Humberto Decarli
El anuncio del gobierno de militarizar al país para combatir
al delito representa un nuevo desatino de tan infausta gestión. No les ha
bastado con el fracaso materializado en la implementación del Dibise
(Dispositivo Bicentenario de Seguridad) hace poco tiempo donde se incorporó a
la fuerza armada a la lucha en contra de la inseguridad. Los militares están
formado para la guerra con la connotación terrible implicada en esa clase de
actividades. No tienen un espíritu de respeto a los derechos humanos ni de la
técnica contra el terrible flagelo significado por el crimen. Redundará su
función en torpeza por la ausencia de criterio acertado en esta materia. Sin
embargo, detrás de la presencia del ejército, la guardia nacional y la milicia,
subyace la intimidación contra la disidencia y los posibles conflictos sociales
derivados del desabastecimiento y la inflación. Allí sí van a actuar sin
contemplaciones con la panoplia de armas adquirida a Rusia. Es una conducta
reaccionaria destinada a satisfacer criterios simplistas y conservadores
traducidos en la mano dura contra los delincuentes.
Hay infinidad de propuestas civiles para llevar a cabo
panaceas en este delicado aspecto. El desarme, las políticas preventivas, las
recomendaciones de Conarepol, la de Cofavic, la del Comité de Víctimas del
Estado Lara, la impunidad policial y muchas otras iniciativas que escapan a mi
memoria porque no soy especialista en este ámbito, simbolizan sendas
responsables, equilibradas y veladoras de los derechos humanos. Pero estamos en
presencia de una administración desconcertada e ineficaz, sobre todo por la
ausencia del caudillo juzgador de todo.
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