A. García (periódico CNT)
El pasado marzo la cadena televisiva japonesa NHK ha dado a conocer imágenes del interior de uno de los reactores explosionados en 2011 en la planta de Fukushima Daiichi obtenidas recientemente mediante una técnica radioscópica que se vale de partículas cósmicas denominadas muones. Al parecer, las peores previsiones se han visto con firmadas. Las imágenes muestran un reactor vacío, de modo que ya no cabe duda que el combustible nuclear en él contenido se ha fundido depositándose en su base.
La noticia, sin embargo, no tiene nada de sorprendente. Desde el mismo momento del accidente científicos independientes, entre ellos el especialista en enfermedades infecciosas Stephen Hosea o la física Helen Caldicott, han venido advirtiendo que el combustible empleado en los tres reactores explosionados ha traspasado las corazas protectoras en que estaba contenido, introduciéndose en el suelo y contaminando la corteza así como las aguas freáticas del entorno.
La noticia es, además, un ejemplo del falseamiento informativo a que se ha sometido lo ocurrido en la planta de Fukushima por parte de autoridades gubernamentales, organismos internacionales e instituciones del sector nuclear. Como resultado de la enérgica presión ejercida por el gobierno japonés y la propietaria de la planta siniestrada, TEPCO (Compañía de la Energía Eléctrica de Tokyo), lo ocurrido en la central de Fukushima ha sido rigurosamente ocultado a la ciudadanía, a quien se le ha transmitido un mensaje de seguridad y con fianza: se ha negado que el accidente de la planta haya causado muerte alguna; se ha dicho sin ningún reparo que el nivel de radiación emitido por los reactores explosionados es mínimo y que es su ficiente medida preventiva la evacuación de la población en un radio de 20 millas alrededor de la central; en todo momento se ha mantenido que la situación se encuentra bajo control, que el agua utilizada para refrigerar los reactores siniestrados se almacena en depósitos seguros, que las filtraciones son adecuadamente controladas y que el agua correctamente descontaminada puede arrojarse al océano con todas las garantías.
Esta serie de mensajes, que han venido difundiéndose entre la opinión pública por el gobierno japonés y el estadounidense, por la ONU y la OMS, por la NEI (Industria de la Energía Nuclear), la IAEA (Agencia Internacional de la Energía Atómica) y TEPCO, con la complicidad de los medios de comunicación oficialistas, resulta evidente que no tienen nada que ver con la realidad.
Una situación desastrosa
Según información facilitada por el propio gobierno japonés a la IAEA la cantidad de Celsio 137 liberada tras el desastre de Fukushima habría sido 168 veces la emitida por la bomba de Hiroshima, aunque otras voces, como la de Hiroaki Koide, profesor en ingeniería nuclear de la universidad de Kioto, señalan que la cantidad real oscila entre 400 y 500 veces lo apuntado, a lo que se añadiría una cantidad similar de otros materiales radioactivos que habrían sido disueltos en agua y depositados en el suelo y en el océano.
Las muestras de material tomadas por el ingeniero nuclear Arnie Gundersen a principios del 2012 en diversos lugares de Tokyo contienen niveles de radioactividad parejos a los de los desechos radioactivos. Según cálculos realizados por el físico Paolo Scampa, el nivel de radioactividad existente en la capital nipona tras el siniestro ha llegado a ser 25 veces superior al máximo tolerable. Valores por encima de los 0.114 msV/h de radiación artificial en que se fija este máximo han sido constatados también en ciudades como Kashiwa, a 200 km. de la planta siniestrada, y Nara, a 470 km. Sin embargo, la isla asiática no es la única zona del planeta gravemente contaminada. Aunque todo el hemisferio norte se encuentra expuesto a la contaminación radioactiva dispersada desde la planta siniestrada, EEUU es una región especialmente afectada debido a las corrientes aéreas y marinas. Tras el accidente, la radiación liberada se detectaba en la leche de lugares de la costa este del país. Zonas de alto riesgo por la existencia de instalaciones atómicas como Carolina del Norte o Devon (Inglaterra) han registrado tras el accidente 13.37 msv/h y 8.19 msV/h respectivamente. En Ottawa fueron contabilizados 2.15 msV/h y en Manchester 2.24 msV/h.
Desde que ocurriera el accidente, trescientas toneladas de agua han venido siendo utilizadas diariamente para refrigerar los reactores explosionados, siendo posteriormente arrojadas al océano, algo denunciado por la física experta en radiación Janette Sherman. Según el Instituto Alemán para la Investigación Marina, en seis años todo el océano Pacífico va a ser contaminado por el plutonio liberado desde la planta japonesa, una a firmación que a día de hoy es mucho más que un pronóstico: altos niveles de cesio han sido detectados en atunes capturados en el golfo de California; junto a ello, se han constatado efectos completamente desconocidos con anterioridad a marzo de 2011, como la descomposición de especies marinas, mutaciones en grandes mamíferos y muertes de bancos enteros. El buceador profesional Dana Dumford viene denunciando desde agosto de 2014 que 200 kilómetros del litoral de la Columbia Británica han perdido todo rastro de vida que antes proliferaba en este entorno. Ni peces, ni moluscos, ni anémonas, ni aves, ni insectos ni ningún otro tipo de vida ha sobrevivido a la radioactividad transportada por las corrientes oceánicas desde la costa japonesa.
Chernóbil en la memoria
Las consecuencias del accidente para la salud de las personas y el medio son difícilmente ponderables. Sin embargo, una comparativa con lo ocurrido en Chernóbil en 1986 nos da una idea de la magnitud de lo ocurrido en la planta nipona. El accidente de la central ucraniana se produjo en una región con baja densidad de población, estallando un reactor que funcionaba a bajo nivel y que se fundió parcialmente. Por contra, la prefectura de Fukushima es un territorio densamente poblado. Apenas 250 kilómetros separan la ciudad de Tokyo de la planta siniestrada, en cuyo accidente se han fundido de manera total tres reactores funcionando al total de su capacidad, cuyo combustible, además de cesio, contenía plutonio. A tenor de esta información, científicos independientes sitúan la magnitud del accidente Fukushima en diez veces por encima de lo ocurrido en Chernóbil.
Naturalmente, las consecuencias sobre el accidente ucraniano han sido minimizadas o silenciadas. La IAEA ha reconocido un número de muertes inferior al millar. Sin embargo, tal estimación se obtiene del análisis de los informes sobre el caso publicados únicamente en inglés, en total unos 350. Por el contrario, Alexey Yablokov, Vassily Nesterenko y Alexey Nesterenko, tras recopilar sobre el terreno alrededor de 5000 testimonios facilitados por diferentes profesionales médicos han situado en un millón la cifra de muertes tenidas lugar en todo el mundo hasta 2004 como resultado de cánceres, enfermedades cardiacas y daños cerebrales ocasionados directamente por la radiación.
Los resultados: Ruina económica y contaminación mortal
De manera inmediata y directa el accidente de Fukushima supone un coste económico astronómico para Japón, según Arnie Gundersen, del orden de medio trillón de dólares, o lo equivalente a lo ahorrado por el país en la adquisición de petróleo durante 40 años. Pero además, acarrea otra serie de perjuicios a los que el país asiático no puede hacer frente. Tokyo es una zona afectada gravemente por la radiación que debería ser evacuada. La razón dada por uno de los asesores del gobierno nipón para eludir tal medida, evitar el pánico, es principalmente un subterfugio con el que ocultar la imposibilidad física de reubicar una población cercana a los treinta millones de habitantes, así como la imposibilidad para hacer frente a los costes económicos y sociales que ello conlleva para el país. En suma, el desastre nuclear ocurrido en Fukushima además de repercutir unos costes por encima de la capacidad económica del país nipón, conlleva una serie de problemas de la misma índole que se van a solventar a expensas de la salud y la vida de muchos miles de ciudadanos.
Estos costes, sin embargo, se quedan pequeños al lado de los generados en materia de residuos radioactivos, para los cuales no se ha encontrado una solución satisfactoria, permaneciendo activos una media de 100.000 años. Los desechos radioactivos a falta de un lugar seguro para retirarlos se almacenan en las propias centrales. En EEUU, según la NRC (Comisión Reguladora de la Energía Nuclear), menos del 25 % del combustible consumido se encuentra almacenado en contenedores fríos, ubicándose el resto en sobrecargadas piscinas junto a los reactores de las plantas en funcionamiento. Timo Seppälä, del equipo directivo del depósito de Onkalo, en construcción en Finlandia para ubicar residuos radioactivos a 500 metros de profundidad, sitúa entre 200.000 y 300.000 toneladas la posible cantidad de residuos existentes actualmente en el mundo.
A la acumulación de residuos se añaden otra serie de factores que han elevado y elevan de manera continuada el índice de radiación nuclear en el hemisferio norte del planeta: las más de dos mil detonaciones nucleares efectuadas entre 1945 y 1991, los incidentes que sufren las plantas de fisión, sucesos como los vertidos de Sellafield o el empleo de munición con materiales radioactivos. El peligro de convertir el hemisferio norte en una zona inhabitable como consecuencia de la radiación es hoy más real que nunca como consecuencia del riesgo que entrañan las 1.535 barras de combustible consumido depositadas en la piscina ubicada en el techo del cuarto reactor de la central de Fukushima, cuya potencia explosiva es 14.000 veces la de la bomba arrojada sobre Hiroshima. Este tipo de combustible, que debido a los niveles de radioactividad existente en la zona podrá ser retirado de su ubicación como muy pronto este año y probablemente no antes del siguiente, es considerado como una de las sustancias más peligrosas sobre el planeta, ya que al ser rociado con agua provoca una reacción pirofórica, de modo que no puede ser refrigerado, suponiendo un peligro para la salud humana y el medio durante decenas de miles de años. Un terremoto de magnitud suficiente o una explosión ocasionada por el contacto del combustible filtrado de los reactores con una bolsa de agua podría provocar el derrumbe del soporte sobre el que se sitúan las barras de combustible. El desastre subsiguiente supondría el fin inmediato de lugares como Tokyo o Yokohama y la expulsión de una cantidad de cesio 85 veces la expulsada por la planta de Chernóbil.
Frente a la realidad, propaganda
Ante la gravedad de la situación, la respuesta dada por gobiernos e instituciones ha sido la de ordenar el apagado de los medidores de radioactividad e implementar una campaña de propaganda mediante la producción de documentales y la divulgación en los medios de mensajes totalmente falsos para ocultar el desastre y fomentar el uso de la energía nuclear. Bill Gates, conocido entre otras cosas por ser un importante inversor en la industria del uranio empobrecido, se ha dedicado a frivolizar sobre lo ocurrido en Harrisburg, Chernóbil y Fukushima, abogando por la fisión nuclear, al igual que el presidente Obama, como una solución óptima ante las necesidades energéticas y como un buen remedio ante las emisiones de CO2. El periodista del diario británico The Guardian y supuesto ambientalista, George Monbiot, ha afirmado sin ningún tipo de reparo la inexistencia de contaminación fuera de lo normal tras el accidente en Japón, apelando en favor de la fisión nuclear porque las consecuencias para la salud que ha acarreado son notablemente menores que las derivadas de otros tipos de producción energética como es el caso de la quema de combustibles fósiles. Stewart Brand, editor y divulgador, apelando a la ingente cantidad de emisiones de CO2 frente al reducido tamaño de los residuos radioactivos, ha tenido la desvergüenza de aportar como solución válida al problema que plantean estos residuos procedimientos que se han mostrado claramente ineficaces, caso de su deposición en contenedores secos y de su reprocesamiento, técnicas ambas puestas en marcha a modo de programas piloto que han fracasado tras 15 años, o bien ha dado por cierta la combustión rápida de los residuos en reactores de cuarta generación, técnica que, sencillamente, a día de hoy no existe.
Los intereses detrás de la industria del átomo
A pesar de los enormes riesgos que entraña, los países occidentales, con EEUU, Reino Unido y Francia a la cabeza, continúan optando por la fisión nuclear para la producción energética. Las razones para explicar esta actitud difícilmente pueden encontrarse en su rentabilidad económica, sino más bien en la estrecha imbricación que la industria de le energía atómica mantiene con la industria armamentística, y su penetración en las instituciones y organismos de los diferentes gobiernos. Las grandes multinacionales como Hitachi, General Electric, Westinghouse, Toshiba o Monsanto, además de accionistas y constructores en la industria nuclear, son los principales inversores de la industria militar. La única respuesta coherente a la pregunta de por qué desde los círculos oficiales se continúa manteniendo un discurso a favor de la energía nuclear es el interés por la hegemonía militar global del bloque occidental frente a potencias como Rusia, China, Corea, India o Irán. La fabricación de armamento a gran escala, la propulsión de la maquinaria militar, el mantenimiento de la infraestructura aeroespacial, requieren una industria nuclear funcionando eficientemente.
Es más que probable que sea esta la razón por la que continúa promocionándose el fantástico sueño de una electricidad limpia, barata y segura que comenzó a venderse en la década de los cincuenta del pasado siglo; en realidad, una contaminación que no se ve, no se siente, que no huele ni tiene sabor, pero que supone el riesgo conocido más grave e incontrolable para la salud humana y los ecosistemas. Desde hace tiempo la población japonesa, la principal afectada del último desastre, ha comenzado a experimentar sus efectos: agricultores manifestando en la cámara nipona su sentimiento de culpabilidad por comercializar productos que no se atreven a consumir, madres denunciando que sus hijos enferman tras ingerir los almuerzos que proporciona el gobierno o testimonios que constatan en niños y niñas las mismas patologías cardiacas sufridas por los habitantes de Chernóbil tras el accidente.
A lo largo y ancho del planeta cada vez son más las voces que se alzan para denunciar la proliferación de extrañas patologías desconocidas hasta hace poco y los elevados índices de mortandad por enfermedades como el cáncer, especialmente entre la población infantil, que se registran en zonas en las que la radiación nuclear tiene especial incidencia. Razones para impulsar investigaciones epidemiológicas que indagaran estas correlaciones no faltan. Desgraciadamente, ello colisiona directamente con los intereses de las industrias armamentística y nuclear.
[Tomado del periódico CNT # 419, Donostia, mayo 2015. Edición completa accesible en http://cnt.es/sites/default/files/cnt%20419%20mayo_opti.pdf.]
El pasado marzo la cadena televisiva japonesa NHK ha dado a conocer imágenes del interior de uno de los reactores explosionados en 2011 en la planta de Fukushima Daiichi obtenidas recientemente mediante una técnica radioscópica que se vale de partículas cósmicas denominadas muones. Al parecer, las peores previsiones se han visto con firmadas. Las imágenes muestran un reactor vacío, de modo que ya no cabe duda que el combustible nuclear en él contenido se ha fundido depositándose en su base.
La noticia, sin embargo, no tiene nada de sorprendente. Desde el mismo momento del accidente científicos independientes, entre ellos el especialista en enfermedades infecciosas Stephen Hosea o la física Helen Caldicott, han venido advirtiendo que el combustible empleado en los tres reactores explosionados ha traspasado las corazas protectoras en que estaba contenido, introduciéndose en el suelo y contaminando la corteza así como las aguas freáticas del entorno.
La noticia es, además, un ejemplo del falseamiento informativo a que se ha sometido lo ocurrido en la planta de Fukushima por parte de autoridades gubernamentales, organismos internacionales e instituciones del sector nuclear. Como resultado de la enérgica presión ejercida por el gobierno japonés y la propietaria de la planta siniestrada, TEPCO (Compañía de la Energía Eléctrica de Tokyo), lo ocurrido en la central de Fukushima ha sido rigurosamente ocultado a la ciudadanía, a quien se le ha transmitido un mensaje de seguridad y con fianza: se ha negado que el accidente de la planta haya causado muerte alguna; se ha dicho sin ningún reparo que el nivel de radiación emitido por los reactores explosionados es mínimo y que es su ficiente medida preventiva la evacuación de la población en un radio de 20 millas alrededor de la central; en todo momento se ha mantenido que la situación se encuentra bajo control, que el agua utilizada para refrigerar los reactores siniestrados se almacena en depósitos seguros, que las filtraciones son adecuadamente controladas y que el agua correctamente descontaminada puede arrojarse al océano con todas las garantías.
Esta serie de mensajes, que han venido difundiéndose entre la opinión pública por el gobierno japonés y el estadounidense, por la ONU y la OMS, por la NEI (Industria de la Energía Nuclear), la IAEA (Agencia Internacional de la Energía Atómica) y TEPCO, con la complicidad de los medios de comunicación oficialistas, resulta evidente que no tienen nada que ver con la realidad.
Una situación desastrosa
Según información facilitada por el propio gobierno japonés a la IAEA la cantidad de Celsio 137 liberada tras el desastre de Fukushima habría sido 168 veces la emitida por la bomba de Hiroshima, aunque otras voces, como la de Hiroaki Koide, profesor en ingeniería nuclear de la universidad de Kioto, señalan que la cantidad real oscila entre 400 y 500 veces lo apuntado, a lo que se añadiría una cantidad similar de otros materiales radioactivos que habrían sido disueltos en agua y depositados en el suelo y en el océano.
Las muestras de material tomadas por el ingeniero nuclear Arnie Gundersen a principios del 2012 en diversos lugares de Tokyo contienen niveles de radioactividad parejos a los de los desechos radioactivos. Según cálculos realizados por el físico Paolo Scampa, el nivel de radioactividad existente en la capital nipona tras el siniestro ha llegado a ser 25 veces superior al máximo tolerable. Valores por encima de los 0.114 msV/h de radiación artificial en que se fija este máximo han sido constatados también en ciudades como Kashiwa, a 200 km. de la planta siniestrada, y Nara, a 470 km. Sin embargo, la isla asiática no es la única zona del planeta gravemente contaminada. Aunque todo el hemisferio norte se encuentra expuesto a la contaminación radioactiva dispersada desde la planta siniestrada, EEUU es una región especialmente afectada debido a las corrientes aéreas y marinas. Tras el accidente, la radiación liberada se detectaba en la leche de lugares de la costa este del país. Zonas de alto riesgo por la existencia de instalaciones atómicas como Carolina del Norte o Devon (Inglaterra) han registrado tras el accidente 13.37 msv/h y 8.19 msV/h respectivamente. En Ottawa fueron contabilizados 2.15 msV/h y en Manchester 2.24 msV/h.
Desde que ocurriera el accidente, trescientas toneladas de agua han venido siendo utilizadas diariamente para refrigerar los reactores explosionados, siendo posteriormente arrojadas al océano, algo denunciado por la física experta en radiación Janette Sherman. Según el Instituto Alemán para la Investigación Marina, en seis años todo el océano Pacífico va a ser contaminado por el plutonio liberado desde la planta japonesa, una a firmación que a día de hoy es mucho más que un pronóstico: altos niveles de cesio han sido detectados en atunes capturados en el golfo de California; junto a ello, se han constatado efectos completamente desconocidos con anterioridad a marzo de 2011, como la descomposición de especies marinas, mutaciones en grandes mamíferos y muertes de bancos enteros. El buceador profesional Dana Dumford viene denunciando desde agosto de 2014 que 200 kilómetros del litoral de la Columbia Británica han perdido todo rastro de vida que antes proliferaba en este entorno. Ni peces, ni moluscos, ni anémonas, ni aves, ni insectos ni ningún otro tipo de vida ha sobrevivido a la radioactividad transportada por las corrientes oceánicas desde la costa japonesa.
Chernóbil en la memoria
Las consecuencias del accidente para la salud de las personas y el medio son difícilmente ponderables. Sin embargo, una comparativa con lo ocurrido en Chernóbil en 1986 nos da una idea de la magnitud de lo ocurrido en la planta nipona. El accidente de la central ucraniana se produjo en una región con baja densidad de población, estallando un reactor que funcionaba a bajo nivel y que se fundió parcialmente. Por contra, la prefectura de Fukushima es un territorio densamente poblado. Apenas 250 kilómetros separan la ciudad de Tokyo de la planta siniestrada, en cuyo accidente se han fundido de manera total tres reactores funcionando al total de su capacidad, cuyo combustible, además de cesio, contenía plutonio. A tenor de esta información, científicos independientes sitúan la magnitud del accidente Fukushima en diez veces por encima de lo ocurrido en Chernóbil.
Naturalmente, las consecuencias sobre el accidente ucraniano han sido minimizadas o silenciadas. La IAEA ha reconocido un número de muertes inferior al millar. Sin embargo, tal estimación se obtiene del análisis de los informes sobre el caso publicados únicamente en inglés, en total unos 350. Por el contrario, Alexey Yablokov, Vassily Nesterenko y Alexey Nesterenko, tras recopilar sobre el terreno alrededor de 5000 testimonios facilitados por diferentes profesionales médicos han situado en un millón la cifra de muertes tenidas lugar en todo el mundo hasta 2004 como resultado de cánceres, enfermedades cardiacas y daños cerebrales ocasionados directamente por la radiación.
Los resultados: Ruina económica y contaminación mortal
De manera inmediata y directa el accidente de Fukushima supone un coste económico astronómico para Japón, según Arnie Gundersen, del orden de medio trillón de dólares, o lo equivalente a lo ahorrado por el país en la adquisición de petróleo durante 40 años. Pero además, acarrea otra serie de perjuicios a los que el país asiático no puede hacer frente. Tokyo es una zona afectada gravemente por la radiación que debería ser evacuada. La razón dada por uno de los asesores del gobierno nipón para eludir tal medida, evitar el pánico, es principalmente un subterfugio con el que ocultar la imposibilidad física de reubicar una población cercana a los treinta millones de habitantes, así como la imposibilidad para hacer frente a los costes económicos y sociales que ello conlleva para el país. En suma, el desastre nuclear ocurrido en Fukushima además de repercutir unos costes por encima de la capacidad económica del país nipón, conlleva una serie de problemas de la misma índole que se van a solventar a expensas de la salud y la vida de muchos miles de ciudadanos.
Estos costes, sin embargo, se quedan pequeños al lado de los generados en materia de residuos radioactivos, para los cuales no se ha encontrado una solución satisfactoria, permaneciendo activos una media de 100.000 años. Los desechos radioactivos a falta de un lugar seguro para retirarlos se almacenan en las propias centrales. En EEUU, según la NRC (Comisión Reguladora de la Energía Nuclear), menos del 25 % del combustible consumido se encuentra almacenado en contenedores fríos, ubicándose el resto en sobrecargadas piscinas junto a los reactores de las plantas en funcionamiento. Timo Seppälä, del equipo directivo del depósito de Onkalo, en construcción en Finlandia para ubicar residuos radioactivos a 500 metros de profundidad, sitúa entre 200.000 y 300.000 toneladas la posible cantidad de residuos existentes actualmente en el mundo.
A la acumulación de residuos se añaden otra serie de factores que han elevado y elevan de manera continuada el índice de radiación nuclear en el hemisferio norte del planeta: las más de dos mil detonaciones nucleares efectuadas entre 1945 y 1991, los incidentes que sufren las plantas de fisión, sucesos como los vertidos de Sellafield o el empleo de munición con materiales radioactivos. El peligro de convertir el hemisferio norte en una zona inhabitable como consecuencia de la radiación es hoy más real que nunca como consecuencia del riesgo que entrañan las 1.535 barras de combustible consumido depositadas en la piscina ubicada en el techo del cuarto reactor de la central de Fukushima, cuya potencia explosiva es 14.000 veces la de la bomba arrojada sobre Hiroshima. Este tipo de combustible, que debido a los niveles de radioactividad existente en la zona podrá ser retirado de su ubicación como muy pronto este año y probablemente no antes del siguiente, es considerado como una de las sustancias más peligrosas sobre el planeta, ya que al ser rociado con agua provoca una reacción pirofórica, de modo que no puede ser refrigerado, suponiendo un peligro para la salud humana y el medio durante decenas de miles de años. Un terremoto de magnitud suficiente o una explosión ocasionada por el contacto del combustible filtrado de los reactores con una bolsa de agua podría provocar el derrumbe del soporte sobre el que se sitúan las barras de combustible. El desastre subsiguiente supondría el fin inmediato de lugares como Tokyo o Yokohama y la expulsión de una cantidad de cesio 85 veces la expulsada por la planta de Chernóbil.
Frente a la realidad, propaganda
Ante la gravedad de la situación, la respuesta dada por gobiernos e instituciones ha sido la de ordenar el apagado de los medidores de radioactividad e implementar una campaña de propaganda mediante la producción de documentales y la divulgación en los medios de mensajes totalmente falsos para ocultar el desastre y fomentar el uso de la energía nuclear. Bill Gates, conocido entre otras cosas por ser un importante inversor en la industria del uranio empobrecido, se ha dedicado a frivolizar sobre lo ocurrido en Harrisburg, Chernóbil y Fukushima, abogando por la fisión nuclear, al igual que el presidente Obama, como una solución óptima ante las necesidades energéticas y como un buen remedio ante las emisiones de CO2. El periodista del diario británico The Guardian y supuesto ambientalista, George Monbiot, ha afirmado sin ningún tipo de reparo la inexistencia de contaminación fuera de lo normal tras el accidente en Japón, apelando en favor de la fisión nuclear porque las consecuencias para la salud que ha acarreado son notablemente menores que las derivadas de otros tipos de producción energética como es el caso de la quema de combustibles fósiles. Stewart Brand, editor y divulgador, apelando a la ingente cantidad de emisiones de CO2 frente al reducido tamaño de los residuos radioactivos, ha tenido la desvergüenza de aportar como solución válida al problema que plantean estos residuos procedimientos que se han mostrado claramente ineficaces, caso de su deposición en contenedores secos y de su reprocesamiento, técnicas ambas puestas en marcha a modo de programas piloto que han fracasado tras 15 años, o bien ha dado por cierta la combustión rápida de los residuos en reactores de cuarta generación, técnica que, sencillamente, a día de hoy no existe.
Los intereses detrás de la industria del átomo
A pesar de los enormes riesgos que entraña, los países occidentales, con EEUU, Reino Unido y Francia a la cabeza, continúan optando por la fisión nuclear para la producción energética. Las razones para explicar esta actitud difícilmente pueden encontrarse en su rentabilidad económica, sino más bien en la estrecha imbricación que la industria de le energía atómica mantiene con la industria armamentística, y su penetración en las instituciones y organismos de los diferentes gobiernos. Las grandes multinacionales como Hitachi, General Electric, Westinghouse, Toshiba o Monsanto, además de accionistas y constructores en la industria nuclear, son los principales inversores de la industria militar. La única respuesta coherente a la pregunta de por qué desde los círculos oficiales se continúa manteniendo un discurso a favor de la energía nuclear es el interés por la hegemonía militar global del bloque occidental frente a potencias como Rusia, China, Corea, India o Irán. La fabricación de armamento a gran escala, la propulsión de la maquinaria militar, el mantenimiento de la infraestructura aeroespacial, requieren una industria nuclear funcionando eficientemente.
Es más que probable que sea esta la razón por la que continúa promocionándose el fantástico sueño de una electricidad limpia, barata y segura que comenzó a venderse en la década de los cincuenta del pasado siglo; en realidad, una contaminación que no se ve, no se siente, que no huele ni tiene sabor, pero que supone el riesgo conocido más grave e incontrolable para la salud humana y los ecosistemas. Desde hace tiempo la población japonesa, la principal afectada del último desastre, ha comenzado a experimentar sus efectos: agricultores manifestando en la cámara nipona su sentimiento de culpabilidad por comercializar productos que no se atreven a consumir, madres denunciando que sus hijos enferman tras ingerir los almuerzos que proporciona el gobierno o testimonios que constatan en niños y niñas las mismas patologías cardiacas sufridas por los habitantes de Chernóbil tras el accidente.
A lo largo y ancho del planeta cada vez son más las voces que se alzan para denunciar la proliferación de extrañas patologías desconocidas hasta hace poco y los elevados índices de mortandad por enfermedades como el cáncer, especialmente entre la población infantil, que se registran en zonas en las que la radiación nuclear tiene especial incidencia. Razones para impulsar investigaciones epidemiológicas que indagaran estas correlaciones no faltan. Desgraciadamente, ello colisiona directamente con los intereses de las industrias armamentística y nuclear.
[Tomado del periódico CNT # 419, Donostia, mayo 2015. Edición completa accesible en http://cnt.es/sites/default/files/cnt%20419%20mayo_opti.pdf.]
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