David Graeber
Internet es una notable innovación, pero solo estamos hablando de una combinación super-rápida y mundialmente accesible de los conceptos de biblioteca, oficina de correos y catálogo de pedidos por correo. Si alguien le hubiese descrito internet a un aficionado a la ciencia ficción de los años cincuenta y sesenta, y se la hubiese vendido como el logro tecnológico más importante desde aquella época, su reacción habría sido de decepción. Cincuenta años, ¿y eso es lo mejor que han logrado nuestros científicos? ¡Esperábamos computadores que pudieran pensar!
En general, la financiación de investigaciones ha aumentado de forma dramática desde los años setenta. Ciertamente, el porcentaje de esa financiación que proviene del sector corporativo ha crecido de manera todavía más dramática, hasta el punto de que la empresa privada financia ahora dos veces más proyectos de investigación que el gobierno. No obstante, el crecimiento es tan grande que la cifra total de dinero invertido por el Estado en investigación, en términos reales, es mucho más alta que en los años sesenta. La investigación “básica”, “guiada por la curiosidad” o “pura”, lo que se conoce en inglés como “blue skies research” y que designa aquella clase de investigación que no está guiada por el deseo de ninguna aplicación práctica inmediata y que tiene más probabilidades de llevar a descubrimientos inesperados, ocupa una proporción cada vez más pequeña del total. Hoy día es tanto el dinero que se invierte en investigación que, en general, los niveles de financiación de la investigación básica también han aumentado.
Sin embargo, la mayoría de los observadores coinciden en que los resultados han sido más bien exiguos. Para empezar, ya no vemos nada parecido a aquella corriente continua de revoluciones conceptuales –herencia genética, relatividad, psicoanálisis, mecánica cuántica– que la gente se acostumbró a presenciar, e incluso llegó a esperar, hace cien años. ¿Por qué?
Parte de la respuesta tiene que ver con la concentración de recursos en un puñado de proyectos gigantes: la “megaciencia”, como se le ha llamado. El Proyecto Genoma Humano suele proponerse como un ejemplo de esto. Después de gastar casi 3.000 millones de dólares y emplear a miles de científicos y personal de apoyo en cinco países distintos, básicamente ha servido para establecer que no es mucho lo que se puede aprender de la secuenciación de los genes que resulte de especial utilidad para alguien. Más aún, el furor publicitario y la inversión política que rodean a estos proyectos demuestran el grado hasta el cual incluso la investigación básica parece ahora guiada por imperativos políticos, administrativos y de mercado, que hacen poco probable que suceda algo revolucionario.
En esto, nuestra fascinación con los míticos orígenes de Silicon Valley y la internet nos ha cegado para ver lo que realmente está ocurriendo. Nos ha permitido imaginar que ahora la investigación y el desarrollo se encuentran impulsados, principalmente, por pequeños equipos de intrépidos emprendedores o por esa clase de cooperación descentralizada que crea software de código abierto. Pero no es así, aunque esos equipos de investigación tienen más posibilidades de producir resultados. La investigación y el desarrollo siguen la batuta de los grandes proyectos burocráticos.
Lo que ha cambiado es la cultura burocrática. La creciente interpenetración entre el gobierno, la universidad y las compañías privadas ha llevado a todo el mundo a adoptar el lenguaje, las sensibilidades y las formas organizacionales que se originaron en el mundo corporativo. Aunque esto puede haber ayudado a la creación de productos mercadeables, debido a que eso es lo que se supone que deben hacer las burocracias corporativas, en términos de fomentar la investigación original, los resultados han sido catastróficos.
Mi conocimiento proviene de las universidades, tanto norteamericanas como inglesas. En los dos países, los últimos treinta años han visto una verdadera explosión de la proporción de horas de trabajo dedicadas a tareas administrativas, a costa de prácticamente todo lo demás. En mi propia universidad, por ejemplo, tenemos más administradores que profesores y se espera que los profesores, también, dediquen a tareas administrativas al menos la misma cantidad de tiempo que dedican a la enseñanza y la investigación. Lo mismo ocurre, más o menos, en las universidades de todo el mundo.
El crecimiento del trabajo administrativo ha sido un resultado directo de la introducción de técnicas de gestión corporativas. De manera invariable, estas se justifican como formas de aumentar la eficiencia e impulsar la competencia a todo nivel. Pero lo que finalmente producen estas técnicas en la práctica es que todo el mundo termine por pasar la mayor parte del tiempo tratando de vender cosas: propuestas para becas o subvenciones, propuestas para libros, evaluaciones sobre los empleos estudiantiles y la solicitud de apoyos financieros, evaluaciones de nuestros colegas, prospectos para nuevos programas interdisciplinarios, institutos, talleres, incluso universidades (que ahora se han vuelto marcas que se mercadean entre los potenciales estudiantes y donantes) y así sucesivamente.
Mientras el mercadeo copa toda la vida universitaria, genera documentos acerca de cómo fomentar la imaginación y la creatividad que bien pudieran haber sido diseñados para estrangular la imaginación y la creatividad desde la cuna. En los últimos treinta años no ha surgido en Estados Unidos un solo trabajo de teoría social nuevo e importante. Nuestro papel se ha visto reducido al equivalente del que desempeñaban los académicos medievales: escribir infinitas anotaciones sobre la teoría francesa de los setenta, a pesar de ser conscientes de que si hoy día surgieran en la academia nuevas encarnaciones de Gilles Deleuze, Michel Foucault o Pierre Bourdieu, no les concederíamos una posición de profesor titular.
Hubo una época en que la academia era el refugio para los excéntricos y la gente más brillante pero menos práctica de la sociedad. Pero ya no es así. Ahora es el dominio de los profesionales del automercadeo. Como resultado de ello, en uno de los ataques de autodestrucción social más extraños de la historia, parece que hemos decidido que ya no tenemos espacio para nuestros ciudadanos excéntricos, brillantes y utópicos. La mayoría languidece en los sótanos de las casas de sus madres, haciendo, en el mejor de los casos, intervenciones agudas pero ocasionales en internet.
Si todo esto es cierto en las ciencias sociales, donde la investigación todavía se realiza con una inversión mínima financiada principalmente por individuos, ya nos podemos imaginar cuánto peor será la situación para los astrofísicos. Y, de hecho, un astrofísico, Jonathan Katz, advirtió recientemente a los estudiantes que estaban considerando la posibilidad de seguir una carrera en las ciencias que, aun si lograban salir del período usual de languidecimiento, que dura por lo general una década, convertidos en los lacayos de alguien más, podían estar seguros de que sus mejores ideas tendrían que enfrentar obstáculos a cada paso:
Pasarás tu tiempo escribiendo propuestas en lugar de hacer investigación. Peor aún, porque como tus propuestas serán juzgadas por tu competencia, no podrás seguir tu curiosidad sino que tendrás que dedicar todo tu esfuerzo y talento a tratar de anticipar y desviar las críticas, en lugar de dedicarte a resolver problemas científicos importantes... Es proverbial el hecho de que las ideas originales son el beso de la muerte para cualquier propuesta, en la medida en que todavía no se ha demostrado que funcionan.
Esto responde en buena medida la pregunta acerca de por qué no tenemos aparatos de teleportación ni zapatos antigravedad. El sentido común sugiere que, si queremos maximizar la creatividad científica, busquemos unas cuantas personas brillantes, les concedamos los recursos que necesitan para seguir cualquier idea que se les ocurra y las dejemos trabajar en paz. La mayoría no saldrán con nada, pero es posible que una o dos descubran algo. Pero si queremos minimizar la posibilidad de hacer hallazgos inesperados, lo que hay que hacer es decirles a esas mismas personas que no recibirán ningún recurso, a menos que pasen la mayor parte de su tiempo compitiendo una contra otra para convencernos de que saben con anticipación qué es lo que van a descubrir.
En las ciencias naturales, a la tiranía de la tendencia a incorporar prácticas del sector empresarial podemos añadirle la privatización de los resultados de la investigación. Tal como nos lo ha recordado el economista británico David Harvie, la “investigación de código abierto” no es nueva. La investigación académica siempre ha sido de código abierto en el sentido de que los estudiosos comparten materiales y resultados. Ciertamente hay competencia entre ellos, pero es una competencia “amable”. Sin embargo, esto ya no es cierto para los científicos que trabajan en el sector corporativo, donde los hallazgos son celosamente custodiados. La difusión del ethos corporativo dentro de la academia y los institutos de investigación mismos ha causado que incluso estudiosos cuyas investigaciones son financiadas con fondos públicos traten sus hallazgos como propiedad personal. Los editores académicos se aseguran de que los hallazgos publicados sean cada vez más difíciles de acceder, aislando de esta manera aún más los bienes intelectuales. Como resultado, la competencia amable y abierta se convierte en algo mucho más parecido a la competencia de mercados clásica.
Hay múltiples formas de privatización, que pueden llegar incluso hasta la simple compra y supresión de los descubrimientos inconvenientes por parte de grandes corporaciones temerosas de sus efectos económicos. (No podemos saber, por ejemplo, cuántas fórmulas de combustible sintético han sido compradas y guardadas en las bóvedas de seguridad de las petroleras, pero es difícil imaginar que no sucedan cosas así). Más sutil es la manera en que el ethos corporativo desalienta todo lo que sea aventurero o poco convencional, en especial si no hay un prospecto según el cual se obtengan resultados inmediatos. Curiosamente, internet puede ser parte del problema, tal como lo planteó Neal Stephenson:
La mayor parte de la gente que trabaja en corporaciones o en la academia ha sido testigo de algo similar a lo siguiente: un grupo de ingenieros está sentados en una oficina, intercambiando ideas. A partir de la discusión surge un nuevo concepto que parece prometedor. Entonces aparece una persona que está sentada en un rincón detrás de un computador y que, después de haber hecho una búsqueda rápida en Google, anuncia que esta “nueva” idea es, en realidad, una idea vieja; esa misma idea, o por lo menos algo vagamente parecido, ya fue puesto a prueba. Hay dos posibilidades: que haya fallado o haya tenido éxito. Si falló, entonces ningún administrador que quiera conservar su empleo aprobará que se gaste ni un peso tratando de revivirla. Si tuvo éxito, entonces está patentada y se supone que resultará imposible entrar al mercado, pues las primeras personas que pensaron en eso seguramente contarán con la ventaja de ser pioneras y habrán creado “barreras para la entrada al mercado”. La cantidad de ideas aparentemente prometedoras que han sido aniquiladas de esta manera debe alcanzar varios millones.
Y así un espíritu tímido y burocrático baña cada aspecto de la vida cultural. Un espíritu engalanado con un lenguaje de creatividad, iniciativa y emprendimiento. Pero el lenguaje no significa nada. Los pensadores con más posibilidades de hacer un descubrimiento conceptual son los que menos posibilidades tienen de recibir financiación y, si se produce algún hallazgo, no cuentan con muchas posibilidades de encontrar a alguien dispuesto a seguir adelante hasta desarrollar las implicaciones más atrevidas.
Giovanni Arrighi ha resaltado que, después de la llamada “burbuja de los Mares del Sur”, el capitalismo británico abandonó en gran medida la forma corporativa. Cuando llegó la revolución industrial, Gran Bretaña prefirió apoyarse, en cambio, en una combinación de finanzas de alto nivel y pequeñas compañías familiares, un modelo que mantuvo a lo largo del siguiente siglo, el período de máxima innovación científica y tecnológica. (En esa época, Gran Bretaña también era famosa por ser tan generosa con sus excéntricos y bichos raros, como son famosos los Estados Unidos de hoy por su intolerancia. Un recurso corriente era permitirles volverse pastores de la Iglesia en el campo, pastores que, predeciblemente, se convertían en una de las principales fuentes de descubrimientos científicos aficionados.)
El capitalismo corporativo y burocrático contemporáneo no fue una creación de Gran Bretaña sino de Estados Unidos y de Alemania, los dos poderes rivales que pasaron la primera mitad del siglo xx peleando en dos sangrientas guerras para decidir quién reemplazaría a Gran Bretaña como poder mundial dominante; guerras que culminaron, como era de esperarse, en programas científicos auspiciados por el gobierno para ver quién sería el primero en descubrir la bomba atómica. Por eso es significativo que nuestro actual estancamiento tecnológico parezca haber comenzado después de 1945, cuando Estados Unidos reemplazó a Gran Bretaña como organizador de la economía mundial.
A los norteamericanos no nos gusta la idea de ser una nación de burócratas, muy por el contrario; pero, tan pronto como dejamos de imaginar la burocracia como un fenómeno limitado a las oficinas gubernamentales, se vuelve obvio que eso es precisamente en lo que nos hemos convertido. La última victoria sobre la Unión Soviética no condujo al dominio del mercado sino que, de hecho, cimentó el dominio de las élites gerenciales conservadoras, burócratas corporativos que utilizan el pretexto del pensamiento de corto plazo, competitivo y centrado en el balance, para acabar con cualquier cosa que pueda tener implicaciones revolucionarias de cualquier tipo.
[Tomado de http://www.elmalpensante.com/articulo/3081/cientificos_burocratas.]
Internet es una notable innovación, pero solo estamos hablando de una combinación super-rápida y mundialmente accesible de los conceptos de biblioteca, oficina de correos y catálogo de pedidos por correo. Si alguien le hubiese descrito internet a un aficionado a la ciencia ficción de los años cincuenta y sesenta, y se la hubiese vendido como el logro tecnológico más importante desde aquella época, su reacción habría sido de decepción. Cincuenta años, ¿y eso es lo mejor que han logrado nuestros científicos? ¡Esperábamos computadores que pudieran pensar!
En general, la financiación de investigaciones ha aumentado de forma dramática desde los años setenta. Ciertamente, el porcentaje de esa financiación que proviene del sector corporativo ha crecido de manera todavía más dramática, hasta el punto de que la empresa privada financia ahora dos veces más proyectos de investigación que el gobierno. No obstante, el crecimiento es tan grande que la cifra total de dinero invertido por el Estado en investigación, en términos reales, es mucho más alta que en los años sesenta. La investigación “básica”, “guiada por la curiosidad” o “pura”, lo que se conoce en inglés como “blue skies research” y que designa aquella clase de investigación que no está guiada por el deseo de ninguna aplicación práctica inmediata y que tiene más probabilidades de llevar a descubrimientos inesperados, ocupa una proporción cada vez más pequeña del total. Hoy día es tanto el dinero que se invierte en investigación que, en general, los niveles de financiación de la investigación básica también han aumentado.
Sin embargo, la mayoría de los observadores coinciden en que los resultados han sido más bien exiguos. Para empezar, ya no vemos nada parecido a aquella corriente continua de revoluciones conceptuales –herencia genética, relatividad, psicoanálisis, mecánica cuántica– que la gente se acostumbró a presenciar, e incluso llegó a esperar, hace cien años. ¿Por qué?
Parte de la respuesta tiene que ver con la concentración de recursos en un puñado de proyectos gigantes: la “megaciencia”, como se le ha llamado. El Proyecto Genoma Humano suele proponerse como un ejemplo de esto. Después de gastar casi 3.000 millones de dólares y emplear a miles de científicos y personal de apoyo en cinco países distintos, básicamente ha servido para establecer que no es mucho lo que se puede aprender de la secuenciación de los genes que resulte de especial utilidad para alguien. Más aún, el furor publicitario y la inversión política que rodean a estos proyectos demuestran el grado hasta el cual incluso la investigación básica parece ahora guiada por imperativos políticos, administrativos y de mercado, que hacen poco probable que suceda algo revolucionario.
En esto, nuestra fascinación con los míticos orígenes de Silicon Valley y la internet nos ha cegado para ver lo que realmente está ocurriendo. Nos ha permitido imaginar que ahora la investigación y el desarrollo se encuentran impulsados, principalmente, por pequeños equipos de intrépidos emprendedores o por esa clase de cooperación descentralizada que crea software de código abierto. Pero no es así, aunque esos equipos de investigación tienen más posibilidades de producir resultados. La investigación y el desarrollo siguen la batuta de los grandes proyectos burocráticos.
Lo que ha cambiado es la cultura burocrática. La creciente interpenetración entre el gobierno, la universidad y las compañías privadas ha llevado a todo el mundo a adoptar el lenguaje, las sensibilidades y las formas organizacionales que se originaron en el mundo corporativo. Aunque esto puede haber ayudado a la creación de productos mercadeables, debido a que eso es lo que se supone que deben hacer las burocracias corporativas, en términos de fomentar la investigación original, los resultados han sido catastróficos.
Mi conocimiento proviene de las universidades, tanto norteamericanas como inglesas. En los dos países, los últimos treinta años han visto una verdadera explosión de la proporción de horas de trabajo dedicadas a tareas administrativas, a costa de prácticamente todo lo demás. En mi propia universidad, por ejemplo, tenemos más administradores que profesores y se espera que los profesores, también, dediquen a tareas administrativas al menos la misma cantidad de tiempo que dedican a la enseñanza y la investigación. Lo mismo ocurre, más o menos, en las universidades de todo el mundo.
El crecimiento del trabajo administrativo ha sido un resultado directo de la introducción de técnicas de gestión corporativas. De manera invariable, estas se justifican como formas de aumentar la eficiencia e impulsar la competencia a todo nivel. Pero lo que finalmente producen estas técnicas en la práctica es que todo el mundo termine por pasar la mayor parte del tiempo tratando de vender cosas: propuestas para becas o subvenciones, propuestas para libros, evaluaciones sobre los empleos estudiantiles y la solicitud de apoyos financieros, evaluaciones de nuestros colegas, prospectos para nuevos programas interdisciplinarios, institutos, talleres, incluso universidades (que ahora se han vuelto marcas que se mercadean entre los potenciales estudiantes y donantes) y así sucesivamente.
Mientras el mercadeo copa toda la vida universitaria, genera documentos acerca de cómo fomentar la imaginación y la creatividad que bien pudieran haber sido diseñados para estrangular la imaginación y la creatividad desde la cuna. En los últimos treinta años no ha surgido en Estados Unidos un solo trabajo de teoría social nuevo e importante. Nuestro papel se ha visto reducido al equivalente del que desempeñaban los académicos medievales: escribir infinitas anotaciones sobre la teoría francesa de los setenta, a pesar de ser conscientes de que si hoy día surgieran en la academia nuevas encarnaciones de Gilles Deleuze, Michel Foucault o Pierre Bourdieu, no les concederíamos una posición de profesor titular.
Hubo una época en que la academia era el refugio para los excéntricos y la gente más brillante pero menos práctica de la sociedad. Pero ya no es así. Ahora es el dominio de los profesionales del automercadeo. Como resultado de ello, en uno de los ataques de autodestrucción social más extraños de la historia, parece que hemos decidido que ya no tenemos espacio para nuestros ciudadanos excéntricos, brillantes y utópicos. La mayoría languidece en los sótanos de las casas de sus madres, haciendo, en el mejor de los casos, intervenciones agudas pero ocasionales en internet.
Si todo esto es cierto en las ciencias sociales, donde la investigación todavía se realiza con una inversión mínima financiada principalmente por individuos, ya nos podemos imaginar cuánto peor será la situación para los astrofísicos. Y, de hecho, un astrofísico, Jonathan Katz, advirtió recientemente a los estudiantes que estaban considerando la posibilidad de seguir una carrera en las ciencias que, aun si lograban salir del período usual de languidecimiento, que dura por lo general una década, convertidos en los lacayos de alguien más, podían estar seguros de que sus mejores ideas tendrían que enfrentar obstáculos a cada paso:
Pasarás tu tiempo escribiendo propuestas en lugar de hacer investigación. Peor aún, porque como tus propuestas serán juzgadas por tu competencia, no podrás seguir tu curiosidad sino que tendrás que dedicar todo tu esfuerzo y talento a tratar de anticipar y desviar las críticas, en lugar de dedicarte a resolver problemas científicos importantes... Es proverbial el hecho de que las ideas originales son el beso de la muerte para cualquier propuesta, en la medida en que todavía no se ha demostrado que funcionan.
Esto responde en buena medida la pregunta acerca de por qué no tenemos aparatos de teleportación ni zapatos antigravedad. El sentido común sugiere que, si queremos maximizar la creatividad científica, busquemos unas cuantas personas brillantes, les concedamos los recursos que necesitan para seguir cualquier idea que se les ocurra y las dejemos trabajar en paz. La mayoría no saldrán con nada, pero es posible que una o dos descubran algo. Pero si queremos minimizar la posibilidad de hacer hallazgos inesperados, lo que hay que hacer es decirles a esas mismas personas que no recibirán ningún recurso, a menos que pasen la mayor parte de su tiempo compitiendo una contra otra para convencernos de que saben con anticipación qué es lo que van a descubrir.
En las ciencias naturales, a la tiranía de la tendencia a incorporar prácticas del sector empresarial podemos añadirle la privatización de los resultados de la investigación. Tal como nos lo ha recordado el economista británico David Harvie, la “investigación de código abierto” no es nueva. La investigación académica siempre ha sido de código abierto en el sentido de que los estudiosos comparten materiales y resultados. Ciertamente hay competencia entre ellos, pero es una competencia “amable”. Sin embargo, esto ya no es cierto para los científicos que trabajan en el sector corporativo, donde los hallazgos son celosamente custodiados. La difusión del ethos corporativo dentro de la academia y los institutos de investigación mismos ha causado que incluso estudiosos cuyas investigaciones son financiadas con fondos públicos traten sus hallazgos como propiedad personal. Los editores académicos se aseguran de que los hallazgos publicados sean cada vez más difíciles de acceder, aislando de esta manera aún más los bienes intelectuales. Como resultado, la competencia amable y abierta se convierte en algo mucho más parecido a la competencia de mercados clásica.
Hay múltiples formas de privatización, que pueden llegar incluso hasta la simple compra y supresión de los descubrimientos inconvenientes por parte de grandes corporaciones temerosas de sus efectos económicos. (No podemos saber, por ejemplo, cuántas fórmulas de combustible sintético han sido compradas y guardadas en las bóvedas de seguridad de las petroleras, pero es difícil imaginar que no sucedan cosas así). Más sutil es la manera en que el ethos corporativo desalienta todo lo que sea aventurero o poco convencional, en especial si no hay un prospecto según el cual se obtengan resultados inmediatos. Curiosamente, internet puede ser parte del problema, tal como lo planteó Neal Stephenson:
La mayor parte de la gente que trabaja en corporaciones o en la academia ha sido testigo de algo similar a lo siguiente: un grupo de ingenieros está sentados en una oficina, intercambiando ideas. A partir de la discusión surge un nuevo concepto que parece prometedor. Entonces aparece una persona que está sentada en un rincón detrás de un computador y que, después de haber hecho una búsqueda rápida en Google, anuncia que esta “nueva” idea es, en realidad, una idea vieja; esa misma idea, o por lo menos algo vagamente parecido, ya fue puesto a prueba. Hay dos posibilidades: que haya fallado o haya tenido éxito. Si falló, entonces ningún administrador que quiera conservar su empleo aprobará que se gaste ni un peso tratando de revivirla. Si tuvo éxito, entonces está patentada y se supone que resultará imposible entrar al mercado, pues las primeras personas que pensaron en eso seguramente contarán con la ventaja de ser pioneras y habrán creado “barreras para la entrada al mercado”. La cantidad de ideas aparentemente prometedoras que han sido aniquiladas de esta manera debe alcanzar varios millones.
Y así un espíritu tímido y burocrático baña cada aspecto de la vida cultural. Un espíritu engalanado con un lenguaje de creatividad, iniciativa y emprendimiento. Pero el lenguaje no significa nada. Los pensadores con más posibilidades de hacer un descubrimiento conceptual son los que menos posibilidades tienen de recibir financiación y, si se produce algún hallazgo, no cuentan con muchas posibilidades de encontrar a alguien dispuesto a seguir adelante hasta desarrollar las implicaciones más atrevidas.
Giovanni Arrighi ha resaltado que, después de la llamada “burbuja de los Mares del Sur”, el capitalismo británico abandonó en gran medida la forma corporativa. Cuando llegó la revolución industrial, Gran Bretaña prefirió apoyarse, en cambio, en una combinación de finanzas de alto nivel y pequeñas compañías familiares, un modelo que mantuvo a lo largo del siguiente siglo, el período de máxima innovación científica y tecnológica. (En esa época, Gran Bretaña también era famosa por ser tan generosa con sus excéntricos y bichos raros, como son famosos los Estados Unidos de hoy por su intolerancia. Un recurso corriente era permitirles volverse pastores de la Iglesia en el campo, pastores que, predeciblemente, se convertían en una de las principales fuentes de descubrimientos científicos aficionados.)
El capitalismo corporativo y burocrático contemporáneo no fue una creación de Gran Bretaña sino de Estados Unidos y de Alemania, los dos poderes rivales que pasaron la primera mitad del siglo xx peleando en dos sangrientas guerras para decidir quién reemplazaría a Gran Bretaña como poder mundial dominante; guerras que culminaron, como era de esperarse, en programas científicos auspiciados por el gobierno para ver quién sería el primero en descubrir la bomba atómica. Por eso es significativo que nuestro actual estancamiento tecnológico parezca haber comenzado después de 1945, cuando Estados Unidos reemplazó a Gran Bretaña como organizador de la economía mundial.
A los norteamericanos no nos gusta la idea de ser una nación de burócratas, muy por el contrario; pero, tan pronto como dejamos de imaginar la burocracia como un fenómeno limitado a las oficinas gubernamentales, se vuelve obvio que eso es precisamente en lo que nos hemos convertido. La última victoria sobre la Unión Soviética no condujo al dominio del mercado sino que, de hecho, cimentó el dominio de las élites gerenciales conservadoras, burócratas corporativos que utilizan el pretexto del pensamiento de corto plazo, competitivo y centrado en el balance, para acabar con cualquier cosa que pueda tener implicaciones revolucionarias de cualquier tipo.
[Tomado de http://www.elmalpensante.com/articulo/3081/cientificos_burocratas.]
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