas y tecnificadas que padecemos, hace que busquemos cada vez más afecto entre compañeras de lucha.
Que nuestras compañeras sean también muchas veces nuestras amigas o las personas con las que más nos relacionamos nos enriquece por una parte pero también nos condiciona. Nos limita porque queremos seguir siendo importantes para ellas, y si la convivencia ya genera problemas, las diferencias políticas más. La necesidad de sentirnos integradas y valoradas en esos entornos afectivos y políticos hace que, incluso a veces de forma inconsciente, asumamos acríticamente ciertas posturas. O, por ejemplo, el miedo a que ciertos cambios de opinión o de postura respecto a un tema sean vistos por los demás como una traición personal. La experiencia nos muestra cómo cuando se exige el posicionamiento respecto a un conflicto, los vínculos personales juegan un papel muy importante, que no puede ser analizado exclusivamente en su dimensión política.
Además de las implicaciones emocionales respecto a otras personas, también se dan respecto a determinados temas y ambas están relacionadas entre sí. Muchas veces, el miedo a sentirnos juzgadas influye en la sensibilidad que mostramos hacia ciertas temáticas. Hay algunos temas que son especialmente proclives a generar tensiones, en general todos aquellos que apelan a la sensibilización hacia colectivos oprimidos o desfavorecidos: mujeres, animales, inmigrantes… en cuyos debates, ciertos cuestionamientos o críticas de la estrategia de lucha o de temas más “filosóficos” o de fondo son entendidos como ataques ideológicos frontales o como insolidaridad con los propios colectivos. Nuestros grupos están, en general, basados en la solidaridad y el apoyo mutuo, por lo que tenemos interiorizados ciertos temores a ser insolidarias o insensibles, o incluso a parecerlo.
Resulta significativo constatar como a menudo, cuando por evolución personal, por un cambio de ambiente o por otras circunstancias, nos alejamos (física o mentalmente) de un entorno y dejamos de sentir la presión de sentirnos juzgadas, le quitamos importancia a cosas que antes nos parecían vitales. Por otro lado, la falta de perspectiva de pertenencia a un movimiento o comunidad de lucha (en un sentido amplio-no parcial) y de la realidad social en la que se inscribe, hace que se generen pequeños entornos político-afectivos con condicionantes y sensibilidades muy diferentes entre ellos. En general, la receptividad hacia un tema u otro varía en los distintos espacios en los que nos movemos. Es decir, no hay la misma sensibilidad hacia ciertos asuntos en el entorno de una CNT de Andalucía, que en un Gaztetxe de Gipuzkoa o que en un CSOA de Madrid. Cuando intentamos llegar a un espectro muy amplio de compañeras es difícil contemplar todas las sensibilidades, partiendo además, de que la nuestra está limitada por el entorno y las experiencias propias.
Identidad y magnificación de lo simbólico
A todo el mundo le importa la imagen que transmite públicamente, y así debería ser si se pretende buscar la complicidad de la gente hacia las ideas que se defienden. Pero la necesidad de no sentir el rechazo de un público general puede llevarnos, en algunos casos, a adornar, o directamente disfrazar, ciertas ideas dependiendo del entorno al que van dirigido. No es lo mismo mostrar determinados planteamientos y estrategias en un espacio afín (como jornadas, charlas o debates en espacios en los que participa gente con cierto recorrido político común) que trabajar la difusión de ideas en espacios en los que se da una concurrencia más amplia (plataformas, movimientos populares o vecinales, 15M, etc.). En ambos casos la autocensura puede funcionar de forma opuesta. En el primero, cuando se omiten dudas o planteamientos que pueden generar el rechazo o la desconfianza en otros grupos o personas que creemos afines para evitar el conflicto. En el segundo caso, cuando buscamos una aceptación o apoyo más general, la autocensura se puede dar como una forma de rebajar el discurso o eludir una profundización en la crítica, para no sentirnos fuera de esos movimientos.
A un nivel más personal, la cada vez más pronunciada dificultad para mantener una vida coherente con nuestra forma de pensar y los discursos que defendemos, nos lleva a veces a una doble vida, por un lado de “ultracoherencia” militante parcial y focalizada, y por otro de incoherencias que normalizamos y justificamos en nuestro día a día.
Esta dificultad para llevar a la práctica cotidiana los valores que nos parecen importantes y la recuperación por parte del sistema de cierta simbología y valores asociados a la izquierda (previamente desprovistos de potencial rupturista), nos lleva, por un lado, a la necesidad de diferenciarnos de la masa, y por otro, de proyectar la imagen de comunidad. La comunidad de lucha, que antes se daba de forma natural a través de las propias luchas y de la identidad de clase, tiende a disolverse y ser progresivamente sustituida por la búsqueda de identidades en base a lo estético, lo cultural, etc. Es en este contexto de individuos huérfanos de identidad propia en el que se da la magnificación de lo simbólico y de la búsqueda de reafirmar la comunidad a través de la imagen que se proyecta. Además, la degradación de las relaciones sociales, acentúa la necesidad de sentirnos parte de algo colectivo y es cuando se produce esta tendencia en lo referido a los movimientos sociales, cuando se producen las inercias que impiden plantear ciertas críticas o posturas, o un exceso de celo en todo lo que perturbe o cuestione esa imagen de unidad y postura colectiva.
Por otro lado, los cambios en la forma de pensar que se producen durante la evolución y el crecimiento personal, y en el contexto individual (situación laboral y familiar, vivencias…), dificulta todavía más la capacidad que tenemos para valorar la importancia que tienen los diferentes temas en cada momento concreto en la dinámica general de cuestionamiento del modelo social. Lo cual puede generar una tendencia a considerar que “nuestra lucha”, o la que estamos desarrollando en ese momento, es la más importante.
Amago de conclusiones
En la elaboración de un marco común de entendimiento es necesario, e incluso inevitable, establecer unas bases de lo políticamente aceptable y lo que no. Se trata de que el proceso de creación de una comunidad de lucha enfrentada al orden social impuesto sea lo más real o auténtico posible, de que, manteniendo la pluralidad del pensamiento individual, con sus dudas, evoluciones y contradicciones, se puedan dar unas pautas comunes desde las que plantear formas de organización social alternativas.
La necesidad de sentirnos integradas, no sólo en lo afectivo, sino en lo político, nos lleva a la búsqueda de un marco cultural diferenciador respecto a otras identidades políticas. La identificación con un grupo requiere que sus miembros se reconozcan entre sí y ante los demás como similares. La dificultad de plasmar ese reconocimiento de forma natural, en el desarrollo de las luchas, nos ha llevado a su reforzamiento mediante lo simbólico. La importancia que han ido tomando los símbolos y la estética en las luchas es un síntoma de inoperancia de las mismas.
También resulta inevitable que nuestras valoraciones y posicionamientos políticos se vean afectados por las emociones o sentimientos –lo personal forma parte de lo político- y que los vínculos afectivos añadan ciertos miedos y condicionamientos que intervienen a la hora de plantear esos posicionamientos con honestidad. No se trata de evitar esos sentimientos, que son los que muchas veces nos mueven, los que nos permiten empatizar con quienes no compartimos y sentirnos cerca de aquellas con las que sí compartimos. Se trata de detectarlos y valorarlos, cuestionarlos y racionalizarlos, para evitar entrar en dinámicas tóxicas como el chantaje emocional o la intensificación del sentimiento de culpa.
Una portada
La elección de la portada, así como del formato, la maquetación y otros aspectos gráficos de la revista que tienes entre manos es algo a lo que quienes la editamos damos bastante importancia. Pretendemos que resulte atractiva y seria, que le dé un poco de color y aligere los textos que en ella presentamos, por lo general densos y extensos. De alguna forma, buscamos que la imagen suponga la identificación o el refuerzo de los contenidos que se desarrollan en los textos a los que acompaña. Pero esto es un arma de doble filo; por un lado, tratamos que esa identificación sea lo suficientemente amplia para que llegue a un extenso espectro de lectoras, pero, por otro, intentamos que transmita unas connotaciones políticas honestas y coherentes. Por eso, durante la elaboración del número anterior, la elección de la portada dio pie a un fugaz debate (condicionado por los tiempos de edición) sobre la autocensura y la importancia de lo simbólico.
Un dibujante, al que ya hemos recurrido en otras ocasiones para ilustrar la portada, nos envió una imagen en la que un cerdo, con traje y corbata, aparecía representado como un poderoso al que su desayuno se le rebelaba. En un principio, la iconografía utilizada (que respondía a una convencionalidad gráfica habitual) no nos pareció algo absolutamente fundamental -teniendo en cuenta además que se trataba de un encargo propio, aunque muy genérico (el tema de la rebelión) al que había dado forma concreta el dibujante-. Sin embargo, enseguida pensamos que dicha portada podía herir ciertas sensibilidades. Lo consultamos con personas cercanas, algunas de las cuales nos comentaron que no estimaban adecuado utilizar como símbolo de dominación a uno de los animales que precisamente más la padece. Lo discutimos y consideramos que esta utilización simbólica no iba a tener en este caso puntual una mayor trascendencia para la situación concreta de estos animales, y que el tema de la representación simbólica daba para un debate en profundidad.
En diversas ocasiones hemos planteado publicar textos o imágenes que sabemos que pueden generar cierta discusión, valorando que la provocación puede ser válida para agitar y replantear ciertos debates. Pero en este caso nos pareció que se podía generar una polémica estéril e innecesaria y por ello propusimos al dibujante que cambiara la portada.
Pero el hecho de replantearnos la publicación de la imagen de dicha portada por cuestiones que en ese momento rebasaron nuestros criterios mínimos nos generó algunas dudas y el interés por debatir sobre dichos criterios y sobre la conveniencia o no de formas de autocensura en determinados casos. Más allá del tema en sí (la utilización simbólica de los animales no humanos y el maltrato y la dominación sobre otras especies que tiene sin duda gran importancia), se nos planteó una cuestión más general sobre la influencia y consideración de las sensibilidades externas y sobre los diversos matices que surgen a la hora de decidir sobre qué aspectos se hace un mayor o menor hincapié. Esta necesidad ha dado pie al texto abierto que hemos elaborado sobre la autocensura y la corrección política.
Nota
[1] Esa idea ha sido más profundamente desarrollada por autores como Guy Debord (La sociedad del espectáculo) y Ramón Fernández Durán (Tercera Piel, Sociedad de la Imagen y conquista del alma).
Tomado de http://www.nodo50.org/ekintza/spip.php?article640.]
Pero el hecho de replantearnos la publicación de la imagen de dicha portada por cuestiones que en ese momento rebasaron nuestros criterios mínimos nos generó algunas dudas y el interés por debatir sobre dichos criterios y sobre la conveniencia o no de formas de autocensura en determinados casos. Más allá del tema en sí (la utilización simbólica de los animales no humanos y el maltrato y la dominación sobre otras especies que tiene sin duda gran importancia), se nos planteó una cuestión más general sobre la influencia y consideración de las sensibilidades externas y sobre los diversos matices que surgen a la hora de decidir sobre qué aspectos se hace un mayor o menor hincapié. Esta necesidad ha dado pie al texto abierto que hemos elaborado sobre la autocensura y la corrección política.
Nota
[1] Esa idea ha sido más profundamente desarrollada por autores como Guy Debord (La sociedad del espectáculo) y Ramón Fernández Durán (Tercera Piel, Sociedad de la Imagen y conquista del alma).
Tomado de http://www.nodo50.org/ekintza/spip.php?article640.]
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