Jerónimo Alayón Gómez
Los tiranos odian a las universidades, salvo cuando se les arrodillan.
Ocurrió en el Paraninfo de la
Universidad de Salamanca, un ahora lejano 12 de octubre de 1936. Algo
que podría tomarse como el símbolo del enfrentamiento entre la barbarie y
la academia. El General de la Legión Española José Millán-Astray se
había robado el derecho de palabra y no fue poca cosa lo que dijo: gritó
“¡Viva la muerte, abajo la inteligencia!”, pero además a quien
le había usurpado el derecho de palabra era don Miguel de Unamuno, quien
había empezado con aquello de “Quedarse callado equivale a mentir”.
Unamuno terminó su intervención con uno
de los mejores discursos improvisados en la historia de la oratoria
académica y política: “Éste es el templo de la inteligencia y yo soy su
sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque
tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay
que persuadir y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y
derecho en la lucha”.
El miércoles 19 de junio de 2013
escuchamos una vez más el grito de la barbarie en la Universidad Central
de Venezuela. Bien ha acertado Rayma al reinterpretar El grito, de Edvard Munch,
con el reloj de Villanueva y Otaola al fondo. Los bárbaros de hoy no se
conforman, como Millán-Astray, con gritar. Cumplen su grito. Matan y
matan de un modo peor, porque matan el arte, el saber, la memoria
cultural que se nutre de los valores civilizatorios.
Los bárbaros que incendiaron el
Rectorado de la Universidad Central de Venezuela, además de dañar el
edificio, infligieron seriamente el mural de Oswaldo Vigas Un elemento-personaje vertical en evolución horizontal
(1954), que forma parte del Patrimonio Mundial que es la Ciudad
Universitaria de Caracas. Y uno recuerda a Unamuno atizando el verbo
para no mentir con su silencio de aquiescencia.
No hay modo de vencer si no es
convenciendo. Unamuno hablaba de esa erótica verbal que es la
persuasión, de ese modo sutil de violencia con que los griegos
sustituyeron la violencia ostensible del grito. Persuadir es, además,
una erótica del pensamiento. Por eso los tiranos odian la
universidad, porque ellos sólo saben gritar: son heraldos de un silencio
amordazado con palabras traicionadas.
Cuando se haga la historia de esta
salvaje imposición de un pensamiento único se dirá, como Emilio Lledó
dice hoy de la España franquista, que fue un tiempo gris.
La historia no perdona.
No importa cuán bonito hablen los
autócratas y sus fantoches en la universidad. La historia es un
rastrillo que limpia de disfraces el discurso efectista de los funestos.
Quienes intentan acallar a la universidad olvidan aquello de George
Steiner sobre el silencio impuesto: sería un silencio “desesperado por
el recuerdo de la palabra”, y la universidad es el hogar natural de la
palabra universal, crítica e insumisa.
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