José Solano (Costa Rica)
Apostasía y sacrilegio. En estas dos apoteósicas palabras puede resumirse la siguiente reflexión. Hablar del dios judeocristiano en épocas de fundamentalismo puede ser peligroso. No por ello debe limitarse el ser humano para hablar de su más megalómana creación. Sin embargo, esto, más que un recurso satírico, lo que realmente se pretenderá es armar un esqueleto disque teológico sobre la comprensión de lo incomprensible. Por lo tanto, sobra recordar que lo siguiente no es un texto para creyentes cerrados, sino más bien, uno para escépticos, agnósticos, ateos o bien, creyentes abiertos al sano debate de ideas. En última instancia, es importante recalcar que esto lo escribe un simple educador, un lector apasionado, un filósofo frustrado, amateur y ad honorem. Esto no es una cátedra teológica ni tampoco un análisis profundo de lo que, no se duda, existirán.
La idea de la divinidad ha evolucionado a lo largo de los siglos y milenios. Auguste Comte ya mencionaba que, entre sus estadios del saber positivo, se podía encontrar aquel “teológico o ficticio” donde los antiguos buscaban explicar los fenómenos de la naturaleza a través “de la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales más o menos cuantiosos, cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías aparentes del universo” [1]. Esto es evidente al constatar la experiencia de las sociedades antiguas en todo el mundo, donde el caso griego es el más emblemático.
Apostasía y sacrilegio. En estas dos apoteósicas palabras puede resumirse la siguiente reflexión. Hablar del dios judeocristiano en épocas de fundamentalismo puede ser peligroso. No por ello debe limitarse el ser humano para hablar de su más megalómana creación. Sin embargo, esto, más que un recurso satírico, lo que realmente se pretenderá es armar un esqueleto disque teológico sobre la comprensión de lo incomprensible. Por lo tanto, sobra recordar que lo siguiente no es un texto para creyentes cerrados, sino más bien, uno para escépticos, agnósticos, ateos o bien, creyentes abiertos al sano debate de ideas. En última instancia, es importante recalcar que esto lo escribe un simple educador, un lector apasionado, un filósofo frustrado, amateur y ad honorem. Esto no es una cátedra teológica ni tampoco un análisis profundo de lo que, no se duda, existirán.
La idea de la divinidad ha evolucionado a lo largo de los siglos y milenios. Auguste Comte ya mencionaba que, entre sus estadios del saber positivo, se podía encontrar aquel “teológico o ficticio” donde los antiguos buscaban explicar los fenómenos de la naturaleza a través “de la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales más o menos cuantiosos, cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías aparentes del universo” [1]. Esto es evidente al constatar la experiencia de las sociedades antiguas en todo el mundo, donde el caso griego es el más emblemático.
La abstracción de la muerte, de lo sobrenatural, de lo divino, es la primera manifestación racional de la humanidad. Sin embargo, este “primer despertar de esa facultad que no es otra que la razón, no produce inmediatamente la libertad” [2] del individuo respecto de la naturaleza, todo lo contrario, lo mantiene sometido, pues, aunque parece contradictorio, esta primera manifestación aparece “no bajo forma de una reflexión razonada que tiene conciencia y conocimiento de su actividad propia, sino bajo la de una reflexión imaginativa o de la sinrazón” [3].
Así, puede encontrarse en la historia humana un conjunto de creencias espirituales y religiosas que, en su primera manifestación, aparecen como fetiches; es decir, bajo formas materiales, icónicas, cuyo carácter es sagrado y representativo de la divinidad a la que se le rinde culto. Esto es característico de la antigüedad e incluso va más atrás en el tiempo.
En un segundo estadio, según Comte, se ubica el “metafísico o abstracto”, donde “los agentes sobrenaturales son sustituidos por fuerzas abstractas, verdaderas entidades (abstracciones personificadas), inherentes a los diversos seres del mundo y concebidas como capaces de generar por sí mismas todos los fenómenos observados” [4]. Esta es la etapa que domina las religiones en la actualidad, aquellas donde el fetiche es sustituido (piénsese por ejemplo en las iglesias cristianas evangélicas) o donde no (como la iglesia católica), por el pastor o sacerdote quien se convierte en el flujo para el contacto directo entre el mundo terrenal y el sobrenatural. Lo anterior significa que es el sacerdote-pastor (o el brujo a decir de Bakunin) quien se convierte en el dios fetiche.
Conforme la ciencia avanza y esta va llegando a más y más personas, los fenómenos se van tornando más comprensibles, más cercanos y menos aterrorizantes. La religión busca ahora una forma de alejar nuevamente la incomprensión de los hechos a las personas, dichos fenómenos empiezan a ser abstraídos de toda consciencia, de toda realidad tangible con el fin de aislarlos nuevamente de la racionalidad. Esa es la gran calamidad del mundo actual, pues, muy a pesar de la existencia de la tecnología y los avances de la ciencia y la educación, las irracionalidades religiosas se mantienen aferradas en el abismo del inconsciente.
Evidentemente, el acercamiento al que llega Comte no es la verdad suprema para realizar una reflexión teológica. Sin embargo, no se aleja de lo que ha sido el desarrollo de la religión a través de los tiempos. Este desarrollo evolutivo de la divinidad llega hasta el día de hoy en la máxima concepción que de un dios se haya podido crear, es el dios judeocristiano: Dios (Yahvé o Jehová). Un ser absoluto, omnipotente, omnisciente, sin principio ni fin. Y esto ha sido fruto del pensamiento humano, esta divinidad absoluta es la conjunción de todos los dioses y diosas, fetiches, sacerdotes, fenómenos naturales y metafísicos. Es, no solo la incomprensión irracional, sino también el intento de racionalizar todo lo comprensible de la vida material, es la necesidad de libertad frente al miedo permanente que está encarnado, paradójicamente, en la divinidad misma. Sin embargo, al conocer la persona su mundo natural, al comprenderlo gracias a la ciencia, abstrae el todo y lo convierte en nada.
Dios es la nada en el tanto se manifiesta de forma abstracta, pues el todo es la materia. Se podría objetar esto afirmando que Dios está en todo, pero implicaría su negación espiritual y se fetichizaría nuevamente, implicando un retroceso en su propia evolución en el pensamiento humano. Esto porque la persona ya no concibe un dios de piedra o madera, limitado e imperfecto, por eso la mente lo hace perfectible y para ello, la única forma, es convertirlo en un ente metafísico, ajeno a toda creación material humana. Por ello, Dios es simplemente el reflejo del poder de abstracción del pensamiento, es, en suma, el propio reflejo del ser humano llevado hasta sus últimas consecuencias. ¿Cuál será entonces el siguiente paso evolutivo en la abstracción divina?
Afirmaba Juan Pablo II que el cielo “no es un lugar físico entre las nubes. El infierno tampoco es un lugar, sino la situación de quien se aparta de Dios” [5]. De la misma forma, el papa Francisco ha dicho que “la iglesia ya no cree en un infierno literal, donde la gente sufre [...] vemos el infierno como un recurso literario. El infierno no es más que una metáfora del alma aislada, que al igual que todas las almas en última instancia, están unidos en amor con Dios” [6].
Si lo anterior es así, significa que la concepción del Infierno deja de abstraerse y más bien se materializa. Por lo tanto, el Cielo, Dios, al estar en las personas o en este mundo, también deja de abstraerse. De esta forma, Dios dejaría de ser el reflejo humano para convertirse en lo humano mismo, sería la humanización o la materialización en lo abstracto. Dios terminaría siendo cada persona en el mundo o, más bien, cada acto humano. Ya no sería lo absoluto sino algo personalizado, dependiente de las acciones y conductas mortales y finitas, en suma, relativo. Con esto, Dios superaría “ser nada” para volver a “ser todo”, sería la nueva fetichización de lo absoluto que, sin embargo, tan solo sería la superación de la máxima abstracción actual, una nueva concepción en la mente humana donde el hombre y la mujer se habrían convertido así mismos en Dios: el humano creador y destructor de la vida.
Según lo anterior, el paso evolutivo hacia el dios absoluto, abstracto y abstraído completamente del mundo real, ha de ser buscado en el interior de las personas, es decir, en su alma. Es el dios, por tanto, que mora en el ser individual en tanto potencia y omnisciencia universal y, por ende, vuelve a materializarse en su misma abstracción, quedando así la persona fetichizada a sí misma (ya no el ícono ni el sacerdote-pastor). En el tanto la divinidad forma parte del sujeto (alma), este se diviniza, comprendiéndose así las limitaciones humanas que este dios posee en tanto simple reflejo del pensamiento humano.
Todo lo anterior explica la constante necesidad humana de materializar o ver materializados los fenómenos inexplicables que dicen emanar de esa divinidad pues, solo lo material es comprensible en tanto seres materiales son las personas. Por esta razón, el pensamiento humano dota a Dios de características humanas, así se demuestra en los libros de la Biblia: un dios de características duales, maniqueas, de esa fusión espiritual que fue la religión oriental con la occidental. Es un dios muy humano, con todas las imperfecciones y virtudes que parten paralelas de la complejidad del desarrollo evolutivo de los homínidos.
Dios, según lo analizado, llegará a ser cada vez más humano y cada vez más fetiche. Su humanidad estará adjunta al terrible avance que la razón trae consigo, será su mecanismo de sobrevivencia. Entre tanto, no podrá escapar a esa necesidad de materialización propia de la razón humana, sea por medio de milagros, sea por medio de íconos, de fenómenos naturales, sea en última instancia a través de la persona misma, divinizada y materializada al mismo tiempo. Esto, en tanto acerca más a Dios a los hombres y mujeres, lo aleja sin embargo de la salvación, último subterfugio de lo finito, pues se racionalizaría cada vez más.
A diferencia de lo que Nietzsche ha proclamado, Dios no ha muerto y nadie le ha matado. Dios vive porque el sistema continúa latiendo. En tanto la realidad así perdure, Dios no podrá morir. El fin de esa divinidad absoluta, caprichosa y aparentemente todo poderosa, solo podrá llegar en una sociedad de iguales. La igualdad es la irremediable oposición a toda religión y a toda divinidad suprema. En una sociedad libre e igualitaria, la naturaleza divina, sustentada por el terror de la miseria humana, de la potencia autoritaria, sucumbirá irremisiblemente, porque esa naturaleza perderá toda razón de ser, perderá toda la irracionalidad (e intento de racionalidad) que la forma, puesto que no habrá nada arriba (ni abajo) de la naturaleza, solidaridad y razón humana.
Notas
[1] Comte, Auguste (2004) Curso de filosofía positiva. Buenos Aires: Negocios Editoriales., p. 22.
[2] Bakunin, Mijaíl (S.f.) Federalismo, socialismo y antiteologismo. Proyecto Espartaco., p. 45.
[3] Bakunin, Ibíd.
[4] Comte, Ibíd.
[5] Bedoya, Juan (1999, 5 de setiembre) El Papa corrige el Más Allá. El País. Recuperado de http://elpais.com/diario/1999/09/05/sociedad/936482411_850215.html
[6] Actualidad RT (2015, 13 de marzo) "El infierno no existe": Continúa la polémica en la Red por las falsas palabras del papa Francisco. Actualidad RT. Recuperado de https://actualidad.rt.com/actualidad/168912-francisco-infierno-adan-eva
[Tomado de http://www.equipocritica.org/reflexion-editorial/editoriales-anteriores/en-la-construccion-del-dios-ultimo-y-super-absoluto.]