martes, 22 de marzo de 2016
Argentina: 40 Años de impunidad de los crímenes de Estado
Hijos La Plata
A 40 años de golpe genocida seguimos luchando contra la impunidad, contra el saqueo, contra el ajuste y contra la represión. Salimos a la calle para reivindicar la memoria de lucha de los 30 mil compañeros y compañeras detenidos desaparecidos, de los exiliados, de los ex presos y de toda una generación de militantes que luchaban por la revolución social. Los compañeros y compañeras que dejaron su vida por un país sin explotadores ni explotados, y que se plantaron frente a la prepotencia del poder con un proyecto de emancipación anticapitalista, anti-imperialista y revolucionario que aún nos falta concretar.
Durante todo el siglo XX, en nuestro país los golpes de Estado han significado una profunda recomposición de la estructura económica, política y social dirigida por las clases dominantes hacia el disciplinamiento de los sectores populares. La última dictadura fue la expresión más drástica y definitiva de la represión planificada, racional y organizada del exterminio. El “Plan Sistemático” que aplicaron las Fuerzas Armadas y de Seguridad, que se ha probado judicialmente como un Genocidio, tuvo un objetivo claro: aniquilar a las organizaciones político militares, pero también a las sindicales combativas y sociales con trabajo territorial transformador. Al cumplirse 40 años de la implantación abierta del Terrorismo de Estado, con sus antecedentes directos en la Masacre de Trelew, las bandas fascistas de Perón y López Rega y el Operativo Independencia, los crímenes cometidos desde el aparato represivo de Estado continúan en su mayoría impunes y se han reconvertido en una extendida dinámica de Control Social para mantener el esquema de grandes negocios instaurado con el Genocidio.
Los Juicios
Tras los juicios en las causas 13 y 44, popularmente llamado “Juicio a las Juntas”, la actitud del Estado frente a aquellos graves delitos fue de sostenimiento pactado de la impunidad por 16 años. El proceso de reapertura de las causas a los genocidas, que comenzó en 2003 con la anulación de las leyes de impunidad por la lucha del pueblo no se consolidó jurídicamente hasta 2005, recién arrancó su marcha en 2006 con los juicios a Miguel Etchecolatz en La Plata y Julio Simón en CABA.
Desde entonces a esta parte el Estado argentino sólo efectivizó 155 juicios orales con sentencia en todo el país. En esos 155 juicios hubo 895 procesamientos, y como resultado se dictaron 806 condenas sobre 650 represores, 77 absueltos y 9 muertos impunes mientras duraba el proceso y 3 apartados durante el juicio, por un universo de 4.040 víctimas. Esto quiere decir que en 13 años alrededor del 42% del total de los 2.100 procesados desde 2003 fue llevado a juicio, y un 31% de aquel número de procesados fue condenado. Es interesante aquí plantear que habiendo llegado a juicio casi la mitad de los procesamientos en 13 años, resulta claro, sobre todo por razones biológicas de los imputados, que la otra mitad no podrá esperar otros 15 años para ser juzgados y quedará impune (como los 250 procesados que fallecieron en este lapso) si no se acelera el proceso. Pero resulta que en lugar de acelerarse, el proceso viene decreciendo año a año.
Además, si seguimos tomando como referencia los 600 Centros Clandestinos de Detención que funcionaron en todo el país durante la dictadura, los 650 condenados siguen representando, a más de una década de anuladas las leyes de impunidad, un poco más de 1 represor condenado por cada CCD. Para completar el cuadro, el 40% de los procesados y condenados goza del beneficio de la detención domiciliaria, y hay menos de 150 represores con condena firme, es decir confirmada por los tribunales superiores del país, siendo que en muchos casos eso define si se los aloja en cárcel común o en sus casas. Esto marca claramente que la pretensión punitiva de estos procesos sobre delitos gravísimos está muy cerca de representar una mera formalidad, que contrasta con el sistema de crueldad que significa la cárcel para los presos comunes.
Si tomamos los últimos 5 años veremos que lejos de crecer exponencialmente, el proceso anual de juzgamiento tuvo un pico en 2012 y desde entonces viene decreciendo tanto en cantidad de juicios como de condenas anuales. No se ha podido mantener aquel tope de dos decenas y media de juicios con un centenar y medio de condenas cada año. Ni siquiera se ha cumplido el prometido “salto cualitativo” de los juicios respecto a la cantidad de represores juzgados en cada debate: en los últimos 4 años el 45% de los procesos se han hecho contra 1 a 3 represores.
Poco se ha avanzado también en lo que respecta al período represivo previo al golpe, a las complicidades civiles (empresariales, eclesiásticas y de la burocracia sindical) y a los juicios por la apropiación de los hijos de los compañeros desaparecidos, mientras quedan casi 400 casos de restitución de identidad por resolver. Y si bien se ha comenzado a desandar años de impunidad es en la comisión de delitos sexuales como parte del plan represivo, los jueces se siguen resistiendo a concebirlos como un delito autónomo al de tormentos y falta mucho para lograr imponer un criterio amplio de violencia sexual, que no se reduzca solo a las violaciones o abusos, sino también la exposición a la desnudez, los insultos y todo lo que implicaba ser objeto de cosificación dentro del CCD.
La experiencia en La Plata
Para La Plata el año 2015 sumó 8 condenas en el juicio por la estructura represiva de la Armada y Prefectura en nuestra zona, conocido como “Fuerza de Tareas 5”. Pero el juicio siguió marcando el clásico desgüace de las causas. Tras tener 10 años la causa en sus manos, la justicia sólo procesó a un puñado de marinos y prefectos de la cadena de mandos. Varios sobrevivientes, que hacía años habían aportado su testimonio a la causa, así como víctimas de secuestro y homicidio cuyos familiares fueron convocados al juicio no fueron tenidos en cuenta en el proceso. Muchos de esos casos fueron incluidos al final del debate por la intervención de nuestra querella de Justicia Ya y sin el acompañamiento de la fiscalía. Y antes de que la causa llegara a juicio oral murieron impunes 2 represores: el prefecto Tomás Méndez y el segundo comandante del BIM3 Antonio Mocellini.
Una vez más, sólo a través del pedido de nuestra querella de Justicia Ya, se logró poner las cosas en su preciso lugar: por primera vez en estos juicios logramos las condenas de los represores como co-autores del delito internacional de Genocidio. Porque si bien en otros fallos la sentencias marcaron que estos delitos se habían cometido en el “marco de un genocidio” que si bien fue un avance no definía que quienes habían sido los autores de estas atrocidades eran los responsables directos del genocidio, luego y más cercano en el tiempo logramos las condenas como “complicidad en el genocidio”, la complicidad, a nuestro entender, tampoco marcaba claramente al genocida, todos lo habían ayudado pero específicamente ninguno era genocida. De ahí que consideramos a este fallo que ubica claramente a este grupo como parte de los GENOCIDAS responsables con participación activa y directa en el genocidio.
Quedó también en evidencia con este juicio el rol activo en la represión de los directorios de las empresas más importantes, la complicidad de la burocracia sindical y la desidia sobre los lugares utilizados por la Armada y prefectura en Berisso y Ensenada, que se encuentran abandonados, sin señalizar o reutilizados en franca especulación inmobiliaria.
Pero la mayoría de los condenados en el juicio a la Fuerza de Tareas 5 fueron beneficiados por Casación con la domiciliaria tres meses después del fallo. Este es el peligro real que enfrentan los juicios: ser una mera formalidad.
Con esto suman 70 los genocidas condenados en La Plata desde la reapertura de las causas, menos de la mitad de ellos sentenciados a perpetua. La cifra sigue siendo poco representativa para una zona que contó con al menos 15 CCD y miles de víctimas de la represión, y mucho más para una jurisdicción federal donde se juzgan los delitos cometidos en los 29 CCD de la Bonaerense de Camps, más las responsabilidades de como las patotas del Ejército, la Armada, el Servicio Penitenciario y agentes civiles de Inteligencia o grupos paraestatales como el CNU.
Pero además hay en La Plata unas 25 causas fragmentadas en instrucción con procesamientos que incluye nada más que a un centenar represores a ser juzgados en próximos juicios. Es decir que, aun presuponiendo la efectiva condena de todos los represores procesados en la jurisdicción federal La Plata, no superaríamos los 170 genocidas condenados en el horizonte de juzgamiento que el Estado propone.
Por si fuera poco en La Plata venimos sufriendo una importante regresión: a través de una campaña de amenazas, el represor Etchecolatz logró que el juez Carlos Rozansky se excusara de participar en todas las causas que lo tienen involucrado, que son la mayoría. El nuevo tribunal se compone de los doctores Germán Catelli, César Alvarez y Agustín Lemos Arias, más permeables a los reclamos de los defensores de los genocidas, sobre todo en el otorgamiento de domiciliarias, lo que no promete una mejora respecto a lo que se hizo hasta ahora.
En septiembre próximo se cumplen 10 años de la segunda desaparición forzada de Jorge Julio López. Y como sabemos la causa López es un verdadero laberinto de la impunidad. A casi 10 años no hay ningún indagado ni procesado ni detenido.
Hace tiempo que el Ministerio Público viene afirmando que no quedaban medidas a su alcance por hacer, mientras hace año y medio reconocieron que recién en 2014 le tomaron declaración a la esposa de López, Irene Savegnago, quien “nunca había brindado un amplio testimonio sobre los hechos acontecidos en el marco de la causa”. La causa Lopez también demuestra la ineficacia del sistema de búsqueda de cuerpos en las morgues del país. No existe un registro nacional unificado de cuerpos no identificados, no sólo para el caso de Jorge, sino para todas las personas que se encuentran desaparecidas. Actualmente está “librado al azar y a la responsabilidad de cada funcionario”, como quedó demostrado en el caso de Luciano Arruga.
Esto no es de extrañar para un Estado que mostró, aquí en La Plata, el desmanejo que existe en la Morgue Judicial tras la inundación del 2 de abril de 2013, y donde salió a la luz pública que es habitual que la policía y el poder Judicial trabajen cotidianamente en los procesos por muertes traumáticas con el falseamiento de causales de muerte, dobles enterramientos y ocultamiento de cadáveres.
En 2015 lo único que avanzó en la Causa Lopez fue la investigación a funcionarios del Servicio Penitenciario Federal por encubrimiento en la investigación y no por la desaparición de Jorge, y por delitos con penas menores. Esto demuestra que el Servicio Penitenciario Federal sigue siendo cómplice de los genocidas allí alojados y que les facilitó el camino para acceder a teléfonos, visitas irregulares y a todo aquello que sirva para planificar el hostigamiento o la desaparición de un testigo. Estas irregularidades no sólo beneficiaban a Etchecolatz, sinó que se extendían a otros represores condenados con actuación en el Circuito Camps como Norberto Cozzani, Jorge Bergés, Cristian Von Wernich y, no casualmente, a un grupo de integrantes de penitenciarios bonaerenses, entre ello Rebaynera, Morel, Ríos y Basualdo, hoy condenados por su actuación en la Unidad 9 en dictadura.
Este balance impone una mirada menos auspiciosa que lo pretendido desde los sectores oficiales como una “política de Estado” basada en “Memoria, Verdad y Justicia”.
LA REPRESIÓN COMO POLÍTICA DE ESTADO
Desde diciembre de 1983 a esta parte ninguno de los gobiernos constitucionales de turno efectivizó el desmantelamiento del aparato represivo, y en todo caso se dedicaron a maquillarlo con un barniz democrático, reequiparlo y reconvertirlo en agente de control social: para buscar la impunidad del Genocidio en los ’80, contra el movimiento fogonero-piquetero de Menem a Duhalde y contra toda la militancia organizada durante los Kirchner. La experiencia de César Milani al frente del Ejército en la “década ganada”, la duplicación de efectivos de la Policía bonaerense en la gestión Scioli y de la compleja madeja de complicidades políticas, militares, policiales y penitenciarias en la segunda desaparición forzada de Jorge Julio Lopez son sólo muestras emergentes de lo que señalamos.
No es temerario afirmar que la vieja Doctrina de Seguridad Nacional del Terrorismo de Estado ha mutado a una política de Control Social, o “terrorismo impuro” en conceptos del compañero Alfredo Grande. En todo caso lo desafiante de la idea exige un esfuerzo intelectual: el mismo que llevó superar la teoría de los “excesos”, de los “resabios de la dictadura” y del “autogobierno” policial. En este sentido, la política represiva de la gestión que se ha denominado el “gobierno de los Derechos Humanos” representa más del 60% de los casi 5 mil casos de personas asesinadas por el aparato represivo de Estado en los últimos 32 años de gobiernos constitucionales.
Las modalidades de detenciones arbitrarias, el gatillo fácil, la tortura en sede policial y penitenciaria, la desaparición forzada de personas, la existencia de presos políticos, el espionaje y la represión en movilizaciones han sido moneda corriente y creciente en la autodenominada “década ganada”. Esto porque pese a los reiterados discursos referidos a una “mayor inclusión”, subsiste una construcción de poder que no cuestiona en lo más mínimo las crudas cotidianeidades de la democracia representativa y la economía capitalistas, y en cambio se sirve de sus propios límites para profundizar las políticas de Control Social: saturar los barrios pobres de policías, llenar las cárceles de pobres con prisión preventiva como pena anticipada, vaciar las políticas sociales en salud y educación, pretender bajar edad imputabilidad como un fetiche del discurso de “inseguridad” y un largo etcétera.
La desaparición forzada de personas se define técnicamente como la “privación de libertad cometida por un particular o agentes del Estado, y donde la institución ha prestado su apoyo o aquiescencia y se niega a informar o reconocer esa privación de libertad”.
Desde el caso del joven José Luis Franco, detenido por la policía santafecina en Rosario el 24 de diciembre de 1983 y cuyo cadáver apareció golpeado en un descampado; hasta el reciente caso de Gerardo Escobar, golpeado por patovicas y policías a la salida de un boliche en Rosario en agosto de 2015 y que apareció una semana después en las aguas del río Paraná, podemos afirmar que se han producido en Argentina al menos 212 casos de desaparición forzada de personas entre 1983 y 2015.
La continuidad de la práctica de desaparecer personas tras detenerlas se comprueba con el dato de que de los 210 casos que se registraron entre 1983 y 2015, el 40% se dieron en las tres gestiones del matrimonio Kirchner. Digno de su “Maldita Policía” que nunca dejó de actuar, la provincia de Buenos Aires registra más de un 70% de los casos.
El hecho que marca a fuego esta práctica perversa, y que une 40 años de continuidades del aparato de poder organizado para reprimir, es la segunda desaparición forzada de Lopez en septiembre de 2006, porque se trata de un sobreviviente del Genocidio expuesto como testigo en una causa de lesa humanidad que dio inicio al proceso de juzgamiento de los crímenes del Terror de Estado con renovada impunidad. Definen el caso el señalamiento de las organizaciones de DDHH a la propia Policía Bonaerense, el silencio del gobierno al respecto, pese a la gravedad material y simbólica que presenta, y la apertura de una nueva categoría: el ex detenido-desaparecido en dictadura, aparecido y vuelto a desaparecer en democracia.
Si en momentos de alto desarrollo de la conciencia popular y las luchas sociales la desaparición forzada se utilizaba especialmente como método de represión política de los oponentes, hoy vemos que los altos niveles de desigualdad y la continuidad de prácticas de control social hacen que las víctimas afectadas sean en su mayoría jóvenes pobres, con instrucción básica y sin empleo formal, que habitan las barriadas populares y son el “enemigo” creado en todas las políticas de gestión del delito.
En todo caso podemos afirmar que en el país de los 30 mil desaparecidos, y pese a estar tipificado en específico desde 2011, el Estado sigue negándose a investigar las desapariciones como tales, y en estos 32 años de democracia no ha habido un sólo funcionario estatal condenado por desaparición forzada de persona.
Ante este panorama, y con la experiencia de una década marcada por la cooptación, la obsecuencia y la institucionalización de las luchas, el desafío de las organizaciones de Derechos Humanos, y de todos aquellos que se suman a la lucha contra la impunidad de ayer y de hoy, sigue girando en torno a mantener la independencia política y económica del estado y los gobiernos para continuar denunciando. Sumado a ello se impone el desarrollo de un profundo trabajo de base en los territorios donde la represión golpea. A su vez se hace necesaria un proceso de debate y clarificación de la significancia de la represión como política de Estado, para poder dar proyección política a nuestros reclamos.
La puesta en la balanza de estos 13 años de juicios a los genocidas ha tenido tantos vaivenes como los alineamientos políticos de la última década. Muchas voces que destacan el abandono de aquel rol de garante de impunidad y olvido que por una década y media había mantenido el Poder Ejecutivo nacional, basan su convicción de la continuidad de los juicios en que la mayoría de la sociedad los apoya. Para nosotros, que no dejamos nunca de estar en las calles denunciando los crímenes de Estado de ayer y de hoy, estos nuevos 12 años están marcados por la segunda desaparición forzada de Lopez y el asesinato de Silvia Suppo, hechos sobre los que seguimos sin obtener respuesta y que cubrió con un manto de impunidad ese pretendido proceso de justicia.
Pero esta puesta en perspectiva histórica del Genocidio, y de las consecuencias de la tardanza de 30 años del Estado en iniciar el juzgamiento de aquellos crímenes, parece ser poca cosa frente a nuevas incertidumbres que se abren con la gestión de la derecha macrista, que ha dado sobradas muestras de que posee más apego por el emprolijamiento de la gestión para los grandes negocios que por los procesos de Memoria. A ello se suma la nueva avanzada de los voceros mediáticos pidiendo reconciliación impune y cuestionando los juicios como una revancha. En general, y siempre comparando lo que se ha avanzado con la dimensión histórica real de participación de agentes militares, policiales y civiles en la represión, es necesario completar esta tarea sin concesiones ni titubeos. Eso se logrará sólo con un mayor impulso político general del proceso juzgador, que debemos imponer en la agenda al nuevo gobierno, sumando a este reclamo todas las luchas contra la impunidad de los crímenes de Estado en democracia.
Lo único claro es que todas aquellas organizaciones de Derechos Humanos independientes del Estado y los gobiernos, que luchamos tantos años por reabrir estos procesos y nos sumamos a la lucha antirrepresiva del presente, no cejaremos en el reclamo a partir del nuevo escenario político nacional. Debemos redoblar la presencia en las calles y avanzar con mayor claridad en nuestros planteos políticos sobre la impunidad de la represión de ayer y de hoy. La primera prueba de ello será el 24 de marzo, cuando se estén cumpliendo 40 años de inicio de la dictadura. Y un primer balance lo tendremos en septiembre próximo, al cumplirse 10 años del segundo secuestro de LÓpez.
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