[Aunque no compartimos en su totalidad las reflexiones que siguen, estimamos que son válidas para alentar la discusión y el intercambio sobre el tema. El original está en http://rojoynegro.info/articulo/ideas/los-modelos-latinoamericanos-una-reflexi%C3%B3n-libertaria]
Carlos Taibo
* La discusión está en la calle: ¿estarían aportando en América Latina los gobiernos de izquierda un modelo estimulante que daría respuesta a muchos de los callejones en los que nos encontramos en el Norte opulento o, por el contrario, y a pesar de los fuegos de artificio, hemos de mantener todas las cautelas en lo que respecta a lo que significan estos gobiernos?
No olvidemos que muchos de quienes se sitúan en la primera de estas posiciones consideran que experimentos como el venezolano, el ecuatoriano o el boliviano demostrarían la posibilidad de respetar las reglas de la democracia liberal-en ellos hay elecciones razonablemente pluralistas-al mismo tiempo que se despliegan políticas sociales que estarían cambiando el escenario en franco y afortunado provecho de los desfavorecidos.
Antes de entrar en materia diré que, desde mi punto de vista, no se trata de negar que los gobiernos en cuestión han perfilado políticas preferibles a las asumidas por sus antecesores. Tampoco sería bueno que, dogmática y apriorísticamente, rechazáramos todo lo que significan, tanto más cuanto que lo razonable es reconocer que el acoso que sufren los poderes de siempre seguro que tiene su relieve.
Y no parecería saludable, en fin, que cerráramos los ojos ante determinadas derivas eventualmente estimulantes como las que hacen referencia a determinadas opciones de tipo autogestionario o a muchos de los proyectos vinculados, antes que con gobiernos, con las comunidades indígenas y sus singulares formas de organización y conducta.
Pero, anotado el anterior, y voy a por el principal, creo que estamos en la obligación de preguntarnos si experiencias como la venezolana, la ecuatoriana o la boliviana configuran un modelo sugerente y convincente para quienes bebemos de una cosmovisión libertaria. Y la respuesta, que me parece obvia, es negativa. Lo es, si así se quiere, por cinco razones.
La primera de estas razones subraya el carácter visiblemente personalista de los modelos que nos ocupan, construidos en buena medida de arriba abajo, y en algún caso, por añadidura, con asiento fundamental en las fuerzas armadas. En un mundo como el nuestro, el libertario, en el que hay un orgulloso y expreso rechazo de liderazgos y personalismos, es difícil que encajen proyectos que se mueven con toda evidencia por el camino contrario.
Pero, y en segundo lugar, he de subrayar que no se trata sólo de una discusión vinculada con liderazgos y jerarquías: la otra cara de la cuestión es la debilidad de las fórmulas que, en los modelos que me ocupan, debieran permitir, más allá del control desde la base, el despliegue total de proyectos autogestionarios. A ello se suman muchas de las ilusiones que se derivan de la no ocultada aceptación de las reglas del juego que se vinculan con la democracia liberal, y en singular una de ellas: la vinculada con aquella que entiende que no hay ninguna problema en delegar toda nuestra capacidad de decisión en otros.
Anotaré, en tercer lugar, que en estos modelos el Estado lo es casi todo. Se pretende que una institución heredada de los viejos poderes opere al servicio de proyectos cuya condición emancipatoria mucho me temo que, entonces, se ve sensiblemente lastrada. Al amparo de esta nueva ilusión óptica apenas puede sorprender que pervivan, de resultas, los vicios característicos de la burocratización y, llegado el caso, de la corrupción.
Obligado estoy a señalar, en cuarto lugar, que existe una manifiesta confusión en cuanto a la condición de fondo de la mayoría de los proyectos abrazados por los gobiernos de la izquierda latinoamericana. Estos proyectos han apuntado casi siempre a una ampliación de las funciones asistenciales de la institución Estado. Nada sería más lamentable que confundir esto con el socialismo (a menos, claro, que sacamos de esta palabra buena parte de la riqueza que le da sentido). Si, por una parte, no se ha registrado ninguna suerte de socialización de la propiedad-o, en el mejor de los casos, esta última ha hecho acto de presencia de manera marginal-, por el otro han pervivido inequívocamente, por mucho que se hayan visto sometidas a limitaciones, las reglas del juego del mercado y del capitalismo.
Me permito agregar una quinta, y última, observación: incluso en los casos en los que la vinculación de las comunidades indígenas con determinados proyectos institucionales ha podido limar un poco la cuestión, su parece concluir que las experiencias objeto de mi atención han sucumbido con lamentable frecuencia al hechizo de proyectos productivistas y desarrollistas que representan reproducciones miméticas de muchas de las miserias que el Norte opulento ha exportado, las más de las veces-dicho sea de paso-con razonable éxito.
Vuelvo al argumento principal: si no hay duda mayor con respecto a que los gobiernos de izquierda en América Latina han contribuido-unos más, otros menos-a mejorar la situación de las clases populares, desde una perspectiva libertaria parece obligado mantener a este respecto todas las cautelas. Y entre ellas una principal: la que nace de la certeza de que, con los mimbres desplegados por estos gobiernos, es extremadamente difícil que se asienten en el futuro sociedades marcadas por la igualdad, la autogestión, la desmercantilización y el respeto de los derechos de los integrantes de las generaciones venideras. A este respecto nada me gustaría más que equivocarme.
* La discusión está en la calle: ¿estarían aportando en América Latina los gobiernos de izquierda un modelo estimulante que daría respuesta a muchos de los callejones en los que nos encontramos en el Norte opulento o, por el contrario, y a pesar de los fuegos de artificio, hemos de mantener todas las cautelas en lo que respecta a lo que significan estos gobiernos?
No olvidemos que muchos de quienes se sitúan en la primera de estas posiciones consideran que experimentos como el venezolano, el ecuatoriano o el boliviano demostrarían la posibilidad de respetar las reglas de la democracia liberal-en ellos hay elecciones razonablemente pluralistas-al mismo tiempo que se despliegan políticas sociales que estarían cambiando el escenario en franco y afortunado provecho de los desfavorecidos.
Antes de entrar en materia diré que, desde mi punto de vista, no se trata de negar que los gobiernos en cuestión han perfilado políticas preferibles a las asumidas por sus antecesores. Tampoco sería bueno que, dogmática y apriorísticamente, rechazáramos todo lo que significan, tanto más cuanto que lo razonable es reconocer que el acoso que sufren los poderes de siempre seguro que tiene su relieve.
Y no parecería saludable, en fin, que cerráramos los ojos ante determinadas derivas eventualmente estimulantes como las que hacen referencia a determinadas opciones de tipo autogestionario o a muchos de los proyectos vinculados, antes que con gobiernos, con las comunidades indígenas y sus singulares formas de organización y conducta.
Pero, anotado el anterior, y voy a por el principal, creo que estamos en la obligación de preguntarnos si experiencias como la venezolana, la ecuatoriana o la boliviana configuran un modelo sugerente y convincente para quienes bebemos de una cosmovisión libertaria. Y la respuesta, que me parece obvia, es negativa. Lo es, si así se quiere, por cinco razones.
La primera de estas razones subraya el carácter visiblemente personalista de los modelos que nos ocupan, construidos en buena medida de arriba abajo, y en algún caso, por añadidura, con asiento fundamental en las fuerzas armadas. En un mundo como el nuestro, el libertario, en el que hay un orgulloso y expreso rechazo de liderazgos y personalismos, es difícil que encajen proyectos que se mueven con toda evidencia por el camino contrario.
Pero, y en segundo lugar, he de subrayar que no se trata sólo de una discusión vinculada con liderazgos y jerarquías: la otra cara de la cuestión es la debilidad de las fórmulas que, en los modelos que me ocupan, debieran permitir, más allá del control desde la base, el despliegue total de proyectos autogestionarios. A ello se suman muchas de las ilusiones que se derivan de la no ocultada aceptación de las reglas del juego que se vinculan con la democracia liberal, y en singular una de ellas: la vinculada con aquella que entiende que no hay ninguna problema en delegar toda nuestra capacidad de decisión en otros.
Anotaré, en tercer lugar, que en estos modelos el Estado lo es casi todo. Se pretende que una institución heredada de los viejos poderes opere al servicio de proyectos cuya condición emancipatoria mucho me temo que, entonces, se ve sensiblemente lastrada. Al amparo de esta nueva ilusión óptica apenas puede sorprender que pervivan, de resultas, los vicios característicos de la burocratización y, llegado el caso, de la corrupción.
Obligado estoy a señalar, en cuarto lugar, que existe una manifiesta confusión en cuanto a la condición de fondo de la mayoría de los proyectos abrazados por los gobiernos de la izquierda latinoamericana. Estos proyectos han apuntado casi siempre a una ampliación de las funciones asistenciales de la institución Estado. Nada sería más lamentable que confundir esto con el socialismo (a menos, claro, que sacamos de esta palabra buena parte de la riqueza que le da sentido). Si, por una parte, no se ha registrado ninguna suerte de socialización de la propiedad-o, en el mejor de los casos, esta última ha hecho acto de presencia de manera marginal-, por el otro han pervivido inequívocamente, por mucho que se hayan visto sometidas a limitaciones, las reglas del juego del mercado y del capitalismo.
Me permito agregar una quinta, y última, observación: incluso en los casos en los que la vinculación de las comunidades indígenas con determinados proyectos institucionales ha podido limar un poco la cuestión, su parece concluir que las experiencias objeto de mi atención han sucumbido con lamentable frecuencia al hechizo de proyectos productivistas y desarrollistas que representan reproducciones miméticas de muchas de las miserias que el Norte opulento ha exportado, las más de las veces-dicho sea de paso-con razonable éxito.
Vuelvo al argumento principal: si no hay duda mayor con respecto a que los gobiernos de izquierda en América Latina han contribuido-unos más, otros menos-a mejorar la situación de las clases populares, desde una perspectiva libertaria parece obligado mantener a este respecto todas las cautelas. Y entre ellas una principal: la que nace de la certeza de que, con los mimbres desplegados por estos gobiernos, es extremadamente difícil que se asienten en el futuro sociedades marcadas por la igualdad, la autogestión, la desmercantilización y el respeto de los derechos de los integrantes de las generaciones venideras. A este respecto nada me gustaría más que equivocarme.
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