Vanina Escales
[Nota de El Libertario: Este texto figura como presentación en el libro de
Cristina Guzzi Libertarias en América del Sur. De la A a la Z http://www.librosdeanarres.com.ar/sites/default/files/Libertarias%20en%20America%20del%20sur%20final.pdf.]
“Nada
tiene tanto valor
que
no deba ser recomenzado,
nada
tanta riqueza
que
no deba ser enriquecido incesantemente”.
Raoul Vaneigem, Tratado del saber
vivir
Resulta extraño comenzar escribiendo “la
historia política de las mujeres”, ¿quiénes son las mujeres? Una minoría
mayoritaria; un conjunto de existentes humanos atravesado por procesos
sociales, económicos y culturales que han hecho de él un conjunto de sujetas;
sujetas dedicadas a la reproducción de esa cultura que las somete y al trabajo
reproductivo de más humanos; subjetividades sometidas. Aunque el Síndrome de
Estocolmo sea para muchas el aire que respiran, la correa atada al cuello que
les puso el sistema patriarcal a veces ahorca y otras hiere: feminicidios,
cirugías estéticas, horas moldeando el cuerpo en el gimnasio, educación de los
gestos, etc. Dentro de esta vasta minoría una porción intentó con más o menos
éxito desandar los caminos de la sujeción: las anarquistas. A ellas hay que
sumar otros colectivos que aunque por caminos distintos también buscaron dar
curso a existencias insumisas.
Estas mujeres de fines del XIX y
comienzos del XX encontraron en el anarquismo una serie de consignas emancipatorias
que harían propias: los argumentos de su liberación. Y fueron anarquistas a
pesar de los anarquistas. ¿Revestían interés las mujeres para los compañeros?
Mucho indica que muy poco o que, en todo caso, se trataba de un interés
residual y secundario. Las mujeres debían primero comprender la causa para no
funcionar como obstáculos en las luchas de sus parejas sentimentales. No debían
alejar al obrero de su camino de reivindicaciones. Se creía que las mujeres
cultivaban en el ámbito privado dos cosas: miedo a la huelga y religiosidad,
¿entendían los compañeros que ellos las habían encerrado allí? Seguramente unos
pocos sí lo hicieron, pero el eslogan “ni dios, ni patrón, ni marido”
identifica los agentes de sometimiento con claridad.
Las anarquistas no solo compartían con
los compañeros las desventuras de la precarización del empleo, de las tiranías
del patrón, de lo fortuito e inestable de su destino, sino que lograron,
además, entender los dispositivos de dominación, de objetivación que las
mantenían en relación de subordinación. La humillación de la servidumbre
continuaba en el ámbito privado. Una de las virtudes del anarquismo es haber
planteado que lo privado es político. Los efectos de este descubrimiento fueron
dispares. Es conocida la tensión que provocó La voz de la mujer y su denuncia
contra los compañeros que caminan para atrás cuando de la situación de las
mujeres se trata: cangrejos cómodos conservadores que ante la posibilidad de
ejercer dominio, ceden. Pero, ¿no eran anarquistas, acaso? Sin dudas
identificaron lo que los sometía pero no vieron su rol en el sometimiento.
Vale la pena recordar la polémica de
1935 entre Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT, y Mujeres Libres que leemos
en el importante libro de Martha Ackelsberg, Mujeres Libres. El
anarquismo y la lucha por la emancipación de las mujeres. Mariano R. Vázquez,
secretario de la central sindical, le daba la razón a Lucía Sánchez Saornil en
que había hombres muy tiranos en sus casas pero que “si bien pudiera ser cierto
que los hombres no tratan a las mujeres como iguales, es muy humano querer
aferrarse a los privilegios. No se puede esperar que los hombres renuncien a
sus privilegios voluntariamente, del mismo modo que no se espera que la
burguesía ceda voluntariamente su poder al proletariado”. La respuesta de Lucía
fue “Será ‘muy humano’ que el hombre desee conservar su hegemonía, pero no será
anarquista”. Y aunque Lucía indica que la analogía es falsa ya que burgueses y
hombres no comparten intereses, pero mujeres y hombres, sí; es posible pensar
que Vázquez quiso decir lo que dijo y punto.
¿Cómo luchar contra regímenes
autoritarios cuando se los desea? ¿Cómo luchar contra la heterosexualidad como
régimen normativo cuando “es muy humano aferrarse a los privilegios”? El
fascismo microscópico puede alojarse en la pareja, en el amigo, en el compañero
o en uno mismo. Hay que repetir como un mantra: “La lucha en el frente del
deseo requiere una subversión de todos los poderes en todos los niveles”. ¿Cómo
oxidar las políticas represivas si se es cómplice de los más rancios valores
sociales? ¿Cómo corroer las prácticas del dominio si se cree, con el
heterocapitalismo, que el otro es mercancía y propiedad privada? ¿Cómo formar
organizaciones disruptivas si imitan el Estado en pequeña escala en lugar de
ensayar prácticas de organización distintas? ¿Cómo descontaminarse de las
subjetividades autoritarias?
Al mismo tiempo el individuo surge como
problema (sin solución en lo que a esta persona se refiere): se piensa en
términos de individualidades, en vidas de anarquistas, en héroes y heroínas, en
nombres propios. Cada vez más se hace necesario volver a pensar las
circunstancias en las que nuestra existencia se desarrolla. Cada vez más el
individualismo parece invención y herencia del liberalismo aún vigente. Cada
vez más se hace la separación del individuo del campo social, como si tal cosa
fuera posible. Son las relaciones de producción capitalistas las que crean
individuos aislados, sin grupo, como condición necesaria para su captura como
trabajador o consumista. La determinación de “ser” es bastante indigesta, pero
“ser con” y abismarse en los otros provoca revoluciones cotidianas.
Rodolfo González Pacheco escribió en la
década de 1930 que “Los anarquistas no tenemos más que a los anarquistas”, una
indicación del repliegue entre pares, una forma de cuidarnos mutuamente, de
códigos compartidos, de cultivar una cultura propia, etc. Las anarquistas
dijeron algo similar a los compañeros: cansadas de esperar su turno en la
revolución dijeron “nos tenemos a nosotras”. Aún hoy es posible escuchar a
nostálgicos libertarios misóginos subrayar que las anarquistas no eran
feministas –para despreciar a las últimas y como si el feminismo fuera cosa de
“mujeres”– desconociendo que actualmente es el movimiento feminista el que
rompe más eficazmente el edificio de las jerarquías, promueve formas insumisas
y disidentes de vida, alberga y cuida a todas aquellas vidas no asimiladas,
además de generar debates y aportes teóricos para unas culturas de la
liberación afines al anarquismo. El feminismo parece ser quien más lejos lleva
la máxima bakuniana: destruye subjetividades sumisas para crear otras sobre
esas ruinas. En este sentido, incluso la palabra mujer es de uso provisorio. No
es extraño, entonces, que el anarquismo hoy sea el feminismo radical. Como tal
es enemigo, además, del feminismo creador de víctimas y de todas las filosofías
que refuerzan la idea de rebaño de ovejas. El anarquismo, es decir, el
feminismo socava el suelo donde los poderes se erigen. El feminismo, es decir,
el anarquismo, se propone extirpar los microfascismos instalados en el terreno
del deseo, en el terreno de la reproducción social.
En este diccionario vamos a encontrar
nombres propios que son ideas fuerza. Tendremos que cruzar las entradas y
leerlas sabiendo que integraron organizaciones, que actuaron como manadas
subversivas, que no estuvieron solas esperando la revolución. Nos legaron
estrategias de supervivencia, nos enseñaron que la libertad no se busca sino
que se ejerce, nos dejaron un mapa que transitaron. Leemos este diccionario
sabiendo que las vidas que acá se cuentan no fueron de heroínas porque ellas
despreciaron las idolatrías, sino de luchadoras que construyeron con sus pares
nuevas formas de hacer política basadas en la solidaridad, el affidamento y la determinación.
Finalmente, el trabajo de Cristina Guzzo, lleno de amor y cuidado, contribuye a
un capítulo importante de la historia del anarquismo y salda una deuda en la
historiografía de las mujeres.
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