Por Xochil Schütz
La poeta alemana Xochil Schütz relata, en clave de crónica, su experiencia y participación en el décimo Festival Mundial de Poesía en Caracas. El espíritu de este texto es descrito por Schütz como las "impresiones del país que se autodenomina Socialismo del Siglo XXI".
El viaje para Caracas dura quince horas. Salgo del avión un
sábado por la tarde cansada y pegostosa. Antes de presentarme ante los
representantes del 10. Festival Mundial de Poesía que me recogerán en el aeropuerto,
quiero refrescarme en el baño, pero no tengo tiempo. No he terminado de
recorrer la pasarela del avión cuando veo mi nombre en un letrero sostenido por
una joven. Paso, conducida por ella, sin tener que hacer la inmensa cola del
control de pasaportes, al área VIP del aeropuerto. Está fuertemente vigilada
por dos mujeres uniformadas de mirada mordaz.
La sala de aspecto señorial, amoblada con sofás de cuero,
tiene aire acondicionado. En las paredes lucen pinturas, la más grande de todas
muestra al presidente Hugo Chávez, fallecido en mazo de 2013.
Junto con otros poetas que también esperaban en el área VIP
soy conducida a través de la instalaciones del aeropuerto en dirección a la
salida. Mi vista se detiene sobre una gigantesca cola de personas esperando. Es
ancha y seguro de por lo menos cien metros de largo. La mujer que nos busca me
mira y dice: “Esperamos que te guste Venezuela”.
El viaje para Caracas dura cuarenta minutos. Veo montañas y
pronto miles de chozas armadas de ladrillos, que se aferran a sus laderas.
Cuando le digo a la joven colaboradora del festival que debo
cambiar algo de dinero, me exhorta a que los cambie con ella, de forma
personal. Quiere viajar a Europa dentro de poco. La entiendo; aunque su abrupta
exhortación y algo en su tono de voz me hace desconfiar. Que el gobierno ha
establecido una tasa de cambio extremadamente baja, que los venezolanos tienen
dificultades para acceder a divisas y que por eso se pagan altos precios por
moneda extranjera en el mercado negro, eran cosas que había leído antes de
emprender el viaje.
Más tarde, la joven me ofrece canjear mis euros por un
precio que en realidad está 80% por debajo del precio promedio del mercado
negro e incluso muy por debajo del cambio oficial. Me siento engañada. Me
cuesta encontrar el valor para decirle a la joven que me está ofreciendo muy
poco dinero. Cuando me oye, hace como si estuviera enterándose de que existe un
mercado negro y me monta una escena de gran sorpresa. Poco después me ofrece un
tipo de cambio un poco más alto que el anterior y me explica que debido a que
ella trabaja para el Gobierno no puede pagar precios de mercado negro. Acepto
el trato (que aún es desventajoso) porque temo que en los próximos días tendré
que lidiar con frecuencia con esta joven y no quiero arruinar completamente el
de por sí ya incómodo ambiente. A pesar de eso no me siento muy bien.
Seis semanas antes
La invitación es formal y amigable. La
Casa de las Letras de Caracas me invita a participar en el Festival Mundial de
Poesía. Me alegra mucho, pues me gusta viajar. El Ministerio de la Cultura
estaba dentro de los patrocinantes. En Alemania el Estado también apoya este
tipo de eventos. No creo que la situación amerite mayor precaución. Cuando Hugo
Chávez aparecía en los medios alemanes, su autopromoción me parecía incómoda.
Ahora está muerto y yo un poco curiosa. ¿Logró algo políticamente? ¿Es tal vez
Venezuela un ejemplo de que el socialismo sí puede funcionar?
Acepto la invitación al Festival. Me informo regularmente a
través del Internet sobre la situación política del país. Poco a poco comienzo
a dudar: La economía está evidentemente en el suelo. Los medios de
comunicación, se lamenta la prensa internacional, se encuentran controlados; el
último canal de televisión independiente está siendo comprado por el Estado. De
pronto leo que militares han torturado a manifestantes críticos al gobierno. No
me suena a socialismo. Suena a dictadura. Pienso en cancelar mi participación
en el Festival.
“Tú no eres Günter Grass”, me dice mi mejor amiga. “Tu
ausencia no tendría ningún efecto. Y tal vez esas personas lo que están
necesitando es poesía”.
Decido emprender el viaje. Poco después recibo el programa
del Festival. En la primera página luce una imagen de Chávez. ¿Y esto qué es?
No tengo nada que ver con este señor y nada de ganas de dejarme
instrumentalizar.
También me pone a pensar el hecho de que yo —como poeta—
debo abrir el festival. Con la actual situación política del país me parece un
dudoso honor. Considero la posibilidad de citar las palabras de Rosa de
Luxemburgo en la tarima: “La libertad es siempre libertad para el que piensa
diferente”.
“Eres invitada”, me dice alguien. “No puedes ofender a los
anfitriones”. Además de estar en contacto con los organizadores del Festival
Mundial de Poesía, también estoy en contacto con el director de la biblioteca
del Instituto Goethe en Caracas. Uno de mis talleres sobre la poesía slam
tendrá lugar allí. Le escribo que la situación política del país me parece muy
interesante. Me responde invitándome a un almuerzo informal con algunos autores
críticos al gobierno. Me alegro mucho y me siento aliviada de no ser
instrumentalizada por sólo uno de los lados. Sin embargo sigo teniendo una mala
sensación respecto a este festival.
El hotel en el que nos hospedamos queda en el centro de la
ciudad. Me dicen que no debo salir sola. Caracas es peligrosa. Se trata del
antiguo Hotel Hilton que desde hace años pasó a manos del Gobierno de Chávez.
Desde entonces no han limpiado las ventanas, las alfombras están sucias y la
ducha de mi habitación no funciona. El servicio de habitación me trae el agua
que pedí después de una hora. La siguiente simplemente no me la trae. El agua
del chorro no es potable. Tengo sed. Comienzo a comprar agua en la tiendita del
hotel, que abre de vez en cuando. En el desayuno evito además comer
mantequilla. Está rancia.
De los cuatro ascensores del rascacielos funciona
normalmente sólo uno. En consecuencia hay que esperar largos e improductivos
ratos durante las horas de mayor afluencia. Cuando los huéspedes del hotel nos
enteramos de que había un ascensor que sube a partir del segundo piso (mejor
que nada), salimos corriendo en competencia para subir por la escalera.
En otra oportunidad me embuto entre el amasijo de gente
aprisionada en el ascensor. La gente se molesta. Si el ascensor llega a
quedarse parado a mitad de camino, seguro que me linchan.
A veces subo los 15 pisos a pie. Tengo muchas actividades
previstas y no siempre tiempo para esperar.
No necesito lujo, pero este hotel no funciona lo suficiente.
Bienvenida oficial
El domingo en la tarde se nos da una
bienvenida oficial a los cincuenta invitados al festival en el patio de un
museo cercano al hotel. No, en realidad no se nos da la bienvenida. Se nos da
un discurso en el que se exaltan los logros del gobierno socialista en el área
de la cultura. Luego un segundo discurso, en el cual se exaltan los logros del
gobierno socialista en el área de la Cultura. Luego un tercer discurso en el
que el director de la Casa de las Letras, institución que nos ha invitado, con
una mezcla de fervor y vanidad, expone que fue amigo personal de Chávez y lo
grande que es el socialismo.
Durante los siguientes ocho días que estaré en Caracas,
escucharé antes y durante cada uno de los eventos las palabras “Chávez”,
“Comandante”, “Presidente” y “Patria”. Ya en este primer día su uso excesivo
hace que mis oídos no las toleren más. Estoy alterada. Perpleja. ¿Qué es esto?
Es lunes por la tarde
Dentro de poco tendrá lugar la
inauguración oficial del Festival en el teatro más grande de Suramérica. Se
esperan más de dos mil personas. Me preguntan si quiero decir algunas palabras
antes de recitar mi poema. De ser afirmativo, debo decir exactamente qué
palabras serán. Respondo que no y me molesto un poco, porque luego del saludo
informal que nos hicieron en el teatro, en el que se exaltaron los logros del
gobierno en el área cultural del país y se nombró a Chávez al menos diez veces,
había pensado de hecho en la posibilidad de decir algo.
Resulta que hay otra presentación antes de la mía: la de
Chávez. En una pantalla gigantesca se le ve y se le oye, gesticulando de forma
exageradamente sentimental, mientras recita un poema. ¿Este tipo realmente
tenía que saber hacer de todo?—pienso. Entonces salgo al escenario. La
gigantesca sala está casi vacía. Tal vez unas 300 personas se veían dispersas
en ella. De esas 300, a lo largo de la noche, algunas gritan regularmente en
coro “Chávez”. Es extraño; tiene un aire de teatro escolar.
Detrás del escenario, para los poetas, hay agua en pequeñas
botellas de plástico. Tienen pegada una etiqueta en la que un nombre está
impreso en letras gigantes: Chávez. El agua sabe venenosamente a plástico.
Tengo sed, pero no me provoca tomarla.
Es martes por la mañana. Junto a mi intérprete voy en un
taxi al Instituto Goethe. Allí doy mi primer taller sobre poesía slam. Doce
personas, jóvenes en su mayoría, asisten al taller. Hablo sobre la poesía slam,
el efecto social y literario que tiene… y que eventualmente no tiene.
Escribimos textos acerca de la realidad social, los recitamos al grupo y los
discutimos. Todos hablan libremente y ninguno grita “Chávez”. Es sólo luego de
que recito mi texto recién redactado, que pregunta si Venezuela se está
convirtiendo en una dictadura, que el ambiente cambia: una participante del
taller desmiente con ahínco que la libertad de expresión se encuentre limitada
en el país. Otros responden con indignación que en la Universidad ya no se
puede hablar libremente por miedo a posibles consecuencias. Suena inquietante.
No. Suena aterrador.
Dos jóvenes participantes deciden fundar un slam de poesía.
Por supuesto es algo que me alegra.
Después del taller tiene lugar el almuerzo informal con el
director de la biblioteca del instituto, su compañera de trabajo y dos artistas
críticos al gobierno. Ambos artistas boicotean el festival por ser organizado
por el Gobierno. Me entero de que la antes independiente Casa de las Letras, de
la que recibí la invitación al Festival, fue tomada desde hace tiempo por
personas leales al gobierno. Recuerdo entonces al fervoroso-vanidoso amigo de
Chávez que nos “saludó” el domingo y ya no me sorprende nada.
La autora crítica al gobierno me dice que con su arte sólo
intenta poner orden en el caos que causa en ella la situación política y
social.
Me siento en sintonía con las personas en la mesa y no
quiero irme. El almuerzo se extiende. Mi intérprete debe recordarme repetidas
veces que ya es hora de partir: debemos regresar al hotel y después seguir a
una lectura.
Nos despedimos afectuosamente y corremos bajo la lluvia
tropical a lo largo de una calle.
La Limonera
Junto a otros autores un pequeño autobús
nos lleva poco después a una lectura en un complejo habitacional en las
montañas. El complejo se llama “La Limonera” y al parecer el difunto presidente
Chávez ordenó su construcción para familias de bajos recursos que quedaron sin
techo debido a catástrofes naturales. A mitad de camino, se sube al autobús un
hombre de aspecto atlético y cabello largo. Me aborda llamándome “camarada” y
me explica con voz pretenciosa que dentro de poco me encontraré con personas
que nunca habían estado en contacto con la cultura. Ahora el socialismo les
lleva cultura. Pareciera que estuviese hablando de animales a quienes juntos
pudiéramos civilizar. Profundamente conmovido me dice luego que ama a Chávez.
Le digo: “Pero parece que no a todo el mundo le pasa lo mismo”. Se molesta y
dice fervorosamente: “NOSOTROS lo amamos. NOSOTROS lo amamos.” A más tardar en
este momento me doy cuenta que la situación en este país es totalmente
diferente a todo lo que he conocido hasta ahora.
Las casas del complejo tienen dos años de construidas.
Utilizo el diminuto baño de una de las familias que viven allí, porque se pensó
en llevarles cultura a estas personas, pero no en poner un baño a disposición
de los autores. La puerta del baño tiene ya un enorme agujero. Y la cerradura
de la puerta también está dañada, cosa que compruebo unos momentos después: no
puedo abrirla. La amable familia necesita largos minutos y la ayuda de
herramientas para poder liberarme. Me siento incómoda y desconcertada. No
necesito lujo, pero un Estado que ni siquiera puede fabricar puertas y
cerraduras que funcionen me parece débil.
El recital de poesía y la apertura de la actividad se
retrasan por la misma razón que la inauguración se retrasó: un político
socialista, que estaba en el programa, nos hace esperar para terminar no
apareciendo.
Hace frío aquí en las montañas. Nadie nos avisó con
antelación y ahora morimos de frío. Entretanto ya se hizo de noche. Nadie nos
ofrece algo de comer. Tenemos hambre. También tenemos sed, pero nadie nos
ofrece algo de beber. De pronto ya no puedo más y colapso. Necesito recostarme.
El recital comienza tarde, pero comienza. Sin mí, pero los
escucho. El director de la Casa de las Letras, presente en el evento, entona
himnos de alabanza a Chávez. El numeroso público está entusiasmado. Se escuchan
los primeros gritos de “Chávez”. Los poetas venezolanos invitados recitan
poemas de alabanza a Chávez. Estoy recostada en el asiento de atrás del autobús
que nos trajo aquí. Poco antes de mi turno, me obligo a salir del autobús y a
subir al pequeño escenario al aire libre. Un pequeñín tambalea al micrófono y
dice que Chávez una vez lo abrazó y que lo ama. La multitud está emocionada.
Estoy segura que en cualquier momento en Venezuela Chávez será declarado santo
y se convertirá en religión. Tengo la sensación de que nadie me creerá esto en
Alemania. Pero en Alemania nadie tiene idea de lo que está pasando aquí.
Ya se hizo de noche. Durante el viaje de regreso al centro
de la ciudad, que dura una hora, el socialista de cabello largo que ya había
conocido camino a la lectura, reparte clementemente pequeños pedazos de pizza
fría y vieja, como si estuviese repartiendo la Sagrada Cena. Siento ganas de
reír, pero no puedo. Estoy hambrienta y sobre todo muerta del cansancio.
Miércoles por la tarde
Vamos en taxi a una escuela, en la
que daré mi segundo taller. Somos mi intérprete, yo y una mujer hasta ahora
desconocida que nos acompaña. Dice trabajar en la Casa de las Letras y tiene un
aspecto pedantemente fiel a la línea, tal como me imagino a una funcionaria del
Ministerio para la Seguridad del Estado (de la República Democrática Alemana).
Me siento incómoda, en el sistema incorrecto y no tengo ganas de conversar.
Prefiero ver por la ventana. Al borde de la calle veo repetidamente colas de
personas. Que los venezolanos deben hacer cola para comprar papel higiénico,
jabón y mantequilla es algo que ya escuché. Que tienen que hacer cola para
poder tener un puesto en un autobús era algo que no sabía. Siento compasión,
pero al mismo tiempo recuerdo a una venezolana que me dijo que la gente aquí se
toma los inconvenientes con humor.
La escuela queda al borde de un barrio. El taxista tiene
miedo de atravesarlo. Pasa una hora mientras conseguimos un camino más seguro a
nuestro destino. Llegamos demasiado tarde.
Un profesor muy entusiasmado de unos cincuenta años
aproximadamente nos espera en la calle. Nos grita permanentemente camino a la
escuela como si fuéramos sordos. Entramos a las instalaciones. A causa de su
construcción abierta y techos altos, el ambiente es insoportablemente ruidoso.
Todo retumba. El profesor tiene que gritar para presentarnos a los estudiantes.
La funcionaria socialista que nos acompaña tiene que gritar para alabar al
gobierno. Tengo que gritar al recitar mis poemas e intentar conversar con
aproximadamente ochenta chicos de trece años.
Es complicado, pero de alguna forma lo logro. Al finalizar el taller, el
profesor me acerca una bandeja con pasapalos que los alumnos han preparado para
nosotros. Estoy conmovida. Los alumnos son cordiales, quieren autógrafos y
tomar fotos de recuerdo con sus teléfonos celulares. Al finalizar, el profesor
me entrega solemnemente un montón de hojas metidas en una carpeta pegajosa.
“Mis poemas”, me dice. “Puedes publicarlos en Alemania”. Siento que me exige
demasiado, al fin y al cabo ni siquiera hablo español.
Otros eventos
Regresamos al hotel y poco después tenemos
que seguir a la próxima lectura. Tiene lugar en el patio del Ministerio del
Poder Popular para la Educación. Este evento no estaba en el programa del
festival que me habían enviado.
Junto a tres autores internacionales hay diez autores
venezolanos invitados que alaban a Chávez fervorosamente. El público está
entusiasmado. Abandono la tarima antes de tiempo porque simplemente no puedo
soportar la propaganda permanente. Me prometo nunca más viajar a una dictadura.
Más tarde escucho a una cantante cantar con total entrega una canción de amor
para Chávez.
Después de la actividad una mujer del público se acerca a
mí. “Obama loco”, dice. Y luego dice: “Merkel loca”. A pesar de que no hablo
español, conozco la palabra “loco” y sé lo que significa. La mujer espera que
yo por lo menos asienta con la cabeza, expresando que estoy de acuerdo. Cuando
en vez de eso digo “No”, me asusto porque siento que me va a atacar
físicamente.
Jueves, viernes y sábado se llevan a cabo más recitales.
Siempre están invitados, junto a nosotros, los autores internacionales,
numerosos autores venezolanos que entonan cantos de alabanza a Chávez y llaman
a la lucha de clases. ¿Será que es un intento de impedir que la gente siga
dudando del resultado de las elecciones ganadas por el hijo de crianza de
Chávez, Nicolás Maduro? ¿O de unirse a la oposición?
Cuando es mi turno en un teatro grande, ante un público
bastante numeroso, después de dos horas de “poesía-propaganda”, digo: “Cuando
nos amamos, no necesitamos ninguna lucha política”. Más o menos la mitad del
público aplaude prudentemente. Los demás hacen un absoluto silencio. Un hombre
se enfurece. Mi frase fue decente. Sin embargo, la siento casi peligrosa.
El Gobierno de Chávez comenzó a ofrecer en Caracas un
festival gratuito (“la ruta nocturna de los museos”) los fines de semana. Tiene
el objetivo de hacer posible a los jóvenes de los barrios el contacto con la
cultura, sin costo alguno. Son precisamente este tipo de acciones las que en
medio de todo reducen mi incomodidad, me hacen poner en tela de juicio mi
creciente rechazo por este Estado. A mí estos festivales me parecen algo bueno.
Incluso estoy contenta de presentarme allí.
Por la tarde tengo una entrevista con la televisora cultural
más grande del país. Me dicen que debo decir frente a las cámaras lo que
significa Chávez para mí. Me rehúso y le explico al empleado de la televisora
que la poesía es independiente. Me ven con sorpresa. Una vez más tengo la
sensación de estar en un mundo distinto al que conozco.
Aproximadamente tres mil personas, bien dispuestas, asisten
en la noche. Están contentos de escuchar, después de la presentación de un grupo
musical, poemas en alemán y su traducción. Estoy sorprendida de la increíble
recepción que tengo —sin necesidad de exclamar ante el público “Chávez”,
“Comandante” o “Presidente”. Los poetas de Francia y Palestina mantienen otra
posición: el poeta slam francés es evidentemente fanático de Chávez, la poeta
rapera palestina está feliz de que Chávez en algún momento tuvo una posición
crítica con respecto a Israel. En general he comprobado que algunos de los
autores internacionales sienten entusiasmo o al menos simpatía por Chávez,
mientras que otros aún no se han ocupado de informarse sobre la situación
política del país.
Como ya antes de emprender este viaje, me gustaría saber si
hubo autores que rechazaron la invitación porque no quisieron viajar a este
sistema.
Domingo al mediodía
Mi partida se aproxima. La despedida de
algunos de los jóvenes colaboradores, quienes nos atendieron en la oficina del
festival en el hotel, es cordial, casi familiar. Muchos de ellos fueron
francos, comprometidos y bastante encantadores. Me siento irritada una vez más.
¿Es posible que gente tan simpática apoye a una dictadura y que eventualmente
la ayude a construir? Ninguno de ellos quiso hablar sobre Chávez sin que yo se
lo pidiera. Mi “colaborador favorito”, un verdadero sol, me pide que le
recomiende más poetas slam: quiere invitarlos a Venezuela el año que viene,
para organizar más talleres y eventos literarios para que la poesía slam sea
conocida en el país.
Recuerdo al director de la biblioteca del Instituto Goethe,
quien me dijo durante nuestro encuentro el martes, ya en confianza: “Ya
escuchaste autores críticos. Pero ve también el otro lado; ellos te invitaron y
están muy interesados en el tema de la poesía slam“.
Nos dirigimos en autobús hacia el aeropuerto. Como siempre
cuando recorro Caracas, me llaman la atención las innumerables paredes de
edificios que tienen grafitis e imágenes que alaban fuertemente a Chávez y a
Maduro. La simbología recuerda a la de Corea del Norte, la antigua República
Democrática Alemana, la Unión Soviética: los mandatarios se presentan desde una
perspectiva que los hace tener un efecto abrumador. Hay que levantar la vista
hacia ellos. Estoy feliz de no tener que verlas más. La propaganda es tediosa,
parcializada, me altera.
Maduro, quien se aferra al poder, también tiene fama de
tedioso. “Ni siquiera le gusta a mi abuela”, me comentó una venezolana. “Y ella
fue una verdadera chavista”. Pero en las paredes de los edificios dice: “Chávez
dijo que eligieran a Maduro”. Así que. Bueno.
La clase media se desangra bajo la situación política
actual, me comentaron convincentemente: trabaja más de lo que es bueno para la
salud y de todas maneras el dinero no le alcanza para vivir. Pero la clase baja
es inmensa. Y por supuesto prefiere vivir, en vez de en la calle, en uno de los
nuevos rascacielos sin ascensor construidos baratamente por el Gobierno. Y si
los choferes de metro son presidentes y señoras que limpian influyen de forma
decisiva en círculos literarios —y lo pueden hacer en la Venezuela actual,
según me informaron de forma muy convincente— estamos frente a una especie de
“Sueño Americano” que evidentemente motiva a muchas personas. Irónicamente.
Porque se odia a los Estados Unidos.
Tal vez las limosnas y las acciones por los pobres sólo son
una forma de tapar el hecho de que el Estado es profundamente corrupto. Esa
opinión la escuché muchas veces de venezolanos. No puedo juzgar eso tras apenas
unos pocos días en el país.
La joven colaboradora del festival que a mi llegada cambió
tan desfavorablemente mi dinero me abraza fuertemente al despedirnos en el
aeropuerto y me dice que tenemos que mantenernos en contacto, pase lo que pase.
Estoy asombrada. ¿Será que tiene mala conciencia? ¿O tal vez no tiene
consciencia de qué es justo y qué no? No lo sé. Más tarde alguien dirá: “Ni lo
uno ni lo otro. Está echada a perder. El sistema político la ha deformado tanto
que se acostumbró a ser falsa”.
Nosotros los autores no esperamos tanto como los demás
viajeros. Pero igual al salir por el aeropuerto tenemos que esperar. Sólo en la
cola del control de pasaporte pasamos una hora y media. Cansa. Altera. Otra
media hora había pasado cuando revisaron nuestras maletas.
En general: equipaje: Todos tenemos más de lo que teníamos
al entrar al país. Nuestros honorarios nos los dieron en efectivo, en moneda
local. A causa de las diversas tasas de cambio existentes en el país no se
puede cambiar ese dinero en ningún otro país del mundo. Así que no nos quedó
otra sino gastar todo el dinero. Por supuesto fue divertido. Pero hubiésemos
preferido utilizarlo para pagar nuestro alquiler.
De regreso en casa sigo preguntándome si verdaderamente
acabo de visitar una dictadura. La omnipresente propaganda en Caracas me molestó
inmensamente. Así como el hecho de que la política dominó de forma casi
absoluta al festival, intentando vender propaganda como arte y así degradar al
arte al nivel de propaganda. Pero, ¿eso es suficiente para decir que se trata
de una dictadura?
Un oriundo, a quien le pregunté si en Venezuela existía una
dictadura, gimió: “Ni nosotros mismos lo sabemos”.
Un autor de Haití con quien conversé opinó: “No puedes
aplicar a una democracia latinoamericana la misma escala que a una europea” —¿Y
por qué no?
La autora crítica al gobierno que conocí en el almuerzo
organizado por el Instituto Goethe dijo: “Venezuela es una dictadura del siglo
XXI, se oculta detrás de una máscara de democracia”.
No soy inexperta en el tema de entender sistemas políticos.
Pero éste no lo entiendo. La sensación de confusión no quiere disiparse.
Mientras más intento entenderlo, más tengo la sensación de que en mi cabeza hay
un insecto gigante, que no quiere salir. Tal vez su nombre sea, de hecho,
“dictadura”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.