Armando Chaguaceda
La relación de Cuba con el proceso bolivariano puede ser
leída desde varios registros, que trascienden la retórica de los discursos
oficiales –profusos en calificativos como hermandad, solidaridad e
internacionalismo–, así como los de ciertos sectores de la oposición –que
desconocen cualquier aporte positivo del país caribeño al proceso en curso en
Venezuela–, para adquirir ribetes pragmáticos.
Vistos desde la Habana, los nexos económicos con Venezuela
resultan, a corto plazo, insustituibles para la isla. Caracas garantiza la
matriz energética que mueve la economía cubana, aporta créditos para inversión
–como los dirigidos a varias refinerías, puertos y aeropuertos– y adquiere
servicios de más 40 mil profesionales cubanos de la salud, la educación y el
deporte, pagados muy por encima del valor salarial de estas profesiones en el
mercado laboral venezolano.
Como plantea en recientes trabajos el reconocido
especialista Carmelo Mesa Lago, desde 2005 el comercio exterior cubano con
Venezuela ha crecido de manera exponencial, alcanzando un 42% del total de la
isla caribeña. Así, el valor de intercambio bilateral rozó, en 2010, los 13 mil
millones de dólares; monto prácticamente idéntico al alcanzado con la URSS en
1989, aunque con el atenuante de que entonces el comercio cubano, con la
extinta nación euroasiática y sus aliados del este europeo, acaparaba el 85 %
del total nacional y ahora la isla posee un comercio –y fuentes de ingreso–
algo más diversificados.
Desde la vivencia y percepción del ciudadano de a pie, el
nexo con Venezuela se identifica con la posibilidad de evadir (petróleo
mediante) el retorno de los aborrecidos apagones, que afectaron la isla en lo
más duro de la crisis de los años 90 denominada Período Especial.
Desde esa misma perspectiva, la inserción de cualquier
trabajador cubano (de la salud, del deporte, de la educación, etcétera) en las
llamadas Misiones Sociales en tierras venezolanas, supone un beneficio material
para él y sus familias por la vía de bienes que puede adquirir en el vecino
país, bien sean productos ausentes en el mercado nacional (como hasta hace poco
ocurría con las computadoras) o inaccesibles por lo elevado de sus precios y
por la baja capacidad de compra del salario en moneda nacional. Ello no significa
que la labor de los médicos y enfermeras cubanos no conlleve dosis loables de
entrega y sacrificio, todo lo cual es reconocido por la población pobre
atendida en las Misiones Barrio Adentro. Los cientos de miles de personas
atendidas, curadas y dignificadas siempre serán algo invaluable, al margen de
la opinión que se tenga sobre costos y errores de gestión de cualquier programa
o política pública.
Otro impacto relevante resulta visible en el debate público
isleño. Para el sector de la intelectualidad cubana que sostiene posturas
críticas dentro del legado de la Revolución Cubana, el advenimiento del proceso
bolivariano ofreció dos oportunidades clave. En primer lugar, la opción de
verificar la existencia y actualización de un proyecto de izquierda, justo
después de la estrepitosa crisis del socialismo estatista en la última década
del siglo XX. Además, abrió la posibilidad de presentar críticas “leales” al
régimen cubano, provenientes de una cosmovisión “progresista”, que no fueran
fácilmente identificadas –y descalificables– como “ataques del Imperialismo”,
con las consecuencias personales que ello supondría.
Partiendo de ambos presupuestos, un sector de la academia
cubana (fundamentalmente jóvenes juristas y politólogos) revisó la constitución
y leyes innovadoras de Venezuela, así como sus mecanismos de democracia
participativa para hacer, desde ellos, inferencias y propuestas para el
contexto cubano. Tal estrategia –que posteriormente fue replicada con las
innovaciones democráticas adelantadas en los procesos en curso en Bolivia y
Ecuador– contó con el concurso de un grupo de especialistas españoles y
latinoamericanos identificados con dichas experiencias. Y se vio facilitado por
la creación de un conjunto de mecanismos oficiales de intercambio y estimulo a
la investigación (casas y fondos del ALBA, viajes cruzados de intelectuales y
funcionarios de esos países) hasta alcanzar difusión en varios foros y
publicaciones de la isla, portadores de propuestas más o menos consistentes.
Un rasgo recurrente de estos trabajos es, sin embargo, el
sesgo normativo y ahistórico de las interpretaciones: son miradas que ponderan
los avances legales sin contrastarlos con sus realizaciones prácticas; donde se
toman por ciertas las alusiones a la democracia participativa sin cruzar la
mirada con las recurrencias autoritarias del régimen chavista. En esos trabajos
se percibe el proceso como un bloque, donde los tiempos (fases) y actores
(institucionales y sociales), así como las culturas y estrategias políticas,
brillan por su ausencia o se perciben desde la pupila oficial o de sus
intérpretes y hagiógrafos extranjeros.
Además, las experiencias de vida y funcionamiento de un
régimen socialista de Estado como el cubano, tan necesarias para la “pedagogía
política” de los jóvenes procesos latinoamericanos, suelen ser pasto de la
autocensura o edulcoramiento (al menos público) de algunos de estos
intelectuales socialistas cubanos en su intercambio con homólogos venezolanos y
de la región.
A la postre, la esperanza de que la joven Revolución
Bolivariana oxigenara a su envejecida contraparte isleña no se correspondió con
los hechos. En realidad sucedió en buena medida lo contrario: vetustos estilos,
consignas y modus operandi, identificables con el régimen cubano, fueron implantados
en las instancias y mentalidades del poder venezolano, sea por la directa labor
de formación y adoctrinamiento o por mimetismo. Algunos casos emblemáticos
fueron la organización del bloque juvenil del chavismo –el llamado Frente
Francisco de Miranda–, la adopción en organizaciones populares, instituciones
del Estado y en las Fuerzas Armadas, de consignas como Patria, Socialismo o
Muerte y las constantes referencias al Comandante Presidente. Como en una
canasta, la manzana pasada de tiempo corrompió al fruto joven, justo cuando
este comenzaba a madurar.
Un último –y trascendental– tópico para analizar el vínculo
de Cuba con el caso venezolano es el de la relación estratégica construida
entre ambos gobiernos nacionales. En ese sentido, se ha destacado hasta el
cansancio, la importancia del antes mencionado aporte económico, energético y
financiero de Caracas a la vulnerable economía isleña, así como la contribución
de especialistas y tecnologías cubanas en aéreas sensibles que han servido para
apuntalar el apoyo político del presidente Chávez.
Sin embargo, algo que resulta verdaderamente estratégico –y
por lo cual el gobierno venezolano no ha escatimado gastos para sostener una
relación comercial desfavorable– es el papel que la asesoría política cubana ha
dado al gobierno venezolano en áreas clave como inteligencia, control de
comunicaciones y bases de datos nacionales, construcción de instituciones y
mecanismos de propaganda. Con un nutrido personal (cuya presencia resulta
crucial y visible en aeropuertos, ministerios y dependencias militares) el
chavismo ha podido obtener una suerte de “proyecto llave en mano” de control y
cambio político, que apunta a la hegemonía. Esto le da una ventaja decisiva
sobre sus adversarios –ventaja que se suma a la colonización de poderes del
Estado y la subordinación de sociedad civil popular– de forma tal que puede
prever las jugadas de aquellos y alterar las iniciativas de sus contrincantes
sin romper en toda la línea las reglas formales de la democracia.
Las consecuencias de esta “hermandad” son varias y, en
regla, nocivas para la democracia y soberanía nacionales venezolanas, al
modificar subrepticiamente un juego político que se encuentra perfectamente
regulado por una constitución claramente progresista, originalmente aprobada
por el oficialismo; un oficialismo que posee, sin necesidad de incurrir en
violaciones a los derechos e instituciones establecidos, suficiente base social
y recursos como para contender con amplia ventaja en procesos electorales.
En este punto resulta importante recordar dos elementos:
Primero, que Chávez triunfó en 1998 sin asesores cubanos, maquinarias
partidistas ni control del Estado y fue regresado en abril de 2002 por la
mayoritaria voluntad popular al puesto que le fue escamoteado por la derecha
golpista. Y segundo, que resulta éticamente reprobable que un gobierno como el
de Cuba, que ha sido justificadamente celoso de su soberanía nacional frente a
adversarios y aliados establezca -aún si fuese por solicitud del gobierno vecino-
una suerte de tutela del proceso venezolano y su desarrollo político
institucional.
Existe una consecuencia adicional, poco explorada por los
analistas, que tiene que ver con el impacto que la estrecha relación entre los
órganos estatales cubanos y venezolanos tendrá para el rediseño de la
institucionalidad y modelo político isleños y, en particular, para el futuro de
la democracia en Cuba. Si por más de diez años, los funcionarios y agentes
cubanos han podido vivir inmersos en las condiciones de una democracia y
sociedad civil vibrantes, “conociendo” –aunque quizá no “comprendiendo”– sus
rasgos y debilidades y ensayando formas legales, paralegales e ilegales de
influir sobre el orden constitucional y la soberanía popular, ¿no serán esta
capacidades puestas en juego ante un eventual escenario de transición en la
isla? Un régimen que abre –ciertamente, en una forma positiva y agradecible por
la población- crecientes espacios para la iniciativa económica y libertades
personales, y que hoy tolera ciertos espacios de debate y libre expresión de
las ideas –sin por ello perder su tutela monopólica sobre instrumentos de
propaganda, comunicación y control masivos- no podría utilizar estos know how
en los terrenos electorales, mediáticos y legales frente a una oposición y
ciudadanía demasiado débil, fragmentada y carente de experiencia conspirativa?
Tanto la experiencia de esquemas de hegemonía autoritaria
–del viejo PRI mexicano– o postotalitaria –en regímenes como el de Putin en
Rusia–, donde el poder del estado-partido, combinado con alianzas con sectores
militares, empresariales y sociales extensos, han hecho posible la estabilidad
y legitimación “democráticas” de esos proyectos oficiales, permiten sustentar
cualquier alarma en esa dirección. A todos estos elementos habrá que tomar con
el debido cuidado, cuando al cabo de los años se haga justo balance de los
bemoles de esta “hermandad pragmática”.
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