Murray Bookchin [1921-2006]
[Fragmento final del libro de igual título, cuya traducción al castellano fue publicada en 2012 por la Editorial Virus en España.]
El aspecto más creativo del anarquismo tradicional es su compromiso con cuatro principios básicos: una confederación de municipios descentralizados, una firme oposición al estatismo, una creencia en la democracia directa y un proyecto de una sociedad comunista libertaria. El problema más importante al que el libertarismo de izquierda —tanto el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy es: ¿Qué hará con estos cuatro poderosos principios? ¿Cómo les daremos forma y contenido social? ¿De qué maneras y con qué medios los convertiremos en relevantes para nuestra época y haremos que sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el empoderamiento y la libertad?
El anarquismo no debe disiparse en un comportamiento indulgente consigo mismo, como el de los adamistas primitivistas del siglo XVI, que «vagaban por los bosques desnudos, cantando y bailando», como Kenneth Rexroth observó con desdén, pasando «el tiempo en una orgía sexual constante» hasta que fueron perseguidos por Jan Zizka y exterminados, con el consiguiente alivio de los campesinos indignados, cuyas tierras habían saqueado. No debe retroceder al submundo primitivista de los John Zerzans y George Bradfords.
No pretendo en absoluto argüir que los anarquistas no deberían vivir su anarquismo en la medida de lo posible en el día a día, tanto personalmente como social, estética y pragmáticamente. Pero no deberían vivir un anarquismo que merma, incluso elimina los rasgos más importantes que han distinguido al anarquismo, como movimiento, práctica y programa, del socialismo de Estado. El anarquismo hoy en día debe mantener resueltamente su carácter de movimiento social —un movimiento social tanto programático como activista—, un movimiento que conjuga su disposición a luchar por una sociedad comunista libertaria con su crítica directa del capitalismo, sin ocultarlo bajo etiquetas como «sociedad industrial».
En resumen, el anarquismo social debe reafirmar rotundamente sus diferencias con el anarquismo personal. Si un movimiento social anarquista no puede traducir sus cuatro principios —confederalismo municipal, oposición al Estado, democracia directa y, finalmente, comunismo libertario— en una práctica real, en una nueva esfera pública; si esos principios se debilitan como recuerdos de luchas pasadas en declaraciones y encuentros ceremoniosos; peor aún, si son subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos quietistas, entonces su esencia socialista revolucionaria tendrá que restablecerse bajo un nuevo nombre.
Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los defi nen: socialismo o individualismo.
Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común. La mera oposición al Estado podría muy bien unir al lumpen fascista con el lumpen stirneriano, un fenómeno que no carecería de precedentes históricos.
[Fragmento final del libro de igual título, cuya traducción al castellano fue publicada en 2012 por la Editorial Virus en España.]
El aspecto más creativo del anarquismo tradicional es su compromiso con cuatro principios básicos: una confederación de municipios descentralizados, una firme oposición al estatismo, una creencia en la democracia directa y un proyecto de una sociedad comunista libertaria. El problema más importante al que el libertarismo de izquierda —tanto el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy es: ¿Qué hará con estos cuatro poderosos principios? ¿Cómo les daremos forma y contenido social? ¿De qué maneras y con qué medios los convertiremos en relevantes para nuestra época y haremos que sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el empoderamiento y la libertad?
El anarquismo no debe disiparse en un comportamiento indulgente consigo mismo, como el de los adamistas primitivistas del siglo XVI, que «vagaban por los bosques desnudos, cantando y bailando», como Kenneth Rexroth observó con desdén, pasando «el tiempo en una orgía sexual constante» hasta que fueron perseguidos por Jan Zizka y exterminados, con el consiguiente alivio de los campesinos indignados, cuyas tierras habían saqueado. No debe retroceder al submundo primitivista de los John Zerzans y George Bradfords.
No pretendo en absoluto argüir que los anarquistas no deberían vivir su anarquismo en la medida de lo posible en el día a día, tanto personalmente como social, estética y pragmáticamente. Pero no deberían vivir un anarquismo que merma, incluso elimina los rasgos más importantes que han distinguido al anarquismo, como movimiento, práctica y programa, del socialismo de Estado. El anarquismo hoy en día debe mantener resueltamente su carácter de movimiento social —un movimiento social tanto programático como activista—, un movimiento que conjuga su disposición a luchar por una sociedad comunista libertaria con su crítica directa del capitalismo, sin ocultarlo bajo etiquetas como «sociedad industrial».
En resumen, el anarquismo social debe reafirmar rotundamente sus diferencias con el anarquismo personal. Si un movimiento social anarquista no puede traducir sus cuatro principios —confederalismo municipal, oposición al Estado, democracia directa y, finalmente, comunismo libertario— en una práctica real, en una nueva esfera pública; si esos principios se debilitan como recuerdos de luchas pasadas en declaraciones y encuentros ceremoniosos; peor aún, si son subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos quietistas, entonces su esencia socialista revolucionaria tendrá que restablecerse bajo un nuevo nombre.
Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los defi nen: socialismo o individualismo.
Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común. La mera oposición al Estado podría muy bien unir al lumpen fascista con el lumpen stirneriano, un fenómeno que no carecería de precedentes históricos.
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