Tomás Ibáñez
[Nota de El Libertario:
Este texto (resumen de una conferencia dictada recientemente en la Universidad
de Barcelona) nos ha sido remitido por su autor a través del común amigo y
compañero Octavio Alberola. Agradecemos a ambos por la deferencia al enviárnoslo
para su difusión.]
1 Los “invariantes” foucaultianos
Al igual que esos campos de
fuerza, “múltiples y móviles”, en
constante recomposición, que Foucault
describía cuando disertaba sobre las relaciones de poder, también su
pensamiento estaba en continua
recomposición, en constante desplazamiento desde un campo de análisis a
otro, desde un objeto de interés a otro, deslizándose por un suelo movedizo: “mi discurso…-decía Foucault- esquiva el suelo sobre el cual podría tomar
apoyo”. Un continuo movimiento y, al mismo tiempo una política del movimiento, una insistente incitación a cambiar, a
cambiar en todos los aspectos de la vida. Nos advertía que “pensar era, precisamente, cambiar de
pensamiento”, y añadía que nadie debía “exigirle
que permaneciera el mismo” a lo largo de su trayectoria.
Pero, no todo era movilidad, también
podemos detectar en los continuos desplazamientos de Foucault y en las
modificaciones de su pensamiento, algunas constantes, tales como la permanencia de unas motivaciones básicas y
la continuidad de un método de trabajo. Se trata, de lo que yo llamaría los “invariantes foucaultianos”, y me
gustaría destacar aquí dos de esos invariantes.
En primer lugar, un “invariante” que reside en el procedimiento general elaborado y
puesto en práctica por Foucault.
Dicho de forma ultra condensada,
ese procedimiento general consiste en dinamitar
espejismos para posibilitar insumisiones.
Echando mano de una célebre metáfora
de Wittgenstein, entiendo que lo que trata de hacer Foucault es romper “la
imagen que nos tiene presos”, la imagen que no podemos ver por la sencilla
razón que formamos parte de ella, pero que hace proliferar, sin embargo, los
múltiples espejismos que nos engañan
constantemente.
Ahora bien, para romper “la imagen que nos tiene presos” primero
hay que poder verla. Y, para ello, es preciso desmantelar y subvertir el a priori histórico de la experiencia
posible que la construye y que, a la vez, nos impide ver que solo se trata
de una imagen.
Nada más difícil que acotar el a
priori histórico de la experiencia posible, porque es precisamente ese a priori
el que conforma nuestra experiencia, es decir, el que conforma la perspectiva
desde la cual vemos y pensamos las cosas, así como las categorías desde las
cuales nos vemos y nos pensamos a nosotros mismos. Es conocido que el ojo no
puede verse a sí mismo viendo, no puede hacerlo porque es el instrumento de la
mirada, y, como tal, no pudiendo ser, simultáneamente, causa y efecto, producto
y proceso, lo único que puede alcanzar a ver es una imagen de sí mismo…
…también la reflexividad tiene
sus límites.
Algo parecido ocurre con el a priori histórico que configura los
límites de la experiencia posible. Para
acotarlo, y para subvertirlo, debemos escapar del dominio que la verdad ejerce sobre nosotros. En
efecto, es en base a la producción de “efectos
de verdad” como se ha construido la imagen que nos tiene presos. Es porque
consideramos que tal o cual discurso es verdadero
por lo que nos dejamos encerrar en los supuestos que vehicula y acabamos siendo
presos de una imagen que, además, niega serlo.
Es para sortear esa trampa que
Foucault rastrea incansablemente la historia
de la verdad, sus modos de constitución, sus modos de uso, de producción,
sus regímenes, sus variaciones, sus efectos. Se trata de poner de manifiesto, los
efectos de poder, de subjetivación, de pensamiento, que produce la verdad, o lo
que se toma como verdadero y se ha establecido como verdad.
Foucault siempre empieza por
intentar romper, por procurar hacer estallar en mil fragmentos, por dinamitar, nuestra forma de pensar determinados
fenómenos. Ese es el paso previo que
hay que dar para que podamos pensarlos de una manera otra, desde una
perspectiva distinta.
Ese paso previo requiere, en
primer lugar, la elaboración de unos conocimientos sumamente rigurosos acerca
de los procedimientos y de las prácticas que nos han llevado a pensar como lo
hacemos, y a ser como somos. En segundo lugar, requiere la circulación de esos
conocimientos para que podamos recibirlos, usarlos y percibir, gracias a ellos, los contornos de la
imagen que nos tiene presos, escapando así del a priori histórico que
configura, determina, y cierra, la forma de nuestra experiencia posible.
El gran mérito de Foucault, su
aportación la más valiosa, aquella que, por mi parte, preservaría por encima de
todas si solo pudiese elegir una de ellas, consiste en habernos enseñado que,
por imposible que parezca, podemos subvertir el a priori histórico de la
experiencia posible.
Obviamente, mientras Foucault
trabajaba en esos pasos previos a los
que me he referido, su figura no podía sino tomar el aspecto de un determinista acérrimo, empeñado en mostrarnos
el carácter ineludible de nuestra condición, y la ausencia de cualquier vía de
escape, o de cualquier línea de fuga.
Así fue como nació la ficción de
un Foucault que anunciaba que no había escapatoria, que todo estaba irremediablemente
atado de ante mano, sumiendo a sus lectores en un profundo pesimismo, y
cosechando acusaciones de desactivar las voluntades de lucha.
Daré dos ejemplos que ilustran
lo que acabo de decir acerca de los pasos
previos. El primero está relacionado con la cuestión del sujeto y el segundo con el fenómeno de
la libertad.
Durante largo tiempo, las densas
investigaciones de Foucault sobre las
prácticas de subjetivación daban la impresión que estaba empeñado en querer
eliminar definitivamente el sujeto. En
realidad, tan solo estaba comprometido con la paciente labor de desmontar cierta concepción del sujeto que obstaculizaba la emergencia de una
concepción distinta. Foucault no pretendía, ni mucho menos, negar la existencia
del sujeto, sino que estaba dando los
pasos previos para que pudiese emerger otra manera de entenderlo.
En efecto, contra la idea ampliamente
asumida, de un sujeto esencial, se
trataba de mostrar que el sujeto no era “constituyente”,
sino que estaba “constituido”, y para ello había que desmontar con rigor los
procedimientos de su constitución. Foucault tenía que hacernos ver que nuestra
subjetividad procedía de determinadas prácticas
de subjetivación, para que pudiéramos buscar, a partir de ahí, el punto de fuga de esas determinaciones, y
conseguir deshacerlas, subvirtiendo tanto lo
que somos, como lo que nos ha hecho
ser como somos.
En cuanto al segundo ejemplo, el
de la libertad, parecía, aquí también, que Foucault estuviese empeñado en
cerrar cualquier posibilidad de pensar
positivamente la libertad, alertándonos, por ejemplo, sobre el hecho que no existía ninguna playa por debajo de los densos
adoquines del poder. La libertad “ya
constituida” del sujeto “ya
constituido”, solo era una libertad
condicional en la que anidaba el poder. Muy lejos de ser “lo otro” del poder, nuestra libertad ya
estaba atravesada y conformada por efectos de poder, con lo cual la ilusión de que
nuestra emancipación pasaba por rescatar nuestra libertad arrancándola de las
garras del poder era tan solo eso: una ilusión… y una engañifa.
Sin embargo, Foucault no
pretendía invalidar la posibilidad de ejercer unas prácticas de libertad que
desafiasen realmente al poder, bien al contrario. Lo que ocurría era que para
abrir paso a esas prácticas de libertad había que desterrar previamente cualquier veleidad de pensar
positivamente el tipo de libertad que el poder construye para nosotros.
En definitiva, lo que Foucault mantuvo “invariante” a lo largo de su
trayectoria fue un procedimiento que acometía una previa y meticulosa destrucción para abrir paso a unas posibilidades
de transformación.
El segundo “invariante” foucaultiano está constituido por su empeño en mantener,
siempre, el presente como norte y como
objeto de sus investigaciones. Eso puede parecer una paradoja cuando se piensa
en su impresionante trabajo de historiador y en el rigor con el que rastreó el
pasado. Sin embargo, esas investigaciones no tenían otra meta que la de diagnosticar el presente, la de hacer la historia del presente para
posibilitar su transformación mediante su comprensión. La referencia al
presente es, en efecto, lo que da sentido a la genealogía.
Y qué duda cabe que algunos de
los análisis de Foucault no solo ayudaron a entender el presente que le tocó
vivir, sino que también nos ayudan, 30 años después de su muerte, a entender
mejor nuestro más inmediato presente.
Me estoy refiriendo, por
ejemplo, a sus análisis del biopoder, o del liberalismo, o, también, al papel
desempeñado por las prácticas de desubjetivación
en las actuales resistencias. En
efecto, ¿Cómo no percibir acentos foucaultianos en los sectores de la
disidencia política que enfatizan la importancia de vivir de otra forma y de
ser distintos, no solo para transformarnos a nosotros mismos, sino también para
cambiar el mundo?
Podemos apreciar la actualidad
de Foucault solo con releer, por ejemplo, lo que ya decía hace, nada menos, que
35 años en su curso de 1978: “Nacimiento
de la biopolitica”, cuando describía la racionalidad gubernamental del neo
liberalismo norte americano: “…se trata-decía
Foucault- de generalizar la forma
económica del mercado…a todo el cuerpo social, a todo el sistema social que,
normalmente, no pasa por, ni está sancionado por intercambios monetarios” y,
en efecto, la aplicación de esquemas mercantiles expresados en términos de
oferta y demanda, de costos y beneficios, de rentabilidad y utilidad, a ámbitos
no económicos, es decir la
mercantilización de todo el campo social, psicológico, y relacional, es
algo que no ha hecho sino acentuarse desde entonces, configurando masivamente
nuestro presente.
Esa mercantilización ha avanzado
en paralelo a la difusión del modelo de
la empresa y de la lógica de la
competitividad a todos los ámbitos de las relaciones sociales y de la vida
de los individuos que se ven
permanentemente incitados a convertirse, como ya decía Foucault, en
eficientes “empresarios de sí mismos”.
También podemos apreciar la
actualidad de Foucault viendo como confluyen, y como se combinan hoy, diversas
formas de gubernamentalidad en el campo de la medicina, y muy especialmente en el ámbito de la medicina
genética. En efecto, la espectacular expansión social de la medicalización pasa por el ejercicio de un biopoder basado en el juego de la norma, de lo normal y lo
patológico, y en la regulación de las poblaciones. Pero, al mismo tiempo, esa
medicalización apela a un poder
disciplinario, basado en unos mecanismos de corrección y en unos
procedimientos de vigilancia y de control que multiplican los chequeos, los
datos epidemiológicos, las estadísticas médicas y los ficheros informatizados,
articulando finamente unos procesos de individualización y de totalización.
Todo eso se combina, además, con una racionalidad gubernamental de tipo liberal
que responsabiliza al sujeto del buen uso de su libertad en la correcta gestión
de su salud.
La forma que ha tomado hoy en
día la medicalización constituye, quizás, el dispositivo más sofisticado del
actual ejercicio del poder.
Sin embargo, la actualidad de
Foucault, no se reduce al interés que presentan sus propios análisis para
descifrar nuestro presente, es cierto que solo con que nos hubiese legado esos
análisis ya sería mucho, pero nos dejó, además, sus herramientas, la famosa caja
de herramientas que Foucault puso a nuestra disposición para que pudiéramos
seguir diagnosticando el presente, y
en eso radica también la incuestionable actualidad de Foucault, porque es en
buena medida, utilizando sus herramientas como mejor podemos entender nuestro
tiempo.
Solo mencionaré aquí tres de esas
herramientas que son, además, de orden puramente conceptual.
La
primera está constituida por el
antiesencialismo
radical que animaba la lucha de Foucault contra lo que él denominaba “el postulado esencialista”. Se trata de
una herramienta que educa nuestra mirada y que instruye un arte de preguntar.
Nos dice que no hay que mirar por detrás, o por debajo de las apariencias, y que
no hay que preguntar por el “qué”,
por el “¿qué es?” sino por el “como”. ¿Cómo se forma? ¿Qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Qué efectos produce?
En
efecto, no se trataba para
Foucault de rescatar lo que ocultarían las
apariencias. Hay que deconstruirlas, por supuesto, pero no para encontrar
lo que esconden y lo que las sostiene, porque no encontraríamos nada, sino para ver “como” han sido construidas.
La segunda herramienta consiste
en evaluar los saberes que producimos
recurriendo a un criterio que resulta tan fácil de enunciar como difícil de
satisfacer. Se trata, en efecto, de elaborar, unos saberes, unos principios de inteligibilidad, ya
sea acerca del poder, de la subjetividad, de la gubernamentalidad, o de
cualquier objeto, que sean, simultáneamente,
instrumentos de resistencia. Se trata
de elaborar explicaciones y claves de sentido que sean, en sí mismas,
antagónicas con los efectos de poder.
La tercera herramienta remite a
la “problematización”, entendida aquí
en uno de los diversos sentidos que le daba Foucault, es decir, en hacer que todo
aquello que damos por evidente, que damos por sentado, todo lo que se presenta
como incuestionable, que no suscita dudas, que resulta, por lo tanto, “aproblemático”, se torne, precisamente,
“problemático”, y pase a ser
cuestionado, repensado, interrogado. Eso fue, por ejemplo, lo que hizo Foucault
respecto de la aplastante evidencia según la cual la sexualidad había sido
exclusivamente acallada y reprimida.
Ahora bien, problematizar no consiste,
solamente, en hacer que lo no problemático se torne problemático, consiste también, y sobre todo, en lograr entender el cómo, y el por qué, algo ha adquirido
un estatus de evidencia incuestionable, Se trata de hacer aflorar el proceso histórico
a través del cual algo se ha constituido como obvio, como evidente, como seguro,
y se ha vuelto impermeable a cualquier atisbo de duda.
Las tres herramientas que he
mencionado forman parte, en definitiva, de ese “invariante” constituido por el tozudo anclaje de la mirada de
Foucault en el presente.
Sin embargo, me atrevería a
mencionar ahora otro “invariante”,
que nos caracteriza a nosotros mismos
más que a Foucault, y que afecta nuestra mirada más que la suya.
2 Poder-dominación
En efecto, los textos de
Foucault siguen produciendo en quienes nos acercamos a ellos y nos dejamos
seducir por el pensamiento de su autor, unos extraños efectos que consisten en transformarnos
de manera más o menos importante. Porque resulta que si nos dejamos llevar por
su discurso no somos los mismos, ni las mismas, antes y después de haber leído y asimilado Foucault.
Quizás, el peculiar impacto que
tienen sus textos sobre nuestra sensibilidad se debe al enorme poder de
convicción con el cual Foucault nos incita a trastocar la relación que
mantenemos con las verdades heredadas, a preguntarnos por los efectos que
producen esas verdades, a interrogar su
genealogía y, finalmente, a tomar conciencia de la irreductible contingencia
histórica de esas verdades.
Una contingencia histórica que,
al proyectar la radical ausencia de
necesidad en la propia esfera de lo que somos, abre la posibilidad de que
dejemos de ser lo que somos, y consigamos pensar, sentir, y actuar de forma
diferente. Al agudizar, hasta el extremo, la conciencia de nuestra inescapable contingencia, el discurso
foucaultiano nos invita inmediatamente a explorar el complejo entramado de las "prácticas de subjetivación" y
de las "prácticas de poder"
que han operado sobre nosotros para constituirnos finalmente "tal y como somos".
Lo que abre esa exploración no es
sino el inmenso y accidentado campo constituido por unas relaciones de poder que Foucault supo descifrar como, quizás, nadie
lo había sabido hacer hasta entonces.
No es este el lugar para
desgranar unas reformulaciones de las relaciones de poder que son harto
conocidas, y que ya han sedimentado en amplísimos sectores del pensamiento
contemporáneo. Me limitaré, pues, a recordar brevemente cuatro o cinco de las
múltiples innovaciones que forman parte de la
analítica del poder construida por Foucault.
En primer lugar, Foucault desubstantifica el poder: el poder no es
el tipo de objeto que se pueda poseer o que se pueda ceder, no es un bien. Tampoco es algo que esté
localizado en un espacio determinado. Es una entidad dinámica, algo que circula,
que toma la forma de una relación y que solo existe mediante su ejercicio.
En segundo lugar, frente a la hipótesis represiva de un poder que
solo sabe constreñir, prohibir y castigar, Foucault muestra la extraordinaria productividad del poder y su capacidad
para incitar, para hacer cosas, y
para crear realidad.
En tercer lugar, contra un paradigma jurídico que reclama
obediencia a la Ley, Foucault esgrime
un paradigma estratégico donde el
poder se manifiesta bajo la forma de un enfrentamiento constante y móvil entre
fuerzas antagónicas.
En cuarto lugar, frente a la
concepción vertical de un poder descendente
que actúa desde el exterior de lo que apresa, Foucault muestra que el poder es inmanente a los diferentes ámbitos en
los que se ejerce.
Por fin, Foucault también nos
enseñó que el poder se suicida tan
pronto como aniquila la libertad, por
la sencilla razón de que no puede existir sin ella.
Me gustaría ilustrar este último
aspecto, que considero de suma importancia, acudiendo a una breve referencia de
carácter personal.
En 1982, hace por lo tanto 32
años, publiqué un pequeño libro que se titulaba “Poder y Libertad” y que fue motivado, en parte, por la lectura de
Foucault. Lo he vuelto a leer estos últimos días, y me ha parecido detectar una
contradicción flagrante entre mi visión de la relación entre el poder y la
libertad, y lo que plantea Foucault. En efecto, yo afirmaba que no se podía
pensar la cuestión del poder con independencia del tema de la libertad, sin
duda alguna, los dos conceptos se implicaban mutuamente. Pero, se implicaban en
términos de una relación antagónica.
Había que pensar el poder en contra
de la libertad, decía yo, porque el
poder es, finalmente, lo que constriñe la
libertad. Y, sin embargo, Foucault explica, magníficamente, que el poder requiere la libertad y que allí donde hay poder hay, necesariamente,
libertad. Dice textualmente: «si hay
relaciones de poder por todo el campo social es porque hay libertad por todos
los sitios».
En realidad, la contradicción era
solo aparente, porque si bien es cierto que el poder requiere la libertad, solo
la requiere para doblegarla, solo la necesita para constreñirla. El juego que
se da entre el poder y la libertad es como el juego entre el gato y el ratón. En
ese juego es obvio que el gato constriñe
y limita la libertad de movimiento del ratón, pero, también es cierto que
necesita de su habilidad para zafarse de sus garras, y de la resistencia que
opone a sus zarpazos. El juego desaparece en cuanto el ratón se torna inerme,
al igual, lo repito, que el poder se suicida en cuanto mata la libertad.
No existe, por lo tanto, contradicción
alguna entre definir el poder como lo que constriñe la libertad, y afirmar, al
mismo tiempo, que el poder solo existe allí donde hay libertad. Es más, es precisamente, porque el poder implica la libertad por lo que la resistencia es consustancial con el poder.
Como dice Foucault, allí donde hay poder hay también, indefectiblemente,
resistencia.
La problemática de la relación
entre el poder y la libertad hizo que
Foucault estableciese una importantísima distinción entre el poder y la dominación. En efecto, el poder es acción sobre la acción de otros, y requiere por lo tanto que estos
dispongan de un margen de decisión sobre sus propias acciones. Cuando ese
margen desaparece porque las relaciones de poder han cristalizado en
dispositivos, o en estructuras, que determinan estrictamente las acciones,
anulando cualquier posibilidad de decisión, es entonces cuando ya no hay
relaciones de poder, sino situaciones de dominación,
es decir, situaciones definidas por la
ausencia de libertad.
Con este planteamiento Foucault
parecía cerrar cualquier posibilidad de luchar contra la dominación ya que si
no hay ejercicio de poder tampoco hay posibilidad de esas resistencias que
constituyen su necesario correlato. Sin embargo, Foucault señalaba que, aun
así, siempre queda margen para la sublevación y para la liberación. En efecto,
no hay situación en la que se anulen por completo las energías capaces de
sacudir el yugo de la dominación, y de abrir el campo de las prácticas de
libertad.
No hay nunca una completa y
absoluta anulación de toda posibilidad de quebrantar la dominación, no la hay
por dos razones.
En primer lugar, porque mientras
la vida se mantiene, siempre tiene la
capacidad de desbordar cualquier dispositivo que pretenda erradicar por
completo sus potencialidades. La única forma de dominar absolutamente un ser vivo consiste en matarlo, pero, claro, entonces, ya no queda
nada que dominar. Mientras hay vida también existen algunas líneas de fuga, por
muy tenues que sean, para evadir la dominación.
En segundo lugar, porque resulta
que ningún dispositivo de dominación puede inmiscuirse por completo en el seno de la
relación que uno mantiene consigo mismo. Esa relación es irreductible a los efectos de poder, lo cual no significa que
no se vea afectada por el poder, sino que siempre puede escapar de él, aunque
sea parcialmente, y reconstruirse en otro lugar. La relación de uno con uno
mismo es el locus donde se instala la
sumisión, ciertamente, pero también es el locus donde pueden fraguarse
eventuales prácticas de libertad.
Hablar de prácticas de libertad es adentrarse en el terreno político, de una forma mucho más directa
que cuando se analizan las relaciones de poder, y eso fue lo que hizo Foucault cuando
puso en el primer plano de sus preocupaciones el análisis de la cuestión política. Es decir, la
cuestión de la organización de las
relaciones de poder, y del gobierno
de las sociedades, entendido como el conjunto de instituciones y de prácticas
que intervienen en la conducción de las
conductas de los individuos.
Ese análisis condujo Foucault a elaborar el concepto de gubernamentalidad,
y a describir una nueva modalidad de biopoder
enfocado a gestionar y administrar la
población en el marco de una
biopolitica que situaba directamente la
vida misma como objeto de gobierno.
No es de extrañar que la
constitución de la biopolítica tomase
apoyo sobre el desarrollo del liberalismo, a la vez que contribuyó a impulsarlo.
En efecto, esas dos racionalidades gubernamentales tenían en común el hecho de utilizar los propios funcionamientos y
las propiedades constitutivas de las realidades que se trataba de gobernar.
Ambas consideraban que solo se puede gobernar eficazmente un determinado objeto
si se respeta sus propias regularidades, es decir, sin entorpecer los procesos “naturales”, entre comillas, que se dan en su seno.
La gubernamentalidad liberal ha teorizado y ha puesto en práctica, esos
principios, consumiendo libertad de forma masiva y gestionándola de manera a extraer
de ella la máxima utilidad.
Ahora bien, en nuestro sistema, a partir del momento en que se necesita que la
libertad se manifieste con las menores trabas posibles, se vuelve
imprescindible mantenerla bajo un control y una vigilancia permanentes. Esa es
la razón por la que el juego
libertad-seguridad se halla en el corazón del liberalismo, y esa es también
la razón por la que asistimos actualmente al desarrollo de unos enormes dispositivos de seguridad, tanto más
potentes cuanto que más se deja rienda suelta a las regulaciones internas de la
economía y de la política.
3 La política, la ética y
la libertad
Al tiempo que daba prioridad al
estudio de la dimensión política del poder, Foucault acentuaba su interés por el sujeto, y se dedicaba a indagar la
forma en que los griegos desarrollaron un
arte de gobernarse a sí mismo que pasaba por el ejercicio de determinadas “prácticas de sí” encaminadas a
transformar al sujeto para que dejase de ser el juguete de sus propios apetitos,
y para que pudiese constituirse como un ser dueño
de sí mismo, como un ser capaz de darse sus propias reglas, es decir, capaz
de dotarse de libertad.
Ahora bien, dotarse de libertad es
algo que solo se puede hacer desde la libertad, presupone la libertad,
descansa sobre unas decisiones que no estén supeditadas a la voluntad de otros,
ni al dictado de las instituciones, y requiere, por lo tanto una ética.
La libertad es, en efecto, la condición ontológica de la ética, si
por ética se entiende la capacidad y la voluntad de desarrollar prácticas de sí que conduzcan hacia el
dominio de uno sobre sí mismo, lo que implica también el dominio sobre la
elección de nuestros propios valores. Como apostillaba Foucault «¿…qué es la ética, sino la práctica de la
libertad…?”
De alguna manera, la trayectoria
de Foucault culmina pues con lo que ya estaba latente en el centro de sus
preocupaciones desde el inicio de su andadura, es decir, con la preocupación por la libertad. Foucault
declaraba hacia el final de su vida:” Mi
papel… consiste en mostrar a las personas que pueden ser mucho más libres de lo
que creen…”. Y, en efecto, se puede ser más libre porque, como también
apuntaba Foucault: “Todas las cosas han
sido hechas, y pueden ser desechas a condición de que sepamos cómo han sido
hechas”.
En tanto que la genealogía nos ayuda a saber cómo las
cosas han sido hechas, está claro que presenta una dimensión política. Pero el
conocimiento no es suficiente, es la
voluntad política la que nos permite eventualmente “deshacer las cosas”, y si algo caracterizaba a Foucault eso era, sin duda, la fuerza de su voluntad
política.
Foucault, nos dice su gran amigo
y prestigioso historiador Paul Veyne, “era
un guerrero. …es decir alguien que …no está indignado, sino enojado ...que no
está convencido, sino resuelto …que tiene la energía suficiente para combatir
sin tener que dar razones que lo tranquilicen …que adopta valorizaciones que no
son ni verdaderas ni falsas…” sino que son, simplemente, por las que ha
decidido que vale la pena luchar.
El propio Foucault decía: “…soy un artificiero. Fabrico algo que sirve,
finalmente, a una guerra, a asediar, a una destrucción. No es que esté a favor
de la destrucción, pero estoy por que se pueda pasar, por que se pueda avanzar,
por que se puedan derrumbar los muros.”
Y añadía: « sueño con el intelectual destructor de evidencias y de
universalismos, aquel que detecta en las inercias y las constricciones del
presente los puntos débiles, las aperturas, las líneas de fuerza.”
Foucault hablaba de «la inservidumbre voluntaria» como condición
ética de la resistencia”, ahora bien, la inservidumbre, la resistencia, la
rebelión, la transformación de sí y el desarrollo de unas prácticas de libertad,
no se limitan a la esfera privada del sujeto, sino que pretenden transformar, al mismo tiempo, el sujeto y el mundo. Se trata de un proceso
orientado a alumbrar, a la par y en un mismo movimiento, un sujeto nuevo y un mundo nuevo.
Al
reivindicarse de una filosofía crítica, Foucault expresaba, en una entrevista
concedida el año mismo de su muerte, su compromiso con una ética de la
libertad que cuestionase, lo cito: “…todos los fenómenos de dominación,
sea cual sea el nivel y la forma en que se presentan…”. Foucault enunciaba
de esa forma una opción personal, no pedía a nadie que le siguiese en ese
camino, pero ofrecía algunas herramientas
a quienes decidieran emprender la misma senda.
Yo no
sabría cómo justificar mi intervención aquí, si no fuese lanzando una
invitación a usar esas herramientas
con la misma voluntad de insumisión, y con el mismo ímpetu guerrero con las que
las usaba Foucault.
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