Marc Perelman
* Prólogo al libro del mismo título y autor, publicado por Virus Editorial, Barcelona, 2014.
Este ensayo aspira a mostrar cómo el poderoso proceso de globalización en curso, apoyado por un capitalismo financiero devastador (que a la vez que regula la totalidad de los intercambios del planeta comienza a desintegrarlo en tanto que planeta) ha sido puesto en marcha, canalizado y determinado por un fenómeno social profundo cuyas principales líneas maestras y cuya enorme esfera de influencia pretendemos poner al descubierto. Este extraordinario fenómeno, que ejerce un peso enorme sobre la sociedad en su conjunto, y aumenta sin cesar su presión negativa sobre las capacidades de comprensión de una sociedad que se ha vuelto opaca al conocimiento de sí misma, conforma ahora el conjunto de la realidad social a imagen de su propia estructura. Ahora bien, eso no es lo fundamental. El fenómeno que vamos a analizar en función de sus rasgos más destacados (y a menudo también más invisibles) pone de manifiesto una colonización del cuerpo de gran número de individuos, que se entregan a él sin descanso, así como una mutilación de la conciencia de todos aquellos a los que fascina con su espectáculo permanente. En otras palabras, al ser global y globalizante, este fenómeno participa plenamente de la nueva barbarie en la que se han sumido grandes sectores de las sociedades occidentales, orientales, asiáticas...
Afirmamos que en esta forma reciente de barba rie, que engendra pasmo, rudeza, grosería, incultura y crueldad, lo que está en juego literalmente es la destrucción de los valores y de los ideales enarbolados por una sociedad salida de las Luces pero derrocada por una modernidad o una posmodernidad gangrenada por la muerte y contaminada por un virus mortífero. Una vez más, el inmenso caos del mundo contemporáneo y el estado ruinoso de algunas de nuestras sociedades afecta antes que a nada
al ser humano y a su propia existencia, modificando hasta su esencia de ser vivo dotado de corporalidad y conciencia. Este fenómeno constituye en gran medida la sociedad bárbara que padecemos sin poder oponerle una verdadera resistencia que esté a la altura de su violencia. En efecto, se ha desarrollado a una velocidad inaudita un poder social, político e ideológico sin igual, se ha difundido como una pandemia por todo el planeta y se ha llevado por delante todo lo que todavía quedaba en nuestras sociedades de dispositivo lúdico, de libertad corporal, de simple placer de moverse y, en un sentido más amplio, la noción de una cultura abierta y viva, ncluyendo su dimensión autóctona.
* Prólogo al libro del mismo título y autor, publicado por Virus Editorial, Barcelona, 2014.
Este ensayo aspira a mostrar cómo el poderoso proceso de globalización en curso, apoyado por un capitalismo financiero devastador (que a la vez que regula la totalidad de los intercambios del planeta comienza a desintegrarlo en tanto que planeta) ha sido puesto en marcha, canalizado y determinado por un fenómeno social profundo cuyas principales líneas maestras y cuya enorme esfera de influencia pretendemos poner al descubierto. Este extraordinario fenómeno, que ejerce un peso enorme sobre la sociedad en su conjunto, y aumenta sin cesar su presión negativa sobre las capacidades de comprensión de una sociedad que se ha vuelto opaca al conocimiento de sí misma, conforma ahora el conjunto de la realidad social a imagen de su propia estructura. Ahora bien, eso no es lo fundamental. El fenómeno que vamos a analizar en función de sus rasgos más destacados (y a menudo también más invisibles) pone de manifiesto una colonización del cuerpo de gran número de individuos, que se entregan a él sin descanso, así como una mutilación de la conciencia de todos aquellos a los que fascina con su espectáculo permanente. En otras palabras, al ser global y globalizante, este fenómeno participa plenamente de la nueva barbarie en la que se han sumido grandes sectores de las sociedades occidentales, orientales, asiáticas...
Afirmamos que en esta forma reciente de barba rie, que engendra pasmo, rudeza, grosería, incultura y crueldad, lo que está en juego literalmente es la destrucción de los valores y de los ideales enarbolados por una sociedad salida de las Luces pero derrocada por una modernidad o una posmodernidad gangrenada por la muerte y contaminada por un virus mortífero. Una vez más, el inmenso caos del mundo contemporáneo y el estado ruinoso de algunas de nuestras sociedades afecta antes que a nada
al ser humano y a su propia existencia, modificando hasta su esencia de ser vivo dotado de corporalidad y conciencia. Este fenómeno constituye en gran medida la sociedad bárbara que padecemos sin poder oponerle una verdadera resistencia que esté a la altura de su violencia. En efecto, se ha desarrollado a una velocidad inaudita un poder social, político e ideológico sin igual, se ha difundido como una pandemia por todo el planeta y se ha llevado por delante todo lo que todavía quedaba en nuestras sociedades de dispositivo lúdico, de libertad corporal, de simple placer de moverse y, en un sentido más amplio, la noción de una cultura abierta y viva, ncluyendo su dimensión autóctona.
Este fenómeno, que surgió en Europa a finales del siglo xix y que se propagó por todo el mundo en el breve siglo que le sucedió, ha transformado los ideales y proyectos de emancipación, de solidaridad y de creación en su contrario, y los ha reducido poco menos que a la nada. Hoy en día, sus repetidos asaltos, su insidiosa infiltración y su nocividad han contaminado, infectado y absorbido, como quien no quiere la cosa, la vida cotidiana de millares de individuos. Y lo que es más inquietante: hemos acabado por acostumbrarnos a su existencia, que forma parte de nuestra vida cotidiana, pues el grado y la escala de la invasión (la totalidad del espacio) y de la ocupación (la totalidad del tiempo) han sido tales que ya no lo vemos por el simple hecho de que no vemos otra cosa.
A grandes rasgos, acabamos de caracterizar eso que suele denominarse deporte.
* Prólogo a la edición castellana
Antes de Londres 2012
A veces las palabras de los deportistas —y también las de los políticos— desprenden un toque de ingenuidad poco menos que enternecedor. Por ejemplo, cuando el antiguo
campeón olímpico Sebastián Coe aseguró que los Juegos Olímpicos de Londres iban a ser «una fiesta» y no un «acontecimiento marcado por la seguridad». «No quisiera», precisaba el antiguo especialista de medio fondo, «que la gente que viene a Londres se encontrase con una ciudad en estado de sitio. Hace falta lograr un buen equilibrio. Haremos lo que haga falta para garantizar la seguridad, pero al mismo tiempo, los Juegos son ante todo un acontecimiento deportivo». Lo cierto es que el estado de sitio que se organizó casi podría llevarnos a dudarlo.
¿Acaso los Juegos de Londres no corrieron el riego de ser asimilados a una preparación bélica en tiempos de paz? ¿Acaso la «tregua olímpica» no se asemejaba ya a una forma de guerra larvada? Por su parte, el primer ministro David Cameron insistió en esa dirección al decir que «la movilización del país no tiene precedentes en época de paz». «Habrá más policía en las calles, barcos en el Támesis, helicópteros en el cielo, militares para custodiar los emplazamientos; nuestros servicios de información trabajarán veinticuatro horas sobre veinticuatro [...]. Ésta será la operación de seguridad más grande y más exhaustiva realizada en Gran Bretaña en tiempos de paz, pero se hará de modo que se respete el espíritu de los Juegos». Espíritu, ¿estás ahí? Y no por eso dudó en añadir el primer ministro: «Estoy decidido a que se trate ante todo de un acontecimiento deportivo acompañado de un dispositivo de seguridad muy importante antes que de una operación de seguridad acompañada de un acontecimiento deportivo». Para tranquilizar a aquellos que todavía tenían necesidad de ser tranquilizados, el secretario de Estado de Deportes, Hugh Robertson, declaró que «nosotros no nos presentamos como una superpotencia». Sin embargo, el portaaviones HMS Oceana remontó el Támesis hasta Londres para participar en unas maniobras militares, y se movilizaron aviones de caza Typhoon instalados en bases próximas a la ciudad; los radares estaban listos y también, a pesar de las numerosas protestas de los habitantes, los misiles tierra-aire Rapier desplegados en las proximidades del estadio olímpico; la videovigilancia se generalizó a través de cuatro millones de cámaras instaladas en las ciudades de todo el territorio británico... ¡y hasta en el estadio de Stratford , construido en base al reciclaje de pistolas y navajas!
¿Cómo no constatar, por consiguiente, detrás de todas esas declaraciones y preparativos y de esa gigantesca organización militar-policial sin precedentes (13.500 militares, 23.700 guardas de seguridad), que el deporte y la guerra estaban íntimamente entrelazados? ¿Cómo no ver que ahora la organización de una competición deportiva al más alto nivel conllevaría el despliegue de una armada militar? (Y eso sin hablar del Gobierno argentino que, unas semanas antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos, atizaba como por azar el viejo conflicto armado de las Malvinas —casi un millar de muertos— con Gran Bretaña.)
Pese a la voluntad de ofrecer unos Juegos olímpicos low cost, sabíamos que el presupuesto global de los Juegos de Londres se había disparado hasta llegar a cerca de 13.000 millones de euros, y que sólo el de seguridad se había multiplicado por dos desde comienzos del año 2012, hasta alcanzar la cifra de los 670 millones de euros. En plena recesión económica y en un contexto europeo de agravamiento de la crisis, Gran Bretaña no podía pretender contar ya con el impacto económico positivo de sus propias Olimpiadas. Por lo demás, el aumento del crecimiento real a largo plazo generado por los Juegos Olímpicos fue estimado en un 1% por la agencia Moody’s, pese a mostrarse benévola, y por el gabinete de investigación Capital Economics. La desastrosa experiencia de los Juegos Olímpicos de Atenas de 2004 —cuyo presupuesto gravó las arcas del Estado hasta rondar el 5% del PIB— estaba en la memoria de todos, además del abandono de la práctica totalidad de las instalaciones deportivas y del agravamiento de la deuda pública que dejó a Grecia al borde de la quiebra financiera. La mayor parte de los presupuestos de Olimpiadas anteriores se asemejan a un barril sin fondo.
Por consiguiente, la presión que había sobre los dirigentes británicos era enorme. Los sindicatos y todos aquellos que estaban tentados de declararse en huelga fueron rápidamente advertidos. Tanto los dirigentes laboristas como los conservadores hicieron causa común en torno a la actitud a adoptar: consenso absoluto. De ahí que el dirigente laborista Ed Miliband juzgase «completamente inaceptable cualquier amenaza contra los Juegos» y que su alter ego conservador, el portavoz del primer ministro, también considerase «completamente inaceptable y antipatriótica» la amenaza de huelga de los taxistas y los conductores del metro. Afortunadamente para los VIP y los atletas, se habían previsto cuarenta y ocho kilómetros de vías de circulación privada mientras que se exhortaba a los londinenses a practicar el teletrabajo y a evitar a las horas punta.
Después de Londres 2013... Londres 1984
No hará falta insistir sobre el dopaje que ha invadido las competiciones con productos destinados precisamente a enmascarar el dopaje. Se podrá constatar que, como sucederá de ahora en adelante en cada Olimpiada, y por tanto también en las de Londres, algunos atletas han sido condenados por dopaje mientras la práctica totalidad de los demás pasaban a través de los agujeros bien ensanchados de la red tendida por un COI que está a punto de aceptar formas de dopaje «controladas» para asegurar la continuidad de un deporte-espectáculo del que ya es el principal concesionario. La lista oficial de dopados más ilustres, que ahora ya es casi tan larga como la lista de los propios deportistas —Dwain Chambers, Michelle Collins, Kelli White, Tim Montgomery y, por supuesto, Marion Jones, la «chica de oro» del deporte estadounidense que ha devuelto todas sus medallas olímpicas; así como, en fecha más reciente, Yohan Blake y Justin Gatlin (segundo y tercer clasificados, no obstante, en la prueba de los cien metros de Londres)— no ha impedido, sino todo lo contrario, que un público de varios centenares de millones de individuos de los cinco continentes, ansiosos de emociones fuertes cuando no de conmociones psíquicas, se ma ravillase ante las «pasmosas», «inauditas», «increíbles» y «asombrosas» hazañas de los dioses dopados del estadio. El escándalo Lance Armstrong, ciclista vencedor del Tour de Francia en siete ocasiones, supuso el ejemplo por excelencia de deportista que pone en práctica un sistema de dopaje perfectamente controlado, al mismo tiempo que escapa a los controles oficiales. El atleta, sin duda el más vigilado del mundo, pudo doparse con toda tranquilidad
No obstante, las victorias londinenses de los jamaicanos (hombres y mujeres) en las pruebas de velocidad, que no toparon con verdadera oposición, habrían tenido que comenzar a abrirle los ojos empañados a la mayoría de los aficionados acerca de las prodigiosas proezas o las victorias extraordinarias de estos atletas. ¿Para cuándo unas nuevas victorias, y esta vez en marcha atrás, de un clon de Usain Bolt todavía más competitivo?
Gracias a las Olimpiadas de Londres, una barbarie light, sin una violencia física excesiva y demasiado visible, se ha establecido entre nosotros, como quien no quiere la cosa. Hemos sido testigos de la realización concreta de lo que siempre había deseado el Padre fundador de los Juegos, a saber: en palabras del barón Pierre de Coubertin, la «olimpización» (1932) del mundo, es decir, esa nueva visión del mundo o, mejor dicho, el proyecto de un mundo dominado por esa «filosofía de vida» que «une el deporte a la cultura y a la educación», por un «estilo de vida» anunciado por la Carta Olímpica, es decir, por el Gran Libro, la Biblia de lo eterno olímpico, y que ésta lleva ya un siglo proclamando. La «olimpización» del mundo significa hoy en día su deportivización, una arraigada tendencia a apoderarse del tiempo y del espacio, es decir, de los Juegos Olímpicos de Londres, de la propia capital británica y, en un sentido más amplio, del conjunto del planeta, durante dos semanas; en otras palabras, la difusión permanente, el bombardeo informativo masivo e incesante de hazañas deportivas y su asimilación instantánea en forma de informaciones más urgentes o necesarias para nuestra existencia que las que conciernen, por ejemplo, a la guerra en Siria.
¿Qué es lo que ha sucedido en realidad tras el show deportivo londinense, los ridículos rituales de entrega de medallas, la alegría de los vencedores y la tristeza de los vencidos? Hay que reconocer que los Juegos Olímpicos de Londres «progresaron» hacia esa olimpización del espacio y del tiempo, del mismo modo que el estadio y sus alrededores, y que Londres en un sentido más general, pues dichos espacios y dicha ciudad no fueron simplemente privatizados por los patrocinadores habituales (Coca-Cola, McDonalds, Visa, Adidas...), sino que fueron olimpizados de cabo a rabo. En efecto, mientras durasen los Juegos el COI obligó al Gobierno británico a otorgarle plenos poderes en forma de un contrato entre el COI y la ciudad de Londres, The London Olympic Games and Paralympic Games Act 2006 (La Ley de Los Juegos Olímpicos y Juegos Paralímpicos de Londres 2006), que preveía, entre otras cosas, que una instancia —la célebre ODA (Olympic Delivery Authority, la Autoridad Olímpica)— crease un cuerpo especial de trescientos agentes, una especie de milicia privada, vestidos con capa y gorra de color violeta, sin duda para distinguirse mejor, que pudiese entrar en cualquier momento en los comercios y las empresas para realizar controles sorpresa de la utilización de las palabras (¡sí, de las palabras!), de los logos y de todos los signos distintivos asociados a los Juegos Olímpicos. Por lo demás, muchísimos comerciantes se quejaron de las trabas puestas a la libertad de trabajo, términos que el COI desconoce. A esta auténtica policía olímpica hay que añadirle el control policial de los medios de comunicación, por no hablar del control de los tweets y de las páginas de Facebook en el interior de la villa olímpica. Last but not least, también se instituyó una policía del lenguaje y de la vestimenta. Estaba prohibido desplazarse de otro modo que no fuera calzado con Adidas, consumir otros «alimentos» que no fuesen los de McDonalds, «quitarse la sed» con otra cosa que no fuera Coca-Cola o Heineken o conversar c0n los amigos sin pasar por Samsung. Los propios términos «Juegos Olímpicos» no se podían utilizar sin el acuerdo previo del COI o sin haber satisfecho el canon requerido. Por consiguiente, ciertos medios se vieron obligados, so pena de multa, a hablar de los «Juegos de Verano» o de los «O Games». Los plenos poderes que se había arrogado en la práctica el COI se extendían a la protección de los derechos de propiedad intelectual vinculados a los Juegos Olímpicos con el fin de hacerlos respetar y, en caso necesario, de proceder a sanciones penales. Cada cuatro años, el COI se garantiza así una auténtica toma de posesión del espacio público de la ciudad anfitriona y del Estado que la apoya mientras duran los Juegos, hasta el punto de sustituirlos en sus competencias a ambos. El orden olímpico reina como un Estado temporal dentro del Estado, gracias a una legislación específica, la ASBO (Anti Social Behaviour Order, Orden para combatir el Comportamiento Antisocial), que desde 2003 permite condenar a penas de prisión a todos los individuos que protesten, poco o mucho, contra las Olimpiadas.
Por consiguiente, ¿dónde queda la soberanía de la ciudad de acogida y del país que ayuda en la organización global de la «Fiesta»? ¿Qué piensan los ciudadanos londinenses que han constatado el abismo financiero de varios millones de libras (el presupuesto inicial se cuadruplicó) que supone esta tutela? El alcalde de Londres, por lo demás gran aficionado a los Juegos Olímpicos, hasta se sintió obligado a publicar en la primera página del Financial Times un gran anuncio arremetiendo contra la «locura» de la marca olímpica.
Por lo demás, es sabido que el COI dispone de un asiento de observador en la ONU. "Big COI is watching you.."
Brasil 2013-2016
Con la notable excepción de Sepp Blatter, la mayor parte de los analistas han sido capaces de comprender y analizar de manera adecuada la génesis de las grandes manifestaciones que se produjeron en Brasil en junio de 2013. A comienzos de enero de 2014, inquieto por los retrasos acumulados en la preparación del Mundial de Fútbol, Sepp Blatter declaró lo siguiente: «Yo soy un optimista, no un miedoso. El fútbol será protegido, no creo que los brasileños ataquen directamente al fútbol, porque para ellos es una religión. Pero sabemos que volverá a haber manifestaciones y protestas. Las últimas, que tuvieron lugar en ese mismo país durante la Copa de
Confederaciones, nacieron en las redes sociales. No tenían objetivos, ni verdaderas reivindicaciones, pero puede que durante el Mundial sean más concretas y estructuradas.» El incremento de las tarifas de transporte desató una oleada de protesta nacional en la mayoría de las grandes ciudades en las que se iban a celebrar los partidos de la próxima Copa del Mundo de Fútbol de 2014. A eso le siguió una avalancha de protestas contra las privatizaciones y la represión, además de reivindicaciones en materia de salud y enseñanza, y en defensa global de los servicios públicos, amenazados por el Gobierno de Dilma Rouseff y sus amigos del Partido de los Trabajadores (PT). El «océano de rosas» sobre el que creía navegar el ex presidente Lula se transformó rápidamente en una inmensa masa de espinas.
Ahora bien, en esos análisis se echan en falta elementos que nos parecen decisivos no sólo para sopesar los resortes concretos de las manifestaciones en curso, sino también para comprender la cualidad intrínseca de las reivindicaciones: el papel político del fútbol como fenómeno de anulación de las conciencias, el nefasto poder de los estadios como espacios de canalización y encierro de toda protesta social, la urbanización deportiva de las ciudades como nuevo entorno y por último, la estrategia dictatorial de la FIFA bajo la batuta de una burocracia que impone su ley.
En 2012, después de una batalla parlamentaria, el Estado brasileño acabó por aceptar la Lei Geral da Copa puesta en marcha por la FIFA. Esta «Ley General de la Copa» imponía a las ciudades anfitrionas días festivos durante los partidos de la selección brasileña, reducía el número de plazas y aumentaba su precio para el público popular y autorizaba, además, las bebidas alcohólicas en los estadios. La prohibición legal de su venta en los recintos brasileños se levantó para no perder el sustancioso contrato de la FIFA con la multinacional Anheuser-Busch, fabricante de la cerveza Budweiser, una de los principales patrocinadores de la competición. La «Ley General de la Copa» eximía también de impuestos y tasas fiscales a las empresas que trabajasen para la Copa (entre ellas las que renovaron o construyeron los estadios), prohibía (artículo 11), la venta de toda mercancía en los «espacios oficiales de competición, su entorno inmediato y sus principales vías de acceso», y penalizaba (artículo 23) a los bares que intentasen retransmitir los partidos o promocionar determinadas marcas asociadas con la FIFA. Por último, tipificaba como
delito federal cualquier atentado a la imagen de la FIFA o de sus patrocinadores, así como la publicidad calificada de «emboscada» o «intrusista», que empleara sin autorización cualquier imagen asociada a la competición o al fútbol en general. Con objeto de aplicar lo más rápidamente posible las sanciones —que iban de la simple multa a las penas de dos años de cárcel— durante la Copa del Mundo de Fútbol en Brasil, la FIFA quiere imponer tribunales de excepción.
Ahora bien, ese tipo de medidas se opone a la Constitución brasileña de 1988, que estipula, como en la mayoría de países desarrollados y democráticos, que no puede existir justicia ni tribunales de excepción y que la justicia ha de ser igual para todos. No obstante, la inconstitucionalidad de estas propuestas no parece haber detenido a la FIFA, que pretende reiterar lo que ya estableció durante la Copa del Mundo de Sudáfrica de 2010, a saber, la creación de cincuenta y seis «tribunales de la Copa». La FIFA pretende gozar de completa impunidad por cualquier perjuicio ocasionado a los particulares, a las empresas y a las instituciones durante la competición, ya que sería el Estado federal brasileño el que correría con la responsabilidad exclusi va por «cualquier clase de perjuicios resultantes de cualquier
clase de incidente o accidente de seguridad relacionado con los acontecimientos». Así pues, éste podría verse obligado a indemnizar a la FIFA y a sus socios comerciales en caso de atentados, accidentes atribuibles al crimen organizado, catástrofes naturales, etc. Gracias a la «Ley General de la Copa», la FIFA, como el COI en otros lugares, puede imponer su inicua ley al país que acoge los acontecimientos deportivos. Para conjurar cualquier protesta, la FIFA no deja de recordar que no sería ella la demandante, sino Brasil, que fue quien planteó su candidatura a la competición mundial. ¡Las leyes de las federaciones deportivas se imponen de este modo a los derechos de las naciones sin que eso provoque la indignación de los responsables políticos!
Pese a todo y como consecuencia de la movilización de los brasileños, bastante masiva, los reportajes televisados no pudieran dejar de mostrar a gran número de manifestantes directamente hostiles al Mundial: «No vengáis a ver la Copa» fue uno de los eslóganes más coreados por los manifestantes, que ponían en tela de juicio el Mundial porque comprendían que engendraba una especulación inmensa (las grandes constructoras reclaman permanentemente aumentos al Estado), que acarreaba la expulsión de miles de familias, que permitía arrasar casas y barrios de viviendas —y no sólo favelas — para la construcción de autopistas que conectan los aeropuertos con los nuevos estadios. Las manifestaciones actuales indican un grado superior de toma de conciencia respecto al futebol, ese opio del pueblo que parece gustarle mucho menos precisamente al pueblo brasileño en los tiempos que corren. De resultas, el propio rey Pelé se convirtió en uno de los blancos predilectos de los manifestantes después de que declarase: «Vamos a olvidar toda esa confusión que está sucediendo en Brasil y vamos a pensar que la selección brasileña es nuestro país, es nuestra sangre». A los brasileños tampoco les gustó mucho la insolencia de Jérôme Valcke, el secretario general de la FIFA, que dijo que Brasil necesitaba «darse una patada en el culo». Incluso a oídos de los organizadores brasileños aquello sonó como un insulto. Lo cierto es que aquella no fue la última salida de tono de este burócrata tan arrogante, ya que algún tiempo después realizó unas declaraciones tan curiosas como completamente sintomáticas: «Voy a decir un disparate, pero, a veces, para organizar un Mundial de Fútbol es preferible un nivel menor de democracia. Cuando hay un jefe de Estado fuerte y con capacidad de decisión, como ocurrirá con Putin en 2018, para nosotros, los organizadores, será más fácil negociar a varios niveles que con un país como Alemania».
Por su parte, el presidente de la FIFA, Sepp Blatter (que también es miembro del COI), no se quedó al margen y apoyó las declaraciones de su secretario general, puesto
que sostuvo que la Copa del Mundo de 1978 en Argentina fue «una forma de reconciliación del público, del pueblo argentino, con el sistema, con el sistema político, que en aquella época era un sistema militar», felicitándose a la vez por el éxito de su organización. Cabe recordar que la competición se celebró a pesar de numerosos llamamientos al boicot procedentes, por ejemplo, de Francia, mientras el país vivía bajo el yugo de la dictadura del general Videla (1976-1981), asesino fallecido en mayo de 2003. También cabe señalar que muchos miembros de organizaciones sindicales y partidos de izquierda, a los que estaban cortando vivos en rodajas con sierras a unos centenares de metros escasos del estadio, en la siniestra Escuela Superior de Mecánica de la Armada, sabrán apreciar en lo que valen —si todavía siguen vivos— las declaraciones del presidente Blatter. En Buenos Aires, en el Estadio Monumental sumido en el delirio, el pueblo argentino ovacionaba a sus ídolos, los futbolistas del equipo argentino, ahogando la voz de los torturados sin comprender que de ese modo permitía, con cada aclamación, que la dictadura asentase un poco más su régimen de terror, que se prolongó hasta 1983.
En la actualidad Sepp Blatter continúa con su inmensa empresa de mistificación afirmando que «el fútbol es más fuerte que la insatisfacción de la gente». Pero el ex delantero estrella brasileño, Romario, acierta cuando dice que «el verdadero presidente de Brasil hoy se llama FIFA».
Enero de 2014.
[Tomado de http://www.viruseditorial.net/file/la_barbarie_deportiva-anticipo2.pdf.]
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