Antonio Pérez
[El texto que sigue es parte de la ponencia que A. Pérez presentó en el Encuentro Nacional para la Demarcación de Territorios Indígenas, realizado en la ULA-Merida entre el 2 y el 3 de diciembre de 2013 - ver http://periodicoellibertario.blogspot.com/2013/10/merida-simposio-internacional-por-la.html]
Como sucede en todo proceso histórico, a la demarcación indígena se le ha opuesto siempre la demarcación de los Invasores. A través de la pura fuerza, de un amplio espectro de atropellos dizque legalistas y de manipulaciones de las auténticas mitologías, la sociedad envolvente demarca en su exclusivo beneficio los espacios indígenas. El fundamento ‘legal’ más capcioso y, por extraño que parezca, todavía el más utilizado es la declaración de los territorios indígenas como terra nullius. La triquiñuela de la tierra baldía tiene una de sus expresiones más conocidas en el mito barato del “vacío amazónico”. Pongamos un ejemplo extremo, venezolano por más señas:
En los años 1970’s, los balbuceos utopistas característicos del pensamiento occidental se manifestaban públicamente a través de movimientos juveniles que, a menudo, adquirían aires naturalistas e incluso primitivistas aunque todavía no indigenistas –variante que todavía tardaría en aparecer-. El “retorno a la Naturaleza” resurgía en las clases medias urbanas. De este clima no escaparon algunos grupos caraqueños que fueron, diríamos hoy, abducidos por las extravagancias de más infame origen. En concreto, nos referiremos a un intento de colonización amazónica que germinó alrededor de Demetrio Avarantinós, un desarrollista griego que, significativamente, llegó a Venezuela poco después de la derrota de los nazis [1]. Las ideas de este dizque ingeniero agrónomo llegaron a interesar a altas dignidades estatales y también contaron con el beneplácito de alguna rama de la Universidad Central que timbró sus cogitaciones con el marchamo académico. Según escribió el prologuista de la ‘constitución’ de ese utopista autoritario –tremenda contradicción-, sus primeras ideas,
“surgieron en 1931, indudablemente estimulado y motivado por los profundos cambios organizacionales que ocurrían en la agricultura de la Unión Soviética […] No por casualidad la primera Organización se fundó en Atenas el 16 de Mayo de 1945 con el título COMUNIDAD AGRÍCOLA. Esto es, pocos meses anteriores a la caída del gobierno nazí alemán. Este hecho permitió iniciar el perfeccionamiento de las ideas originales mediante su confrontación con los hechos de la vida real. Las ideas desarrolladas originalmente en Grecia, llegan a Venezuela entre 1947 y 1948 mediante correspondencia que el autor de este trabajo mantuvo con el entonces Presidente de la República, Don Rómulo Gallegos. Recuérdese que las primeras Comunidades Agrarias, se fundaron en el país precisamente durante el primer gobierno de Acción Democrática (1945-1948)” (en Avarantinós: 3-4)
El proyecto sufrió distintas vicisitudes ligadas a los vaivenes políticos del momento. Al parecer, el perezjimenismo lo ignoró por lo que hubo de esperar hasta la restauración democrática. En 1959, fue legalizado y bautizado como Comunidad de Producción (CP). Siempre en palabras del prologuista, al año siguiente, se celebró la “Asamblea Extraordinaria de los miembros (80 entre indígenas y caraqueños) de la CP, celebrada el 27-10-1960, se resolvió por unanimidad tomar posesión de los terrenos necesarios para su funcionamiento y en los siguientes términos: “Ipso jure, con espíritu trascendental y para el progreso del país, declarar desde este momento, propiedad de la CP los terrenos baldíos que a continuación serán descritos y los cuales se encuentran en posesión de ella. Los únicos ocupantes y derecho-habientes sobre estos terrenos son los asociados de la nombrada Empresa de colectividad”” (en ibid: 5)[2].
Esos terrenos “baldíos” de “selva primitiva húmeda tropical” demarcaban un cuadrado de 30 x 30 kms. (900 kms2; algo menos que Isla Margarita) con los linderos trazados a tiralíneas en la más pura tradición del colonialismo expansivo y situado tierra adentro cerca de la margen derecha del río Ventuari, a la altura del entonces caserío de Las Mercedes, en pleno Territorio Federal Amazonas (hoy, Estado). Y, asimismo, en pleno territorio indígena, en la divisoria entre Piaroa y Yekuana. Según las hablillas que, a finales de los 1970’s, corrían por el Amazonas venezolano, Avarantinós llegó a instalarse en la enormidad de su comuna pero duró pocos meses; unas decenas de adeptos, seguramente ignorantes de las raíces ideológicas de la CP, le abandonaron cuando se acabaron las provisiones acarreadas desde Caracas y él tuvo que ser ‘rescatado por los indígenas’ -¿cuáles, quiénes?, ¿Piaroa, Yekuana u otros?- cuando estaba a punto de perecer de inanición después, dicen, ‘de haber cocinado al último de sus perros’.
Desde el punto de vista teórico, aquella demarcación CP es un ejemplo tanto de confusión ideológica –siendo benévolos, diríamos sincretismo- como de ignorancia amazónica y, sobre todo, de inaudito desprecio por los indígenas. Estamos ante un proyecto aparentemente utópico y hasta libertario [3] que comienza inspirándose en la naciente URSS, florece en Grecia bajo la ocupación nazi e intenta trasplantarse al Amazonas durante unos gobiernos socialdemócratas: ¿cabe mayor confusión?
Si proyectos extravagantes como el de CP -que llegan a demarcar fraudulentamente un territorio indígena- pueden producir reacciones cómicas, indiferentes o de fastidio, no debería ocurrir lo mismo cuando de proyectos que se reclaman de un comunitarismo parecido tienen como actores a los indígenas. Pongamos un ejemplo yukpa:
[El texto que sigue es parte de la ponencia que A. Pérez presentó en el Encuentro Nacional para la Demarcación de Territorios Indígenas, realizado en la ULA-Merida entre el 2 y el 3 de diciembre de 2013 - ver http://periodicoellibertario.blogspot.com/2013/10/merida-simposio-internacional-por-la.html]
Como sucede en todo proceso histórico, a la demarcación indígena se le ha opuesto siempre la demarcación de los Invasores. A través de la pura fuerza, de un amplio espectro de atropellos dizque legalistas y de manipulaciones de las auténticas mitologías, la sociedad envolvente demarca en su exclusivo beneficio los espacios indígenas. El fundamento ‘legal’ más capcioso y, por extraño que parezca, todavía el más utilizado es la declaración de los territorios indígenas como terra nullius. La triquiñuela de la tierra baldía tiene una de sus expresiones más conocidas en el mito barato del “vacío amazónico”. Pongamos un ejemplo extremo, venezolano por más señas:
En los años 1970’s, los balbuceos utopistas característicos del pensamiento occidental se manifestaban públicamente a través de movimientos juveniles que, a menudo, adquirían aires naturalistas e incluso primitivistas aunque todavía no indigenistas –variante que todavía tardaría en aparecer-. El “retorno a la Naturaleza” resurgía en las clases medias urbanas. De este clima no escaparon algunos grupos caraqueños que fueron, diríamos hoy, abducidos por las extravagancias de más infame origen. En concreto, nos referiremos a un intento de colonización amazónica que germinó alrededor de Demetrio Avarantinós, un desarrollista griego que, significativamente, llegó a Venezuela poco después de la derrota de los nazis [1]. Las ideas de este dizque ingeniero agrónomo llegaron a interesar a altas dignidades estatales y también contaron con el beneplácito de alguna rama de la Universidad Central que timbró sus cogitaciones con el marchamo académico. Según escribió el prologuista de la ‘constitución’ de ese utopista autoritario –tremenda contradicción-, sus primeras ideas,
“surgieron en 1931, indudablemente estimulado y motivado por los profundos cambios organizacionales que ocurrían en la agricultura de la Unión Soviética […] No por casualidad la primera Organización se fundó en Atenas el 16 de Mayo de 1945 con el título COMUNIDAD AGRÍCOLA. Esto es, pocos meses anteriores a la caída del gobierno nazí alemán. Este hecho permitió iniciar el perfeccionamiento de las ideas originales mediante su confrontación con los hechos de la vida real. Las ideas desarrolladas originalmente en Grecia, llegan a Venezuela entre 1947 y 1948 mediante correspondencia que el autor de este trabajo mantuvo con el entonces Presidente de la República, Don Rómulo Gallegos. Recuérdese que las primeras Comunidades Agrarias, se fundaron en el país precisamente durante el primer gobierno de Acción Democrática (1945-1948)” (en Avarantinós: 3-4)
El proyecto sufrió distintas vicisitudes ligadas a los vaivenes políticos del momento. Al parecer, el perezjimenismo lo ignoró por lo que hubo de esperar hasta la restauración democrática. En 1959, fue legalizado y bautizado como Comunidad de Producción (CP). Siempre en palabras del prologuista, al año siguiente, se celebró la “Asamblea Extraordinaria de los miembros (80 entre indígenas y caraqueños) de la CP, celebrada el 27-10-1960, se resolvió por unanimidad tomar posesión de los terrenos necesarios para su funcionamiento y en los siguientes términos: “Ipso jure, con espíritu trascendental y para el progreso del país, declarar desde este momento, propiedad de la CP los terrenos baldíos que a continuación serán descritos y los cuales se encuentran en posesión de ella. Los únicos ocupantes y derecho-habientes sobre estos terrenos son los asociados de la nombrada Empresa de colectividad”” (en ibid: 5)[2].
Esos terrenos “baldíos” de “selva primitiva húmeda tropical” demarcaban un cuadrado de 30 x 30 kms. (900 kms2; algo menos que Isla Margarita) con los linderos trazados a tiralíneas en la más pura tradición del colonialismo expansivo y situado tierra adentro cerca de la margen derecha del río Ventuari, a la altura del entonces caserío de Las Mercedes, en pleno Territorio Federal Amazonas (hoy, Estado). Y, asimismo, en pleno territorio indígena, en la divisoria entre Piaroa y Yekuana. Según las hablillas que, a finales de los 1970’s, corrían por el Amazonas venezolano, Avarantinós llegó a instalarse en la enormidad de su comuna pero duró pocos meses; unas decenas de adeptos, seguramente ignorantes de las raíces ideológicas de la CP, le abandonaron cuando se acabaron las provisiones acarreadas desde Caracas y él tuvo que ser ‘rescatado por los indígenas’ -¿cuáles, quiénes?, ¿Piaroa, Yekuana u otros?- cuando estaba a punto de perecer de inanición después, dicen, ‘de haber cocinado al último de sus perros’.
Desde el punto de vista teórico, aquella demarcación CP es un ejemplo tanto de confusión ideológica –siendo benévolos, diríamos sincretismo- como de ignorancia amazónica y, sobre todo, de inaudito desprecio por los indígenas. Estamos ante un proyecto aparentemente utópico y hasta libertario [3] que comienza inspirándose en la naciente URSS, florece en Grecia bajo la ocupación nazi e intenta trasplantarse al Amazonas durante unos gobiernos socialdemócratas: ¿cabe mayor confusión?
Si proyectos extravagantes como el de CP -que llegan a demarcar fraudulentamente un territorio indígena- pueden producir reacciones cómicas, indiferentes o de fastidio, no debería ocurrir lo mismo cuando de proyectos que se reclaman de un comunitarismo parecido tienen como actores a los indígenas. Pongamos un ejemplo yukpa:
En la misma época que la CP y, desde luego, siguiendo parecidos criterios desarrollistas, el indigenismo gubernamental venezolano adoptó la recurrente política de crear micro-empresas indígenas. La demarcación y menos aún la auto-demarcación no sólo no estaba contemplada sino que sospechamos que hubiera sido pésimamente recibida. Una de estas micro o, mejor dicho, nano-empresas fue la implantada sobre el papel en Ayapaina; el Estatuto de esta comunidad yukpa [4] es un buen ejemplo de un despotismo ilustrado que busca mantener a los indígenas en una minoría de edad política. Algunos de sus artículos no dejan lugar a dudas:
“Artº 4. El patrimonio de la Asociación estará constituido: por las tierras que se le adjudiquen bajo cualquier título… Artº 5. La Asociación tendrá por objeto constituir una unidad económica que abarque a la comunidad organizando el trabajo en función del pleno empleo de los comuneros y la explotación en común de los recursos naturales… Artº 6. La Asociación cumplirá, además los siguientes fines: a) promover el desarrollo de la Comunidad en forma sistemática, orientando su funcionamiento hacia la creación de empresas indígenas y cooperativas. b) legalizar la tenencia de sus tierras…” (Ministerio: 2-3)
Encontramos en este Estatuto varias expresiones significativas que muestran el predominio de la mitología del desarrollismo–mito del eterno progreso- y la absoluta ausencia de las nociones de propiedad colectiva indivisible e inalienable y, en consecuencia, de cualquier intento de auto-demarcación. No eran los términos de la época –trivial apreciación-, lo cual no quiere decir que no estuvieran en el ánimo de algunos–discutible apreciación- pero, por encima de estas apreciaciones, debemos subrayar que en esos años sí estaban presentes las condiciones para que prosperara la otra demarcación, aquella basada en el olvido de la propiedad comunal entendido como paso necesario y previo a la integración del indígena en el mercado. Critiquemos algunas de esas ‘expresiones significativas’:
1) las tierras –territorio no era todavía un término en uso- le serán adjudicadas (sospechoso vocablo, cf. infra) a los Yukpas bajo cualquier título; como dicen que decían los obispos del Medioevo, “son pobres y se conforman con poco”. 2) la comunidad se agrupa en una asociación civil estatutaria y legalmente igual a cualquier otra del mundo criollo; no hay especificidad étnica alguna ni, por tanto, reconocimiento de las formas tradicionales de organización. 3) legalizar la tenencia de sus tierras no es un objetivo prioritario sino que está supeditado al desarrollo económico. Además, todavía se tenía interiorizado que la economía indígena era una entidad independiente de la política. La demarcación ni estaba ni se la esperaba. Podríamos decir que, si a los Gétulos les engañaron con una piel de toro, a los Yukpas les contentaron (aparente y provisionalmente) con una nano-empresa.
La comparación de este marco estatutario con el lenguaje político-administrativo de la Venezuela indígena de hoy[5], aunque pudiera ser de gran enseñanza, por motivos de espacio y de tópico queda fuera de las presentes notas.
Finalmente, nos queda el triste tema de las legislaciones que, pese a ser probablemente muy vanguardistas, tienen graves carencias en lo que respecta a la propiedad de los territorios indígenas[6]. Por ende, ello dificulta que las demarcaciones tengan un correlato aceptable por los pueblos indígenas. Por ejemplo: la Constitución ecuatoriana de 1998, aunque está considerada como ‘una de las más avanzadas del mundo’, en lo que respecta a los territorios indígenas se sitúa en un marco conceptual insuficiente y hasta paternalista. No está a la altura de las legítimas reivindicaciones de esos pueblos. En este tópico crucial, sólo concede que los indígenas tienen derecho a:
“1) mantener, desarrollar y fortalecer su identidad y tradiciones en lo espiritual, cultural, lingüístico, social, político y económico; 2) conservar la propiedad imprescriptible de las tierras comunitarias, que serán inalienables, inembargables e indivisibles, salvo la facultad del Estado para declarar su utilidad pública, estas tierras estarán exentas del pago del impuestos predial; 3) mantener la posesión ancestral de las tierras comunitarias y a obtener su adjudicación gratuita, conforme a la ley; 4) participar en el uso, usufructo, administración y conservación de los recursos naturales renovables que se hallen en sus tierras; 5) ser consultados sobre planes y programas de prospección y explotación de recursos no renovables que se hallen en sus tierras y puedan afectarlos ambiental o culturalmente; participar en los beneficios que estos proyectos reporten, en cuanto sea posible y recibir indemnizaciones por los perjuicios socio ambientales que les causen” (nuestras cursivas; Cap. V, artº 84)
Nuestras primeras y primarias objeciones serían: a) desconoce el término territorio sustituyéndolo siempre por tierras, un vocablo que, cuando menos, podríamos calificar de nebuloso. b) la redacción del parágrafo 2º deja mucho que desear: si las tierras se declaran de utilidad pública por el Estado, ¿sólo deberán pagar impuestos o, muchísimo peor aún, dejarán de ser “inalienables, inembargables e indivisibles”? c) las tierras comunitarias, según el # 3º, serán adjudicadas gratuitamente por el Estado; adjudicar (cf. supra), con sus resabios de subasta, es palabra que está muy alejada semánticamente de la devolución y/o reconocimiento de la propiedad colectiva que el Estado debe a los indígenas. d) participar en el uso, usufructo… es frase perversa porque niega a los indígenas la propiedad completa de los recursos que contengan sus territorios. e) consultar, participar, en cuanto sea posible, recibir indemnizaciones… todo el parágrafo 5º es un compendio de torpes señuelos inventados para esconder el expolio de los territorios indígenas, suplantar impunemente los derechos de esos pueblos y, lo que es tan ridículo como falaz: pretender engañar a los indígenas con espejuelos.
Notas
[1] El nacional-socialismo alemán fue un popurrí de ideologías entre las que se encontraba el ecologismo. No debe sorprendernos la siguiente cita: “Cuando el pueblo intenta rebelarse contra la férrea lógica de la Naturaleza, entra en conflicto con los mismísimos principios a los que debe su existencia como ser humano. Sus acciones contra la Naturaleza le llevarán a su propia destrucción” (Hitler, Mein Kampf) El ‘ala verde’ del nazismo alcanzó su apogeo en 1935, con la promulgación de las Reichnaturschutzgesetz o leyes de protección de la Naturaleza, muy avanzadas para la época. Después, llegó la guerra y con ella los ‘verdes nazis’ liderados por R. Hess quedaron a merced del contraataque definitivo de Göring, Bormann y Heydrich, adversarios internos del ‘eco-nazismo’.
[2] La cita “Ipso jure,…” está tomada del Acta de esa asamblea que Avarantinós -ya para entonces domiciliado en un ancianato en Caracas- registró en la Notaría Pública de Caracas (nº 2224216, con fecha 27.VII.1973), documento que velis nolis se hizo pasar por título de propiedad ante los hipotéticos interesados en la aventura, hippies en su mayoría. También nos gustaría señalar que, en el centenar largo de páginas de este proyecto, es ésta la única ocasión en la que se utiliza la palabra indígena. Subrayemos que aparece en el prólogo escrito por el prof. Orta pero no en el Proyecto en sí. En todo caso, es posible que todavía se pueda reconstruir quiénes fueron esos indígenas, supuestos o reales, que apoyaron la presencia de la CP en el Amazonas.
[3] Al menos, una de las citas con las que el agrónomo griego comienza su obra es propia del comunismo libertario: “Y el corazón y el alma de los que creyeron era una. Nadie decía que sus bienes le pertenecían en propiedad, porque todo era común entre ellos… Ninguno de ellos era indigente, todo lo que aportaban era distribuido a cada uno según sus necesidades. (Acto de los Apóstoles IV, 32-35)” (Avarantinós: 6)
[4] De la comunidad Ayajpaina (sic) (Machiques, Edo. Zulia), se tienen noticias fehacientes desde 1937 (visita de Bolinder) y 1940 (Phelps, Yépez) pero, ya en 1947, después del paso de Acosta Saignes, fue estudiada por una expedición de La Salle. En aquellos años, aún se daban las “campañas de pacificación de los irreductibles indios de la zona del Catatumbo” y los Yukpa, englobados frecuentemente en la evanescente categoría de “los Motilones”, todavía eran llamados Chaké; Ayajpaina era “la ranchería principal de la región” rionegrina y en ella eran frecuentes el carate y el bocio (Sociedad: 31, 7, 52, 86-87 y passim) Treinta años después, era objeto de un proyecto indigenista de escaso presupuesto, mínimo peso político y, eso sí, altos vuelos asistenciales.
[5] La producción parece ser el único vocablo que entiende la sociedad envolvente, en 1974 y ahora. Quizá por ello, de cara a los medios venezolanos, la hija del asesinado cacique S. Romero declaró: “¿Qué pasa con el gobierno revolucionario venezolano?...queremos que ellos cumplan con su palabra...nosotros solo necesitamos de las haciendas, el territorio pues y libre...sin territorio nosotros no podemos producir..." (nuestras cursivas; en aporrea tvi, 05.X. 2013). El titular escogido para encabezar la noticia rezaba: “(Video) Zenaida Romero, hija del cacique yukpa Sabino: "Sin territorio nosotros no podemos producir"”. Independientemente de que este titular refleje con fidelidad las declaraciones de Zenaida, priorizar producción como palabra clave nos indica que el lenguaje empresarial impregna todavía parte, quizá no del discurso indígena pero, desde luego, sí del discurso mediático-indigenista.
[6] El fraseo de su ejemplo más citado, el famoso Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes (OIT, 1989), deja mucho que desear. Véanse los dos artículos que rozan el tema de la propiedad de los territorios indígenas: “Artº 7. 1. Los pueblos interesados deberán tener el derecho de decidir las propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo, en la medida en que este afecte a sus vidas, creencias, instituciones y bienestar espiritual y a las tierras que ocupan o utilizan de alguna manera, y de controlar, en lo posible, su propio desarrollo económico, social y cultural. Artº 18. La ley deberá prever sanciones apropiadas contra toda intrusión no autorizada en las tierras de los pueblos interesados o todo uso no autorizado de las mismas por personas ajenas a ellos, y los gobiernos deberán tomar medidas para impedir tales infracciones” (nuestras cursivas) Evidentemente, en esas condiciones tan humanitarias como insustanciales, no hay pretexto para promover demarcación alguna.
Bibliografía
AVARANTINÓS, Demetrio. 1973. Comunidad de Producción (Estudio económico concerniente a una célula de la sociedad futura); UCV-FACES-Instituto de Investigación; Caracas; 114 pp.+ anexos.
MINISTERIO DE JUSTICIA. 1974. Dirección de Cultos y Asuntos Indígenas. Oficina Central de Asuntos Indígenas, Estatuto de la Comunidad Indígena de Ayajpaina Edo. Zulia. Caracas; nº pp. incompleto.
SOCIEDAD DE CIENCIAS NATURALES LA SALLE/UNIVERSIDAD DEL ZULIA. 1953. II Congreso de Ciencias Naturales y afines. La región de Perijá y sus habitantes. Caracas; Ed. Sucre; 556 pp.
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