miércoles, 14 de enero de 2015
Debate: Contra el pensamiento absolutista
Capi Vidal
Repasamos en el siguiente artículo, el pensamiento antiautoritario, y contrario consecuentemente a todo absolutismo, de Tomás Ibáñez. Este controvertido debate entre dos posturas antagónicas, la relativista y la absolutista, tiene evidentes implicaciones en los campos ético y político, y resulta primordial para una revitalización de las propuestas libertarias.
Foucault consideró que las cosas son como son porque nuestro pensamiento en la actualidad así las considera y entendió como una aspiración el hecho de que la experiencia que es posible hoy puede ser transformada si acudimos al origen de esas prácticas y entendemos que no obedecen a ninguna necesidad. Está claro que el francés es uno de los mayores enemigos contemporáneos del dogmatismo, lo que no está tan claro es si le convierte eso en un relativista; él, parece ser, desdeñó esa etiqueta. No resulta nada fácil adscribirse al relativismo, pero si los más furibundos dogmáticos abominan de él y lo consideran el mayor de los males, es posible que encontremos algo valioso en él de cara a una ampliación de cotas de libertad. Un autor como Tomás Ibáñez, que se adscribe provocativamente al relativismo siendo consciente de la gran controversia que supone, considera que esa visión del mundo, así como del ser y del conocimiento, se encuentra en el epicentro de la tensión entre modernidad y posmodernidad, a nivel tanto sociológico como ideológico. Incluso el debate sobre el relativismo tiene claras implicaciones en la ética y en la política, por lo que resulta primordial profundizar en la cuestión. Ibáñez considera que si el relativismo es atacado tan duramente es porque socava de raíz el principio mismo de autoridad, y lo que se ha llamado “la retórica de la verdad”, por lo que obviamente interesa sobremanera la cuestión al anarquismo.
Relativismo versus dogmatismo en la historia de la filosofía
Lo que hoy somos y pensamos, al menos en lo que se conoce de manera cuestionable como civilización occidental, puede considerarse una consecuencia de siglos de historia. Es por eso que si queremos indagar en esta controversia sobre el relativismo hemos de remontarnos a la Grecia del siglo V (antes de la era impuesta por los cristianos). En ese tiempo se iba fraguando un tipo de racionalidad bien diferenciada de la sustentada en el relato mítico, basada en la observación, la reflexión y la argumentación. Las primeras preguntas se establecían en torno a la naturaleza del mundo y su origen, hasta que Sócrates amplió las cuestiones al campo del conocimiento y de la ética (una especie de giro reflexivo hacia el interior del ser humano). En ese tiempo vivieron también los sofistas, como Protágoras o Gorgias, que consideraron que nada “es” en “sí mismo” y todo es relativo al ser humano. Según esta visión, no se puede apelar a un criterio sobrehumano para establecer una verdad con mayúsculas, ni tampoco para solventar una controversia entre puntos de vista confrontantes. Según esta visión, hay ningún punto de vista que sea más verdadero que otro; Protágoras consideró que todos son equivalentes entre sí respecto a su grado de verdad. Es famosa la frase de Gorgias, “si algún ser existiera, éste seria incognoscible”, o lo que es lo mismo, lo que conocemos no son seres, sino lo que nuestro propio conocimiento establece como seres.
A pesar de estas visiones sofistas, tal no pueda hablarse estrictamente de relativismo en la Antigua Grecia. Otra cosa es la escuela escéptica, bien diferenciada del relativismo. Si el relativista cuestiona la existencia de un criterio incondicionado de verdad, el escéptico afirma simplemente que no se puede aseverar la verdad (lo cual no equivale a decir que no existe). El escéptico realiza preguntas una y otra vez ante cualquier afirmación dogmática hasta que se justifique esa supuesta Verdad. Es una especie de espiral regresiva, con justificaciones de diferentes verdades implicadas en el asunto, con la que el escéptico busca desmontar la aseveración del dogmático, encontrar que no hay una justificación definitiva. Relativismo y escepticismo, a pesar de sus diferencias, parecen tener consecuencias parecidas y pueden ser incluso las dos caras de la misma moneda. “Nada puede ser conocido con certeza…” es la frase del escepticismo y, ante las posibles acusaciones de autocontradicción, podría concluirse “…salvo esto mismo” o, jugando con la misma posición escéptica, “…incluso el hecho de que nada pueda ser conocido con certeza”. Muchos filósofos de la época de Sócrates sostenían ya la duda de que la certeza fuese posible e incluso, y esto es tremendamente interesante, algunos de ellos utilizaban esa duda para primar la búsqueda de la felicidad y de la eticidad por encima del conocimiento. Platón construirá todo su sistema filosófico contra este tipo de pensadores, aunque Pirrón, el autor escéptico más poderoso, era solo adolescente cuando muere el autor de La República. Hay quien considera la historia de la filosofía occidental como marcada, en gran medida, por esta guerra permanente entre dogmáticos (los que sostienen “creencias verdaderas”) y escépticos.
El intento por combatir el escepticismo o el relativismo va a suponer en la historia de la filosofía un esfuerzo por asentar firmemente las bases y los fundamentos del conocimiento seguro. Es lo que se conoce por una filosofía fundacionalista, centrada en la búsqueda de unos fundamentos últimos e incuestionables, que tendrá dos caminos: racionalismo y empirismo. Platón sería el que inició la vía racionalista en el campo del conocimiento (era un idealista sí, pero en el plano ontólogico o metafísico), hay que desconfiar según él de la información que nos proporcionan nuestros sentidos y mirar exclusivamente con “los ojos de la razón”. Es conocida su teoría sobre la diferenciación entre el mundo de los sentidos, que nos proporciona solo sombras de lo verdadero y el mundo de las ideas, accesible a través de la razón. Platón es indudablemente dogmático, la verdad existe para él, es absoluta y universal, y es posible alcanzarla accediendo a la plena certeza. Desde Platón, existirá esta obsesión por la certeza absoluta, por la voluntad de verdad y por dar prioridad a dicha búsqueda. La otra modalidad del dogmatismo, el empirismo, considera que hay que buscar la fuente del conocimiento en la experiencia; todo nuestro conocimiento, todas nuestras ideas, provienen de lo que nos proporcionan nuestros sentidos. No obstante, los empiristas diferirán, a diferencia de los racionalistas puestos de acuerdo en que la razón proporciona conocimientos verdaderos, en el grado de conocimiento que proviene de los sentidos o en el nivel de apariencia que hay en ese conocimiento. Tanto racionalismo, como empirismo, se manifestarán enemigos del escepticismo y de su espiral regresiva, la cual habría que parar en cierto nivel para asegurar el conocimiento seguro, y considerarán por el medio que sea que es posible alcanzar verdades indudables.
Pero el escepticismo se aprovechará de la divergencia entre ambas escuelas dogmáticas. Si bien el racionalismo considera que la espiral escéptica acaba tocando fondo, el empirismo pone todo su empeño en demostrar que la argumentación racionalista no se sostiene, lo que será bien aprovechado por el escepticismo. Lo mismo ocurre, a la inversa, si se acepta el dogmatismo basado en la experiencia y se argumenta en su contra a favor del racionalismo. Kant pretenderá hacer una síntesis entre racionalismo y empirismo, pero hay quien considera que reforzó con ello las posiciones escépticas al debilitar el realismo por una parte y enfatizar sobre la capacidad constructiva del ser humano por otra. Kant sostuvo una especie de realismo minimalista con resonancias de Gorgias, “algo existe pero resulta incognoscible”, y de Protágoras, “son nuestras propias características, como seres humanos, las que construyen el mundo al cual accede nuestro conocimiento”. Kant considera que los racionalistas tienen razón, existe un conocimiento a priori independiente de la experiencia y del mundo sensorial, pero los empiristas también al considerar que existe un conocimiento a posteriori proveniente de los sentidos. El conocimiento a priori serían las verdades analíticas, pero al ser independientes del mundo no dicen nada acerca de él. El conocimiento a posteriori sería de orden sintético, una verdad meramente contingente que depende de cómo es el mundo y que podría ser diferente si el mundo tal y como lo experimentamos también lo fuera. Si los empiristas tienen razón cuando afirman que el conocimiento sobre el mundo se encuentra en nuestros sentidos, Kant añade enseguida que esa información proporcionada por los sentidos está ya estructurada por la razón (las categorías a priori del entendimiento). Nuestra experiencia está ya condicionada por nuestra mente, por lo que el análisis de la experiencia no podría profundizar en el conocimiento, y es por esto que Kant dijo que “la realidad en sí misma es incognoscible”; únicamente, podemos aprehender en relación con nuestra interacción con el mundo, con los fenómenos. Pero, para Kant, sí es posible el conocimiento seguro gracias a unas categorías a priori del entendimiento, universales y absolutas, capaces de trascender todo lo que es contingente (historia, cultura, sociedad…). Por tanto, el conocimiento válido tiene que ver con lo invariable y común en todos los seres racionales, será intersubjetivo y universalizable, por lo que se equipara con la objetividad.
Aparentemente, la labor de síntesis entre racionalismo y empirismo de Kant es un paso importante en la filosofía a favor del dogmatismo: “la Verdad está al alcance del ser humano”. Pero es posible que en su misma tesis se encuentre su refutación, la experiencia es para el alemán incondicionada, es el mismo ser humano el que con sus propias características hace posible el conocimiento al interaccionar con el mundo, lo único que se salva de caer en el relativismo es ese carácter universal y absoluto de unas supuestas categorías del entendimiento. Basta con desuniversalizar esas categorías, labor que haría Foucault, otorgándoles la condición de contingentes (elaboradas mediante determinadas prácticas histórica y socialmente situadas). Llegamos al punto con el que comenzamos este texto: nuestro pensamiento determina cómo son las cosas, pero si ese pensamiento ha sido a su vez construido de forma contingente por nuestras prácticas históricas, hay que emprender la genealogía de esas prácticas para aprender por qué la experiencia hoy posible es la que es y no puede ser de otra forma. Con el tiempo, las categorías a priori kantianas pasaron a ser de tipo lingüístico, y fue el lenguaje (en lugar de la mente) el que pasó a determinar la experiencia posible. No obstante, si las entidades mentales de Kant eran universales y absolutas, el lenguaje es obviamente contingente. Sólo es posible conocer la experiencia, la cual es dependiente del lenguaje y, al ser éste contingente y variable, diferentes visiones del mundo son legítimas y ninguna de ellas puede reivindicar para sí misma ninguna superioridad. Obviamente, este traspaso al lenguaje de la estructura kantiana parece favorecer aún más al relativismo.
El relativismo, también llamado antiabsolutismo
La necesidad de explorar mayores “prácticas de libertad”, por utilizar palabras de Foucault, obliga a llevar la discusión sobre el relativismo al campo de la política y de la ética. Este objetivo, sostenido por Tomás Ibáñez en su obra Contra la dominación, con una adscripción indudablemente libertaria y antiautoritaria, es demostrar que será mejor una opción relativista que absolutista. Porque precisamente en el terreno de la ética es donde más controvertido resulta el asunto, de tal manera que los detractores del relativismo afirmarán que esa opción, que niega que haya valores objetivamente superiores a otros, supondrá la barbarie, la ley de la selva del más fuerte. Las acusaciones hablan de tres consecuencias inevitables: el no tener legitimidad para oponernos a prácticas moralmente despreciables; la ausencia de exigencia de un compromiso político al no existir exigencias al respecto, y que solo se deja el recurso a la fuerza para dirimir conflictos entre partes. Lo que Ibáñez intenta razonar es que no solo esas acusaciones son falsas, sino que el relativismo está mejor armado que el absolutismo para afrontarlas.
Lo que sostiene el relativista es que ningún valor ético es “incondicionado”, que no existe una fundamentación última para ninguno de ellos, pero de ello no se deriva la afirmación de que no es posible diferenciar entre valores. Por el contrario, los que sí creen en una fundamentación última de los valores, los que consideran que sus valores son más firmes que los contrarios, estarían obligados a aceptar esos valores hasta sus últimos consecuencias, aunque ello suponga el genocidio o la inquisición (como ha ocurrido a lo largo de la historia en nombre de valores “verdaderos” y “fundamentados”, ya sean creencias religiosas o doctrinas políticas). El relativista no está obligado a aceptar el horror en que desembocan los valores fundamentados, pero sí puede elegir entre unos valores mejores que otros desde la perspectiva siempre de esa ausencia de fundamentación última. Puede decirse que la elección entre valores es inherente a la vida humana, por lo que está fuera de lugar la acusación al relativista de una incapacidad al respecto, lo que se niega es la existencia de un nivel trascendental donde existan esos valores. El hecho de considerar que los valores sean contingentes, producto de la historia o de la sociedad, no supone que no se pueda decidir entre valores diferentes. Pero, ¿qué hay del compromiso en la defensa de esos valores? Parece que el relativista sale ganando al respecto, si observamos que el absolutista cree en unos valores trascendentes, universales e imperecederos, por lo que su defensa acaba siendo secundaria e incluso prescindible. Por el contrario, el relativista (o el antiabsolutista, si no nos terminamos de encontrar a gusto con el término) cree únicamente en una justificación en la práctica de sus valores, sin más base que la decisión de asumirlos, por lo que no existe otra forma de defenderlos que la de desarrollar y mantener las prácticas que los sustentan.
El anarquismo siempre insistió en la anulación de la división entre teoría y praxis, en la justificación de las ideas en la práctica; aun estando armado a priori en lo ideológico y ético, siempre ha sostenido la práctica social y la libre experimentación para perfeccionar los valores. El relativismo parece propiciar la movilización política, el absolutismo (propio del conservadurismo o de cualquier tipo de necesidad histórica) todo lo contrario. No obstante, la acusación más contundente contra el relativismo es la de hacer entrar en juego la ley de la fuerza. Pero, hay que ver quién es más amigo de la fuerza para imponer sus valores. En el caso de ser estos valores “objetivos” (es decir, instituidos como moralmente buenos para el conjunto de los seres humanos), está claro que discrepar de ellos supone caer en la irracionalidad o en la anormalidad y quedar fuera de la comunidad humana (o ser sometidos a alguna terapia u otro uso de la fuerza). La fuerza puede ser empleada por cualquier persona o comunidad, pero emplearla en nombre de valores trascendentes añade aún mayores dosis de violencia. Además, el absolutista suele ocultar esas relaciones de fuerza en las que impone sus propios planteamientos, por lo que reivindica el monopolio del uso de la fuerza (el Estado, en el campo político, es el ejemplo más evidente). La única fuerza legitimada para actuar es la que perpetúa el statu quo (un sistema sustentado en valores objetivos e inmutables). El relativista puede acudir a la fuerza en caso de ser necesario, pero lo hará sin más, a diferencia del absolutista que se considera plenamente legitimado para hacerlo.
No parece una cuestión de matiz, ya que el uso de la fuerza se naturaliza y se atribuye a una necesidad ajena a nuestra propia voluntad. Los atributos del absolutista, amparado en lo que considera la ley con mayúsculas, de la naturaleza trascendente que fuere, parecen ser buena conciencia, tranquilidad espiritual, actitud indubitable y ausencia de la necesidad de dar cuenta de su propia actuación. En el terreno epistémico (lo que atañe al conocimiento), el relativista no puede ser tampoco la caricatura que los dogmáticos o absolutistas hacen de él. No se defiende que la verdad sea un concepto del que se puede prescindir, lo que se dice es tan solo que la verdad es incondicionada (relativa). La relación que tenemos con el mundo, y con nuestros semejantes, presupone necesariamente la creencia en la verdad. Incluso el relativista acepta que en la vida cotidiana el predicado verdadero funciona con unos rasgos semánticos de características absolutistas, y así usa él mismo ese predicado. Wittgenstein dio una explicación a este hecho al señalar que “la gramática que rige cualquier lenguaje está constreñida por su valor pragmático”, debe ser tal que nos permita desenvolvernos por el mundo. Pero la gran pregunta que se hace el relativista es acerca del grado de verdad que hay en esas creencias que empleamos en nuestra vida cotidiana. Se pueden aceptar unas reglas semánticas, asumirlas de cara a preservar la existencia, pero el compromiso no puede ir más allá de ese valor pragmático. En otra forma de vida, con una diferente historia evolutiva, los predicados se aplicarían a otras proposiciones y lo que hoy predicamos como verdadero pasaría a ser falso. Afirmar esto es sostener que la verdad no es incondicionada, sino que es relativa a un determinado marco en el que solo en su interior tiene sentido. Pero, si en la vida cotidiana parece haber pocas diferencias entre el absolutista y el relativista, sí hay diferencias teóricas con consecuencias prácticas (tal vez pocas, pero de gran importancia). La primera de ellas es la imposición, siendo el absolutismo condición de posibilidad de prácticas inquisitoriales; solo los que consideran que existen verdades absolutas tienen el derecho, y aun la obligación moral, de forzar a los incrédulos. La segunda gran diferencia práctica es que el relativismo posibilita el cambio, mientras el absolutismo tiende a frenarlo. Si las verdades son absolutas nada podrá alterar su condición, pero si la verdad está condicionada por el marco que la instituye, no puede ser permanente. Ninguna proposición es inmune para siempre a su revisión.
La posición relativista ataca frontalmente a una serie de creencias, dogmas firmemente asumidos (aunque no posean una definición clara de esa supuesta verdad) por los absolutistas. Éstos, sostienen que la reglas semánticas que ordenan el uso de la verdad en nuestro marco social es trascendente a la propia sociedad, la forma de vida social depende según ellos de aquéllas. Si se tienen creencias verdaderas, universales y propias de cualquier tiempo y cualquier sociedad, ello constituye una negación aperturista en el futuro. Cualquier cosa que venga en el futuro no podrá alterar la verdad de esa proposición si es auténticamente verdadera, algo inasumible para el relativista. El objetivismo propio del absolutismo es otra creencia erosionada por el relativismo; según el mismo, una creencia es verdadera si trasciende cualquier punto de vista particular, si no se ve afectada por el que la enuncia y si se realiza desde un lugar genérico (seria propia de un punto de vista divino), algo sin sentido para el relativista. La tercera creencia dogmática amenazada sería el fundacionalismo, según el cual existen “verdades últimas” que no requieren justificación posterior y sirven de fundamento a la demás creencias verdaderas. La pregunta relativista o escéptica acerca de esas supuestas verdades, naturalmente, no tiene respuesta coherente.
Recordaremos que lo que sostiene el relativismo no es que sea inaceptable una creencia en la verdad, sino que esa creencia debe ser aceptada desde dentro de un determinado marco y que solo en él funciona con eficacia. Lo que se cuestiona es que esa verdad tenga una naturaleza que trascienda cualquier marco y, por lo tanto, no es incondicionada. No es menos controvertido el relativismo en el campo ontológico e Ibáñez afirma igualmente que se le pretende descontextualizar cuando el relativista afirma “la realidad no existe”. Ocurre algo parecido a la cuestión de aceptar un determinado criterio de verdad para sobrevivir en la cotidianeidad, forma también parte de nuestra condición de existencia aceptar que tenemos cierta incidencia en una parte de la realidad. Pero estamos en lo mismo, el valor de uso de una proposición no transita necesariamente a aceptar que es verdadera. La realidad es necesaria, y los realistas dirán que además es verdadera, el relativista sostendrá que no lo es. La postura realista afirma que “la realidad existe con independencia de los efectos que produce en el ser humano”. No parece esto una simple creencia, sino la condición previa a cualquier creencia para que nuestros discursos y representaciones sean inteligibles. Esta asunción supone a priori que no se pueda cuestionar el realismo, pero el relativista ontológico recordará que del reconocimiento de que una creencia sea útil para ciertos fines no se deduce nada en cuanto a que esa creencia sea correcta (por lo que sí tiene sentido cuestionarla). El realismo sostendrá que no solo la realidad existe con independencia del ser humano, sino que posee unos atributos propios igualmente independientes.
Tomás Ibáñez considera que la aceptación de este principio conduce a una “concepción del conocimiento verdadero” (la verdad como correspondencia) y no estamos lejos así del objetivismo, y la afirmación relativista será que el concepto mismo de objeto depende de las convenciones y decisiones de los seres humanos. El relativismo sostiene “no tiene sentido atribuir a las cosas unas supuestas propiedades intrínsecas que las caracterizarían tal y como son, con independencia de nuestras propia intervención”, ya que nuestra condición de seres biológicos y socio-históricos hace que tengamos nuestros propios esquemas y descripciones; no es posible en suma hablar de una “esencia de las cosas” que supondría adoptar un punto de vista divino (o, lo que es lo mismo, desde “ningún sitio”). Por otra parte, se niega la posibilidad de acceder a una realidad pre-conceptualizada (es decir, supuestamente, tal y como es “en sí misma”). Lo que Tomás Ibáñez sostiene, volviendo al terreno de la política, es que gran parte de los realistas se consideran herederos de los valores de la Ilustración, según la cual se logró transferir de la divinidad a los seres humanos la legitimidad para acceder al conocimiento. Para ello, se estableció una instancia superior que acabaría con la arbitrariedad, por encima de puntos de vista e intereses de los diversos grupos humanos, que sería la realidad (independiente, objetiva y aprehensible por la razón). La acusación de los realistas al relativismo estaría basada en un supuesto intento del mismo para desmantelar los logros de la Ilustración y satisfacer así una gran “voluntad de poder”. Según los realistas, los relativistas quieren hacer creer que es posible construir la realidad de acuerdo con nuestras decisiones y deseos, lo que desembocaría en la destrucción de la instancia que actúa como arbitraje del mundo y, por lo tanto, en la ley del más fuerte. Ibáñez considera que esta opinión está basada en muchos casos en buenas intenciones políticas, y de alguna manera es posible que hayamos interiorizado en mayor o menor medida ese punto de vista. Pero, muy al contrario de lo que se quiere hacer creer sobre el mismo, el relativismo aquí reivindicado pretende culminar el proceso de secularización hecho solo a medias por la Ilustración. A medias, porque si bien se arrebató a una divinidad inexistente, lo cual supone decir a sus representantes, el privilegio de “veridicción”, lo que se hizo es transmitirlo a nuevas instancias superiores, como son la razón universal o las propiedades intrínsecas del mundo, en lugar de dejar el privilegio en manos de los colectivos humanos. Ibáñez aclara que esa culminación del proceso de secularización no debe suponer multiplicar la figura divina, convertir a los seres humanos en dioses, sino reivindicar una instancia simplemente humana (cuyas características son la finitud, la contingencia y la fragilidad). Es un debate no exento de gran controversia, realistas y relativistas consideran su posición como condición sine qua non para el ejercicio de la libertad. Lo que el relativismo se niega a aceptar, y esto es una posición netamente libertaria, es que existan razones de principio por las que debamos renunciar a la transformación del mundo.
Las ideas antiautoritarias en la posmodernidad, desterrar el absolutismo
Se ha dicho que Nietzsche fue el primero en golpear mortalmente cualquier principio trascendente; aunque se insiste en que se inspiró en gran medida en Stirner, dejaremos la controversia para otro momento. Otros autores, precursores de lo que ahora se conoce como posmodernidad, como Heidegger y Foucault, continuaron la labor del autor de Más allá del bien y del mal. El principio trascendente, concretado en el terreno religioso en la figura religiosa de un dios todopoderoso, es algo rechazable para el anarquismo, también para otras corrientes de izquierda surgidas de la Ilustración. Como ya hemos mencionado, gracias a los pensadores de la Ilustración, con el optimismo que suponía la confianza en la llamada razón científica, se dejó a un lado aparentemente la superstición y el oscurantismo religioso socavando los cimientos sobre los que se había edificado la antigua concepción del poder. Se substituyó la verdad sustentada en la divinidad por una nueva verdad que lo hacía en la razón. Gracias a ello, existía una fe en el progreso y en el advenimiento de una nueva era en la que se construiría el paraíso terrenal. La gran crítica que se realiza a la modernidad es que no acabaría con Dios, sino que iniciará simplemente un proceso de secularización, traspasaría a priori el principio trascendente al ámbito de lo humano y elaboraría un nuevo discurso de la verdad, que supone una nueva sumisión ante lo irrefutable de la objetividad. Todo régimen de dominación se basa en la supuesta existencia de un metanivel más allá de la mera existencia humana, con unos mediadores designados capaces de representar ese metanivel y expresarlo con sus palabras. La gran mayoría de los seres humanos se consideran que no están capacitados para ser juez y parte en los conflictos, ya que no disponen de la información precisa otorgada únicamente a una determinada clase. Naturalmente, los mediadores pueden ser sacerdotes, políticos o científicos; no importa si se asegura una instancia superior, como la divinidad, la voluntad general o el conocimiento objetivo, independiente de la débil e ignorante subjetividad humana. Lo que se ha dado en llamar “retórica de la verdad” se basa en criterios hegemónicos, absolutos y objetivos, buscando constantemente la legitimación ideológica y transformándose en el caso de aumentar el campo de la disidencia.
La modernidad ha podido traer una nueva “retórica de la verdad”, la de la razón científica, mucho más poderosa y perversa si consideramos que nos encontramos esta vez ante una “verdadera retórica de la verdad”. El principio trascendente, absoluto, se cuela una vez más en la sociedad y busca la sumisión ante la fuerza de las pruebas de la verdad científica. La denuncia es clara, la confianza ciega y excesiva en la razón y en la ciencia que produce una nueva instancia superior y una nueva clase mediadora. Dejar a la divinidad, y a cualquier principio trascendente, definitivamente fuera de juego implica asumir que no existe ningún metanivel que trascienda la existencia humana. Estamos hablando de anarquismo, de un anarquismo capaz de desprenderse de todos sus prejuicios modernos y de todo dogmatismo, pero a nuestro modo de ver las cosas con la obligación de asumir un bagaje histórico y ético capaz de asegurar que no se caiga en el cinismo o en un relativismo vulgar. A pesar de la confianza excesiva en la ciencia y en la razón de ciertos pensadores ácratas decimonónicos, estos autores son claramente contextualizables, no es posible aceptar en el anarquismo la existencia de principios absolutos, todo es producto de la contingencia humana y por ello revisable para mejor. Todo se encuentra en nuestras manos y lo que puede ser incuestionable ahora pasará a ser relativo tarde o temprano. Se requiere, por lo tanto, una vigilancia constante para que una retórica de la verdad no desarrolle una nueva forma de dominación; es posible que los autores posmodernos se refieran a ello como una tarea de deconstrucción que ponga de manifiesto la falsedad de los supuestos del discurso de la verdad y el carácter contingente e histórico de esos criterios.
No parece posible negar que la razón científica ha hecho una enorme labor para combatir el oscurantismo y la arbitrariedad (es algo que, por otra parte, tampoco ha conseguido plenamente), pero no creemos que se pueda desdeñar fácilmente esa visión que habla de nuevas formas de dogmatismo, y las teorías sobre cómo se genera una clase dirigente en el llamado metanivel parecen irrefutables. El cómo se elabora un nuevo criterio humano, una vez desmantelada cualquier retórica de la verdad, es algo que puede situarnos en una difícil situación a priori. Pero es por ello que consideramos que el anarquismo, rechazando cualquier principio trascendente y dejando en manos de la plural existencia humana toda deliberación, puede aportar un contrapeso racional y humanista, ampliando estos campos todo lo posible. Si la modernidad desembocó en el nuevo dogma de la razón, la cuestión es ampliar su campo con la vigilancia continua de no desarrollar nuevos principios absolutos, destruyendo definitivamente cualquier monarca trascendente, pero no caer en esa concepción vulgar del relativismo de la que hablan los absolutistas, en el “todo vale” y “todo está permitido” (caricatura que sus enemigos continúan haciendo). Se trata de resituar los valores en el ámbito de la deliberación humana, recordando que los mayores genocidios se han cometido en nombre de una verdad objetiva, nunca combatiendo contra ella. Dentro de esa tarea, para el anarquismo la ética es innegociable en la práctica social. Las ideas antiautoritarias tienen mucho que decir en la llamada era de la posmodernidad, en la que no debería caber ya ningún principio trascendente capaz de someter a los seres humanos.
Capi Vidal
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