Félix García
* No es nada sencillo definir las señas de identidad del anarquismo, que por definición tiende a ser abierto, con fronteras algo borrosas. No obstante es importante ofrecer unas referencias para delimitar cuál es nuestra propuesta sin entenderlas como cierres que excluyen y separan. Para ello, podemos recurrir a los tres nombres con los que se ha llamado a la tradición anarquista: anarquistas, libertarios y ácratas, subrayando la oposición al gobierno, le defensa radical de libertad y la oposición al poder. Todo ello realizado mediante actuaciones que prefiguran el mundo nuevo hacia el que pretendemos avanzar.
Introducción
Es posible que estemos ante una pregunta que, en el fondo, no deja de estar mal planteada, sobre todo porque habitualmente la palabra identidad está vinculada a la necesidad de diferenciar a individuos o colectivos de otros individuos y colectivos, estableciendo fronteras claras, o bastante claras, entre «ellos» y «nosotros»: quienes se ajustan a determinados rasgos son de los «nuestros» y quienes no se ajustan son de los «otros». El asunto tiene su interés, pues viene bien dejar claro quiénes somos, qué es lo específico que nos define, que además es lo que podemos aportar a la comunidad en general, incluidos los otros. Se convierte así, además, en el hilo argumental que permite dar un nivel fundamental de coherencia a nuestra identidad en el decurso temporal; esto es, nos permite escribir una biografía, un «relato» (grafía) de nuestra vida (bio).
El problema es que la insistencia en las identidades puede dar lugar a algunos inconvenientes con graves consecuencias. El primero de ellos es precisamente el insistir tanto en esas señas de identidad que se conviertan en pesadas losadas que nos impidan escribir relatos que, manteniendo una coherencia temporal, sepan estar a la altura de las cambiantes circunstancias. Suele ejemplificarse esta deriva con la figura de los celosos guardianes de las tradiciones propias que se oponen con rigor a todo cambio o modificación en la interpretación de las esencias identitarias. Sobrados ejemplos hay en la historia y en la actualidad. El segundo es tender a trazar, a partir de esas mismas esencias irrenunciables, fronteras nítidas y tajantes. Se utiliza entonces como motor de medidas excluyentes, que refuerzan una dinámica social determinada por el enfrentamiento entre amigos y enemigos. Suele decirse que, en nuestra cultura occidental, la Inquisición aparecida en el siglo XII, es el ejemplo perfecto de una práctica, en este caso religiosa y política, de señalamiento de los herejes, los heterodoxos, para separarlos de los ortodoxos, recurriendo a la muerte física si fuera necesario. Desgraciadamente no es el único caso y en la historia del siglo XX hemos tenido ejemplos espectaculares como las purgas dirigidas por Stalin o las matanzas organizadas por los Jemeres Rojos dirigidos por Pol-Pot, por mencionar solo los dos más llamativos. Otros ejemplos son menos dramáticos, pero obedecen a la misma actitud de trazar fronteras para decir quiénes está claramente fuera. Hay quienes diseñan políticas lingüísticas cuyo objetivo es precisamente imponer una lengua identitaria; hay quienes dicen, con fina ironía, que quien se mueva no sale en la foto; o hay revistas que excluyen algún artículo porque no se ajusta a las líneas programáticas de la organización.
Las identidades son, por tanto, algo tan necesario para poder reconocernos a nosotros mismos y para poder actuar con un sentido de la coherencia, como peligroso, dados los daños colaterales que pueden provocar. En el caso del anarquismo, el asunto adquiere un nivel de complejidad que quedaba perfectamente recogido en el título de un valioso libro: Ni Dios, ni amo, ni CNT. No bastaba luchar contra los enemigos oficiales del pensamiento libre, Dios y el Estado, sino que convenía mantener la lucha contra la previsible emergencia de otros dioses menores, algunos de ellos en el seno de la propia familia anarquista. Y es de esto de lo que hablo a continuación, de cómo establecer algunas señas de identidad que puedan servir de referencia para mantener un discurso y una práctica reconocibles que no se conviertan en señas de exclusión destructivas, que se puedan utilizar para «silenciar», «excluir» o incluso «aniquilar» a los enemigos externos o a los internos, ni tampoco en momias egipcíacas que agosten la libertad de pensamiento y de creación.
El anarquismo y los anarquismos
En cierto sentido, acompaña al anarquismo una cierta indefinición intrínseca de los límites que acotan lo que debemos entender por tal. Es intrínseca porque algo que acompaña a esta corriente de pensamiento es precisamente el negar los argumentos de autoridad y exigir la libertad de pensamiento crítico de las personas, lo que deja fuera la posibilidad de ofrecer o imponer definiciones que restrinjan la amplitud y radicalidad con las que el enfoque libertario aborda los problemas sociales, económicos y políticos.
Si se puede poner fecha de nacimiento al anarquismo en sentido estricto, como propuesta política, muy posiblemente la más adecuado sea mencionar a Proudhon, con algunos antecedentes inmediatos como Godwin. Eso sí, al poco de que Proudhon utilizara el término «anarquista» ya empezaron a surgir denominaciones diferentes de propuestas que reclamaban el nombre de anarquismo (algunos con adjetivos y otros sin adjetivos) y que eran discutidas por los propios anarquistas. Kropoktin, en 1910, escribió un importante artículo para The Encyclopedia Britannica, y en él distinguía entre anarquismo como tendencia hacia la organización de la sociedad sin gobernantes y gobernados, tendencia que ha estado siempre presente desde la Grecia clásica, también en otros continentes, y el anarquismo como doctrina ya elaborada, cuya primera expresión teórica ya elaborada se da en Godwin, siendo Proudhon quien le da el nombre por primera vez. Pues bien, ya en esta tendencia, de algún modo aparecen diversas formas de entender la práctica y la teoría de la política anarquista, que a la vez no es solo una concepción de la política sino una visión global del mundo y del ser humano. Es más, las diversas formas de entender el anarquismo han entrado en confrontación en distintos momentos, y se han producido igualmente expulsiones y condenas, algo que, en principio no sería muy coherente con el propio anarquismo
Sin quedarnos en la vaga apelación a un anarquismo presente desde siempre en la humanidad, lo que sigue es un intento de fijar algunas ideas básicas que podemos y debemos tener en cuenta para presentar el anarquismo como una propuesta de intervención política. Dado que no tiene sentido alguno pretender que se puedan dar algo parecido a unos criterios de otorguen certificados de homologación anarquista, lo que sigue es más bien eso, una reflexión sobre las señas de identidad entendidas como parecidos de familia, que deben ser comprendidos y utilizados con flexibilidad, pero que también permiten saber quiénes están completamente fuera, quienes estarían dentro de la familia y quienes se moverían en los terrenos fronterizos. Para ello voy a utilizar los tres nombres con los que se ha conocido a los anarquistas en su historia, aunque mantengo el de anarquistas como el que debe ser usado preferentemente, pues es el más usado en ese sentido. Por otra parte, escribo considerándome a mí mismo dentro de la familia. Evidentemente no he pedido a nadie el certificado de homologación que me autoriza a considerarme uno de los nuestros.
Anarquistas
Sin duda, es la palabra clave, la más frecuente y quizá la más usada cuando una persona pretende dejar claro de entrada en qué campo se encuentra, pues todo indica que es la que nadie más utiliza, excepto nosotros mismos. Es la afirmación radical que marca su etimología: no al gobierno, pues no queremos jefes que, desde posiciones de poder, impongan su voluntad al resto de las personas. Es precisamente la que dio Proudhon por primera vez haciendo ver que no era ni monárquico ni republicano, por más adjetivos que se pusieran a ambos términos. Él era un anarquista porque ese adjetivo indicaba con claridad que estaba en contra de ser «gobernado». En eso el anarquismo está cercano a los liberales, incluso a los neoliberales y también a la doctrina social cristiana: mantiene una desconfianza profunda respecto al gobierno, incluso cuando adopta la configuración de Estado de bienestar. No se buscan burocracias encargadas de gestionar la felicidad de los seres humanos, por encima de su voluntad. Como tampoco se quieren vanguardias conscientes del proletariado. Es un no muy radical al Estado en el que se ve sobre todo una fuente de control y coerción. Del mismo modo que, como señalaba Pierre Clastres, las sociedades llamadas primitivas mostraban un esfuerzo constante por evitar la cristalización de un Estado que conllevaba la acumulación y concentración del poder en unas pocas manos, las sociedades con Estados, que son prácticamente todas desde la producción de excedentes posterior a la agricultura, son sociedades en las que el Estado, en diversas configuraciones, va más allá de las tareas necesarias de organizar el trabajo y la convivencia colectivas y se convierte en fin en sí mismo, cuya función es garantizar el poder, esto es, la capacidad de imponer unas normas y comportamientos al conjunto de la población que favorecen a unas élites y perjudican al resto.
El mundo moderno y contemporáneo ha sido testigo de un crecimiento constante del Estado que, a pesar de los esfuerzos para lograr evitar la concentración de poder, especialmente en el mundo «occidental» tras las revoluciones democráticas del siglo XVII, ha producido muy al contrario un incremento del peso del Estado y una sofisticación de sus mecanismos de control. Aquí y ahora, la esencia de todos los gobiernos sigue siendo desempoderar fácticamente a los ciudadanos e inocular en su conciencia la necesidad que tienen de gobiernos fuertes para garantizar la gobernanza. Eso indica, desde mi punto de vista, que el anarquismo es muy necesario para contrarrestar esta estatalización agobiante.
Libertarios
En este caso apelamos a un adjetivo que tiene la ventaja de gozar de más aceptación popular, dada la importancia que la libertad tiene en las sociedades en las que está arraigada la democracia parlamentaria pues esta sitúa la libertad en el quicio de su configuración y también de su legitimación. Parece que suscita menos rechazo decir que somos «libertarios», sobre todo porque vivimos en sociedades que han exacerbado hasta extremos algo contradictorios la libertad de los individuos, que tiene su expresión más genuina, y más auto-contradictoria, en la libertad de elegir a sus gobernantes cada ciertos años y en la libertad de vender y comprar, sobre todo comprar, en el mercado global. No obstante, en este caso, la libertad del anarquismo es completamente distinta de la del liberalismo democrático: nuestra libertad no termina donde empieza la libertad de los demás, sino más bien al contrario. Parte de la tradición filosófica hegeliana, e incluso de algunas versiones de la liberal, como la propuesta por Adam Smith, en las que lo importante en la vida social de los seres humanos es la lucha por el reconocimiento, siguiendo la estela de la dialéctica entre al amo y el esclavo. Rechaza completamente la tradición filosófica que tiene en Hobbes a uno de sus máximos representantes, quien consideraba que los seres humanos se comportaban entre sí como lobos en estado de permanente combate
La libertad defendida en el anarquismo se sitúa en las antípodas de la libertad tal y como se entiende en las sociedades dominadas por el individualismo competitivo que plantea la lucha como medio de selección evolutiva que promueve el triunfo de las personas más fuertes. Es justo lo contrario, una libertad que se enriquece con la libertad de los demás, con quienes, por encima del conflicto, busca la cooperación y el apoyo mutuo, genuino motor del progreso evolutivo. Nuestra libertad comienza donde comienza la libertad de los demás y solo tiene valor real cuando es reconocida por otros seres libres. Sin renunciar a seguir defendiendo la libertad individual, en la que no tiene cabida la coerción, tiene claro que el puro hecho de decidir libremente no es fuente de legitimidad, puesto que importa también el objeto de la libre elección que solo libera en la medida en que se vincula a un proyecto solidario y comunitario. Por eso nuestro enfoque está muy lejos del que dan los liberales. Como decía en esta misma revista Diego Paredes Goicochea hablando de la dimensión política del anarquismo, Bakunin criticaba el supuesto liberal de una libertad individual previa a los vínculos sociales. Frente a esto, Bakunin sostiene que la libertad anarquista sólo es posible gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, pues los seres humanos solo realizamos nuestra plenitud personal, que incluye la libertad individual, completándonos con todos los individuos que nos rodean.
Ácratas
La crítica a la democracia representativa, habitual entre los anarquistas, responde a otra dimensión fundamental de su manera de entender la convivencia social y la organización de la misma. Posiblemente una de las exposiciones más claras la planteó Ricardo Mella en su folleto La ley del número. En cierto sentido, los anarquistas recogen las aspiraciones implícitas en las revoluciones contemporáneas que inauguran las nuevas democracias, siguiendo los rasgos fundamentales de la democracia ateniense: se busca la participación de todos, la soberanía popular y la división de poderes. Así enfocado, podríamos considerar al anarquismo como la teoría política más radicalmente comprometida con la democracia, es decir, con el poder ejercido por el pueblo en general, pero no haría justicia al fondo de nuestra filosofía política. Somos á-cratas, es decir, personas que renuncian a la búsqueda y ejercicio del poder. No queremos que nadie nos imponga lo que debemos hacer ni tampoco pretendemos imponérselo a nadie, si bien nuestra práctica no siempre ha sido coherente con esa convicción, como bien criticaba Vernon Richards al valorar la actuación de los anarquistas en la revolución de 1936-37 en España. La tentación de imponer por la fuerza el propio modelo es fuerte, pero estar en contra del poder se mantiene. Es por eso por lo que hay cierta renuencia frente a la democracia, más todavía hacia la puramente parlamentaria en la que todo el juego termina reducido a una lucha por la conquista del poder, avalado por la mayoría, para desde allí imponer a las minorías la propia concepción de la sociedad y las propuestas específicas para resolver las problemas que la sociedad tiene. Se podría decir que jugamos en otro campo y por eso no participamos en procesos electorales con partidos políticos. Lo nuestro es, sobre todo, el empoderamiento de las personas en la sociedad, reforzado con lazos de solidaridad y modelos autogestionarios de organización; es profundizar la división de poderes hasta lograr su completa disolución, de tal modo que nadie siga percibiendo situaciones de opresión y nadie esté facultado para imponer y oprimir. De ahí la importancia que tiene el asambleísmo en el sentido de propiciar y potenciar debates abiertos sobre las propuestas políticas, procurando llegar a consensos y evitando las votaciones que tras la victoria del sector mayoritario, «legitiman» la imposición coercitiva de su solución a la fuerza, apelando además a que solo el Estado posee está legitimado para usar la violencia. Olvidan así otra lección importante aportada por Bakunin: los problemas resueltos a la fuerza siguen siendo problemas. Para los anarquistas, lo importante, por tanto, es el esfuerzo permanente para que el poder, que siempre está presente en las relaciones humanas, se mantenga en los límites del empoderamiento, sin dar paso a que unos se apoderen del mismo de manera asimétrica y tengan la capacidad de determinar la conducta del resto de la población. Como bien señala Uri Gordon, al hablar del anarquismo actual, la democracia, tal y como se entiende aquí y ahora, no es en nuestro campo de acción; estamos más interesados por la acracia.
Una estrategia compartida: la prefiguración
Renunciar a luchar por el poder no significa renunciar a la presencia política en la sociedad, sino más bien entender esa presencia, y la política en general, en un sentido más amplio y más rico. Retomamos una visión que hunde sus raíces en la Grecia clásica y que se mantiene viva en pensadores contemporáneos como Hanna Arendt o Abensour: como acabo de exponer, el objetivo es situarse en la esfera de la sociedad civil, socializando el poder por fragmentación y difusión horizontal y evitando la deriva totalitaria que convierte el poder en dominación. En definitiva se trata de hacer presente en la vida social formas de organización y convivencia alternativas que por un lado contradicen las dominantes, basadas en exceso de la opresión y la explotación y reproductoras de ambas, y por otro lado ponen de manifiesto que es posible vivir de otra manera, alcanzando los objetivos que todas sociedad básicamente se plantea: garantizar una convivencia pacífica en la que todas las personas ven satisfechas sus necesidades fundamentales y pueden desarrollar sus propios proyectos personales de una vida plena. Mostramos con nuestra práctica concreta, en diferentes ámbitos (escuelas, cooperativas de vivienda, sindicatos, ateneos, radios…), que la propuesta autogestionaria, en la que no hay jerarquías ni acumulación del poder, sino otra manera de organizarse, es enriquecedora, eficaz y eficiente. Prefiguramos aquí y ahora ese mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones, que no es la ilusión ilusa de los impotentes, sino la ilusión ilusionada que dota de sentido a la vida humana desde la infancia hasta la madurez. Los elementos utópicos del proyecto revolucionario no se quedan como ideas reguladoras que nos vienen de un futuro que no existe, sino que se incorporan, se encarnan de manera profunda en el presente.
Rompemos de este modo un esquema simplista del progreso, instalado en el tiempo cronológico y homogéneo, válido para transacciones comerciales y cálculos de costes y beneficios, tiempo que, erróneamente adosado a la idea de progreso, justifica brutales sacrificios en el presente por un hipotético futuro arcádico que siempre se pospone al mañana, ese mañana que por definición nunca existe. Reivindicamos el presente denso, la totalidad concreta del aquí y el ahora en la que irrumpe el tiempo del kairós griego, un tiempo cualitativo, heterogéneo, el tiempo mesiánico de los profetas, que, como decía Benjamin, concibe el presente como el tiempo-ahora en el que se introducen, esparciéndose, astillas del tiempo mesiánico de la reconciliación, el reconocimiento y la justicia. Queremos el pan y las rosas ya y no estamos dispuestos a seguir esperando indefinidamente. Queremos una experiencia vital de lo que implica vivir de otro modo, orientados por criterios que ponen patas arriba una sociedad demasiado resignada a aplazar indefinidamente el logro de una vida mejor. Una sociedad tan apegada a hacer cálculos tácticos sobre los acontecimientos que se olvida de vivir con plenitud. Solo desde esa perspectiva se puede entender y poner en práctica la estrategia de la acción directa tan propia del anarquismo, no solo por exigir la participación activa de las personas en la lucha por la liberación y su protagonismo que ni delega ni aplaza, sino que ir directamente al corazón del problema. Sólo con esa concepción del presente adquiere toda su potencia transformadora acciones como la toma de las plazas y calles, la ocupación de casas vacías o la no-violencia activa. Son intervenciones en las que van de la mano la breve cita del Deuteronomio que encabeza La filosofía de la miseria de Proudhon, «destruam et edificabo», de la que el joven Bakunin daba una versión muy sugerente: «La pasión de la destrucción es al mismo tiempo una pasión creadora».
Cierto es que esta tensión entre el destruir y el crear puede derivar en versiones de la prefiguración que, cargadas de cólera apocalíptica, se decanta por la propaganda por el hecho, entendida como estallido violente cuyo fin es conmover catárticamente a la sociedad. El mismo Bakunin se dejó llevar por esa práctica en su Catecismo Revolucionario. No en vano Alberto Eiriz, en una reciente y muy buena edición de esa obra, añade el subtítulo de El libro maldito de la Anarquía. Sin erigirnos en jueces de esos estallidos de las víctimas que jalonan la historia de la humanidad, cobrándose su miseria en sangre purificadora, no cabe la menor duda de que han hecho un flaco servicio al anarquismo, en la medida en que, de la mano de literatos como Conrad y de fieles servidores del orden establecido, han consagrado en el imaginario social la sesgada e injusta imagen del anarquista como personaje asocial profundamente violento.
Consolidar esa imagen de los anarquistas, aun contando con la colaboración directa de bastantes anarquistas que practicaron una violencia extrema, exige centrarse intencionadamente en los casos en los que seres humanos concretos son las víctimas directas de la violencia anarquista. Sin embargo, nada se dice de la violencia brutal y sistemática del Estado, muy próxima a las prácticas terroristas. Es más, se silencia lo que promovían los propios medios anarquistas: paz a los seres humanos y guerra a las instituciones. Los anarquistas andaluces, quizá más sensibles a esta idea de la prefiguración que aquí mantengo, preferían ejemplificar su insurreccionalismo con la quema de los edificios en los que se asentaban los ejecutores del poder de los opresores. Nada había en esa cólera popular de arcaico, primitivo o prepolítico, sino una clara táctica orientada a golpear en los cimientos del poder social, político y económico. Era una propaganda por el hecho con función simbólica y también catártica, pero también acción que prefiguraba la sociedad que se buscaba.
Breve conclusión
Zanjar plenamente lo que debemos y podemos entender por anarquismo no es tarea sencilla. Si no fuera porque obviamente es necesario poner algunos mojones orientadores que permitan orientar las discusiones y sobre todo las prácticas en el seno de organizaciones que, como la CGT, proclaman su pertenencia a la familia anarquista, quizá no merecería la pena el esfuerzo que requiere alcanzar esas señas de identidad. No obstante, el interés por el tema seguiría siendo elevado, pero ya con otra función, la propia de una reflexión anarquista que se mantiene siempre abierta a revisar su propia manera de entender el fondo de los problemas sociales y la manera más acertada de ofrecer alternativas tácticas y estratégicas que permitan mantener la capacidad de enfrentamiento contra la injusticia realmente existente y mostrar la posibilidad real de vivir de otra manera.
[Tomado de http://www.radioklara.org/radioklara/?p=5579#more-5579.]
* No es nada sencillo definir las señas de identidad del anarquismo, que por definición tiende a ser abierto, con fronteras algo borrosas. No obstante es importante ofrecer unas referencias para delimitar cuál es nuestra propuesta sin entenderlas como cierres que excluyen y separan. Para ello, podemos recurrir a los tres nombres con los que se ha llamado a la tradición anarquista: anarquistas, libertarios y ácratas, subrayando la oposición al gobierno, le defensa radical de libertad y la oposición al poder. Todo ello realizado mediante actuaciones que prefiguran el mundo nuevo hacia el que pretendemos avanzar.
Introducción
Es posible que estemos ante una pregunta que, en el fondo, no deja de estar mal planteada, sobre todo porque habitualmente la palabra identidad está vinculada a la necesidad de diferenciar a individuos o colectivos de otros individuos y colectivos, estableciendo fronteras claras, o bastante claras, entre «ellos» y «nosotros»: quienes se ajustan a determinados rasgos son de los «nuestros» y quienes no se ajustan son de los «otros». El asunto tiene su interés, pues viene bien dejar claro quiénes somos, qué es lo específico que nos define, que además es lo que podemos aportar a la comunidad en general, incluidos los otros. Se convierte así, además, en el hilo argumental que permite dar un nivel fundamental de coherencia a nuestra identidad en el decurso temporal; esto es, nos permite escribir una biografía, un «relato» (grafía) de nuestra vida (bio).
El problema es que la insistencia en las identidades puede dar lugar a algunos inconvenientes con graves consecuencias. El primero de ellos es precisamente el insistir tanto en esas señas de identidad que se conviertan en pesadas losadas que nos impidan escribir relatos que, manteniendo una coherencia temporal, sepan estar a la altura de las cambiantes circunstancias. Suele ejemplificarse esta deriva con la figura de los celosos guardianes de las tradiciones propias que se oponen con rigor a todo cambio o modificación en la interpretación de las esencias identitarias. Sobrados ejemplos hay en la historia y en la actualidad. El segundo es tender a trazar, a partir de esas mismas esencias irrenunciables, fronteras nítidas y tajantes. Se utiliza entonces como motor de medidas excluyentes, que refuerzan una dinámica social determinada por el enfrentamiento entre amigos y enemigos. Suele decirse que, en nuestra cultura occidental, la Inquisición aparecida en el siglo XII, es el ejemplo perfecto de una práctica, en este caso religiosa y política, de señalamiento de los herejes, los heterodoxos, para separarlos de los ortodoxos, recurriendo a la muerte física si fuera necesario. Desgraciadamente no es el único caso y en la historia del siglo XX hemos tenido ejemplos espectaculares como las purgas dirigidas por Stalin o las matanzas organizadas por los Jemeres Rojos dirigidos por Pol-Pot, por mencionar solo los dos más llamativos. Otros ejemplos son menos dramáticos, pero obedecen a la misma actitud de trazar fronteras para decir quiénes está claramente fuera. Hay quienes diseñan políticas lingüísticas cuyo objetivo es precisamente imponer una lengua identitaria; hay quienes dicen, con fina ironía, que quien se mueva no sale en la foto; o hay revistas que excluyen algún artículo porque no se ajusta a las líneas programáticas de la organización.
Las identidades son, por tanto, algo tan necesario para poder reconocernos a nosotros mismos y para poder actuar con un sentido de la coherencia, como peligroso, dados los daños colaterales que pueden provocar. En el caso del anarquismo, el asunto adquiere un nivel de complejidad que quedaba perfectamente recogido en el título de un valioso libro: Ni Dios, ni amo, ni CNT. No bastaba luchar contra los enemigos oficiales del pensamiento libre, Dios y el Estado, sino que convenía mantener la lucha contra la previsible emergencia de otros dioses menores, algunos de ellos en el seno de la propia familia anarquista. Y es de esto de lo que hablo a continuación, de cómo establecer algunas señas de identidad que puedan servir de referencia para mantener un discurso y una práctica reconocibles que no se conviertan en señas de exclusión destructivas, que se puedan utilizar para «silenciar», «excluir» o incluso «aniquilar» a los enemigos externos o a los internos, ni tampoco en momias egipcíacas que agosten la libertad de pensamiento y de creación.
El anarquismo y los anarquismos
En cierto sentido, acompaña al anarquismo una cierta indefinición intrínseca de los límites que acotan lo que debemos entender por tal. Es intrínseca porque algo que acompaña a esta corriente de pensamiento es precisamente el negar los argumentos de autoridad y exigir la libertad de pensamiento crítico de las personas, lo que deja fuera la posibilidad de ofrecer o imponer definiciones que restrinjan la amplitud y radicalidad con las que el enfoque libertario aborda los problemas sociales, económicos y políticos.
Si se puede poner fecha de nacimiento al anarquismo en sentido estricto, como propuesta política, muy posiblemente la más adecuado sea mencionar a Proudhon, con algunos antecedentes inmediatos como Godwin. Eso sí, al poco de que Proudhon utilizara el término «anarquista» ya empezaron a surgir denominaciones diferentes de propuestas que reclamaban el nombre de anarquismo (algunos con adjetivos y otros sin adjetivos) y que eran discutidas por los propios anarquistas. Kropoktin, en 1910, escribió un importante artículo para The Encyclopedia Britannica, y en él distinguía entre anarquismo como tendencia hacia la organización de la sociedad sin gobernantes y gobernados, tendencia que ha estado siempre presente desde la Grecia clásica, también en otros continentes, y el anarquismo como doctrina ya elaborada, cuya primera expresión teórica ya elaborada se da en Godwin, siendo Proudhon quien le da el nombre por primera vez. Pues bien, ya en esta tendencia, de algún modo aparecen diversas formas de entender la práctica y la teoría de la política anarquista, que a la vez no es solo una concepción de la política sino una visión global del mundo y del ser humano. Es más, las diversas formas de entender el anarquismo han entrado en confrontación en distintos momentos, y se han producido igualmente expulsiones y condenas, algo que, en principio no sería muy coherente con el propio anarquismo
Sin quedarnos en la vaga apelación a un anarquismo presente desde siempre en la humanidad, lo que sigue es un intento de fijar algunas ideas básicas que podemos y debemos tener en cuenta para presentar el anarquismo como una propuesta de intervención política. Dado que no tiene sentido alguno pretender que se puedan dar algo parecido a unos criterios de otorguen certificados de homologación anarquista, lo que sigue es más bien eso, una reflexión sobre las señas de identidad entendidas como parecidos de familia, que deben ser comprendidos y utilizados con flexibilidad, pero que también permiten saber quiénes están completamente fuera, quienes estarían dentro de la familia y quienes se moverían en los terrenos fronterizos. Para ello voy a utilizar los tres nombres con los que se ha conocido a los anarquistas en su historia, aunque mantengo el de anarquistas como el que debe ser usado preferentemente, pues es el más usado en ese sentido. Por otra parte, escribo considerándome a mí mismo dentro de la familia. Evidentemente no he pedido a nadie el certificado de homologación que me autoriza a considerarme uno de los nuestros.
Anarquistas
Sin duda, es la palabra clave, la más frecuente y quizá la más usada cuando una persona pretende dejar claro de entrada en qué campo se encuentra, pues todo indica que es la que nadie más utiliza, excepto nosotros mismos. Es la afirmación radical que marca su etimología: no al gobierno, pues no queremos jefes que, desde posiciones de poder, impongan su voluntad al resto de las personas. Es precisamente la que dio Proudhon por primera vez haciendo ver que no era ni monárquico ni republicano, por más adjetivos que se pusieran a ambos términos. Él era un anarquista porque ese adjetivo indicaba con claridad que estaba en contra de ser «gobernado». En eso el anarquismo está cercano a los liberales, incluso a los neoliberales y también a la doctrina social cristiana: mantiene una desconfianza profunda respecto al gobierno, incluso cuando adopta la configuración de Estado de bienestar. No se buscan burocracias encargadas de gestionar la felicidad de los seres humanos, por encima de su voluntad. Como tampoco se quieren vanguardias conscientes del proletariado. Es un no muy radical al Estado en el que se ve sobre todo una fuente de control y coerción. Del mismo modo que, como señalaba Pierre Clastres, las sociedades llamadas primitivas mostraban un esfuerzo constante por evitar la cristalización de un Estado que conllevaba la acumulación y concentración del poder en unas pocas manos, las sociedades con Estados, que son prácticamente todas desde la producción de excedentes posterior a la agricultura, son sociedades en las que el Estado, en diversas configuraciones, va más allá de las tareas necesarias de organizar el trabajo y la convivencia colectivas y se convierte en fin en sí mismo, cuya función es garantizar el poder, esto es, la capacidad de imponer unas normas y comportamientos al conjunto de la población que favorecen a unas élites y perjudican al resto.
El mundo moderno y contemporáneo ha sido testigo de un crecimiento constante del Estado que, a pesar de los esfuerzos para lograr evitar la concentración de poder, especialmente en el mundo «occidental» tras las revoluciones democráticas del siglo XVII, ha producido muy al contrario un incremento del peso del Estado y una sofisticación de sus mecanismos de control. Aquí y ahora, la esencia de todos los gobiernos sigue siendo desempoderar fácticamente a los ciudadanos e inocular en su conciencia la necesidad que tienen de gobiernos fuertes para garantizar la gobernanza. Eso indica, desde mi punto de vista, que el anarquismo es muy necesario para contrarrestar esta estatalización agobiante.
Libertarios
En este caso apelamos a un adjetivo que tiene la ventaja de gozar de más aceptación popular, dada la importancia que la libertad tiene en las sociedades en las que está arraigada la democracia parlamentaria pues esta sitúa la libertad en el quicio de su configuración y también de su legitimación. Parece que suscita menos rechazo decir que somos «libertarios», sobre todo porque vivimos en sociedades que han exacerbado hasta extremos algo contradictorios la libertad de los individuos, que tiene su expresión más genuina, y más auto-contradictoria, en la libertad de elegir a sus gobernantes cada ciertos años y en la libertad de vender y comprar, sobre todo comprar, en el mercado global. No obstante, en este caso, la libertad del anarquismo es completamente distinta de la del liberalismo democrático: nuestra libertad no termina donde empieza la libertad de los demás, sino más bien al contrario. Parte de la tradición filosófica hegeliana, e incluso de algunas versiones de la liberal, como la propuesta por Adam Smith, en las que lo importante en la vida social de los seres humanos es la lucha por el reconocimiento, siguiendo la estela de la dialéctica entre al amo y el esclavo. Rechaza completamente la tradición filosófica que tiene en Hobbes a uno de sus máximos representantes, quien consideraba que los seres humanos se comportaban entre sí como lobos en estado de permanente combate
La libertad defendida en el anarquismo se sitúa en las antípodas de la libertad tal y como se entiende en las sociedades dominadas por el individualismo competitivo que plantea la lucha como medio de selección evolutiva que promueve el triunfo de las personas más fuertes. Es justo lo contrario, una libertad que se enriquece con la libertad de los demás, con quienes, por encima del conflicto, busca la cooperación y el apoyo mutuo, genuino motor del progreso evolutivo. Nuestra libertad comienza donde comienza la libertad de los demás y solo tiene valor real cuando es reconocida por otros seres libres. Sin renunciar a seguir defendiendo la libertad individual, en la que no tiene cabida la coerción, tiene claro que el puro hecho de decidir libremente no es fuente de legitimidad, puesto que importa también el objeto de la libre elección que solo libera en la medida en que se vincula a un proyecto solidario y comunitario. Por eso nuestro enfoque está muy lejos del que dan los liberales. Como decía en esta misma revista Diego Paredes Goicochea hablando de la dimensión política del anarquismo, Bakunin criticaba el supuesto liberal de una libertad individual previa a los vínculos sociales. Frente a esto, Bakunin sostiene que la libertad anarquista sólo es posible gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, pues los seres humanos solo realizamos nuestra plenitud personal, que incluye la libertad individual, completándonos con todos los individuos que nos rodean.
Ácratas
La crítica a la democracia representativa, habitual entre los anarquistas, responde a otra dimensión fundamental de su manera de entender la convivencia social y la organización de la misma. Posiblemente una de las exposiciones más claras la planteó Ricardo Mella en su folleto La ley del número. En cierto sentido, los anarquistas recogen las aspiraciones implícitas en las revoluciones contemporáneas que inauguran las nuevas democracias, siguiendo los rasgos fundamentales de la democracia ateniense: se busca la participación de todos, la soberanía popular y la división de poderes. Así enfocado, podríamos considerar al anarquismo como la teoría política más radicalmente comprometida con la democracia, es decir, con el poder ejercido por el pueblo en general, pero no haría justicia al fondo de nuestra filosofía política. Somos á-cratas, es decir, personas que renuncian a la búsqueda y ejercicio del poder. No queremos que nadie nos imponga lo que debemos hacer ni tampoco pretendemos imponérselo a nadie, si bien nuestra práctica no siempre ha sido coherente con esa convicción, como bien criticaba Vernon Richards al valorar la actuación de los anarquistas en la revolución de 1936-37 en España. La tentación de imponer por la fuerza el propio modelo es fuerte, pero estar en contra del poder se mantiene. Es por eso por lo que hay cierta renuencia frente a la democracia, más todavía hacia la puramente parlamentaria en la que todo el juego termina reducido a una lucha por la conquista del poder, avalado por la mayoría, para desde allí imponer a las minorías la propia concepción de la sociedad y las propuestas específicas para resolver las problemas que la sociedad tiene. Se podría decir que jugamos en otro campo y por eso no participamos en procesos electorales con partidos políticos. Lo nuestro es, sobre todo, el empoderamiento de las personas en la sociedad, reforzado con lazos de solidaridad y modelos autogestionarios de organización; es profundizar la división de poderes hasta lograr su completa disolución, de tal modo que nadie siga percibiendo situaciones de opresión y nadie esté facultado para imponer y oprimir. De ahí la importancia que tiene el asambleísmo en el sentido de propiciar y potenciar debates abiertos sobre las propuestas políticas, procurando llegar a consensos y evitando las votaciones que tras la victoria del sector mayoritario, «legitiman» la imposición coercitiva de su solución a la fuerza, apelando además a que solo el Estado posee está legitimado para usar la violencia. Olvidan así otra lección importante aportada por Bakunin: los problemas resueltos a la fuerza siguen siendo problemas. Para los anarquistas, lo importante, por tanto, es el esfuerzo permanente para que el poder, que siempre está presente en las relaciones humanas, se mantenga en los límites del empoderamiento, sin dar paso a que unos se apoderen del mismo de manera asimétrica y tengan la capacidad de determinar la conducta del resto de la población. Como bien señala Uri Gordon, al hablar del anarquismo actual, la democracia, tal y como se entiende aquí y ahora, no es en nuestro campo de acción; estamos más interesados por la acracia.
Una estrategia compartida: la prefiguración
Renunciar a luchar por el poder no significa renunciar a la presencia política en la sociedad, sino más bien entender esa presencia, y la política en general, en un sentido más amplio y más rico. Retomamos una visión que hunde sus raíces en la Grecia clásica y que se mantiene viva en pensadores contemporáneos como Hanna Arendt o Abensour: como acabo de exponer, el objetivo es situarse en la esfera de la sociedad civil, socializando el poder por fragmentación y difusión horizontal y evitando la deriva totalitaria que convierte el poder en dominación. En definitiva se trata de hacer presente en la vida social formas de organización y convivencia alternativas que por un lado contradicen las dominantes, basadas en exceso de la opresión y la explotación y reproductoras de ambas, y por otro lado ponen de manifiesto que es posible vivir de otra manera, alcanzando los objetivos que todas sociedad básicamente se plantea: garantizar una convivencia pacífica en la que todas las personas ven satisfechas sus necesidades fundamentales y pueden desarrollar sus propios proyectos personales de una vida plena. Mostramos con nuestra práctica concreta, en diferentes ámbitos (escuelas, cooperativas de vivienda, sindicatos, ateneos, radios…), que la propuesta autogestionaria, en la que no hay jerarquías ni acumulación del poder, sino otra manera de organizarse, es enriquecedora, eficaz y eficiente. Prefiguramos aquí y ahora ese mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones, que no es la ilusión ilusa de los impotentes, sino la ilusión ilusionada que dota de sentido a la vida humana desde la infancia hasta la madurez. Los elementos utópicos del proyecto revolucionario no se quedan como ideas reguladoras que nos vienen de un futuro que no existe, sino que se incorporan, se encarnan de manera profunda en el presente.
Rompemos de este modo un esquema simplista del progreso, instalado en el tiempo cronológico y homogéneo, válido para transacciones comerciales y cálculos de costes y beneficios, tiempo que, erróneamente adosado a la idea de progreso, justifica brutales sacrificios en el presente por un hipotético futuro arcádico que siempre se pospone al mañana, ese mañana que por definición nunca existe. Reivindicamos el presente denso, la totalidad concreta del aquí y el ahora en la que irrumpe el tiempo del kairós griego, un tiempo cualitativo, heterogéneo, el tiempo mesiánico de los profetas, que, como decía Benjamin, concibe el presente como el tiempo-ahora en el que se introducen, esparciéndose, astillas del tiempo mesiánico de la reconciliación, el reconocimiento y la justicia. Queremos el pan y las rosas ya y no estamos dispuestos a seguir esperando indefinidamente. Queremos una experiencia vital de lo que implica vivir de otro modo, orientados por criterios que ponen patas arriba una sociedad demasiado resignada a aplazar indefinidamente el logro de una vida mejor. Una sociedad tan apegada a hacer cálculos tácticos sobre los acontecimientos que se olvida de vivir con plenitud. Solo desde esa perspectiva se puede entender y poner en práctica la estrategia de la acción directa tan propia del anarquismo, no solo por exigir la participación activa de las personas en la lucha por la liberación y su protagonismo que ni delega ni aplaza, sino que ir directamente al corazón del problema. Sólo con esa concepción del presente adquiere toda su potencia transformadora acciones como la toma de las plazas y calles, la ocupación de casas vacías o la no-violencia activa. Son intervenciones en las que van de la mano la breve cita del Deuteronomio que encabeza La filosofía de la miseria de Proudhon, «destruam et edificabo», de la que el joven Bakunin daba una versión muy sugerente: «La pasión de la destrucción es al mismo tiempo una pasión creadora».
Cierto es que esta tensión entre el destruir y el crear puede derivar en versiones de la prefiguración que, cargadas de cólera apocalíptica, se decanta por la propaganda por el hecho, entendida como estallido violente cuyo fin es conmover catárticamente a la sociedad. El mismo Bakunin se dejó llevar por esa práctica en su Catecismo Revolucionario. No en vano Alberto Eiriz, en una reciente y muy buena edición de esa obra, añade el subtítulo de El libro maldito de la Anarquía. Sin erigirnos en jueces de esos estallidos de las víctimas que jalonan la historia de la humanidad, cobrándose su miseria en sangre purificadora, no cabe la menor duda de que han hecho un flaco servicio al anarquismo, en la medida en que, de la mano de literatos como Conrad y de fieles servidores del orden establecido, han consagrado en el imaginario social la sesgada e injusta imagen del anarquista como personaje asocial profundamente violento.
Consolidar esa imagen de los anarquistas, aun contando con la colaboración directa de bastantes anarquistas que practicaron una violencia extrema, exige centrarse intencionadamente en los casos en los que seres humanos concretos son las víctimas directas de la violencia anarquista. Sin embargo, nada se dice de la violencia brutal y sistemática del Estado, muy próxima a las prácticas terroristas. Es más, se silencia lo que promovían los propios medios anarquistas: paz a los seres humanos y guerra a las instituciones. Los anarquistas andaluces, quizá más sensibles a esta idea de la prefiguración que aquí mantengo, preferían ejemplificar su insurreccionalismo con la quema de los edificios en los que se asentaban los ejecutores del poder de los opresores. Nada había en esa cólera popular de arcaico, primitivo o prepolítico, sino una clara táctica orientada a golpear en los cimientos del poder social, político y económico. Era una propaganda por el hecho con función simbólica y también catártica, pero también acción que prefiguraba la sociedad que se buscaba.
Breve conclusión
Zanjar plenamente lo que debemos y podemos entender por anarquismo no es tarea sencilla. Si no fuera porque obviamente es necesario poner algunos mojones orientadores que permitan orientar las discusiones y sobre todo las prácticas en el seno de organizaciones que, como la CGT, proclaman su pertenencia a la familia anarquista, quizá no merecería la pena el esfuerzo que requiere alcanzar esas señas de identidad. No obstante, el interés por el tema seguiría siendo elevado, pero ya con otra función, la propia de una reflexión anarquista que se mantiene siempre abierta a revisar su propia manera de entender el fondo de los problemas sociales y la manera más acertada de ofrecer alternativas tácticas y estratégicas que permitan mantener la capacidad de enfrentamiento contra la injusticia realmente existente y mostrar la posibilidad real de vivir de otra manera.
[Tomado de http://www.radioklara.org/radioklara/?p=5579#more-5579.]
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