Fernando Molina
“Cuidamos los mejor que tenemos”. Tal es la divisa de
Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), la principal empresa de
Bolivia, la que virtualmente sostiene el país con sus exportaciones de gas a
Brasil y la Argentina, y la única boliviana que figura en el ránking de las 500
compañías más importantes de América Latina de la revista América Economía como
una de las 20 que más utilidades registraron en 2012.
La nacionalización del gas, que finalmente se produjo el 1
de mayo de 2006, fue la cuarta gran nacionalización boliviana y la tercera en
el área petrolera. Desde que se expresara por primera vez en los años 20 del
siglo pasado, la idea de nacionalizar los recursos naturales ha brotado y
rebrotado en la historia, imaginada como la clave para reconducir “hacia
dentro” las rentas extractivas que genera el país, a fin de desarrollarlo y
darle equilibrio social.
Esta fijación política da continuidad, en el ala izquierda,
a la obsesión general de los bolivianos por los recursos naturales, que, como
se supondrá, es la otra cara de su dependencia de éstos. La divisa de YPFB
resulta tan reveladora como el primer discurso de posesión del presidente Evo
Morales y su extrañeza por que Bolivia sea más pobre que Suiza, pese a que
posee más recursos que ese país.
No sólo la historia económica sino la identidad política y
cultural del país están modeladas por esta confianza en la riqueza natural, así
como por el orgullo de poseerla, dos elementos psicológicos que se remontan a
la época colonial, cuando los altoperuanos confiaban su suerte a su
“portentoso” Cerro Rico de Potosí y al mismo tiempo se vanagloriaban de él.
En el ala derecha boliviana, el orgullo y la confianza
incitan, por el contrario, a la privatización. Empezando por los
“librecambistas” que dominaron las décadas finales del siglo XIX, los líderes
“pragmáticos” del país han intentado una y otra vez usar los recursos naturales
como anzuelo para atraer inversiones privadas que permitan explotarlos “de
forma racional” y aseguren la modernización del país.
Sólo algunos bolivianos han llegado a pensar que los
recursos naturales podrían constituir un problema al inducir a la sociedad a
tener un comportamiento “extractivista”, es decir, a agotar su esperanza en una
riqueza perecedera y contaminante, la cual concede un bienestar pasajero,
insostenible, al mismo tiempo que es ocasión de un sinnúmero de conflictos
internos. Pero los que piensan así son una estricta minoría, que rara vez, o
nunca, ha salido del ámbito académico.
Todos los demás confían y se enorgullecen de los recursos
naturales, aunque, como también los vean como una vía para alcanzar una etapa
en la que la sociedad se hallará en condiciones de dejar atrás su dependencia
de ellos, es decir, de alcanzar la diversificación económica. Que esta
aspiración nunca se cumpla no los lleva a pensar que la causa podría estar en
el extractivismo mismo, funcionando como una esclusa que arrastra el líquido
social a la pasividad y la disputa. En cambio culpan de este fracaso a la
ineptitud de las élites que en cada momento histórico están a cargo de dirigir
la economía extractiva.
En consecuencia, como es lógico, cada nueva generación de
dirigentes supone que su presencia será suficiente para superar la larga
secuencia de fallas y cumplir, esta vez sí, la promesa tantas veces hecha de
“sembrar” el dinero de los recursos naturales en actividades sostenibles.
Así es como el extractivismo establece su propia coartada,
que le permite reproducirse sin causar un excesivo sentimiento de culpa.
“Extracción sí -dicen entonces los extractivistas vergonzantes de derecha y de
izquierda- pero sólo como un medio, como una inevitable fase temporal que nos
llevará a la industrialización”. Pero al fin y al cabo tal fase dura
indefinidamente, porque siempre puede proporcionar un modus vivendi más fácil
que el que exigiría la transformación industrial de la que tanto se habla, y
que por eso en el fondo casi nadie quiere por lo menos en el corto plazo.
Esta contradicción entre las intenciones y los intereses
puede verificarse en la infinidad de incompatibilidades que se dan entre el
discurso supuestamente industrializador y la práctica puramente extractivista
de los diversos gobiernos, y que se hacen aún más patentes en las épocas de
prosperidad.
También explica que el pensamiento desarrollista y
anti-ecológico, que es el que coincide con el extractivismo, predomine sobre
las opiniones conservacionistas que se enarbolan en épocas electorales o como
una forma de hacer oposición.
La que en cambio no resulta contradictoria, sino clara y
sincera, es la divisa de YPFB.
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