James C. Scott
¿Qué pasaría si planteáramos otro tipo de pregunta sobre las instituciones y actividades, una que no fuera la clásica y rígida pregunta neoclásica de cuán eficientes son dichas instituciones y actividades con relación al coste (es decir, recursos, mano de obra, y capital) por unidad de un producto dado y específico? ¿Y qué pasaría si preguntáramos qué tipo de personas engendraría una determinada actividad o institución? Quiérase o no, cualquier actividad o institución que podamos imaginar, sin importar cuál sea su propósito manifiesto y declarado, también transforma a las personas.
¿Qué pasaría si decidiéramos dejar en un segundo plano el propósito manifiesto de una institución y la eficacia con la que se consigue dicho propósito y preguntáramos cuál es su producto humano? Hay muchas formas de evaluar los resultados humanos de las instituciones y de las actividades económicas, y es poco probable que pudiéramos concebir un instrumento de medida completo y convincente de, pongamos por caso, el PHB, producto humano bruto, que fuera comparable al PIB, producto interior bruto que los economistas miden en unidades monetarias.
Si, sin intimidarnos ante estas dificultades, decidiéramos intentarlo, podríamos, creo, identificar dos posibles enfoques: uno que pudiera calibrar en qué medida el proceso de trabajo amplía la capacidad y la competencia humanas, y un segundo que fundamentara la evaluación en la valoración de los propios trabajadores de su propia satisfacción. El primero puede medirse, al menos en principio, en términos ordinales de «más o menos».
¿Qué pasaría si le aplicáramos a la cadena de montaje industrial los criterios para medir la capacidad y la competencia humanas? Después de pasar cinco o diez años en la cadena de montaje de Lordsville, en River Rouge, ¿cuáles son las probabilidades de que la capacidad y la competencia técnica de un trabajador se hubieran incrementado de forma significativa? Apenas ninguna. De hecho, el objetivo final del análisis del proceso de fabricación (tiempo y movimiento) tras la división del trabajo en la cadena de montaje era el de dividir el proceso de trabajo en miles de minúsculos procedimientos que pudieran ser aprendidos con facilidad. Estaba deliberadamente concebido para eliminar el conocimiento y la destreza artesanal, y el poder que dicho conocimiento y destreza les confería a los obreros y que había caracterizado a la época de la construcción de carruajes. La cadena de montaje se basaba en la premisa de una plantilla estandarizada y sin formación en la que una «mano» podía ser sustituida por cualquier otra sin ningún problema. En otras palabras, dependía de lo que uno podría legítimamente describir como la «estupidización» de la mano de obra. Si por un casual un obrero ampliaba su capacidad y sus conocimientos técnicos, o bien lo hacía durante su tiempo libre o bien, algo que no deja de ser perverso, lo hacía ingeniando astutas estrategias para frustrar las intenciones de la dirección, y eso es lo que ocurrió en Lordsville. No obstante, si estuviéramos puntuando el trabajo de la cadena de montaje según el grado en el que sirviera para incrementar la capacidad, las aptitudes y el conocimiento humanos, recibiría un suspenso, sin importar su grado de eficacia en la producción de automóviles. Hace más de un siglo y medio, Alexis de Tocqueville, comentando el ya clásico ejemplo de Adam Smith con respecto a la división del trabajo, se hizo la pregunta esencial: «¿Qué podemos esperar de un hombre que ha pasado veinte años de su vida fabricando cabezas de alfiler?».
En economía existe un concepto denominado «renta de Hicks», que lleva el nombre del economista británico John Hicks. Dicho concepto representaba una primera versión de la economía del bienestar, en la que la renta de Hicks se incrementaba solo si los factores de producción, tierra y mano de obra en particular, no se degradaban durante el proceso. Si se degradaban, significaba que el siguiente ciclo de producción empezaría con factores de producción de calidad inferior. Por lo tanto, si una técnica de producción agrícola agotaba los nutrientes del suelo (en ocasiones denominado en inglés soil mining), dicha pérdida se reflejaría en la disminución de la renta de Hicks. De igual modo, se le podrían achacar, hasta este punto, las pérdidas en la renta de Hicks a cualquier forma de producción, por ejemplo la cadena de montaje, que degrade el talento y la capacidad de la mano de obra. Lo contrario también es aplicable. Las prácticas de cultivo que incrementaran sistemáticamente los nutrientes del suelo y mejoraran la condición de la tierra cultivable, o las prácticas de producción que ampliaran las aptitudes e incrementaran los conocimientos de los trabajadores, se reflejarían en un incremento de la renta de Hicks del agricultor o de la empresa. Los cálculos de Hicks incorporaban un factor que los economistas del bienestar denominan externaIidades positiva o negativa, aunque, por supuesto, en muy escasas ocasiones aparecen en los beneficios netos de una empresa.
El término «capacidad» tal como lo hemos utilizado aquí puede ser comprendido de forma restringida o amplia. Considerado de forma restringida con relación a, por ejemplo, los obreros de una planta de producción de automóviles, podría referirse a cuántas «posiciones» en la cadena de montaje han ocupado los trabajadores, si han aprendido a fijar remaches, a soldar, a realizar ajustes de tolerancia y procedimientos similares. En su sentido amplio, puede referirse a si han recibido formación y si han obtenido las cualificaciones necesarias para ocupar un puesto de trabajo que exija más conocimientos técnicos o de gestión, si han adquirido experiencia cooperativa en la organización del propio proceso de trabajo, si se ha fomentado su creatividad, si han aprendido las técnicas de negociación y de representación en el trabajo. Si sometiéramos la cadena de montaje al examen que evalúa la capacidad ampliada de la ciudadanía democrática, quedaría patente que la cadena de montaje es un entorno intensamente autoritario donde las decisiones las toman los ingenieros y donde se espera que las unidades sustituibles de la plantilla hagan el trabajo que tienen asignado de forma más o menos mecánica. Nunca funciona exactamente así, pero esta es la lógica inherente a la cadena de montaje. La cadena de montaje como proceso de trabajo arrojaría un «producto democrático neto» negativo.
¿Qué pasaría si hiciéramos las mismas preguntas sobre la escuela, la institución pública de socialización más importante para los jóvenes en la mayor parte del mundo? La pregunta es aún más pertinente a la luz del hecho de que la escuela pública fue inventada más o menos al mismo tiempo que la gran factoría bajo un único techo, y que las dos instituciones guardan un extraordinario parecido. La escuela era, en cierto sentido, una factoría en la que se impartía la formación básica en los conocimientos mínimos necesarios de cálculo y lectura en una sociedad en vías de industrialización. El personaje de Gradgrind (cuyo nombre significa «triturador de notas»), la caricatura de un director de escuela calculador y amenazante que hace Charles Dickens en Tiempos difíciles, tiene el propósito de recordarnos la factoría: sus métodos de trabajo, su disciplinada rigidez en el empleo del tiempo, su autoritarismo, su reglamentado orden visual, y, sobre todo, la desmoralización y la resistencia de sus diminutos y jóvenes obreros.
La educación pública universal está, por supuesto, concebida para hacer mucho más que limitarse a producir la mano de obra que necesita la industria. Es una institución igual de política que económica. Está concebida para producir un ciudadano patriótico cuya lealtad a la nación triunfe sobre las identidades regionales y locales, el idioma, la etnia y la religión. La ciudadanía universal de la Francia revolucionaria tuvo su contrapartida en el servicio militar obligatorio universal. La fabricación de este tipo de ciudadanos patrióticos a través del sistema educativo se consiguió menos a través del programa de estudios manifiesto que a través del idioma vehicular de instrucción, de la estandarización, y de las lecciones implícitas en materia de reglamentación, autoridad y orden contenidas en dicho sistema.
El sistema moderno de enseñanza primaria y secundaria ha sido muy modificado por las cambiantes teorías pedagógicas y, más especialmente, por la abundancia y por la propia «cultura juvenil », pero es indudable que tiene sus orígenes en la factoría, si no incluso en la prisión. La educación universal obligatoria, por muy democratizadora que pueda ser en cierto sentido, también ha significado que, salvo escasas excepciones, la presencia de los alumnos es obligatoria. El que la asistencia a clase no sea una elección, que no sea un acto autónomo, significa que el sistema parte de un error fundamental como institución obligatoria, con toda la alienación que conlleva esta coacción, en especial en la época de crecimiento de los niños.
La gran tragedia del sistema de educación pública, no obstante, radica en que es, sobre todo, una factoría que produce un único producto. Lo único que han conseguido los esfuerzos de las últimas décadas por estandarizar, medir, examinar y exigir responsabilidades ha sido exacerbar esta tendencia. En el caso de los alumnos, profesores, directores de escuela y distritos escolares enteros, los incentivos resultantes han tenido el efecto de desviar todos los esfuerzos a la producción y modelado de un producto estándar que satisfaga los criterios establecidos por los auditores.
¿Cuál es este producto? Es una cierta forma de inteligencia analítica, de concepción muy estrecha y que, se supone, puede ser medida mediante exámenes. Sabemos, por supuesto, que los seres humanos tenemos muchas competencias que son valiosas e importantes para el buen funcionamiento de una sociedad y que no están relacionadas ni de lejos con la inteligencia analítica, como pueden ser entre otras el talento artístico, la inteligencia imaginativa, la inteligencia mecánica (el tipo de inteligencia que los primeros trabajadores de Ford llevaron consigo desde sus granjas), las aptitudes musicales y para la danza, la inteligencia creativa, la inteligencia emocional, las habilidades sociales y la inteligencia ética. Algunas de estas aptitudes encuentran un lugar en las actividades extraescolares, en especial los deportes, pero no en las actividades que se miden y califican con notas y de las que ahora tanto dependen los alumnos, los profesores y las escuelas. Esta nivelación monocromática de la educación alcanza algo parecido a una apoteosis en sistemas educativos como los que se aplican en Francia, Japón, China o Corea, donde el ejercicio culmina en un único examen del que dependen fundamentalmente la futura movilidad y las oportunidades en la vida de una persona. Aquí, la lucha por conseguir ingresar en las escuelas que tienen mejor reputación, por conseguir horas extras de enseñanza particular y por asistir a cursos especiales acelerados que preparan dicho examen se pone al rojo vivo.
No deja de ser una gran ironía que yo, que escribo esto, y cualquier persona que esté leyéndolo, seamos los beneficiarios, los vencedores, de esta feroz y competitiva lucha. Me recuerda una pintada que vi en una ocasión en un baño de Yale. Alguien había escrito: «Recuerda que aunque ganes esta carrera de ratas ¡sigues siendo una rata!». Debajo, una mano diferente había garabateado una réplica: «Sí, pero eres un ganador».
Los que hemos «ganado» esta carrera somos los beneficiarios de por vida de oportunidades y privilegios que de otro modo no se nos habrían presentado. También es posible que de esta victoria se deriven durante toda nuestra vida la sensación de pertenencia, de superioridad, de haber conseguido algo, y de autoestima. Pongamos entre paréntesis, de momento, la cuestión de si este dividendo está justificado y de lo que realmente significa con relación al valor que nos damos a nosotros mismos y que nos dan los otros, y limitémonos a observar que representa un fondo de capital social que ajusta radicalmente a nuestro favor las posibilidades de movilidad económica y social. Se trata de un privilegio vitalicio que se extiende, como mucho, a tal vez la quinta parte de todos los ciudadanos que produce nuestro sistema.
¿Y qué pasa con el resto? ¿Qué pasa con, digamos, el 80 por 100 de los que a todos los efectos pierden esta carrera? Llevan consigo un capital social menor, y las probabilidades se ajustan en su contra. Tal vez el hecho de que tienen probabilidades de cargar el resto de su vida con la sensación de haber sido derrotados, de ser menos valorados, y de pensar que son inferiores y torpes sea igual de importante. Este sistema ajusta todavía más las probabilidades en su contra. Y sin embargo, ¿tenemos motivos racionales para darle crédito a los juicios de un sistema que valora solo una parte tan restringida de los talentos humanos y que mide el éxito, entre los estrechos límites de este ancho de banda, solo por la capacidad de aprobar un examen?
Las personas que obtienen bajas calificaciones en los exámenes que evalúan la inteligencia analítica pueden estar dotadas de un increíble talento en una o más de las muchas formas de inteligencia que el sistema educativo no enseña ni valora. ¿Qué tipo de sistema es este que desperdicia estos talentos, que hace que las cuatro quintas partes de sus estudiantes salgan de él con un estigma permanente a ojos de los guardianes de la sociedad, y tal vez también a los suyos propios? ¿Se merecen tanto daño y despilfarro social los dudosos beneficios de los privilegios y oportunidades que esta visión pedagógica tan estrecha de miras concede a una supuesta «élite de la inteligencia analítica»?
[Tomado del libro Dos hurras para el anarquismo, accesible en https://red.anillosur.net/file/view/479694/dos-hurras-para-el-anarquismo-seis-ensayos-desenfadados-sobre-autonomia-dignidad-y-el-sentido-del-trabajo-y-el-juego.]
¿Qué pasaría si planteáramos otro tipo de pregunta sobre las instituciones y actividades, una que no fuera la clásica y rígida pregunta neoclásica de cuán eficientes son dichas instituciones y actividades con relación al coste (es decir, recursos, mano de obra, y capital) por unidad de un producto dado y específico? ¿Y qué pasaría si preguntáramos qué tipo de personas engendraría una determinada actividad o institución? Quiérase o no, cualquier actividad o institución que podamos imaginar, sin importar cuál sea su propósito manifiesto y declarado, también transforma a las personas.
¿Qué pasaría si decidiéramos dejar en un segundo plano el propósito manifiesto de una institución y la eficacia con la que se consigue dicho propósito y preguntáramos cuál es su producto humano? Hay muchas formas de evaluar los resultados humanos de las instituciones y de las actividades económicas, y es poco probable que pudiéramos concebir un instrumento de medida completo y convincente de, pongamos por caso, el PHB, producto humano bruto, que fuera comparable al PIB, producto interior bruto que los economistas miden en unidades monetarias.
Si, sin intimidarnos ante estas dificultades, decidiéramos intentarlo, podríamos, creo, identificar dos posibles enfoques: uno que pudiera calibrar en qué medida el proceso de trabajo amplía la capacidad y la competencia humanas, y un segundo que fundamentara la evaluación en la valoración de los propios trabajadores de su propia satisfacción. El primero puede medirse, al menos en principio, en términos ordinales de «más o menos».
¿Qué pasaría si le aplicáramos a la cadena de montaje industrial los criterios para medir la capacidad y la competencia humanas? Después de pasar cinco o diez años en la cadena de montaje de Lordsville, en River Rouge, ¿cuáles son las probabilidades de que la capacidad y la competencia técnica de un trabajador se hubieran incrementado de forma significativa? Apenas ninguna. De hecho, el objetivo final del análisis del proceso de fabricación (tiempo y movimiento) tras la división del trabajo en la cadena de montaje era el de dividir el proceso de trabajo en miles de minúsculos procedimientos que pudieran ser aprendidos con facilidad. Estaba deliberadamente concebido para eliminar el conocimiento y la destreza artesanal, y el poder que dicho conocimiento y destreza les confería a los obreros y que había caracterizado a la época de la construcción de carruajes. La cadena de montaje se basaba en la premisa de una plantilla estandarizada y sin formación en la que una «mano» podía ser sustituida por cualquier otra sin ningún problema. En otras palabras, dependía de lo que uno podría legítimamente describir como la «estupidización» de la mano de obra. Si por un casual un obrero ampliaba su capacidad y sus conocimientos técnicos, o bien lo hacía durante su tiempo libre o bien, algo que no deja de ser perverso, lo hacía ingeniando astutas estrategias para frustrar las intenciones de la dirección, y eso es lo que ocurrió en Lordsville. No obstante, si estuviéramos puntuando el trabajo de la cadena de montaje según el grado en el que sirviera para incrementar la capacidad, las aptitudes y el conocimiento humanos, recibiría un suspenso, sin importar su grado de eficacia en la producción de automóviles. Hace más de un siglo y medio, Alexis de Tocqueville, comentando el ya clásico ejemplo de Adam Smith con respecto a la división del trabajo, se hizo la pregunta esencial: «¿Qué podemos esperar de un hombre que ha pasado veinte años de su vida fabricando cabezas de alfiler?».
En economía existe un concepto denominado «renta de Hicks», que lleva el nombre del economista británico John Hicks. Dicho concepto representaba una primera versión de la economía del bienestar, en la que la renta de Hicks se incrementaba solo si los factores de producción, tierra y mano de obra en particular, no se degradaban durante el proceso. Si se degradaban, significaba que el siguiente ciclo de producción empezaría con factores de producción de calidad inferior. Por lo tanto, si una técnica de producción agrícola agotaba los nutrientes del suelo (en ocasiones denominado en inglés soil mining), dicha pérdida se reflejaría en la disminución de la renta de Hicks. De igual modo, se le podrían achacar, hasta este punto, las pérdidas en la renta de Hicks a cualquier forma de producción, por ejemplo la cadena de montaje, que degrade el talento y la capacidad de la mano de obra. Lo contrario también es aplicable. Las prácticas de cultivo que incrementaran sistemáticamente los nutrientes del suelo y mejoraran la condición de la tierra cultivable, o las prácticas de producción que ampliaran las aptitudes e incrementaran los conocimientos de los trabajadores, se reflejarían en un incremento de la renta de Hicks del agricultor o de la empresa. Los cálculos de Hicks incorporaban un factor que los economistas del bienestar denominan externaIidades positiva o negativa, aunque, por supuesto, en muy escasas ocasiones aparecen en los beneficios netos de una empresa.
El término «capacidad» tal como lo hemos utilizado aquí puede ser comprendido de forma restringida o amplia. Considerado de forma restringida con relación a, por ejemplo, los obreros de una planta de producción de automóviles, podría referirse a cuántas «posiciones» en la cadena de montaje han ocupado los trabajadores, si han aprendido a fijar remaches, a soldar, a realizar ajustes de tolerancia y procedimientos similares. En su sentido amplio, puede referirse a si han recibido formación y si han obtenido las cualificaciones necesarias para ocupar un puesto de trabajo que exija más conocimientos técnicos o de gestión, si han adquirido experiencia cooperativa en la organización del propio proceso de trabajo, si se ha fomentado su creatividad, si han aprendido las técnicas de negociación y de representación en el trabajo. Si sometiéramos la cadena de montaje al examen que evalúa la capacidad ampliada de la ciudadanía democrática, quedaría patente que la cadena de montaje es un entorno intensamente autoritario donde las decisiones las toman los ingenieros y donde se espera que las unidades sustituibles de la plantilla hagan el trabajo que tienen asignado de forma más o menos mecánica. Nunca funciona exactamente así, pero esta es la lógica inherente a la cadena de montaje. La cadena de montaje como proceso de trabajo arrojaría un «producto democrático neto» negativo.
¿Qué pasaría si hiciéramos las mismas preguntas sobre la escuela, la institución pública de socialización más importante para los jóvenes en la mayor parte del mundo? La pregunta es aún más pertinente a la luz del hecho de que la escuela pública fue inventada más o menos al mismo tiempo que la gran factoría bajo un único techo, y que las dos instituciones guardan un extraordinario parecido. La escuela era, en cierto sentido, una factoría en la que se impartía la formación básica en los conocimientos mínimos necesarios de cálculo y lectura en una sociedad en vías de industrialización. El personaje de Gradgrind (cuyo nombre significa «triturador de notas»), la caricatura de un director de escuela calculador y amenazante que hace Charles Dickens en Tiempos difíciles, tiene el propósito de recordarnos la factoría: sus métodos de trabajo, su disciplinada rigidez en el empleo del tiempo, su autoritarismo, su reglamentado orden visual, y, sobre todo, la desmoralización y la resistencia de sus diminutos y jóvenes obreros.
La educación pública universal está, por supuesto, concebida para hacer mucho más que limitarse a producir la mano de obra que necesita la industria. Es una institución igual de política que económica. Está concebida para producir un ciudadano patriótico cuya lealtad a la nación triunfe sobre las identidades regionales y locales, el idioma, la etnia y la religión. La ciudadanía universal de la Francia revolucionaria tuvo su contrapartida en el servicio militar obligatorio universal. La fabricación de este tipo de ciudadanos patrióticos a través del sistema educativo se consiguió menos a través del programa de estudios manifiesto que a través del idioma vehicular de instrucción, de la estandarización, y de las lecciones implícitas en materia de reglamentación, autoridad y orden contenidas en dicho sistema.
El sistema moderno de enseñanza primaria y secundaria ha sido muy modificado por las cambiantes teorías pedagógicas y, más especialmente, por la abundancia y por la propia «cultura juvenil », pero es indudable que tiene sus orígenes en la factoría, si no incluso en la prisión. La educación universal obligatoria, por muy democratizadora que pueda ser en cierto sentido, también ha significado que, salvo escasas excepciones, la presencia de los alumnos es obligatoria. El que la asistencia a clase no sea una elección, que no sea un acto autónomo, significa que el sistema parte de un error fundamental como institución obligatoria, con toda la alienación que conlleva esta coacción, en especial en la época de crecimiento de los niños.
La gran tragedia del sistema de educación pública, no obstante, radica en que es, sobre todo, una factoría que produce un único producto. Lo único que han conseguido los esfuerzos de las últimas décadas por estandarizar, medir, examinar y exigir responsabilidades ha sido exacerbar esta tendencia. En el caso de los alumnos, profesores, directores de escuela y distritos escolares enteros, los incentivos resultantes han tenido el efecto de desviar todos los esfuerzos a la producción y modelado de un producto estándar que satisfaga los criterios establecidos por los auditores.
¿Cuál es este producto? Es una cierta forma de inteligencia analítica, de concepción muy estrecha y que, se supone, puede ser medida mediante exámenes. Sabemos, por supuesto, que los seres humanos tenemos muchas competencias que son valiosas e importantes para el buen funcionamiento de una sociedad y que no están relacionadas ni de lejos con la inteligencia analítica, como pueden ser entre otras el talento artístico, la inteligencia imaginativa, la inteligencia mecánica (el tipo de inteligencia que los primeros trabajadores de Ford llevaron consigo desde sus granjas), las aptitudes musicales y para la danza, la inteligencia creativa, la inteligencia emocional, las habilidades sociales y la inteligencia ética. Algunas de estas aptitudes encuentran un lugar en las actividades extraescolares, en especial los deportes, pero no en las actividades que se miden y califican con notas y de las que ahora tanto dependen los alumnos, los profesores y las escuelas. Esta nivelación monocromática de la educación alcanza algo parecido a una apoteosis en sistemas educativos como los que se aplican en Francia, Japón, China o Corea, donde el ejercicio culmina en un único examen del que dependen fundamentalmente la futura movilidad y las oportunidades en la vida de una persona. Aquí, la lucha por conseguir ingresar en las escuelas que tienen mejor reputación, por conseguir horas extras de enseñanza particular y por asistir a cursos especiales acelerados que preparan dicho examen se pone al rojo vivo.
No deja de ser una gran ironía que yo, que escribo esto, y cualquier persona que esté leyéndolo, seamos los beneficiarios, los vencedores, de esta feroz y competitiva lucha. Me recuerda una pintada que vi en una ocasión en un baño de Yale. Alguien había escrito: «Recuerda que aunque ganes esta carrera de ratas ¡sigues siendo una rata!». Debajo, una mano diferente había garabateado una réplica: «Sí, pero eres un ganador».
Los que hemos «ganado» esta carrera somos los beneficiarios de por vida de oportunidades y privilegios que de otro modo no se nos habrían presentado. También es posible que de esta victoria se deriven durante toda nuestra vida la sensación de pertenencia, de superioridad, de haber conseguido algo, y de autoestima. Pongamos entre paréntesis, de momento, la cuestión de si este dividendo está justificado y de lo que realmente significa con relación al valor que nos damos a nosotros mismos y que nos dan los otros, y limitémonos a observar que representa un fondo de capital social que ajusta radicalmente a nuestro favor las posibilidades de movilidad económica y social. Se trata de un privilegio vitalicio que se extiende, como mucho, a tal vez la quinta parte de todos los ciudadanos que produce nuestro sistema.
¿Y qué pasa con el resto? ¿Qué pasa con, digamos, el 80 por 100 de los que a todos los efectos pierden esta carrera? Llevan consigo un capital social menor, y las probabilidades se ajustan en su contra. Tal vez el hecho de que tienen probabilidades de cargar el resto de su vida con la sensación de haber sido derrotados, de ser menos valorados, y de pensar que son inferiores y torpes sea igual de importante. Este sistema ajusta todavía más las probabilidades en su contra. Y sin embargo, ¿tenemos motivos racionales para darle crédito a los juicios de un sistema que valora solo una parte tan restringida de los talentos humanos y que mide el éxito, entre los estrechos límites de este ancho de banda, solo por la capacidad de aprobar un examen?
Las personas que obtienen bajas calificaciones en los exámenes que evalúan la inteligencia analítica pueden estar dotadas de un increíble talento en una o más de las muchas formas de inteligencia que el sistema educativo no enseña ni valora. ¿Qué tipo de sistema es este que desperdicia estos talentos, que hace que las cuatro quintas partes de sus estudiantes salgan de él con un estigma permanente a ojos de los guardianes de la sociedad, y tal vez también a los suyos propios? ¿Se merecen tanto daño y despilfarro social los dudosos beneficios de los privilegios y oportunidades que esta visión pedagógica tan estrecha de miras concede a una supuesta «élite de la inteligencia analítica»?
[Tomado del libro Dos hurras para el anarquismo, accesible en https://red.anillosur.net/file/view/479694/dos-hurras-para-el-anarquismo-seis-ensayos-desenfadados-sobre-autonomia-dignidad-y-el-sentido-del-trabajo-y-el-juego.]
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