Este mi
relato es una ofrenda a la conciencia
de mis
compañeras de viaje en bus,
de mi
compañero de viaje
y de
quienes me han despedido
en las
terminales
Cristina Gil
Antes del
punto y la raya, moverse era lo común. Migrar no era ni un acto para presumir
valentía ni una razón para la cursilería. Sólo tras la constitución de los
estados-naciones, las fronteras, los pasaportes y visados se hicieron la norma.
Quedamos así supeditados a los límites impuestos por las burguesías que se
suceden en el poder y atendemos a ellos en nombre del escudo, la bandera, el
himno o cualquier iconografía nacionalista promovida desde la escuela. Cantamos
y lloramos una ficción nacional. Fuimos hijos de la tierra. omos hijos del
papel sellado.
Decidí
partir. Por muchas razones partimos.
‘Partimos
para ver el otro lado de la aurora’, canta el poeta árabe.
No
planifiqué convertirme en migrante. Y sin embargo los eventos se sucedieron de
modo que me vi con mi mochila y una almohada en la terminal de Rutas de
América, en Caracas. A mi alrededor, hombres y mujeres, trabajadores todos,
alistaban los últimos detalles para su embarque, besaban a quienes dejaban en
la vorágine caraqueña y lloraban una partida tal vez definitiva a sus lugares
de origen. La Venezuela de Chávez, que en un principio acogió tan bien a todo
‘hermano latinoamericano’ ya no anda tan bondadosa (ni con el propio ni) con el
foráneo, ni siquiera con el que gusta del ‘turismo revolucionario’. Por eso el
hombre que va sentado a mi derecha se regresa a su Perú natal tras 20 años de
trabajo en Venezuela. Siente que ya no puede estirar su salario de obrero para
mantenerse y dar apoyo a la mujer y los hijos que deja. “Yo los mando a buscar
en lo que me instale”, se promete en voz leve.
A mi
izquierda viaja un hombre venezolano que irá a Quito -de paso- por razones que
no alcanza a explicarme con certeza. Es un hombre de unos cincuenta y cinco
años y me explica desde “el mérito de mi formación como ingeniero”, todo el
descalabro de la industria eléctrica nacional. “La culpa es del chavismo
-sentencia- que no atiende al principio de la meritocracia”. Mi ignorancia en
lo que a la historia de la industria eléctrica se refiere es mucho mayor que
yo, pero no desconozco los muchos casos de corrupción protagonizados y avalados
por el chavismo que dieron al traste con diversas empresas e iniciativas
colectivas. Pienso que el viaje promete ser largo y no quisiera lidiar con los
efectos de un conflictivo debate sobre la meritocracia y su carácter principal
a toda desigualdad social. Así que opto por escuchar sus razones y contener las
líneas de expresión en mi rostro. El chavismo nos robó la razón a todos, en un
momento u otro, en mayor o menor grado. ¿Quién puede afirmar que salió ileso
del chavismo?
La
guardia nacional bolivariana hizo bajar del bus a una mujer joven con
documentos colombianos. Su ‘falta’ era no portar la tarjeta de vacunación, eso
le argumentaron. Sin embargo, cuando la mujer volvió al bus y los pasajeros
indagaron la causa del retraso que a todos nos afectaba, ella contestó: “Nada,
que soy colombiana. Me habrán visto cara de guerrillera”. Esa misma muchacha
nos contó que su infancia fue testigo de los horrores del desplazamiento. Tanto
el ejército como la guerrilla llegaban a los pueblos sirviéndose de lo que
estos producían, desde las legumbres hasta los hijos. Venezuela también expulsa
a ‘la hermana Colombia’ entre eufóricos alaridos de xenofobia
institucionalizada. ¿El Orinoco y el Magdalena se abrazarán entre canciones de
selvas?
El señor
Manuel pertenece a la flota Rutas de América. Por lo bajo, achicando el tono
segundos antes festivo, este hombre nos cuenta-confiesa que sólo una vez en
muchos años de viaje, la guerrilla colombiana detuvo un bus en tránsito por el
‘atajo’ que tomaba la empresa. “Nos bajaron a todos, nos dieron una charla y,
rifle en mano, nos pidieron una colaboración voluntaria.” Quien ha sido tocado
por las ‘sutilezas’ del autoritarismo, suele contarlo siempre en voz muy baja.
Pero un día la palabra romperá nubes.
Antes de
cruzar la frontera Colombia-Ecuador, sentí descender la sangre de mi útero. Fui
al baño del puesto migratorio colombiano, pero la mujer que vendía papel
higiénico frente al lugar me impidió la entrada. “No tengo dinero, pero
necesito el baño con urgencia”, le dije sinceramente. Ella se atravesó en la
puerta y me dijo: “Acá las cosas no son así. Si no paga, no entra”. “¿Y es que
no es este un baño público?”, le repuse. “Es público, pero no gratuito”. Me
sangró hasta la conciencia de clase. Llegué a Ecuador partida por la mitad.
“Últimamente
vienen muchos compatriotas suyos. Por ese tema de las divisas”, me dice
sonriente el dueño del hostel quiteño en el que decidí pasar la noche. Supongo
que querrá saber si vengo por las mismas razones. Supongo que querrá ofrecerme
algún lugar idóneo para ‘raspar cupo’. Sólo entonces y como reacción defensiva
de lo que tontamente considero íntegro, verbalizo mi verdad sin dolor alguno:
Yo estoy emigrando.
El
taxista que me llevó hasta la terminal de Quitumbe me habló del sueño
integrador de Bolívar y dijo que le dolía mucho la situación de Venezuela, que
era el momento justo para demostrar ‘solidaridad latinoamericana’. “Los
venezolanos acá son bienvenidos” dijo y dibujó para mí los más gratos panoramas
que su imaginación pudiera brindar, “por si usted, mija, quisiera instalarse
acá”. Si todos los discursos usaron la vocación solidaria de los pueblos para
elevar al mismo tiempo promesas y traiciones, ¿cuántas otras vueltas dará la
noria? ¿No será acaso el momento justo para comenzar a descreer para crear? ¿La
solidaridad de los pueblos puede estar en consonancia con los intereses de las
burguesías que nos gobiernan? Que ningún discurso ‘latinoamericanista’ nos
estafe de vuelta. La integración que quieren los de arriba se llama IIRSA y a
nosotros nos basta con sabernos hijos de un mismo despojo. Yo abracé la
inocencia de Vinicio, el taxista quiteño, pero supe que ella no nos salvaría.
En el bus
que parte de Lima hay una clara mayoría de migrantes colombianos. Entre ellos
destaca una pareja de recién casados. Tienen la piel tan negra y brillante como
el azabache y se les nota en constante nerviosismo. Una amiga de ellos se
acerca a mí para conversar y no puede evitar hacer referencia a los jóvenes:
“Tienen miedo de que no los dejen pasar. ¿Te has fijado cómo los miran?” Y sí,
aquel par lograba arrastrar consigo las miradas de quienes poca negrura han
visto en sus playas. La amiga colombiana, trabajadora de una empresa de diseño
gráfico, me habló con dolor del racismo vivido en la región chilena: “Creen que
una emigra porque se está muriendo de hambre y quieren tratarnos como a putas.”
Entonces sentí que había cuota de exageración en aquella dolorosa exclamación.
Luego me asomé a un ‘Café con piernas’, escuché hablar de ‘las culombianas que
colman las noches de Santiago’, miré las crónicas del fútbol Venezuela Vs
Colombia en la televisión pública chilena (Se trataba de medir qué cuerpos se
ajustaban mejor al estereotipo aceptado, si el de las mujeres venezolanas o el
de las colombianas) y constaté la asquerosa estereotipación de la mujer
caribeña en el sur. Un racismo que sumado al sexismo, multiplica el hedor.
La mujer
alta y delgada que trabaja de camarera regresa a Chile con los dos hijos que
ocho meses atrás había dejado a cargo de la abuela en Colombia. Ahora que ha
logrado estabilizarse, vuelve a ser la cuidadora de los suyos. En la mirada que
deja reposar sobre sus niños hay algo de asombro conjugado con mucha ternura. A
su niña le está cambiando el cuerpo y ya la escualidez empieza a cobrar
redondeces. Y a su niño le cuesta serenar la angustia de un viaje tan largo.
Además los agobia el mareo y el dolor de panza. Les ofrezco una manzana y la
sonrisa es breve, de justa cortesía, como las palabras reverenciales de aquella
tonada vecina.
Mientras
pasábamos la costa peruana, una de mis compañeras de viaje verbalizó mi justo
pensamiento: “¡Qué mar tan feo!” Juzgábamos así, con nuestros ojos caribe, las
aguas que nos dieron a probar el más delicioso ceviche. Nadie es inmune al
terruño. Ahora descendíamos del bus y quizá de tácito y común acuerdo ninguna
se animaba a mirar el cielo para evitarnos el juicio. Sería el cielo de
Santiago nuestro nuevo cobijo, con sus grises y sus chisgarabíses. Tendríamos,
como la Violeta, que elevar un canto a la diferencia.
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