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viernes, 21 de marzo de 2014

Foucault o la ética y la práctica de la libertad. Dinamitar espejismos y propiciar insumisiones


Tomás Ibáñez

[Nota de El Libertario: Este texto (resumen de una conferencia dictada recientemente en la Universidad de Barcelona) nos ha sido remitido por su autor a través del común amigo y compañero Octavio Alberola. Agradecemos a ambos por la deferencia al enviárnoslo para su difusión.]

1          Los “invariantes” foucaultianos

Al igual que esos campos de fuerza, “múltiples y móviles”, en constante recomposición, que Foucault describía cuando disertaba sobre las relaciones de poder, también su pensamiento estaba en continua recomposición, en constante desplazamiento desde un campo de análisis a otro, desde un objeto de interés a otro, deslizándose por un suelo movedizo: “mi discurso…-decía Foucault- esquiva el suelo sobre el cual podría tomar apoyo”. Un continuo movimiento y, al mismo tiempo una política del movimiento, una insistente incitación a cambiar, a cambiar en todos los aspectos de la vida. Nos advertía que “pensar era, precisamente, cambiar de pensamiento”, y añadía que nadie debía “exigirle que permaneciera el mismo” a lo largo de su trayectoria.

Pero, no todo era movilidad, también podemos detectar en los continuos desplazamientos de Foucault y en las modificaciones de su pensamiento, algunas constantes, tales como  la permanencia de unas motivaciones básicas y la continuidad de un método de trabajo. Se trata, de lo que yo llamaría los “invariantes foucaultianos”, y me gustaría destacar aquí dos de esos invariantes.

En primer lugar, un “invariante” que reside en el procedimiento general elaborado y puesto en práctica por Foucault.

Dicho de forma ultra condensada, ese procedimiento general consiste en dinamitar espejismos para posibilitar insumisiones.


Echando mano de una célebre metáfora de Wittgenstein, entiendo que lo que trata de hacer Foucault es romper  “la imagen que nos tiene presos”, la imagen que no podemos ver por la sencilla razón que formamos parte de ella, pero que hace proliferar, sin embargo, los múltiples espejismos que nos engañan constantemente.

Ahora bien, para romper “la imagen que nos tiene presos” primero hay que poder verla. Y, para ello, es preciso desmantelar y subvertir el a priori histórico de la experiencia posible que la construye y que, a la vez, nos impide ver que solo se trata de una imagen. 

Nada más difícil que acotar el a priori histórico de la experiencia posible, porque es precisamente ese a priori el que conforma nuestra experiencia, es decir, el que conforma la perspectiva desde la cual vemos y pensamos las cosas, así como las categorías desde las cuales nos vemos y nos pensamos a nosotros mismos. Es conocido que el ojo no puede verse a sí mismo viendo, no puede hacerlo porque es el instrumento de la mirada, y, como tal, no pudiendo ser, simultáneamente, causa y efecto, producto y proceso, lo único que puede alcanzar a ver es una imagen de sí mismo…

…también la reflexividad tiene sus límites.

Algo parecido ocurre con el a priori histórico que configura los límites de la experiencia posible. Para acotarlo, y para subvertirlo, debemos escapar del dominio que la verdad ejerce sobre nosotros. En efecto, es en base a la producción de “efectos de verdad” como se ha construido la imagen que nos tiene presos. Es porque consideramos que tal o cual discurso es verdadero por lo que nos dejamos encerrar en los supuestos que vehicula y acabamos siendo presos de una imagen que, además, niega serlo.

Es para sortear esa trampa que Foucault rastrea incansablemente la historia de la verdad, sus modos de constitución, sus modos de uso, de producción, sus regímenes, sus variaciones, sus efectos. Se trata de poner de manifiesto, los efectos de poder, de subjetivación, de pensamiento, que produce la verdad, o lo que se toma como verdadero y se ha establecido como verdad.

Foucault siempre empieza por intentar romper, por procurar hacer estallar en mil fragmentos, por dinamitar, nuestra forma de pensar determinados fenómenos. Ese es el paso previo que hay que dar para que podamos pensarlos de una manera otra, desde una perspectiva distinta.

Ese paso previo requiere, en primer lugar, la elaboración de unos conocimientos sumamente rigurosos acerca de los procedimientos y de las prácticas que nos han llevado a pensar como lo hacemos, y a ser como somos. En segundo lugar, requiere la circulación de esos conocimientos para que podamos recibirlos, usarlos y  percibir, gracias a ellos, los contornos de la imagen que nos tiene presos, escapando así del a priori histórico que configura, determina, y cierra, la forma de nuestra experiencia posible.

El gran mérito de Foucault, su aportación la más valiosa, aquella que, por mi parte, preservaría por encima de todas si solo pudiese elegir una de ellas, consiste en habernos enseñado que, por imposible que parezca, podemos subvertir el a priori histórico de la experiencia posible.

Obviamente, mientras Foucault trabajaba en esos pasos previos a los que me he referido, su figura no podía sino tomar el aspecto de un determinista acérrimo, empeñado en mostrarnos el carácter ineludible de nuestra condición, y la ausencia de cualquier vía de escape, o de cualquier línea de fuga.

Así fue como nació la ficción de un Foucault que anunciaba que no había escapatoria, que todo estaba irremediablemente atado de ante mano, sumiendo a sus lectores en un profundo pesimismo, y cosechando acusaciones de desactivar las voluntades de lucha.

Daré dos ejemplos que ilustran lo que acabo de decir acerca de los pasos previos. El primero está relacionado con la cuestión del sujeto y el segundo con el fenómeno de la libertad.

Durante largo tiempo, las densas investigaciones de Foucault sobre las prácticas de subjetivación daban la impresión que estaba empeñado en querer eliminar definitivamente el sujeto. En realidad, tan solo estaba comprometido con la paciente labor de desmontar cierta concepción del sujeto que obstaculizaba la emergencia de una concepción distinta. Foucault no pretendía, ni mucho menos, negar la existencia del sujeto, sino que estaba dando los pasos previos para que pudiese emerger otra manera de entenderlo.

En efecto, contra la idea ampliamente asumida, de un sujeto esencial, se trataba de mostrar que el sujeto no era “constituyente”, sino que  estaba “constituido”, y para ello había que desmontar con rigor los procedimientos de su constitución. Foucault tenía que hacernos ver que nuestra subjetividad procedía de determinadas prácticas de subjetivación, para que pudiéramos buscar, a partir de ahí,  el punto de fuga de esas determinaciones, y conseguir deshacerlas, subvirtiendo tanto lo que somos, como lo que nos ha hecho ser como somos.

En cuanto al segundo ejemplo, el de la libertad, parecía, aquí también, que Foucault estuviese empeñado en cerrar cualquier posibilidad de pensar positivamente la libertad, alertándonos, por ejemplo, sobre el hecho que no existía ninguna playa por debajo de los densos adoquines del poder. La libertad “ya constituida” del sujeto “ya constituido”, solo era una libertad condicional en la que anidaba el poder. Muy lejos de ser “lo otro” del poder, nuestra libertad ya estaba atravesada y conformada por efectos de poder, con lo cual la ilusión de que nuestra emancipación pasaba por rescatar nuestra libertad arrancándola de las garras del poder era tan solo eso: una ilusión… y una engañifa.

Sin embargo, Foucault no pretendía invalidar la posibilidad de ejercer unas prácticas de libertad que desafiasen realmente al poder, bien al contrario. Lo que ocurría era que para abrir paso a esas prácticas de libertad había que desterrar previamente cualquier veleidad de pensar positivamente el tipo de libertad que el poder construye para nosotros.

En definitiva, lo que Foucault mantuvo “invariante” a lo largo de su trayectoria fue un procedimiento que acometía una previa y meticulosa destrucción para abrir paso a unas posibilidades de transformación.

El segundo “invariante” foucaultiano está constituido por su empeño en mantener, siempre, el presente como norte y como objeto de sus investigaciones. Eso puede parecer una paradoja cuando se piensa en su impresionante trabajo de historiador y en el rigor con el que rastreó el pasado. Sin embargo, esas investigaciones no tenían otra meta que la de diagnosticar el presente, la de hacer la historia del presente para posibilitar su transformación mediante su comprensión. La referencia al presente es, en efecto, lo que da sentido a la genealogía.

Y qué duda cabe que algunos de los análisis de Foucault no solo ayudaron a entender el presente que le tocó vivir, sino que también nos ayudan, 30 años después de su muerte, a entender mejor nuestro más inmediato presente.

Me estoy refiriendo, por ejemplo, a sus análisis del biopoder, o del liberalismo, o, también, al papel desempeñado por las prácticas de desubjetivación en las actuales resistencias. En efecto, ¿Cómo no percibir acentos foucaultianos en los sectores de la disidencia política que enfatizan la importancia de vivir de otra forma y de ser distintos, no solo para transformarnos a nosotros mismos, sino también para cambiar el mundo?

Podemos apreciar la actualidad de Foucault solo con releer, por ejemplo, lo que ya decía hace, nada menos, que 35 años en su curso de 1978: “Nacimiento de la biopolitica”, cuando describía la racionalidad gubernamental del neo liberalismo norte americano: “…se trata-decía Foucault- de generalizar la forma económica del mercado…a todo el cuerpo social, a todo el sistema social que, normalmente, no pasa por, ni está sancionado por intercambios monetarios” y, en efecto, la aplicación de esquemas mercantiles expresados en términos de oferta y demanda, de costos y beneficios, de rentabilidad y utilidad, a ámbitos no económicos, es decir la mercantilización de todo el campo social, psicológico, y relacional, es algo que no ha hecho sino acentuarse desde entonces, configurando masivamente nuestro presente.

Esa mercantilización ha avanzado en paralelo a la difusión del modelo de la empresa y de la lógica de la competitividad a todos los ámbitos de las relaciones sociales y de la vida de los individuos que se ven  permanentemente incitados a convertirse, como ya decía Foucault, en eficientes “empresarios de sí mismos”.

También podemos apreciar la actualidad de Foucault viendo como confluyen, y como se combinan hoy, diversas formas de gubernamentalidad en el campo de la medicina, y muy  especialmente en el ámbito de la medicina genética. En efecto, la espectacular expansión social de la medicalización pasa por el ejercicio de un biopoder basado en el juego de la norma, de lo normal y lo patológico, y en la regulación de las poblaciones. Pero, al mismo tiempo, esa medicalización apela a un poder disciplinario, basado en unos mecanismos de corrección y en unos procedimientos de vigilancia y de control que multiplican los chequeos, los datos epidemiológicos, las estadísticas médicas y los ficheros informatizados, articulando finamente unos procesos de individualización y de totalización. Todo eso se combina, además, con una racionalidad gubernamental de tipo liberal que responsabiliza al sujeto del buen uso de su libertad en la correcta gestión de su salud.

La forma que ha tomado hoy en día la medicalización constituye, quizás, el dispositivo más sofisticado del actual ejercicio del poder.

Sin embargo, la actualidad de Foucault, no se reduce al interés que presentan sus propios análisis para descifrar nuestro presente, es cierto que solo con que nos hubiese legado esos análisis ya sería mucho, pero nos dejó, además, sus herramientas, la famosa caja de herramientas que Foucault puso a nuestra disposición para que pudiéramos seguir diagnosticando el presente, y en eso radica también la incuestionable actualidad de Foucault, porque es en buena medida, utilizando sus herramientas como mejor podemos entender nuestro tiempo.

Solo mencionaré aquí tres de esas herramientas que son, además, de orden puramente conceptual.

La primera está constituida por el antiesencialismo radical que animaba la lucha de Foucault contra lo que él denominaba “el postulado esencialista”. Se trata de una herramienta que educa nuestra mirada y que instruye un arte de preguntar. Nos dice que no hay que mirar por detrás, o por debajo de las apariencias, y que no hay que preguntar por el “qué”, por el “¿qué es?” sino por el “como”. ¿Cómo se forma? ¿Qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Qué efectos produce?

En efecto, no se trataba para Foucault de rescatar lo que ocultarían las apariencias. Hay que deconstruirlas, por supuesto, pero no para encontrar lo que esconden y lo que las sostiene, porque no encontraríamos nada, sino para ver “como” han sido construidas.

La segunda herramienta consiste en  evaluar los saberes que producimos recurriendo a un criterio que resulta tan fácil de enunciar como difícil de satisfacer. Se trata, en efecto, de elaborar, unos saberes, unos principios de inteligibilidad, ya sea acerca del poder, de la subjetividad, de la gubernamentalidad, o de cualquier objeto, que sean, simultáneamente, instrumentos de resistencia. Se trata de elaborar explicaciones y claves de sentido que sean, en sí mismas, antagónicas con los efectos de poder.

La tercera herramienta remite a la “problematización”, entendida aquí en uno de los diversos sentidos que le daba Foucault, es decir, en hacer que todo aquello que damos por evidente, que damos por sentado, todo lo que se presenta como incuestionable, que no suscita dudas, que resulta, por lo tanto, “aproblemático”, se torne, precisamente, “problemático”, y pase a ser cuestionado, repensado, interrogado. Eso fue, por ejemplo, lo que hizo Foucault respecto de la aplastante evidencia según la cual la sexualidad había sido exclusivamente acallada y reprimida.

Ahora bien, problematizar no consiste, solamente, en hacer que lo no problemático se torne problemático, consiste  también, y sobre todo, en lograr entender el cómo, y el por qué, algo ha adquirido un estatus de evidencia incuestionable, Se trata de hacer aflorar el proceso histórico a través del cual algo se ha constituido como obvio, como evidente, como seguro, y se ha vuelto impermeable a cualquier atisbo de duda.

Las tres herramientas que he mencionado forman parte, en definitiva, de ese “invariante” constituido por el tozudo anclaje de la mirada de Foucault en el presente.

Sin embargo, me atrevería a mencionar ahora otro “invariante”, que nos caracteriza a nosotros mismos más que a Foucault, y que afecta nuestra mirada más que la suya.

2          Poder-dominación

En efecto, los textos de Foucault siguen produciendo en quienes nos acercamos a ellos y nos dejamos seducir por el pensamiento de su autor, unos extraños efectos que consisten en transformarnos de manera más o menos importante. Porque resulta que si nos dejamos llevar por su discurso no somos los mismos, ni las mismas, antes y después de haber leído y asimilado Foucault.

Quizás, el peculiar impacto que tienen sus textos sobre nuestra sensibilidad se debe al enorme poder de convicción con el cual Foucault nos incita a trastocar la relación que mantenemos con las verdades heredadas, a preguntarnos por los efectos que producen esas verdades, a interrogar su genealogía y, finalmente, a tomar conciencia de la irreductible contingencia histórica de esas verdades.

Una contingencia histórica que, al proyectar la radical ausencia de necesidad en la propia esfera de lo que somos, abre la posibilidad de que dejemos de ser lo que somos, y consigamos pensar, sentir, y actuar de forma diferente. Al agudizar, hasta el extremo, la conciencia de nuestra inescapable contingencia, el discurso foucaultiano nos invita inmediatamente a explorar el complejo entramado de las "prácticas de subjetivación" y de las "prácticas de poder" que han operado sobre nosotros para constituirnos finalmente "tal y como somos".

Lo que abre esa exploración no es sino el inmenso y accidentado campo constituido por unas relaciones de poder que Foucault supo descifrar como, quizás, nadie lo había sabido hacer hasta entonces.

No es este el lugar para desgranar unas reformulaciones de las relaciones de poder que son harto conocidas, y que ya han sedimentado en amplísimos sectores del pensamiento contemporáneo. Me limitaré, pues, a recordar brevemente cuatro o cinco de las múltiples innovaciones que forman parte de la analítica del poder construida por Foucault.

En primer lugar, Foucault desubstantifica el poder: el poder no es el tipo de objeto que se pueda poseer o que se pueda ceder, no es un bien. Tampoco es algo que esté localizado en un espacio determinado. Es una entidad dinámica, algo que circula, que toma la forma de una relación y que solo existe mediante su ejercicio.

En segundo lugar, frente a la hipótesis represiva de un poder que solo sabe constreñir, prohibir y castigar, Foucault muestra la extraordinaria productividad del poder y su capacidad para incitar, para hacer cosas, y para crear realidad.

En tercer lugar, contra un paradigma jurídico que reclama obediencia a la Ley, Foucault esgrime un paradigma estratégico donde el poder se manifiesta bajo la forma de un enfrentamiento constante y móvil entre fuerzas antagónicas.

En cuarto lugar, frente a la concepción vertical de un poder descendente que actúa desde el exterior de lo que apresa, Foucault muestra que el poder es inmanente a los diferentes ámbitos en los que se ejerce.

Por fin, Foucault también nos enseñó que el poder se suicida tan pronto como aniquila la libertad, por la sencilla razón de que no puede existir sin ella.

Me gustaría ilustrar este último aspecto, que considero de suma importancia, acudiendo a una breve referencia de carácter personal.

En 1982, hace por lo tanto 32 años, publiqué un pequeño libro que se titulaba “Poder y Libertad” y que fue motivado, en parte, por la lectura de Foucault. Lo he vuelto a leer estos últimos días, y me ha parecido detectar una contradicción flagrante entre mi visión de la relación entre el poder y la libertad, y lo que plantea Foucault. En efecto, yo afirmaba que no se podía pensar la cuestión del poder con independencia del tema de la libertad, sin duda alguna, los dos conceptos se implicaban mutuamente. Pero, se implicaban en términos de una relación antagónica. Había que pensar el poder en contra de la libertad, decía yo, porque el poder es, finalmente, lo que constriñe la libertad. Y, sin embargo, Foucault explica, magníficamente, que el poder requiere la libertad y que allí donde hay poder hay, necesariamente, libertad. Dice textualmente: «si hay relaciones de poder por todo el campo social es porque hay libertad por todos los sitios».

En realidad, la contradicción era solo aparente, porque si bien es cierto que el poder requiere la libertad, solo la requiere para doblegarla, solo la necesita para constreñirla. El juego que se da entre el poder y la libertad es como el juego entre el gato y el ratón. En ese juego es obvio que  el gato constriñe y limita la libertad de movimiento del ratón, pero, también es cierto que necesita de su habilidad para zafarse de sus garras, y de la resistencia que opone a sus zarpazos. El juego desaparece en cuanto el ratón se torna inerme, al igual, lo repito, que el poder se suicida en cuanto mata la libertad.

No existe, por lo tanto, contradicción alguna entre definir el poder como lo que constriñe la libertad, y afirmar, al mismo tiempo, que el poder solo existe allí donde hay  libertad. Es más, es precisamente, porque el poder implica la libertad por lo que la resistencia es consustancial con el poder. Como dice Foucault, allí donde hay poder hay también, indefectiblemente, resistencia.

La problemática de la relación entre el poder y la libertad  hizo que Foucault estableciese una importantísima distinción entre el poder y la dominación. En efecto, el poder es acción sobre la acción de otros, y requiere por lo tanto que estos dispongan de un margen de decisión sobre sus propias acciones. Cuando ese margen desaparece porque las relaciones de poder han cristalizado en dispositivos, o en estructuras, que determinan estrictamente las acciones, anulando cualquier posibilidad de decisión, es entonces cuando ya no hay relaciones de poder, sino situaciones de dominación, es decir, situaciones definidas por la ausencia de libertad.

Con este planteamiento Foucault parecía cerrar cualquier posibilidad de luchar contra la dominación ya que si no hay ejercicio de poder tampoco hay posibilidad de esas resistencias que constituyen su necesario correlato. Sin embargo, Foucault señalaba que, aun así, siempre queda margen para la sublevación y para la liberación. En efecto, no hay situación en la que se anulen por completo las energías capaces de sacudir el yugo de la dominación, y de abrir el campo de las prácticas de libertad.

No hay nunca una completa y absoluta anulación de toda posibilidad de quebrantar la dominación, no la hay por dos razones.

En primer lugar, porque mientras la vida se mantiene, siempre tiene la capacidad de desbordar cualquier dispositivo que pretenda erradicar por completo sus potencialidades. La única forma de dominar absolutamente un ser vivo consiste en  matarlo, pero, claro, entonces, ya no queda nada que dominar. Mientras hay vida también existen algunas líneas de fuga, por muy tenues que sean, para evadir la dominación.

En segundo lugar, porque resulta que ningún dispositivo de dominación puede inmiscuirse por completo en el seno de la relación que uno mantiene consigo mismo. Esa relación es irreductible a los efectos de poder, lo cual no significa que no se vea afectada por el poder, sino que siempre puede escapar de él, aunque sea parcialmente, y reconstruirse en otro lugar. La relación de uno con uno mismo es el locus donde se instala la sumisión, ciertamente, pero también es el locus donde pueden fraguarse eventuales prácticas de libertad.

Hablar de prácticas de libertad es adentrarse en el terreno político, de una forma mucho más directa que cuando se analizan las relaciones de poder, y eso fue lo que hizo Foucault cuando puso en el primer plano de sus preocupaciones el análisis de la cuestión política. Es decir, la cuestión de la organización de las relaciones de poder, y del gobierno de las sociedades, entendido como el conjunto de instituciones y de prácticas que intervienen en la conducción de las conductas de los individuos.

Ese análisis condujo Foucault a elaborar el concepto de gubernamentalidad, y a describir una nueva modalidad de biopoder enfocado a gestionar y administrar la población en el marco de una biopolitica que situaba directamente la vida misma como objeto de gobierno.

No es de extrañar que la constitución de la biopolítica tomase apoyo sobre el desarrollo del liberalismo, a la vez que contribuyó a impulsarlo. En efecto, esas dos racionalidades gubernamentales tenían en común el hecho de utilizar los propios funcionamientos y las propiedades constitutivas de las realidades que se trataba de gobernar. Ambas consideraban que solo se puede gobernar eficazmente un determinado objeto si se respeta sus propias regularidades, es decir, sin entorpecer los procesos “naturales”, entre comillas,  que se dan en su seno.

La gubernamentalidad liberal ha teorizado y ha puesto en práctica, esos principios, consumiendo libertad de forma masiva y gestionándola de manera a extraer de ella la máxima utilidad.

Ahora bien, en nuestro sistema,  a partir del momento en que se necesita que la libertad se manifieste con las menores trabas posibles, se vuelve imprescindible mantenerla bajo un control y una vigilancia permanentes. Esa es la razón por la que el juego libertad-seguridad se halla en el corazón del liberalismo, y esa es también la razón por la que asistimos actualmente al desarrollo de unos enormes dispositivos de seguridad, tanto más potentes cuanto que más se deja rienda suelta a las regulaciones internas de la economía y de la política.

3          La política, la ética y la libertad

Al tiempo que daba prioridad al estudio de la dimensión política del poder, Foucault acentuaba su interés por el sujeto, y se dedicaba a indagar la forma en que los griegos desarrollaron un arte de gobernarse a sí mismo que pasaba por el ejercicio de determinadas “prácticas de sí” encaminadas a transformar al sujeto para que dejase de ser el juguete de sus propios apetitos, y para que pudiese constituirse como un ser dueño de sí mismo, como un ser capaz de darse sus propias reglas, es decir, capaz de dotarse de libertad.

Ahora bien, dotarse de libertad es algo que solo se puede hacer  desde la libertad, presupone la libertad, descansa sobre unas decisiones que no estén supeditadas a la voluntad de otros, ni al dictado de las instituciones, y requiere, por lo tanto una ética.

La libertad es, en efecto, la condición ontológica de la ética, si por ética se entiende la capacidad y la voluntad de desarrollar prácticas de sí que conduzcan hacia el dominio de uno sobre sí mismo, lo que implica también el dominio sobre la elección de nuestros propios valores. Como apostillaba Foucault «¿…qué es la ética, sino la práctica de la libertad…?”

De alguna manera, la trayectoria de Foucault culmina pues con lo que ya estaba latente en el centro de sus preocupaciones desde el inicio de su andadura, es decir, con la preocupación por la libertad. Foucault declaraba hacia el final de su vida:” Mi papel… consiste en mostrar a las personas que pueden ser mucho más libres de lo que creen…”. Y, en efecto, se puede ser más libre porque, como también apuntaba Foucault: “Todas las cosas han sido hechas, y pueden ser desechas a condición de que sepamos cómo han sido hechas”.

En tanto que  la genealogía nos ayuda a saber cómo las cosas han sido hechas, está claro que presenta una dimensión política. Pero el conocimiento no es suficiente, es la voluntad política la que nos permite eventualmente “deshacer las cosas”, y si algo caracterizaba a Foucault eso era, sin duda, la fuerza de su voluntad política.

Foucault, nos dice su gran amigo y prestigioso historiador Paul Veyne, “era un guerrero. …es decir alguien que …no está indignado, sino enojado ...que no está convencido, sino resuelto …que tiene la energía suficiente para combatir sin tener que dar razones que lo tranquilicen …que adopta valorizaciones que no son ni verdaderas ni falsas…” sino que son, simplemente, por las que ha decidido que vale la pena luchar.

El propio Foucault decía: “…soy un  artificiero. Fabrico algo que sirve, finalmente, a una guerra, a asediar, a una destrucción. No es que esté a favor de la destrucción, pero estoy por que se pueda pasar, por que se pueda avanzar, por que se puedan derrumbar los muros.”

Y añadía: « sueño con el intelectual destructor de evidencias y de universalismos, aquel que detecta en las inercias y las constricciones del presente los puntos débiles, las aperturas, las líneas de fuerza.”

Foucault hablaba de «la inservidumbre voluntaria» como condición ética de la resistencia”, ahora bien, la inservidumbre, la resistencia, la rebelión, la transformación de sí y el desarrollo de unas prácticas de libertad, no se limitan a la esfera privada del sujeto, sino que pretenden transformar, al mismo tiempo,  el sujeto y el mundo. Se trata de un proceso orientado a alumbrar, a la par y en un mismo movimiento, un sujeto nuevo y un mundo nuevo.

Al reivindicarse de una filosofía crítica, Foucault expresaba, en una entrevista concedida el año mismo de su muerte, su compromiso con una ética de la libertad que cuestionase, lo cito: “…todos los fenómenos de dominación, sea cual sea el nivel y la forma en que se presentan…”. Foucault enunciaba de esa forma una opción personal, no pedía a nadie que le siguiese en ese camino, pero ofrecía  algunas herramientas a quienes decidieran emprender la misma senda.

Yo no sabría cómo justificar mi intervención aquí, si no fuese lanzando una invitación a usar esas herramientas con la misma voluntad de insumisión, y con el mismo ímpetu guerrero con las que las usaba Foucault.


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