Diego Abad de Santillán (1897-1983)
Como todos los principios de la filosofía anárquica, el principio moral carece de inmutabilidad, de perfección y acabamiento; está formándose constantemente en la sucesión de los actos humanos; es una fuerza de acción, en movimiento, dependiente de las oscilaciones y cambios mentales del individuo.
No es un principio normativo como todo los principios éticos de la vieja tabla de los valores morales; no se propone dirigir la conducta individual ni la conducta colectiva; deja al individuo y a la sociedad la más completa libertad de acción, según las condiciones de tiempo y espacio en que se encuentren.
Por estar en formación constantemente, no resuelve los casos generales, sino los hechos particulares; afirma que la vida no se hizo en vista de fines morales, sino al contrario, la moral es la que se hizo en vista de la vida misma.
Como todos los principios de la filosofía anárquica, el principio moral carece de inmutabilidad, de perfección y acabamiento; está formándose constantemente en la sucesión de los actos humanos; es una fuerza de acción, en movimiento, dependiente de las oscilaciones y cambios mentales del individuo.
No es un principio normativo como todo los principios éticos de la vieja tabla de los valores morales; no se propone dirigir la conducta individual ni la conducta colectiva; deja al individuo y a la sociedad la más completa libertad de acción, según las condiciones de tiempo y espacio en que se encuentren.
Por estar en formación constantemente, no resuelve los casos generales, sino los hechos particulares; afirma que la vida no se hizo en vista de fines morales, sino al contrario, la moral es la que se hizo en vista de la vida misma.
La moral anárquica es esencialmente individual, porque es el individuo y no la colectividad quien se determina a la acción, y es tan variable, y tan movible como la vida y el ambiente; de aquí su distinción de la moral con principios fijos y universales, valederos para todos los hombres y todos los tiempos.
Los valores anárquicos en filosofía, en ciencia, en arte, son creaciones que el anarquista rechaza una vez realizadas, por no corresponder la realidad de sus obras a su concepción interior en evolución incesante hacia un progreso infinito.
La obra del anarquista que el anarquista repudia, descontento y disconforme, es el alimento mental de las generaciones que imitan y no crean, pretendiendo sin embargo, hacer una gran revolución con salir de su marasmo y adoptar los valores creados por el genio, muy lejos ya de ellos y de la humanidad que los adopta.
Un anarquista es esa criatura humana incesantemente atormentada por una idea de infinito en arte, en ciencia, en filosofía, que busca siempre más verdad en la verdad relativa, más belleza en la relativa belleza, más justicia en la justicia corriente; ese explorador atrevido de rumbos nuevos; ese genio que va muchos años o muchos siglos delante de la humanidad ascendiendo hacia un absoluto inaccesible, ansioso de alcanzar la suprema verdad, la suprema justicia.
El anarquista es el que cree que en todas las cosas puede forjarse un cambio progresivo, el que lucha por imponer una perfección más en lo que el mundo da por acabado y perfecto. Es anarquista el pintor que trae a su arte una nota estética desconocida; es anarquista el zapatero que deja de ser una máquina en su oficio, y lo es también el sociólogo que instruye una forma social más justa, sin que haya el deseo de sistematizarse luego, de formar escuela y nuevas máquinas de imitación.
La creación es siempre anarquista; el creador puede serlo, si no crea en vista de automatizarse en una serie de actividades originales, es decir, si no crea un sistema.
La moral anarquista es una moral abierta que no establece reglas de acción, que no regula, que no legisla sus actos. Obro moralmente siempre que mi conciencia no me reproche nada. Según Hoeffding, «lo moralmente legítimo es el libre desenvolvimiento de la vida, el libre empleo de sus fuerzas»; eso dice la moral anarquista.
Nuestra ética recibe una sanción interior, no social. Obramos como miembros de la sociedad, igualmente que como dependientes de la naturaleza física, pero no nos conformamos con el acatamiento público, sino que atendemos las sentencias de ese espectador interno que lo es todo en el anarquista; así como el espectador exterior lo es todo en la moral corriente.
Cada cual debe ser su propio juez.
Quizás lo que más distingue la moral anarquista de la moral capitalista, es que una tiene su sanción interior y no es normativa, y la otra espera una sanción exterior, pública, la una no tiene ningún valor inmutable y la otra los tiene todos de modo que para saber si se obra bien o mal, basta abrir un código o auscultar el juicio de la opinión que es un código moral también.
Para nosotros no existe lo bueno y lo malo, lo menos imperfecto; no dejamos extinguirse la tenencia a lo mejor; no somos ni egoístas, ni altruistas; somos melioristas descontentos de la bondad actual de nuestros actos.
El meliorismo no se estabiliza, no apacigua la inquietud de los espíritus; concibe la vida como algo que debe superarse, mejorarse, como una acción evolutiva, eterna. Como no tenemos artículo de fe en ciencia y en arte, tampoco lo tenemos en moral.
Somos enemigos de las normas jurídicas y de las normas morales; nuestras ideas no cristalizan, no se imponen como reglas de acción. El hombre libre, es libre frente al estado político, frente a las costumbres, a los juicios colectivos, a las escuelas artísticas y filosóficas, a las verdades sagradas; es rebelde a todo lo que se estanca, porque todo lo que se estanca somete, subyuga, esclaviza y niega la razón de ser a la individualidad creadora.
[Publicado originalmente en El Sembrador, Año I, Sábado 14 de Octubre de 1922, N°11. Iquique, Chile. Tomado de http://www.abajolosmuros.org/index.php/anarquismo/454-el-principio-moral-de-la-anarquia-por-diego-abad-de-santillan.]
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