Tomás Ibáñez
Han trascurrido ya muchos años desde que Michel Foucault nos hiciera ver con cuánta facilidad tendemos a creer que mucho de lo que configura hoy nuestra sensibilidad, es decir, los conceptos, las creencias, las vivencias, los símbolos, etc., que nos resultan más familiares, vienen existiendo prácticamente desde siempre y, es más, no podían no haber llegado a existir… puesto que, sencillamente… existen. Sin embargo, pese a los esfuerzos de Foucault, seguimos cayendo en la misma trampa con incorregible asiduidad, y el caso de la «A» resulta aquí bastante ejemplar.
En efecto, el vínculo mediante el cual la «A» simboliza hoy al anarquismo es tan intenso, y ha sedimentado tan hondamente en el imaginario político contemporáneo, que ha llegado a adquirir prácticamente un carácter de naturalidad. El anarquismo y la «A» se evocan mutuamente con tanta naturalidad, y de manera tan universalizada, que parecen haber nacido en el curso de un mismo proceso, y haber caminado juntos desde entonces. Pero, bien sabemos que esto no es así, y que, como dijo Foucault a propósito del hombre, se trata de una invención bien reciente, sólo que, en el caso de la «A», la invención es tan reciente, que la memoria personal aún alcanza fácilmente a recordar cómo aconteció.
Han trascurrido ya muchos años desde que Michel Foucault nos hiciera ver con cuánta facilidad tendemos a creer que mucho de lo que configura hoy nuestra sensibilidad, es decir, los conceptos, las creencias, las vivencias, los símbolos, etc., que nos resultan más familiares, vienen existiendo prácticamente desde siempre y, es más, no podían no haber llegado a existir… puesto que, sencillamente… existen. Sin embargo, pese a los esfuerzos de Foucault, seguimos cayendo en la misma trampa con incorregible asiduidad, y el caso de la «A» resulta aquí bastante ejemplar.
En efecto, el vínculo mediante el cual la «A» simboliza hoy al anarquismo es tan intenso, y ha sedimentado tan hondamente en el imaginario político contemporáneo, que ha llegado a adquirir prácticamente un carácter de naturalidad. El anarquismo y la «A» se evocan mutuamente con tanta naturalidad, y de manera tan universalizada, que parecen haber nacido en el curso de un mismo proceso, y haber caminado juntos desde entonces. Pero, bien sabemos que esto no es así, y que, como dijo Foucault a propósito del hombre, se trata de una invención bien reciente, sólo que, en el caso de la «A», la invención es tan reciente, que la memoria personal aún alcanza fácilmente a recordar cómo aconteció.
La verdad es que no estaba en mis intenciones hablar de este tema, pero como ya se han publicado varios textos sobre la historia de la «A», y como mi nombre ha salido a la palestra en algunos de ellos, he pensado que, más tarde o más temprano, algo me tocaría decir, así que, por qué no decirlo precisamente en un mes de abril, ya que ese fue el mes en el cual se creó la «A».
Pero entendámonos bien, nadie podría poner fecha a la primera vez en que se trazó un círculo alrededor de una A. Sin duda, miles de niños lo hicieron, aprendiendo a jugar con las letras, y puede que algún ranchero marcara su ganado con una «A» porque esa era la inicial de su apellido. De lo que se trata aquí es, propiamente, de la construcción de un símbolo, no de la originalidad de un dibujo y, para ser más precisos, se trata de la construcción plenamente deliberada de un símbolo que pudiera servir como signo de identidad específicamente anarquista. y esto sí que tiene una fecha precisa, un lugar determinado, y unas circunstancias bien concretas.
Tampoco fue una brillante idea surgida de repente y porque sí, desde las calenturas de una mente individual, fue el producto de unas circunstancias bien definidas, el fruto de un contexto particular, y el resultado de un determinado proceso. Por lo tanto, conviene relatar con suficiente detalle estos condicionantes si queremos entender el cómo, el cuándo y el porqué de lo que aquí nos ocupa.
Así que vaya por delante la historia, vivida, del nacimiento de la «A», aunque esto nos obligue a lanzar la vista atrás y retroceder unas cuatro décadas.
Desde Marsella, donde militaba en el grupo de los Jeunes Libertaires, me traslado a París en septiembre de 1963, para matricularme en la Universidad de la Sorbonne. En cuanto llego a la capital gala, me integro en el grupo local de los Jeunes Libertaires, así como en uno de los grupos de la Federation Anarchiste, y comienzo a colaborar, más intensamente de lo que lo hacía en Marsella, con la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL) que acababa de ser ilegalizada en Francia.
Una de las cosas que me impacta de inmediato es la extraordinaria fragmentación del movimiento anarquista parisino y el pronunciado sectarismo que existe en su seno. En efecto, aunque ese movimiento era bastante reducido numéricamente, se encontraba dividido en un mosaico de organizaciones y grupos aislados los unos de los otros, cuando no directamente enfrentados entre sí, inmerso en lo que más tarde denominaríamos irónicamente «la guerra entre las capillas». Esta peculiaridad parisina resultaba tanto más llamativa para un recién llegado de «provincias» por cuanto, fuera de París, un mismo grupo libertario solía difundir, con toda naturalidad, la prensa y las revistas editadas por las distintas corrientes anarquistas. Frente a esa fragmentación y a ese ostracismo, mi reacción fue, por una parte, la de afiliarme y militar simultáneamente en una pluralidad de grupos libertarios y, por otra parte, la de impulsar la creación de espacios de confluencia y de colaboración entre los jóvenes anarquistas ubicados en los distintos grupos ácratas.
Como, al llegar a París, uno de mis proyectos consistía en desarrollar una actividad libertaria en el seno de la universidad, empiezo a buscar estudiantes anarquistas, pero para mi sorpresa, sólo consigo ponerme en contacto con «otro» estudiante, «el otro estudiante anarquista», como decían irónicamente nuestros amigos trotskistas. Ese compañero formaba parte del grupo que editaba la revista Noir et Rouge y, con él, decidimos crear en octubre de 1963 la Liaison des Etudiants Anarchistes (LEA). Esa agrupación, esquelética en sus inicios, iría creciendo paulatinamente hasta llegar a desempeñar pocos años más tarde un papel significativo en la emergencia del Mayo del 68, vía la constitución del Movimiento del 22 de Marzo en la Universidad de Nanterre. Pero esa es otra historia y lo único que viene al caso recalcar aquí es que la LEA fue aglutinando poco a poco a jóvenes pertenecientes a distintos grupos, propiciando que se fuesen difuminando sus discrepancias gracias a la labor conjunta que desarrollábamos en el ámbito universitario.
Ese mismo mes de octubre de 1963, con unos pocos compañeros lanzamos el Comité de Liaison des Jeunes Anarchistes (CLJA), cuya finalidad explícita consistía en poner en contacto e impulsar actividades conjuntas de los jóvenes anarquistas que militaban en los distintos grupos y organizaciones de la región parisina.
El éxito de esta iniciativa fue llamativo. A la asamblea de diciembre 1963 acuden unos cuarenta jóvenes, representando prácticamente a todo el arco del movimiento anarquista parisino. Aunque algunas asambleas fueron bastante menos concurridas, en otras se sobrepasarían los sesenta participantes, lo cual, considerando los efectivos numéricos del movimiento anarquista parisino en esa época resultaba más que esperanzador. La dirección de contacto del CLJA era M. Marc. 24 rue Ste. Marthe, el local de la Federación Local de la CNT-E de París, exactamente la misma que para la LEA, y exactamente la misma que para Action Libertaire, el periódico elaborado conjuntamente por la ilegalizada FIJL, que lo financiaba, y por el CLJA.
En su corta vida (el CLJA se extinguirá de facto en 1968), esta instancia de coordinación de los jóvenes anarquistas desarrollaría una intensa actividad, ayudando a resquebrajar la incomunicación y el ostracismo que existían entre los grupos anarquistas. Tras el éxito conseguido en París, el CLJA procuraría extender su radio de acción en todo el territorio francés, y no tardaría en volcarse, junto con la FIJL y con los jóvenes libertarios de Milán, en la creación de un espacio que permitiese aglutinar la juventud anarquista en el ámbito europeo, asumiendo la organización del Primer Encuentro Europeo de Jóvenes Anarquistas que se celebró en Paris los días 16 y 17 de abril de 1966 y que contó con la participación de jóvenes provenientes de siete países.
La fuerte dinámica iniciada en octubre de 1963 para aglutinar a los distintos componentes del arco anarquista parisino, a través de la creación de espacios de confluencia tales como la LEA y el CLJA, pretendía hacer aflorar lo que compartían y lo que tenían en común las distintas variantes del movimiento anarquista, por encima de unas diferencias que eran a veces sustanciales, pero que en muchos casos no obedecían sino a personalismos o bien a remotos conflictos que, con el paso del tiempo, se habían enquistado.
Fue esa misma dinámica la que abrió directamente las puertas a una sugerencia que planteé en el seno del grupo de los Jeunes Libertaires de París a finales de 1963 o principios de 1964.
La idea era simple, se trataba de encontrar un signo distintivo, un logotipo si se quiere, que todos los grupos anarquistas pudieran utilizar en sus manifestaciones propagandísticas, de manera que, sin alterar la identidad y la especificidad de cada grupo, constara una referencia común, susceptible de multiplicar, aunque sólo fuera por simple repetición de un mismo estímulo visual, el impacto de la propaganda anarquista. Las exigencias eran que ese símbolo común fuese sencillo y rápido de pintar en las paredes y que no estuviese asociado a ninguna organización o grupo en concreto.
La sugerencia fue bien acogida y tras dedicarle bastantes horas de discusión en el exiguo piso de Clignancourt donde nos reuníamos habitualmente, se nos ocurrió la idea de una A dentro de un círculo. René Darras, un compañero del grupo, versado en el diseño gráfico, se encargó del dibujo, yo redacté buena parte del texto en el que se explicaban los objetivos que perseguía nuestra propuesta, y lo publicamos en la primera página del numero 48 (Abril de 1964), del Buletín des Jeunes Libertaires, bajo el título: Pourquoi A?, donde el dibujo de la «A» ocupaba toda la primera plana.
La presentación decía literalmente lo siguiente:
"¿Por qué esta sigla que proponemos al conjunto del movimiento anarquista…? Dos motivaciones principales nos han guiado: primero, facilitar y hacer más eficaces las actividades prácticas de inscripción en las paredes… y en segundo lugar asegurar una mayor presencia del movimiento anarquista… mediante un elemento común que acompañe a todas las expresiones del anarquismo en sus manifestaciones públicas… Se trata para nosotros de elegir un símbolo suficientemente general para poder ser adoptado por todos los anarquistas… Asociando constantemente [… este símbolo… ] a la palabra anarquista terminará, mediante un mecanismo mental bien conocido, por evocar, por sí solo, la idea del anarquismo en la mente de las personas."
Esto fue exactamente lo que ocurriría, pero aún hubo que esperar algunos años para que el efecto perseguido consiguiera concretarse. En efecto, durante las semanas siguientes llevamos nuestra propuesta a los distintos foros del movimiento juvenil libertario, especialmente al CLJA. La sugerencia no fue rechazada, pero tampoco consiguió despertar, ningún entusiasmo especial, probablemente porque la propuesta provenía de un grupo en concreto, y no había surgido desde la propia asamblea del CLJA. Así que durante un tiempo, el pequeño grupo parisino de los Jeunes Libertaires, fue prácticamente el único que utilizó la «A», lo cual, todo sea dicho, no le confería una gran visibilidad.
Pocos meses más tarde, Salvador Gurucharri tomó la iniciativa de hacer figurar en el titulo de uno de mis artículos («Perspectives Anarchistes»), publicado en Action Libertaire (número 4, diciembre de 1964), el logotipo que habíamos lanzado, pero sin reproducir esta vez ni su significado ni los objetivos que se perseguían. El hecho de que la FIJL y el CLJA difundieran masivamente Action Libertaire hubiera podido propiciar la difusión del símbolo, pero esto no fue lo que sucedió, probablemente porque desconectada de su contexto argumentativo, la «A» quedaba, para los lectores, como una simple originalidad tipográfica.
No fue sino a raíz del Primer Encuentro Europeo de Jóvenes Anarquistas en abril de 1966, cuando los jóvenes anarquistas del grupo de Milán retomaron por su cuenta la propuesta y empezaron a utilizar sistemáticamente la «A» en toda su propaganda, dándole, esta vez sí, el impulso que necesitaba para generalizarse.
El resto lo harían las miles de manos anónimas que se apropiaron literalmente, y felizmente, la autoría de la «A» y fueron transformando en una realidad lo que nuestro texto de abril de 1964 sólo planteaba como un objetivo. Desde luego, la «A» nunca hubiera conseguido adquirir el significado que tiene hoy si hubiese quedado asociada a un grupo particular. Pero, sobre todo, queda claro, o por lo menos así lo espero, que, por su propio origen, la historia de la «A» se inscribe, muy directamente, en la voluntad de poner coto a los sectarismos y a los dogmatismos que aquejan endémicamente al movimiento anarquista. Es, muy precisamente, está vertiente de la «A» la que me parecía importante rescatar mediante estas líneas.
[Artículo publicado originalmente en la revista Polémica # 85, Valencia, julio 2005.Texto tomado de https://revistapolemica.wordpress.com/2013/05/25/la-a-anarquista-nacida-en-paris-y-potenciada-en-milan-miles-de-manos-la-crearon-en-las-calles-del-mundo.]
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