Florent Marcellesi
La cuestión del Estado está más que nunca en
el centro del debate. Mientras que el Estado-nación (y sus componentes como el pueblo, la soberanía, etc.) se ve profundamente cuestionado por la crisis socio-ecológica (Marcellesi, 2012a), la crisis económica ha puesto en la diana al “Estado del bienestar” como máximo representante del “interés general” y canal de redistribución de las riquezas. Considerado por los sectores neoliberales como un freno al mercado y a la vuelta al crecimiento, se ve atacado de forma brutal y reiterada a través de recortes y/o de privatizaciones de servicios públicos básicos como la educación o la sanidad. Mientras tanto, del otro lado del arco político, las izquierdas se movilizan en la calle o en las instituciones para evitar su desmantelamiento y defender los derechos laborales y sociales obtenidos durante decenas de años.
En el Estado-nación de Bienestar, verdadero pilar del modelo de desarrollo europeo después de la segunda guerra mundial, cristaliza por tanto la lucha entre las dos visiones que han estructurado la sociedad industrial en torno a la creación y al reparto de las riquezas producidas.
La cuestión del Estado está más que nunca en
el centro del debate. Mientras que el Estado-nación (y sus componentes como el pueblo, la soberanía, etc.) se ve profundamente cuestionado por la crisis socio-ecológica (Marcellesi, 2012a), la crisis económica ha puesto en la diana al “Estado del bienestar” como máximo representante del “interés general” y canal de redistribución de las riquezas. Considerado por los sectores neoliberales como un freno al mercado y a la vuelta al crecimiento, se ve atacado de forma brutal y reiterada a través de recortes y/o de privatizaciones de servicios públicos básicos como la educación o la sanidad. Mientras tanto, del otro lado del arco político, las izquierdas se movilizan en la calle o en las instituciones para evitar su desmantelamiento y defender los derechos laborales y sociales obtenidos durante decenas de años.
En el Estado-nación de Bienestar, verdadero pilar del modelo de desarrollo europeo después de la segunda guerra mundial, cristaliza por tanto la lucha entre las dos visiones que han estructurado la sociedad industrial en torno a la creación y al reparto de las riquezas producidas.
Sin embargo, hoy se suman a este eje clásico de enfrentamiento ideológico y práctico en torno al Estado, su forma actual y su futuro, otras interrogaciones y contradicciones (algunas nuevas, otras no tanto) que, en este artículo, analizaremos desde el triple prisma interdependiente: la crisis ecológica, los comunes y la regeneración democrática. En base a esta reflexión inicial, propondremos algunas pistas para el debate y la práctica.
El Estado frente a los retos del siglo XXi. Estado y crisis ecológica.
Vivimos una crisis ecológica profunda que es a la vez energética, climática y alimentaria y que, si no hacemos nada para contrarrestarla, cuestiona la propia supervivencia civilizada de la humanidad (Marcellesi, 2012b). Esta crisis multidimensional es la consecuencia de un modelo socio-económico, el “liberal-productivismo”, basado en la idea industrial de un crecimiento continuo de las cantidades producidas y consumidas. Sin embargo, todo indica que los países enriquecidos van a salir tarde o temprano de este breve periodo de su historia en que el crecimiento daba sustento a la (relativa) paz social y al progreso (Gadrey, Marcellesi, Barragué, 2013). En este contexto, sería iluso pensar que el fin de la era del crecimiento no afecte al Estado moderno y, en concreto, al “Estado del bienestar”. De hecho, la new economics foundation (nef ) realiza para Gran Bretaña el análisis siguiente que, sin duda, podemos extender al resto de los Estados europeos: “el Estado del bienestar ha crecido de manera exponencial desde que se fundó a mediados de los años cuarenta. Su crecimiento ha dependido siempre de un crecimiento económico continuo que, a través de los impuestos, produjese más beneficios para pagar mayor y mejores servicios públicos. Este supuesto ya no se sostiene.” (nef, Ecopolítica, 2012: pp. 77-78). Además, en este contexto el Estado —junto con las administraciones públicas locales y el sector privado— ha sido uno de los promotores esenciales del productivismo y de las megainfraestructuras (nucleares, autopistas, aeropuertos, tren de alta velocidad, sanitarias, etc.) en nombre del “interés general” a veces confundido con el “interés corporativo” o simplemente aplicado desde un enfoque típicamente crecentista y tecno-científico del progreso.
El Estado actual es fruto, reflejo y actor principal de la sociedad industrial y, al igual que ella, fundamenta su visión y acción en la capacidad de tener acceso a fuentes de energía barata, abundante y de buena calidad.[1] Esta característica de “abundancia energética” permite mantener o aumentar la complejidad cada vez mayor del Estado (administraciones, leyes, etc.),[2] una centralización de sus decisiones y estructuras, su capacidad de control sobre el territorio así como un amplio abanico de personas y colectivos no dedicados a la producción de alimentos y energía pero indispensables al funcionamiento político-administrativo (ejército, burocracia, clase dirigente, etc., [Diamond, 2006]). Sin embargo, la era de los combustibles fósiles (con altísimos rendimientos energéticos) está tocando a su fin y entramos en la era de la sobriedad energética donde además las fuentes renovables tienen retornos energéticos mucho más bajos que las fuentes fósiles. Además de cuestiones ideológicas sobre el papel del Estado, es por tanto necesario repensar, dentro de una reconfiguración general de la sociedad, formas de administración pública acordes con la biofísica y los recursos naturales disponibles. Dicho de otro modo, “el coste entrópico es demasiado elevado (...) y la superficie estatal debe decrecer” (Cochet, 2012). Desde la justicia social y ambiental, el Estado tiene un enorme reto para iniciar su transición socio-ecológica ya que “no hay país que disponga de avanzados servicios de cuidados sociales que no los haya construido sobre una base social de consumo intensivo de energía total y per cápita.Aumentar el bienestar y el crecimiento económico con recursos de peor calidad, aunque sea posible, es algo que no sabemos cómo se puede materializar” (Mediavilla et al., 2013).
Estado y los commons
Entendidos como los recursos, bienes, servicios o cosas, tangibles o intangibles, producidos y gestionados desde una comunidad determinada, los comunes no reducen las relaciones sociales a las de interés económico o de poder, por muy reales y exigentes que sean, y se diferencian de las dos formas más emblemáticas de la modernidad: los intercambios a través del mercado y a través del Estado. Es una apuesta para que las comunidades puedan tener más control sobre sus vidas, sus tierras y recursos naturales (propiedad y gestión de los derechos comunales), su relación con los ecosistemas, su trabajo productivo y reproductivo, su cultura e identidad, y poner en el centro la cooperación, la solidaridad, la ecología y la autogestión.
Por lo tanto, al poner en el centro de atención y como sujeto activo la comunidad (en vez del concepto de “pueblo”[3] y el interés comunitario (en vez del “interés general”), los comunes no se confunden con lo “público” (sinónimo principalmente en nuestras sociedades de lo estatal y sus mecanismos de redistribución y protección social). Esto plantea dos contradicciones centrales en nuestras sociedades con Estado:[4]
• Universalización y relocalización de los derechos: existe una tensión evidente entre estas dos dinámicas potencialmente opuestas. Mientras que el Estado amplia la solidaridad a toda la ciudadanía de su nación de referencia por encima de los lazos comunitarios (universaliza —parcialmente[5]— los derechos), los comunes ponen el énfasis en la solidaridad intracomunitaria (relocalizan los derechos).[6]
• Articulación de lo local y lo global: de la misma manera, mientras que los comunes centran sus esfuerzos en construir comunidades políticas locales, la situación de interdependencia y ecodependencia a nivel continental y mundial tendría que suponer mayor conectividad democrática social e institucional globales. Esta danza dialéctica entre lo local y lo global plantea por un lado la cuestión de las relaciones entre el Estado existente (o estructuras supraestatales) y las comunidades y, por otro lado en caso de ausencia de un Estado moderno, la cuestión de la articulación a nivel supralocal, continental o mundial de una multiplicidad de unidades autogestionadas según los derechos comunales.
Los comunes marcan no solo un proceso evidente de desmercantilización sino también una tendencia clara a la desestatalización de la vida. Dicho de paso, no nos tendría que sorprender este doble proceso de éxodo fuera del mercado y del Estado puesto que, como lo recuerda y demuestra Graeber (2012), “el Estado y el mercado son dos caras de una misma moneda”
Estado y regeneración democrática
Las demandas de regeneración democrática son patentes. En las sociedades occidentales, ya sea a través del 15M, del movimiento Occupy Wall Street y de los “procesos constituyentes”, el Estado se enfrenta también a las reivindicaciones de democracia, participación y horizontalidad. Este desafío es desde luego de difícil solución ya que, como decía Charbonneau (1949), el Estado es el poder, la fuerza, la guerra: “hablar de Estado autoritario, centralizado o jerarquizado, es un pleonasmo”. Y cuanto más grande e importante es el Estado —sea cual sea su régimen político—, más alejado está de los centros de decisiones y menos capacitado se ve para ofrecer democracia directa y deliberativa. Dicho coloquialmente, el tamaño importa.
Con este análisis, existe una tensión evidente entre las exigencias de “democracia real” y de defensa del “Estado de bienestar”. De hecho, a diferencia de Bourdieux que opinaba que existía un “Estado de la mano izquierda” y un “Estado de la mano derecha”, es necesario reconocer que el Estado es un solo cuerpo indisociable que asienta su capacidad de redistribución y regulación (su mano social) en su capacidad de ejercer la violencia legítima (su mano derecha). Ahora bien, el corolario de este planteamiento nos lleva a preguntar de nuevo: en una sociedad de masas ¿es posible garantizar la seguridad y los derechos universales de la ciudadanía sin —o con menos— aparatos estatales complejos y represivos? En este caso, ¿hace falta renunciar a la participación directa a cambio de mayor universalización y paz intra e interterritorial?
Pistas para el debate y la práctica
Este breve análisis en torno a la crisis ecológica, los comunes y la regeneración democrática lleva a proponer —en diferentes grados según las respuestas que se dan a los diferentes cuestionamientos apuntados más arriba—:
• Una descomplejificación del Estado, es decir una menor necesidad de recursos energéticos para alimentar sus estructuras y que éstas sean capaces de adaptarse a la nueva realidad socio-ecológica.
• Su descentralización, que permita un “circuito corto de producción-consumo” de servicios públicos así como un acercamiento de las decisiones democráticas a nivel local.
• Una desestatalización: de la mano de la desmercantilización, es una devolución de poder a las comunidades y un refuerzo de la democracia desde abajo (barrio, municipio, comarca, etc.).
En base a estos elementos, surgen propuestas más o menos radicales de cara a la transformación del Estado realmente existente que podemos clasificar en tres categorías:
1.Una reforma progresiva del Estado que insiste a la vez en la descentralización de sus servicios públicos (garantizando el principio de igualdad de acceso) y en su papel central como agente para la transformación ecológica de la economía. Por un lado, se trata de reforzar los servicios públicos a nivel local, fuertemente descentralizados y abiertos a la participación,[7] y en sectores de alto valor añadido para las personas, la sociedad y el medio ambiente (transportes públicos y limpios, bicicletas, educación, salud, justicia, redes energéticas distribuidas, etc.). Por otro lado, se trata de reconocer que el Estado tiene a nivel ecológico la capacidad real de inversión en un “New Deal Verde” que fomente la transición estructural hacia una economía sostenible. El Estado, incluso a una escala supralocal o regional, no desaparece. Más bien, su rol cambia: de omnipotente, pasa a tener una función de financiación del proceso de cambio y de coordinación de las iniciativas locales.
2.Una evolución radical de la forma Estado que insiste en la dimensión energética y/o democrática de sus estructuras y capacidades. Por
ejemplo, Cochet (2012), que postula que el colapso de la sociedad industrial es inevitable, propone la evolución de los actuales Estado hacia nuevos “Estados simples locales”. El tamaño de esta “sociedad local autónoma” dependería de los “grupos enemigos” que tiene que enfrentarse y, seguramente, se parecerían bastante a las ciudades-Estado italianas o germánicas del siglo XVIII. Por su parte, Fotopopulos, impulsor de la iniciativa Democracia Inclusiva y con muchos rasgos del municipalismo libertario de Bookchin, propone (re)construir núcleos locales de un máximo de 30.000 personas (al igual que en las ciudades griegas antiguas) en torno a instituciones que permitan la democracia económica y política. Luego se establecería una confederación de municipios a nivel local, regional y planetario que “más allá de los confines de la economía de mercado y la planificación estatal” evolucionaría hacia una planificación participativa.[8]
3.Una sustitución del Estado por las comunidades autogestionadas. Es, por ejemplo, la propuesta de Víctor Toledo que desde México plantea un poder social entendido como “autogestión, autosuficiencia, autoabasto y, por supuesto, autodefensa” (2013). El objetivo es claramente la potenciación de “un poder paralelo de carácter emancipador” (basado en la cooperación, la solidaridad y el apoyo mutuo) que crea sus cooperativas, bancos locales, producen alimentos sanos, autoconstruyen viviendas, radios comunitarias y sus propias policías. Por su parte, las cooperativas integrales europeas responden a planteamientos muy parecidos de construcción paralela de realidades prácticas que, aunque se amparan en una forma jurídica legal de transición, buscan escapar tanto del mercado como del Estado. De tamaño reducido (un centenar de personas, para permitir el mutuo conocimiento y la gestión democrática), es una apuesta por la independencia política y económica al margen del sistema y por la autogestión en red donde están presentes todos los elementos básicos de una economía como la producción, el consumo, la financiación o una moneda propia.
Sea cual sea el camino elegido (aunque con más fuerza para el segundo y tercero), hay preguntas comunes. Para no pecar de ‘buenismo’, es importante reflexionar sobre la relación y/o confrontación con el poder institucional y la capacidad de llevar el cambio más allá de proyectos locales. Como lo explica Besson-Girard (2012) sin ningún tipo de ingenuidad hay que prepararse a “situaciones cuando los dueños del sistema ya no tolerarán más su pérdida de influencia. Por encima de un umbral de reformas aceptables, es decir que puedan recuperar en beneficio propio, utilizarán su fuerza brutal como siempre lo han hecho”. Es de hecho lo que Bensaïd (2003) llama la “dualidad de poder”, entre el poder de arriba y el poder de abajo, que potencialmente puede llevar a la acción represiva de los gobernantes y la autodefensa violenta de las personas y de los colectivos oprimidos.
Para que la transición sea cuanto más ordenada y pacífica posible, es necesario pensar por tanto la institucionalización y generalización de las prácticas e iniciativas llevadas desde abajo. Llegado un momento dado y superado la fase de pruebas y laboratorio de ideas, las nuevas realidades necesitan un marco regulatorio (a nivel local y supralocal) que fije las nuevas reglas del juego. Para ello, no se puede obviar que, como lo recordaba Paul Éluard “otros mundos son posibles pero se encuentran en éste”: es decir, por mucho que queramos construir mundos al margen del sistema y aún más en un mundo totalmente eco e interdependiente, existen estructuras e instituciones que se interrelacionan con las nuevas realidades, las limitan, las controlan, las destruyen... o colaboran con ellas y les dan alas. Más allá de proyectos concretos que pueden acabar conviviendo dentro del sistema dominante sin cambiar su esencia (como pasó con las cooperativas integrales del siglo XIX), requiere herramientas socio-políticas capaces de articular una visión global y solidaria, crear alianzas o luchar en las instituciones (como dentro del Estado) y tomar decisiones determinantes en momentos críticos.
En este sentido, se refuerza la prioridad de tejer redes de reflexión y acción entre todas las “islas alternativas” para que no se conformen con ser una gestión cooperativa o comunitaria del capitalismo y del Estado o una gota en una océano de conformismo sino que “se enmarquen en un proyecto político que busque un mayor grado de autodeterminación de las personas, los pueblos y los territorios (en alianza con otros sujetos de cambio social) (Azkarraga y Altuna, 2012) [9] y tomen conciencia colectiva de su potencial como fuerza de transformación de las estructuras actuales, incluido el Estado. Como lo dice Subirats (2013), cogiendo ejemplo de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, “el cambio no vendrá ni principalmente ni únicamente desde arriba” así que “necesitamos construir una nueva agenda y una nueva coalición a su alrededor. Crear nueva política, nuevos rituales de acción y decisión de lo común (...) Las alternativas deberán surgir de nuevos conglomerados, ciudadanos e institucionales”.
En este contexto, la cuestión del Estado —su realidad y su potencial tanto de resistencia como de cambio— es clave de cara al futuro y hace falta desarrollar un discurso y una práctica que tengan en cuenta su papel en la transición hacia una sociedad equitativa y ecológica.
Referencias
Azkarraga, Joseba y Altuna, L. (2012): “Cooperativismo, economía solidaria y paradigma ecológico: una aproximación conceptual” en Ecología Política, nº 44.
Bensaïd, D. (2003): “La Révolution sans prendre le pouvoir ?” Contremps, febrero 2003.
Besson-Girard, J. (2012): “Par delà l’État”, en “La décroissance et l’État”, Entropia, nº13 otoño 2012, p. 150-161.
Charbonneau, B. (1949): L’État, Economica.
Cochet, Y. (2012): “États simples locaux”, en “La décroissance et l’État”, Entropia, nº13 otoño 2012, pp. 63-73.
Diamond, J. (2006): Armas, gérmenes y acero, Debate Editorial.
Fotopoulos, T. (2002): “Estrategias de transición y el proyecto de la Democracia Inclusiva”, Democracy & Nature, Vol. 8, nº 1
Notas:
[1] Mientras que las sociedades primitivas o agropecuarias necesitaban una Tasa de Retorno Energético (TRE) global de entre 4 y 6, la sociedad industrial y tecnológica actual tiene una TRE global de entre 12 y 25. Sin embargo, es poco probable que sin combustibles fósiles y solo con energías renovables podamos mantener TRE globales tan altos (por ejemplo, la fotovoltaica tiene un TRE de 2,4). Recordamos que la TRE es el cociente de la cantidad de energía total que es capaz de producir una fuente de energía y la cantidad de energía que es necesario emplear o aportar para explotar ese recurso energético. Es decir: TRE = energía obtenida / energía invertida. Fuente: Prieto, P: Renovables: mitos y realidades, Conferencia del 19 de marzo 2013 en Málaga.
[2] Como lo explica el antropólogo Joseph Tainter: “Disponer de una energía barata nos permite desarrollar una complejidad aún más grande (...). Es lo que llamo la espiral energía-complejidad: tienden a entremezclarse, o bien aumentar, o bien disminuir conjuntamente. De hecho, solo pueden aumentar o disminuir juntas (...): no podéis tener complejidad sin energía, y si tenéis energía, tendréis complejidad”. Fuente: http://petrole.blog.lemonde.fr/2011/10/31/lempire-romain-et-la-societe-dopulence-energetique-un-parallele
[3] En la teoría del Estado-nación moderno, el pueblo es un cuerpo homogéneo y con voluntad única que entrega y deposita su soberanía en el Estado.
[4] El “Estado plurinacional de Bolivia” es un buen caso práctico para estudiar las contradicciones entre voluntad de unidad e igualdad del Estado y las distintas formas de autonomía regional, municipal y de los pueblos originarios.
[5] Esta “universalización” es parcial, puesto que se circunscribe al marco del Estado-nación. Si bien existen dinámicas más amplias de universalización de derechos más allá de la nación como en la Unión Europea o a través de las luchas de solidaridad internacional, la casi totalidad de los derechos de una persona siguen vinculados a su nacionalidad.
[6] Dicho de paso, la relocalización de la solidaridad también implica una relocalización del uso de la violencia legítima desde el Estado hacia la comunidad y, por tanto, plantea la cuestión de la regulación de conflictos entre comunidades.
[7] Por ejemplo, el pueblo francés de Loos-en-gohelle ha puesto en marcha el “compromiso 50%-50%” que consiste en la aportación municipal de capital económico y técnico a una iniciativa del vecindario si se compromete este último a participar en su mantenimiento y cuidado (i.e. financia un huerto escolar que la AMPA y los escolares gestionan). Es lo que la nef llama la “coproducción de bienestar”.
[8] A propuesta de Fotopopulos deja muchos interrogantes prácticos abiertos: ¿cómo funcionaría esta confederación? ¿Cómo se alcanzaría esta mutación radical institucional más allá de coger el poder a nivel municipal.
[9] Los autores se refieren principalmente al movimiento cooperativista pero su reflexión se pueden extender a cualquier otro movimiento a favor de los comunes.
[Artículo publicado originalmente en la revista Ecología Política # 45, Barcelona, julio 2013. Numero completo accesible en http://www.ecologiapolitica.info/wp-content/uploads/2015/08/45.pdf.]
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