Aglaia Berlutti
Tomado de prodavinci.com
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Unos años después que Cristóbal Colón descubriera
América nació un anatomista con quien compartía apellido (y quizás curiosidad)
había hecho un descubrimiento en la geografía anatómica que también estaba
destinado a reescribir la historia sobre el placer:
Mateo Realdo Colombo, ese anatomista del Renacimiento, había dado con
el clítoris en el cuerpo de Doña Inés de Torremolinos, su mecenas.
Hasta entonces, el placer de la mujer era un
misterio y sus genitales, fuente de temor y desconfianza. Como culpable del
pecado original, lo femenino se consideraba lo suficientemente amenazante como
para que la ciencia médica lo analizara con enorme reticencia. No sorprende,
por tanto, que Colombo enfrentara un juicio inquisitorial por
tal descubrimiento y sus implicaciones. ¿Un órgano sexual análogo al pene,
todo placer, pero exclusivamente femenino? ¿Podía la mujer disfrutar del
éxtasis, a pesar de su pecado original? Por extraño que parezca, las
largas deliberaciones en el juicio a Mateo Colombo dejaron claro que lo
inadmisible de su descubrimiento era la existencia de un órgano cuyo único
objetivo era el placer.
Logró salvar la vida y la reputación a pesar del
juicio. Intentó llamar a su descubrimiento anatómico “Dulzura de Venus” (otras
versiones lo traducen como “Placer de Venus”), e insistió en que esa región era
el “corazón” del éxtasis de la hembra humana. Además, intentó
definir el placer de la mujer y comprenderlo no sólo desde la óptica
masculina, sino además como atributo individual, tal como señala Yidy Páez
Casadiego en Ethos-Episteme-Psyche: ensayos critico-hermenéuticos.
Nunca lo logró: su hallazgo no sólo fue escamoteado, criticado y ocultado, sino
que además pasó a la historia como una rareza médica, un dato sin mayor
importancia. Perseguido y acosado por su propia curiosidad médica, se convirtió
en un paria, un desconocido cuyo recuerdo quedó asociado al pecado y no a la
ciencia.
El clítoris era la invitación a un pecado mayor
que la Iglesia condenaba directamente y llegó a etiquetar contra ordinem
naturae, para describir la osadía temible que podía significar brindar
placer (sobre todo uno tan agudo y profundo) al cuerpo
femenino. Disfrutar del cuerpo —la lujuria, que entonces describía toda
actividad sexual, incluyendo el onanismo— era contradecir a la naturaleza.
Mucho más para la mujer, a quien se le prohibía cualquier placer de la carne.
La sola idea de que la mujer —considerada un macho defectuoso, cuyo
cuerpo sólo tenía por objeto brindar un refugio seguro y temporario al
nacimiento de la vida humana— pudiera disponer de su placer a cuenta propia era
escandalosa. Peligrosa. Y siguió siéndola durante largos siglos, al amparo
del prejuicio y el dogma.
Una y otra vez la Iglesia insistió en que el
placer era la puerta abierta hacia el Infierno y que el sexo sólo debía tener
como único objetivo la procreación. De tal manera que el cunnilingus
(al igual que el fellatio) eran condenadas a viva voz desde el púlpito
y llamadas sin disimulo alguno como obras del demonio, convirtiendo quienes
incurrían en su práctica en condenados. De hecho, en un texto de Pablo de
Hungría se daban instrucciones sobre cuál debía ser el proceder de un sacerdote
hacia los pecados de la carne e indicaba que “cuando alguien vierte el semen
fuera del lugar especificado para ello” era una rebelión directa contra Dios.
Sin embargo, el cunnilingus ya era
práctica común desde la conspicua Roma, a juzgar por los grabados y
dibujos que dejan muy en claro que para los romanos —y sobre todo las romanas—
el éxtasis sexual través de la caricia intima oral era moneda común. Eso a
pesar de que se le consideraba degradante, pernicioso e incluso ilegal. La
“caricia más intima” fue motivo de infinidad de piezas de arte que para más
asombro —y mayor escándalo de la primitiva Iglesia— no sólo se limitaba a darse
entre un hombre y una mujer, sino entre mujeres.
El escritor John Clarke, en su libro Roman
Sex, demuestra a través de los murales de Pompeya que para la sociedad
romana el placer oral formaba parte de saturnales y otras festividades de
corte hedonista. Pero incluso antes, en la patriarcal Antigua Grecia, el cunnilingus
también era un placer enigmático. Las mujeres a quienes se les practicaba —y lo
disfrutaban— eran consideradas sospechosas. El sexo oral, según Pascal
Quignard, “tolerable en los gineceos, en el caso del hombre libre era
considerada una infamia a partir del momento en que le crecía la barba”. Es
decir: una vez que se hacían responsables de sus actos. Pero con todo y
eso se consideraba “delicia divina”. Incluso el emperador Tiberio, conocido por
su frugalidad y carácter severo, según crónicas de la época era un defensor
asiduo de esta práctica sexual. También en la lejana China, la emperatriz
Wu Zetian —quien reinó desde el 690 al 705 d.C. y además fue la única figura de
poder femenino en China— exigía a todos los visitantes de su palacio que
rindieran sus respetos con placer.
El cunnilingus real se convirtió,
entonces, en una práctica cortesana, en una extrañísima visión de lo femenino
que domina y a la vez se deja subyugar por el placer.
¿Es entonces el cunnilingus una forma de
reverenciar a la mujer? ¿Es sólo placer? ¿Se trata de una concesión masculina,
dentro del estricto orden natural que la cultura y la Iglesia reverenció
durante siglos? Tal vez y, en contraste con el temor y la repulsión que
los genitales femeninos parecían producir en algunas sociedades antiguas, el cunnilingus
sugiere una adoración muy semejante a la que solían profesar antiquísimas
culturas por los genitales de la mujer.
Desde el mito de Baubo, la muejr que consoló a
Demeter mostrándole su vulva sanadora, hasta la diosa sumeria Inanna —deidad
del amor y de la guerra— en cuyos himnos de adoración podemos encontrar versos
como “la diosa lanzó gritos de júbilo por su vulva, tan hermosa de contemplar,
y se felicitó a sí misma por su belleza”, el símbolo del placer de la mujer,
sanador, rutundo y salvaje, queda en el mismo lugar. “Mi vulva, el cuerno, la
Barca Celestial llena de deseo como la joven luna” puede leerse en las
invocaciones a Inanna.
¿No será entonces el cunnilingus una
celebración inconsciente y biológica de esa sabiduría misteriosa que
también se le atribuía a los genitales de la mujer? ¿Quizás una celebración de
la libertad a través del vientre de la diosa —esa que cada mujer representa— y,
sobre todo, una manera de asumir el poder del placer como redentor?
La idea parece contradecir directamente la noción
que durante siglos consideró el sexo oral como repulsivo, como una práctica
salvaje que incluso vulneraba la naturaleza humana.
El poder apotropaico
del genital femenino preocupó lo suficiente a la Iglesia primitiva como para
aplastar a la mujer bajo el yugo de un dogma elemental. Muy atrás quedaron las
imágenes de las misteriosas Sheela-na-gigs —esas pequeñas esculturas de mujeres
que se abrían la vulva con las manos y eran consideradas sagradas— y los cultos
que consideraban a la vulva y al placer de la mujer símbolos de prosperidad.
Pero el cunnilingus continuó
practicándose a pesar de eso (o, quizás, justamente por eso) y considerándose sagrado
en diversas culturas, en especial en Asia, donde el Yoni era venerado como
creador.
La diosa que exige placer y lo recibe, la mujer
que expresa en el delirio sexual un tipo de poder que retrotrae a una creencia
tan antigua como orgánica, vive ese placer creador. La historia da
muestras de esa noción del placer y de que el misterio femenino es más
perdurable de lo que suponen quienes la censuran. A pesar de que el viaje
de Colón —el anatomista, no el navegante— tuvo un final atropellado, ese
territorio de los femenino que descubrió continuó desbordándose por encima
de los límites de la historia oficial.
Rosas, triángulos, flores exuberantes coloreadas
y pintadas con enorme mimo por manos masculinas llenan los lienzos más famosos
de la historia. Los símbolos de lo femenino —aquella “dulzura de Venus”— siguió
mostrándose entre disimulos y sonrisas, pero sin perder su valor. La
travesía erótica del olvidado Colón quedó en cientos de pequeños símbolos
desconcertantes. Como recuerda Gloria Steinem, a partir del libro de Mithu
M. Sanyal Vulva. La revelación del sexo invisible: “La
forma que llamamos ‘corazón’ —que en su simetría se parece mucho más a
la vulva que al órgano asimétrico cuyo nombre lleva— es probablemente un
símbolo remanente del genital femenino. Siglos de dominación masculina lo han
despojado de su poder y reducido al romanticismo”.
Un corazón que muestra no sólo la emoción más
pura, sino la invitación más secreta de la mujer salvaje, de la diosa primitiva
que se abre para proteger y disfrutar desde el “corazón” del placer femenino
que a pesar de siglos de silencio continúa palpitando con exacta energía, como
símbolo perenne de un tipo de poderosa libertad.
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