Jorge Altamira
La muerte de Hugo Chávez ha provocado, como era previsible, una emoción popular enorme en Venezuela. También ha conmovido a la opinión pública internacional. Es la consecuencia natural de la atención que suscitó en la política mundial durante la mayor parte de su gestión política. Lo mismo ya ha ocurrido en el pasado con otros líderes de naciones de mediano desarrollo, desde el indio Ghandi, Perón, el egipcio Nasser o el indonesio Sukarno, así como también por Fidel Castro durante la segunda mitad del siglo pasado. Este lugar excepcional se explica por la naturaleza universal de los problemas históricos que han dejado al descubierto. Es la expresión del carácter mundial de los conflictos nacionales.
El parto del chavismo se produjo a finales de febrero de
1989, cuando una rebelión popular -el Caracazo- contra el programa
fondomonetarista del gobierno que acababa de asumir, bajo la presidencia de
Carlos Andrés Pérez, fue masacrada por una represión ejecutada por el ejército.
Fue el final del ciclo histórico del nacionalismo civil pequeño burgués, que
encarnó durante cincuenta años el partido Acción Democrática. Tres años más tarde,
desde las propias fuerzas armadas emergió una reacción contra los represores
del Caracazo, bajo la sublevación de oficiales de menor rango, conducidos por
Hugo Chávez, quienes esgrimieron un planteo nacionalista. La sublevación sacó
de nuevo al pueblo a las calles -aunque de un modo incipiente- y convirtió a
ese golpe militar peculiar (contra el gobierno y los mandos de las fuerzas
armadas) en una semi-sublevación popular. En la conciencia del pueblo se alojó
la idea de que podría contar a su favor con las armas del país. El chavismo no
nace de una combinación parlamentaria ni de un enjuague entre camarillas de
partido, sino de una conjunción del nacionalismo uniformado con una parte de
las masas. El Caracazo y la sublevación del ’92 son el repique de campanas que
anticipa el derrumbe del proceso de privatizaciones y endeudamiento que han
caracterizado a la etapa neoliberal. Curiosamente, el menemismo habría de
debutar cuando en Venezuela se ponía de manifiesto que éste estaba condenado a
acabar en crisis semi-revolucionarias.
Nacionalismo
El nacionalismo militar chavista entronca con la historia de
su propio país y de toda América Latina. Es el caso de Perón y de los
nacionalismos militares, por ejemplo, en Perú (Velazco Alvarado) y en Bolivia
(Juan José Torres), a finales de los ’60, los que nacionalizaron a las
compañías petroleras extranjeras y las haciendas azucareras -en algunos casos
sin indemnización. Todos estos movimientos, como luego el chavismo, hicieron
alarde de alguna particularidad de alcance excepcional, en especial en lo
relativo a su líder. El caudillismo refleja la escasa diferenciación social del
movimiento de masas y el empeño del nacionalismo de presentar al pueblo como un
bloque unido por intereses exclusivamente nacionales. Distorsionan, con este
procedimiento, las razones históricas de su emergencia: el protagonismo de las
masas, que con acciones y sacrificios repetidos, pusieron en evidencia el
callejón sin salida de las relaciones sociales vigentes; por último, la
conexión de la crisis social y política en un país con la declinación histórica
del conjunto del sistema nacional dominante. La pretensión de representar a la
nación o el slogan de la unidad nacional apuntan a justificar el sometimiento
político de la clase obrera a lo que se bautizaría “la comunidad organizada”.
Es la justificación ideológica del maniatamiento de los sindicatos por parte de
una burocracia integrada al Estado.
El movimiento nacional -civil o militar- es una expresión
del cepo que la dependencia del capital financiero internacional pone al
desarrollo de las fuerzas productivas en los países de la periferia
capitalista. Es la expresión de una lucha por defender la parte del ingreso
nacional en los recursos que genera el conjunto de la economía mundial. El chavismo
no se limitó a utilizar la renta petrolera de Venezuela para el desarrollo de
programas sociales de gran alcance; antes de esto, chocó en forma abierta con
el capital internacional y sus agentes internos para evitar la
internacionalización de PDVSA, la empresa estatal de petróleo, a manos de las
bolsas extranjeras. Esta crisis fue la razón que impulsó el golpe militar que
volteó a Chávez, en abril de 2002, y el sabotaje petrolero a finales de ese
año. En esas fechas, el precio del barril de petróleo todavía se encontraba
apenas por encima de los diez dólares, de modo que no es cierto que en la
crisis jugara un papel determinante la captura de la renta minera
extraordinaria que surgiría luego, debido al alza internacional de precios. La
movilización popular que derrotó al golpe de abril y luego al sabotaje
petrolero fueron los ’17 de Octubre’ del chavismo, el cual ya se esbozó con el
levantamiento de 1992. Una ironía: Hugo Chávez despidió a las masas que se
habían movilizado para liberarlo del golpe fascistoide con una llamada a
“volver a casa”.
Chavismo y relaciones de propiedad
La derrota del golpe ‘cívico-militar’ convirtió a las
fuerzas armadas en chavistas, una consistencia que atravesó la prueba del
sabotaje petrolero. El arbitraje político de Chávez encontró en la chavización
de las fuerzas armadas un asiento sólido. Este maridaje se fortaleció cuando
Chávez resolvió a su favor un enfrentamiento con el general Baduel, el
paracaidista que lo rescató en 2002 y que luego se convirtió en la autoridad
máxima del ejército. Otra cosa importante es que, incluso en el momento más
recio del sabotaje petrolero, la banca internacional no interrumpió el
financiamiento a Venezuela, ni Chávez dejó de pagar la deuda externa. Por eso,
la nacionalización de algunos bancos -una medida fundamental para cualquier
transformación social y para la industrialización- no se produciría hasta muy
recientemente, cuando -irónicamente- el Banco Santander consiguió ser comprado
por el Estado para hacer frente a la crisis bancaria internacional con el
dinero de la jugosa indemnización. En los momentos más duros de sus
enfrentamientos recíprocos, el capital financiero internacional tuvo muy claro
que el chavismo no tenía interés en romper con las Bolsas, ni era -mucho menos-
enemigo de la propiedad privada. Las nacionalizaciones generosamente
indemnizadas pierden su contenido anticapitalista, donde el Estado canjea
dinero fiscal por capital, y el capital se canjea en dinero privado.
La propaganda antichavista, en especial la del sionismo,
imputa a Chávez intereses siniestros a su alianza con Irán. Se trata de otra
cosa: el eje Venezuela-Irán es fundamental para contrarrestar la presión de
Arabia Saudita y los emiratos del Golfo, instigados por las petroleras
anglo-franco-yanquis para que la Opep reduzca los precios del petróleo. Chávez
y los ayatollahs defienden la parte de sus países en el ingreso económico
mundial -incluso si esto perjudica a naciones no petroleras de la periferia. En
compensación, Chávez ha otorgado a varias de ellas precios preferenciales, por
lo que ha fortalecido con ello la autoridad de Venezuela en la disputa
energética.
El chavismo proclama un “socialismo de siglo XXI”, pero es
un socialismo de reparto parcial de la riqueza social, no de la transformación
del capital en propiedad pública, ni del Estado en dirección colectiva de las
masas. La llamada “redistribución del ingreso” ha mejorado considerablemente, a
partir de niveles miserables, pero ese ingreso sigue siendo el de la renta
petrolera. Chávez ha procedido a numerosas nacionalizaciones, las principales a
cambio de indemnizaciones generosas para los grandes capitales: Verizon, la
norteamericana de telecomunicaciones; Sidor, la siderúrgica de Techint, pagada
con extrema generosidad; lo mismo las cementeras del mexicano Slim. En el campo
no ocurrió lo mismo, porque se comprobó que los títulos de propiedad de los
expropiados eran fraudulentos. Estas nacionalizaciones no respondieron a un
plan; fueron improvisadas por la propia crisis. La planificación requiere el
concurso consciente del proletariado, su independencia política de clase. Por
ejemplo, cuando faltó cemento para los planes de vivienda o cuando el gobierno
no logró conciliar el choque de Techint con los obreros de Sidor, se
nacionalizaron las cementeras y las siderúrgicas -pero no cambió, por eso, en
forma sustancial la producción de unas y otras, sino la importación. Los
grandes capitales hicieron los petates cuando concluyeron que no les interesaba
el escenario económico prevaleciente. Pero Venezuela no se transformó en país
industrial; sigue siendo monoproductor de combustible. La redistribución de
ingresos se hizo con la caja de PDVSA, la cual se encuentra muy endeudada y con
un fuerte desequilibrio económico debido al congelamiento del valor del bolívar
en un contexto inflacionario. Los límites de PDVSA se manifiestan en el lugar
protagónico del capital extranjero (con la única exclusión de Exxon) en la
explotación de la Franja del Orinoco. La crisis de PDVSA es la razón principal
de la decisión reciente de devaluar el bolívar fuerte (darle más moneda
nacional por dólar exportado).
Al igual que las experiencias nacionalistas del pasado, la
de Venezuela ha fracasado en el objetivo de asegurar un desarrollo nacional
autónomo. Esto no es posible en el estadio de declinación del capitalismo
mundial. Pero del mismo modo, Venezuela emerge de esta experiencia con un
Estado más centralizado, con el retroceso relativo de los sectores más
parasitarios del capital nacional y, por sobre todo, con una presencia más
activa de las masas. Cualquier cambio de frente del proceso económico contará
con estos factores como herramientas de trabajo.
Perspectivas
El chavismo ha combatido el desarrollo de un sindicalismo
independiente. El Código de Trabajo introduce conquistas importantes para
trabajadores tercerizados, pero impone el arbitraje obligatorio y la facultad
del Presidente para decidir la legalidad de cualquier huelga. Las paritarias no
se convocan cuando vencen los convenios; los salarios en la gran industria no
han mejorado. Hay una estatización de los sindicatos.
La muerte de Chávez bloquea la posibilidad de que las masas
de Venezuela agoten la experiencia política con su tentativa nacionalista. Las
críticas o decepciones que pueda provocar la nueva gestión dejarán a salvo a
esta experiencia histórica tomada en su conjunto. Desde el punto de vista del
desarrollo de la conciencia de clase, la muerte de Chávez representa un
bloqueo.
La muerte de Chávez crea, objetivamente, una crisis de
régimen político, el del poder personal. Los sucesores deberán encontrar una
salida alternativa. Gran parte del círculo que gobierna representa lo que el
mismo pueblo chavista llama la “derecha endógena”. Una alternativa es que,
luego de las próximas elecciones, el sistema político se ‘kirchnerice’ (algo
irónico cuando se acusa a los K de ‘chavizarse’). Consistiría en una cierta
parlamentarización del sistema en detrimento del verticalismo actual y de las
organizaciones paralelas a las oficiales -como es el caso de los consejos
comunales. El chavismo no está unido por un programa ni es homogéneo en
términos sociales; aunque bullen las críticas en su seno, funciona como un
aparato de Estado e incluso paraestatal. El nuevo gobierno deberá hacer frente,
sin la autoridad de Chávez, a la desestabilización económica que crece y a
devaluaciones aún mayores de las monedas. Sería un ajuste sin anestesia, en
medio de un cambio de régimen. La última devaluación fue presentada por el
equipo actual como una decisión que Chávez habría tomado en La Habana. Existe
una fuerte crítica interna a la gestión distorsionada de la información sobre
la enfermedad de Chávez, la que se ha interpretado como funcional al equipo que
está al mando.
Después de las nuevas presidenciales, deberán tener lugar
las elecciones municipales, las cuales han sido postergadas varias veces. Aquí,
la oposición de derecha podría incrementar su representación. La división de la
derecha, como lo observó hace poco Diosdado Cabello -presidente de la Asamblea
nacional y presumible líder de la ‘derecha endógena’- “ustedes están más
divididos que nosotros”. Es cierto. Acicateada por el uribismo colombiano, por
los republicanos de Estados Unidos y por financieros venezolanos, una minoría
activa impulsa la desestabilización. Parece encabezarla el alcalde de Caracas,
Ledezma. Capriles sería la cabeza de la fracción conciliadora. En esta crisis
de conjunto, las fuerzas armadas constituyen la carta de reserva para bloquear
una disgregación política.
Se ha hablado hasta el hartazgo del liderazgo continental de
Chávez. Cuando se mira con más cuidado es ese liderazgo el que operó, al menos
en los últimos años, a la sombra del empuje de las mineras y contratistas
brasileñas, las que han impuesto su agenda a través del ‘gobierno de los
trabajadores’ de Lula y Dilma Roussef. La Unasur es un satélite de la
diplomacia brasileña. Desde las ‘reformas’ en Cuba a las negociaciones con las
Farc o los acuerdos con Irán, el operador fundamental ha sido Brasil, no Chávez
-o sea la Bolsa de San Pablo (un santuario de los grandes bancos de inversión).
No es casual que el Banco del Sur haya muerto a manos de los intereses del
BNDES -el banco de desarrollo de Brasil (el cual financiará las obras
hidroeléctricas de las contratistas brasileñas en la patria chica de CFK).
Se ha creado una situación nueva en América Latina. El
desafío principal que ella representa es para la izquierda, la que es marginal
a todo este proceso. Sin embargo, debería ser la protagonista histórica
principal. Debería abrirse un debate continental para caracterizar esta nueva
situación y sacar de ella todas las conclusiones revolucionarias.
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