Anselme Bellegarrigue
[Anarquista francés que vivió a mediados del S. XIX. el texto que sigue es un fragmento de su obra más conocida, el Manifiesto de la Anarquía.]
Si me preocupara el sentido atribuido comúnmente a ciertas palabras y dado que un error vulgar ha hecho de “anarquía” el sinónimo de “guerra civil”, tendría horror del título con que he encabezado esta publicación, porque tengo horror a la guerra civil.
Al mismo tiempo, me honra y me complace no haber formado parte nunca de un grupo de conspiradores ni de un batallón revolucionario; me honra y me complace porque esto me sirve para establecer, por una parte, que he sido bastante honesto para no engañar al pueblo, y, por la otra, que he sido bastante hábil para no dejarme engañar por los ambiciosos. He visto pasar, no puedo decir que sin emoción, pero al menos con la mayor calma, a fanáticos y charlatanes, sintiendo piedad por los unos y sumo desprecio por los otros. Y cuando, después de esas luchas sanguinarias -habiendo constreñido mi entusiasmo a no moverse sino en el estrecho marco de un silogismo-, he querido hacer cuenta del bienestar que había traído cada cadáver, he encontrado cero en el total; y cero es nada.
Me horroriza la nada; también me horroriza la guerra civil.
Por eso, si he escrito ANARQUÍA en la portada de este diario, no puede ser para adjudicar a esta palabra el significado que le han dado -muy equivocadamente, como explicaré en breve- las sectas gubernamentalistas, sino por el contrario, para restituirle el derecho etimológico que le conceden las democracias.
La anarquía es la negación de los gobiernos. Los gobiernos, de los que somos pupilos, naturalmente no han encontrado nada mejor que hacer que educarnos en el temor y el horror a su destrucción. Pero como, a su vez, los gobiernos son la negación de los individuos o del pueblo, es racional que éste, despertando a las verdades esenciales, paulatinamente se sienta más horrorizado por su propia anulación que por la de sus maestros.
Anarquía es una vieja palabra, pero esta palabra expresa para nosotros una idea moderna, o más bien un interés moderno, porque la idea es hija del interés. La historia ha calificado de “anárquico” el estado de un pueblo en cuyo seno se encuentran varios gobiernos en competición; pero una cosa es el estado de un pueblo que, queriendo ser gobernado, carece de gobierno precisamente porque tiene demasiados, y otra el de un pueblo que, queriendo gobernarse a sí mismo, carece de gobierno precisamente porque no lo quiere. En efecto, antiguamente la anarquía ha sido la guerra civil, y esto no porque ella expresara la ausencia de gobiernos, sino la pluralidad de éstos, la competición, la lucha de clases gubernamentales. El concepto moderno de verdad social absoluta o de democracia pura ha abierto toda una serie de conocimientos que invierten radicalmente los términos de la ecuación tradicional. Así, la anarquía, que, confrontada con el término monarquía significa guerra civil, desde el punto de vista de la verdad absoluta o democrática no es nada menos que la expresión verdadera del orden social.
En efecto: quien dice anarquía dice negación del gobierno; quien dice negación del gobierno, dice afirmación del pueblo; quien dice afirmación del pueblo, dice libertad individual; quien dice libertad individual, dice soberanía de cada uno; quien dice soberanía de cada uno, dice igualdad; quien dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad; quien dice fraternidad, dice orden social.
Al contrario: quien dice gobierno, dice negación del pueblo; quien dice negación del pueblo, dice afirmación de la autoridad política; quien dice afirmación de la autoridad política, dice dependencia individual; quien dice dependencia individual, dice supremacía de clase; quien dice supremacía de clase, dice desigualdad; quien dice desigualdad, dice antagonismo; quien dice antagonismo, dice guerra civil; por lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil.
No sé si lo que acabo de decir es nuevo, excéntrico, o espantoso. No lo sé ni me preocupo por saberlo. Lo que sé es que puedo audazmente poner en juego mis argumentos contra toda la prosa gubernamentalista blanca y roja del pasado, presente y futuro. La verdad es que yo, en este terreno -que es el de un hombre libre, extraño a la ambición, tenaz en el trabajo, despreciativo del mando, rebelde a la sumisión-, desafío a todo argumento del funcionarismo, a todos los lógicos de la marginación y a todos los defensores del impuesto -monárquico o republicano-, ya se llame progresivo, proporcional, territorial, capitalista, sobre la posesión o sobre el consumo.
Si me preocupara el sentido atribuido comúnmente a ciertas palabras y dado que un error vulgar ha hecho de “anarquía” el sinónimo de “guerra civil”, tendría horror del título con que he encabezado esta publicación, porque tengo horror a la guerra civil.
Al mismo tiempo, me honra y me complace no haber formado parte nunca de un grupo de conspiradores ni de un batallón revolucionario; me honra y me complace porque esto me sirve para establecer, por una parte, que he sido bastante honesto para no engañar al pueblo, y, por la otra, que he sido bastante hábil para no dejarme engañar por los ambiciosos. He visto pasar, no puedo decir que sin emoción, pero al menos con la mayor calma, a fanáticos y charlatanes, sintiendo piedad por los unos y sumo desprecio por los otros. Y cuando, después de esas luchas sanguinarias -habiendo constreñido mi entusiasmo a no moverse sino en el estrecho marco de un silogismo-, he querido hacer cuenta del bienestar que había traído cada cadáver, he encontrado cero en el total; y cero es nada.
Me horroriza la nada; también me horroriza la guerra civil.
Por eso, si he escrito ANARQUÍA en la portada de este diario, no puede ser para adjudicar a esta palabra el significado que le han dado -muy equivocadamente, como explicaré en breve- las sectas gubernamentalistas, sino por el contrario, para restituirle el derecho etimológico que le conceden las democracias.
La anarquía es la negación de los gobiernos. Los gobiernos, de los que somos pupilos, naturalmente no han encontrado nada mejor que hacer que educarnos en el temor y el horror a su destrucción. Pero como, a su vez, los gobiernos son la negación de los individuos o del pueblo, es racional que éste, despertando a las verdades esenciales, paulatinamente se sienta más horrorizado por su propia anulación que por la de sus maestros.
Anarquía es una vieja palabra, pero esta palabra expresa para nosotros una idea moderna, o más bien un interés moderno, porque la idea es hija del interés. La historia ha calificado de “anárquico” el estado de un pueblo en cuyo seno se encuentran varios gobiernos en competición; pero una cosa es el estado de un pueblo que, queriendo ser gobernado, carece de gobierno precisamente porque tiene demasiados, y otra el de un pueblo que, queriendo gobernarse a sí mismo, carece de gobierno precisamente porque no lo quiere. En efecto, antiguamente la anarquía ha sido la guerra civil, y esto no porque ella expresara la ausencia de gobiernos, sino la pluralidad de éstos, la competición, la lucha de clases gubernamentales. El concepto moderno de verdad social absoluta o de democracia pura ha abierto toda una serie de conocimientos que invierten radicalmente los términos de la ecuación tradicional. Así, la anarquía, que, confrontada con el término monarquía significa guerra civil, desde el punto de vista de la verdad absoluta o democrática no es nada menos que la expresión verdadera del orden social.
En efecto: quien dice anarquía dice negación del gobierno; quien dice negación del gobierno, dice afirmación del pueblo; quien dice afirmación del pueblo, dice libertad individual; quien dice libertad individual, dice soberanía de cada uno; quien dice soberanía de cada uno, dice igualdad; quien dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad; quien dice fraternidad, dice orden social.
Al contrario: quien dice gobierno, dice negación del pueblo; quien dice negación del pueblo, dice afirmación de la autoridad política; quien dice afirmación de la autoridad política, dice dependencia individual; quien dice dependencia individual, dice supremacía de clase; quien dice supremacía de clase, dice desigualdad; quien dice desigualdad, dice antagonismo; quien dice antagonismo, dice guerra civil; por lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil.
No sé si lo que acabo de decir es nuevo, excéntrico, o espantoso. No lo sé ni me preocupo por saberlo. Lo que sé es que puedo audazmente poner en juego mis argumentos contra toda la prosa gubernamentalista blanca y roja del pasado, presente y futuro. La verdad es que yo, en este terreno -que es el de un hombre libre, extraño a la ambición, tenaz en el trabajo, despreciativo del mando, rebelde a la sumisión-, desafío a todo argumento del funcionarismo, a todos los lógicos de la marginación y a todos los defensores del impuesto -monárquico o republicano-, ya se llame progresivo, proporcional, territorial, capitalista, sobre la posesión o sobre el consumo.
Sí, la anarquía es el orden, mientras que el gobierno es la guerra civil.
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