Albert Camus (1913-1960)
[Nota de El Libertario: Esta lúcida requisitoria fue lanzada a mediados del pasado siglo XX. Es nuestra tarea impedir que siga siendo válida para el S. XXI.]
[Nota de El Libertario: Esta lúcida requisitoria fue lanzada a mediados del pasado siglo XX. Es nuestra tarea impedir que siga siendo válida para el S. XXI.]
El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas, el XVIII el de las ciencia físicas y el XIX el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del miedo. Se me dirá que el miedo no es una ciencia. Pero, en primer lugar, la ciencia es en cierto modo responsable de ese miedo, porque sus últimos avances teóricos la han llevado a negarse a sí misma y porque sus perfeccionamientos prácticos amenazan con destruir la Tierra. Además, si bien el miedo en sí mismo no puede ser considerado una ciencia, no hay duda de que es, sin embargo, una técnica.
Lo que más impresiona en el mundo en que vivimos es, primeramente y en general, que la mayoría de los hombres (salvo los creyentes de todo tipo) están privados de porvenir. No hay vida valedera sin proyección hacia el porvenir, sin promesas de maduración y de progreso. Vivir contra una pared es una vida de perro. ¡Y bien! Los hombres de mi generación y de la que ingresa hoy en los talleres y las facultades vivieron y viven cada vez más como perros.
Por cierto, no es la primera vez que los hombres se hallan ante un porvenir materialmente cerrado. Pero salían adelante, por lo general, gracias a la palabra y al clamor. Recurrían a otros valores en los que depositaban sus esperanzas. Hoy nadie habla ya (salvo los que se repiten) porque el mundo nos parece conducido por fuerzas ciegas y sordas que no oyen las voces de advertencia, los consejos y las súplicas. Algo en nosotros fue destruido por el espectáculo de los años que acababan de vivir. Y ese algo es aquella eterna confianza del hombre que le ha hecho creer siempre que podían obtenerse reacciones humanas de otro hombre hablándole con el lenguaje de la humanidad. Vimos mentir, envilecer, matar, deportar, torturar y cada vez que sucedía era imposible persuadir a los que lo hacían de no hacerlo, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se persuade a una abstracción, es decir al representante de una ideología.
El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo juzgaban inútil, se extendían y se extiende aún una inmensa conspiración del silencio, aceptada por los que tiemblan y se dan buenas razones para ocultarse a sí mismos que tiemblan, y suscitada por quienes tienen interés en hacerlo. “Ustedes no deben hablar de la depuración de artistas en Rusia, porque es hacerle el juego a la reacción”. “No deben decir que Franco se mantiene en el Poder gracias a la ayuda de los anglosajones, porque es hacerle el juego al comunismo”. Bien decía yo que el miedo es una técnica.
Entre el miedo muy general a una guerra que todo el mundo prepara y el miedo particular a las ideologías homicidas, es muy cierto que vivimos en el terror. Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión, porque el hombre fue entregado por completo a la historia y no puede volverse hacia esa parte de sí mismo, tan verdadera como la parte histórica, y que reencuentra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o con sus ideas. Y para todos aquellos que no pueden vivir sino en el diálogo y la amistad de los hombres, este silencio es el fin del mundo.
Para salir de este terror habría que poder reflexionar y actuar según esa reflexión. Pero el terror, precisamente, no constituye un clima favorable para la reflexión. Creo, sin embargo, que en lugar de vituperar este miedo hay que considerarlo como uno de los primeros elementos de la situación y tratar de ponerle remedio. Nada hay más importante. Pues esto concierne a la suerte de gran número de europeos a quienes, hartos de violencia y de mentiras, burlados en sus esperanzas más caras, les repugna tanto la idea de matar a sus semejantes para convencerlos como la de ser convencidos de la misma manera. Sin embargo, es la alternancia en que se coloca a esta gran masa de hombres de Europa, que no pertenecerá a ningún partido, o que no están cómodos en el que eligieron, que dudan de que el socialismo se haya realizado en Rusia y el Liberalismo en los Estados Unidos, que reconocen, no obstante, a aquellos y a estos el derecho de afirmar su verdad, pero los rehúsan de imponerla por la muerte, individual o colectiva. Entre los poderosos de la hora actual, esos hombres no tienen fuerza y solo podrán hacer admitir (no digo triunfar, sino admitir) su punto de vista y solo recuperarán su lugar en el mundo cuando hayan tomado conciencia de lo que quieren y lo digan simple y enérgicamente, como para que sus palabras puedan liar un haz de energías. Y si el miedo no es el clima adecuado para la reflexión, deberán, en primer lugar, enfrentarlo.
Para enfrentarlo es necesario ver qué significa y qué rechaza. Significa y rechaza el mismo hecho: un mundo en el que legitima el homicidio y en el que la vida humana se considera una futilidad. He aquí el primer problema político de hoy. Y antes de seguir adelante es necesario tomar posición respecto de él. Previamente a toda realización, hoy deben plantearse dos preguntas: “Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted que lo maten o lo violenten? Sí o no, directa o indirectamente ¿quiere usted matar o violentar?”. Todos los que contesten “no” a estas dos preguntas quedan automáticamente enfrentados a una serie de consecuencias que deben modificar su manera de plantear el problema. Tengo el proyecto de precisar tan solo dos o tres de esas consecuencias. Entretanto, el lector de buena voluntad puede interrogarse y responder.
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